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Ruinas de Xitaclán.

Miércoles, 2.15

La vieja escotilla metálica se abrió repentinamente con un siseo como el que se produce al igualar la presión del aire, un sonido parecido al que podría emitir una serpiente emplumada antes de atacar.

A pesar de su curiosidad, Mulder volvió la cabeza y contuvo la respiración, pues temía inhalar las toxinas procedentes del interior de la cámara recién abierta. En otras ocasiones se había sentido descompuesto tras aspirar los efluvios de la nociva sangre de extraños cuerpos en descomposición. Fuera lo que fuese lo que se escondía bajo las ruinas de Xitaclán, había permanecido sepultado durante siglos dentro de aquella… ¿nave?

Le escocían los ojos a causa de los vapores que aún se elevaban desde las profundidades abismales del cenote. Mulder confió en que no se produjesen nuevos temblores de tierra.

Pero al percibir el ruido de los disparos, amplificado por las paredes de piedra, comprendió que no podía perder tiempo o energía en preocuparse por su propia seguridad. Debía hallar respuesta a sus interrogantes y luego regresar al lado de Scully.

Para eso necesitaba entrar cuanto antes allí.

Plantó un pie al otro lado de la puerta para comprobar la solidez del suelo. El túnel de entrada tenía las paredes lisas y curvadas, hechas de un material metálico pulido que absorbía la luz y la reflejaba de nuevo. Mulder no lograba ver la fuente de esa luminosidad. Era de una intensidad cegadora, claramente concebida, pensó, para ojos adaptados a la luz de un sol diferente.

Los mayas no habían sido expertos metalúrgicos, no poseían los medios ni los conocimientos de fundición para crear materiales como aquéllos. Continuó avanzando por el pasillo, como atraído por una fuerza invisible. Las paredes emitían una especie de zumbido agudo semejante a una música extraña. Mulder la sentía vibrar en sus huesos, en sus dientes y en la parte posterior del cráneo. Deseaba compartir su asombro con alguien, pero tendría que esperar a escapar de nuevo.

Recordó una situación mucho más terrenal vivida en un circuito deportivo al aire libre cerca de la oficina central del FBI, cuando tras finalizar una larga y estimulante carrera se había encontrado por segunda vez con el hombre a quien él mismo había dado el nombre de Garganta Profunda. Cuando Mulder lo había interrogado acerca de visitantes alienígenas y de la conspiración que se gestaba en los secretos sótanos acorazados del gobierno, Garganta Profunda había dado, como siempre, respuestas enigmáticas.

—Ellos están aquí, ¿verdad? —había preguntado Mulder, sudoroso a causa del ejercicio y ansioso por saber.

Con su sonrisa tranquila y una voz que denotaba seguridad, Garganta Profunda había enarcado las cejas y había dicho:

—Señor Mulder, llevan aquí muchísimo tiempo.

¿Muchísimo tiempo significaba tal vez miles de años?

Mulder se adentró en el pasadizo blindado para explorar los restos de lo que debía de ser una antigua nave abandonada, el vehículo espacial de un visitante extraterrestre que había aterrizado, o quizá colisionado, en la península del Yucatán siglos atrás, allí, en el lugar de nacimiento de la civilización maya.

«En cualquier caso —pensó Mulder—, eran alienígenas ilegales».

Los sinuosos pasadizos se abrían para revelar cámaras oscuras cuyas paredes medio derrumbadas también habían sido de metal. Donde las corroídas planchas de aleación habían caído al suelo, los agujeros habían sido reparados con trozos de piedra tallada. Quedaba muy poco de la nave original, apenas un armazón de metal remendado con bloques de piedra caliza.

Mulder imaginó a los sacerdotes mayas entrando en la pirámide «sagrada» mucho después de que los visitantes alienígenas hubieran desaparecido, tratando de conservar la extraña estructura pero sin saber cómo. El paso de generaciones de atemorizados visitantes habría desgastado y pulido el suelo.

Quizá los trozos de metal y las vigas que faltaban habían sido recuperados de la estructura principal para ser utilizados en otros templos mayas, o tal vez habían sido arrancados y destruidos por buscadores de tesoros, o desechados por fanáticos religiosos como el padre Diego de Landa.

Mulder, maravillado, continuó explorando aquel lugar tan extraño como fascinador. Jamás había visto pruebas tan abrumadoras y a la vez increíbles de una construcción extraterrestre.

Los pasadizos de la nave abandonada reflejaban el mismo diseño que Mulder había encontrado el día anterior mientras recorría el laberinto de la pirámide en busca de Vladimir Rubicon. Mulder había explorado los oscuros túneles hasta detenerse ante la extraña cámara sellada. Tal vez, pensó, se trataba de una entrada superior a la nave enterrada.

Se preguntó si la nave se habría estrellado, abriendo un cráter en mitad de la selva. Seguramente, cuando los nativos, aún incivilizados, decidieron ir a investigar, Kukulkán, el «dios sabio de las estrellas» les transmitió unos conocