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Ruinas de Xitaclán.

Domingo, 16.23

Los diligentes guías indígenas empezaron a murmurar entre ellos en su propia lengua, Scully no podía determinar si entusiasmados o tal vez inquietos. Durante los dos últimos días había concentrado toda su energía en avanzar entre la maleza, adentrándose en la selva y alejándose de la civilización, el confort y la seguridad.

Fernando Aguilar aceleró el paso.

—Vengan rápido, amigos —dijo al tiempo que apartaba unos helechos; luego se apoyó contra una alta ceiba y señalando hacia adelante, exclamó—: ¡Miren… Xitaclán!

Sudoroso y exhausto, Mulder se detuvo al lado de Scully, con un repentino brillo de interés en los ojos. Vladimir Rubicon avanzó con renovada energía.

Recobrando el aliento, Scully se protegió los ojos con la mano y miró hacia la antigua ciudad donde tal vez hubiesen hallado su fin Cassandra Rubicon y sus compañeros. El cielo estaba encapotado y los edificios medio derruidos se elevaban como enormes siluetas en medio de una tormenta.

La enorme y antigua ciudad de los mayas se extendía ante ellos. En el centro de la amplia plaza, los árboles se elevaban a través de las grietas abiertas en las losas. Una altísima pirámide escalonada dominaba la metrópolis abandonada, cubierta de plantas trepadoras. Templos más pequeños y estelas ricamente aparecían en ruinas, incapaces de resistir el paso del tiempo y las fuerzas de la naturaleza. Jeroglíficos intrincadamente cincelados asomaban entre el musgo y las enredaderas.

—Es asombroso —dijo Rubicon, empujando a Fernando Aguilar. El viejo arqueólogo salió a la amplia plaza—. Miren el tamaño de este lugar. Imaginen la cantidad de gente que venía aquí. —Se volvió hacia los agentes del FBI, deseoso de dar explicaciones—. La agricultura maya, que utilizaba el sistema de tala y roza, jamás podría haber abastecido un centro tan densamente habitado como éste. La mayor parte de las grandes ciudades, como Tikal o Chichén Itzá, probablemente sólo albergaban gente durante las ceremonias religiosas, los juegos de pelota y los sacrificios rituales en los cambios de estación. El resto del año eran abandonadas a merced de la selva hasta que llegaba la siguiente festividad.

—Eso me recuerda a una villa olímpica —dijo Mulder. El y Scully salieron a la explanada y se detuvieron al lado del arqueólogo, mientras los guías nativos se quedaban atrás, hablando nerviosamente con Aguilar en su dialecto indio.

—¿Ha dicho juegos de pelota, doctor Rubicon? —inquirió Scully—. ¿Quiere decir que organizaban espectáculos deportivos?

—Ahí, creo, estaba su estadio. —Señaló a través del claro en dirección a un amplio espacio hundido, cercado con un muro de ladrillos grabados—. Los mayas practicaban un deporte que era una mezcla de fútbol y baloncesto. Impulsaban una pelota de goma valiéndose de las caderas, los muslos y los hombros… todo excepto las manos. El objetivo era introducirla a través de un aro de piedra en posición vertical que había en el muro.

—Con animadoras, banderines… —dijo Mulder.

—Los perdedores del torneo normalmente eran sacrificados a los dioses —prosiguió Rubicon—. Les cortaban la cabeza, les arrancaban el corazón y su sangre se derramaba en el suelo.

—¿Y qué hacían en caso de empate? —bromeó Mulder.

Una expresión de profunda preocupación cruzó el rostro de Rubicon mientras avanzaba, volviendo la cabeza a un lado y a otro.

—Prácticamente no hay rastros de Cassandra y sus compañeros; al parecer no avanzaron mucho en su tarea de excavación. —Miró alrededor, pero la selva parecía inmensa y tremendamente opresiva—. Por desgracia, no creo que el problema de mi hija fuese algo tan inofensivo como un radiotransmisor estropeado.

Scully señaló hacia el lugar donde habían arrinconado los árboles y la maleza cortados. Las ramas y las enredaderas arrancadas formaban un montículo medio quemado, como si algún miembro de la expedición hubiese intentado encender una hoguera para librarse de ellas… o enviar una señal desesperada.

—Estuvieron aquí no hace mucho —señaló Scully—. Pero imagino que en menos de un mes la maleza debe de haber borrado cualquier señal de ellos.

—Quizá se perdieron en la selva —dijo Aguilar con una sonrisa—. Puede que los jaguares se los hayan comido…

—Debería guardarse esos comentarios —lo reprendió Scully.

—El equipo de Cassandra no pudo ser tan descuidado —dijo Rubicon, como si tratara de convencerse a sí mismo—. Al contrario que los antiguos excavadores aficionados, que se lo tomaban como un juego, los arqueólogos profesionales deben proceder con cautela, mirar debajo de cada piedra, estar atentos a los detalles más sutiles. —Contempló con tristeza las construcciones de piedra deterioradas por el tiempo—. Algunos de los peores aficionados creyeron que estaban haciendo un bien a la humanidad. A principios de siglo llegaron a los antiguos templos y trataron los bloques caídos de los muros como si no fuesen más que escombros, sin importarles que fueran piedras talladas o fragmentos de estelas. Nunca sabremos cuánto material se perdió de ese modo.

Avanzaban con cuidado, casi de puntillas, hablando en voz muy baja, como si temieran ofender a los antiguos fantasmas de Xitaclán. La superficie de la plaza, que alguna vez había sido lisa, estaba combada y resquebrajada a causa de la raíces que sobresalían.

—Comprendo por qué Cassandra estaba tan entusiasmada con este lugar —dijo Rubicon con voz ronca y profunda—. Es el sueño de un arqueólogo hecho realidad. Aquí podemos ver todas las etapas de la historia maya. Cada lugar que pisamos, cada nueva inscripción que encontramos es algo que jamás ha sido catalogado. Cualquier reliquia podría ser la tan esperada piedra Rosetta de la escritura maya. Podría revelarnos el secreto del motivo por el cual esta gran civilización abandonó sus ciudades y desapareció hace siglos… Eso, por supuesto, si los equipos científicos finalizan su trabajo antes de que el lugar sea saqueado por los cazadores de recuerdos.

—Xitaclán debió de ser un lugar asombroso —susurró Scully, imaginando cómo sería la ciudad antes de que la maleza la invadiese.

Erguidas como postes, dos impresionantes estelas exhibían hileras de incomprensible escritura maya, compuesta de símbolos ideográficos; una enorme serpiente emplumada se enroscaba alrededor de cada obelisco. Scully recordó el símbolo de la serpiente emplumada en la pieza de jade que Mulder le había mostrado.

—¿La serpiente emplumada representa a Kukulkán? —preguntó señalando la escultura.

Rubicon se calzó las gafas, examinó la estela y respondió:

—Sí, y por cierto está muy bien recreada. Ésta parece más grande y temible, y tan realista como algunas de esas estatuas de jaguar que estaban expuestas en mi museo. Son muy distintas de los estilizados jeroglíficos y los dibujos simbólicos que normalmente vemos en las estelas mayas. Sumamente interesante.

—Es casi como si la escultura hubiese sido sacada de la vida real —comentó Mulder.

Scully le lanzó una mirada, y él le ofreció una leve sonrisa a cambio.

—Falta poco para que anochezca —intervino Aguilar—. Será mejor que inspeccionemos rápidamente el lugar y luego montemos el campamento. Mañana podrán empezar con su trabajo de verdad.

—Sí, es una buena idea —admitió Rubicon. Parecía debatirse dolorosamente entre el desaliento de no encontrar a su hija allí, esperándolo, y el deseo de estudiar aquel maravilloso yacimiento arqueológico—. Es todo un privilegio ver un lugar como éste antes de que sea saqueado por los turistas. Las ruinas más famosas han sido degradadas por millares de visitantes que no saben nada de historia y sólo van allí porque un vistoso folleto se lo dice. —Se llevó las manos a las caderas—. Una vez que un nuevo emplazamiento se abre al público, la gente se la ingenia para destruirlo en tiempo récord.

Los cuatro cruzaron la plaza contigua al patio de juego de pelota y luego rodearon la espectacular pirámide central. La maleza había sido arrancada en dos de los lados, y Scully divisó en el nivel inferior una entrada que había sido forzada y conducía a las oscuras catacumbas de la antigua construcción.

—Al parecer alguien ha entrado a explorar —dijo.

Mulder se adelantó por la senda que rodeaba la base de la pirámide, y luego llamó a los otros para que se acercaran. Scully le encontró de pie en el borde de un pozo circular de unos diez metros de diámetro que se hundía en la roca caliza como si hubiese sido abierto por un taladro gigantesco.

—Un cenote —informó Rubicon—, un pozo sagrado, muy profundo, con paredes de piedra caliza. Los hay esparcidos por toda la península del Yucatán. Quizá éste sea el motivo por el que Xitaclán se construyó en este lugar.

Scully se acercó a una plataforma medio derruida que debía de haber sido una especie de plancha sobre el profundo agujero. Todos permanecieron de pie en el borde, y Scully se asomó para contemplar la superficie lisa de las oscuras aguas. Las profundidades parecían insondables. Afloramientos de piedra caliza surcaban las paredes del cenote como el resalto de un tornillo. Mulder lanzó un guijarro al agua y contempló los círculos que se extendían como ondas expansivas.

—Estos pozos negros naturales se consideraban sagrados, pues contenían el agua de los dioses, que surgía de la tierra —explicó Rubicon—. Pueden estar seguros de que éste contiene un tesoro sin descubrir de reliquias y huesos.

—¿Huesos? —preguntó Scully—. ¿De gente que cayó dentro?

—De gente que fue arrojada dentro —respondió Rubicon—. Los cenotes eran pozos para sacrificios. En ocasiones azotaban a sus víctimas hasta la muerte, o sencillamente las ataban y las dejaban caer con un lastre para que los cuerpos se hundieran. Otras veces, cuando se trataba de sacrificios especiales, elegían a la víctima un año antes. La persona escogida llevaba una vida de placeres e incluso desenfreno, comida, mujeres y ropas elegantes… hasta el día en que lo drogaban y conducían al borde del cenote para arrojarlo a las aguas sagradas.

—Creía que los mayas eran en esencia un pueblo pacífico —comentó Scully.

—Ésa es una falsa creencia difundida por un arqueólogo que admiraba a los mayas hasta el punto de interpretar sus descubrimientos de modo parcial a fin de quitar importancia al derramamiento de sangre evidente en los escritos y esculturas.

—Un arqueólogo poco fiable —dijo Mulder.

—La cultura maya era bastante violenta, vertía gran cantidad de sangre, especialmente en los últimos períodos, debido a influencias toltecas. Consideraban la escarificación un signo de belleza, y se automutilaban cortándose los dedos de las manos y de los pies. La ceremonia más sangrienta estaba dedicada al dios Tlaloc, cuyos sacerdotes preparaban las grandes festividades acercándose a las madres para comprar a sus pequeños. En una espléndida ceremonia, los niños eran cocidos vivos en agua hirviendo y luego eran devorados con gran pompa y esplendor. Los sacerdotes se deleitaban especialmente si los bebés lloraban o gemían mientras eran torturados hasta la muerte… pues pensaban que las lágrimas eran la señal de un año de lluvias abundantes.

Scully se estremeció mientras contemplaba las oscuras aguas del cenote y pensaba en los secretos que debía de esconder aquel pozo profundo y lóbrego.

—Sin embargo, estoy seguro de que ya nadie practica esa religión —añadió Rubicon, como si con ese comentario intentara consolar a Scully. El científico se frotó las manos en los pantalones—. No tienen por qué preocuparse. Estoy convencido de que no guarda ninguna relación con todos esos rumores de personas desaparecidas… o con Cassandra.

Scully asintió con aire ausente. Sí, ahí estaban, aislados, a dos días de distancia de la carretea más cercana, en unas ruinas milenarias donde los mayas habían realizado incontables y sangrientos sacrificios humanos. Un lugar donde todos los miembros de un equipo de arqueólogos estadounidenses había desaparecido recientemente…

Por supuesto, pensó, no tenía por qué preocuparse.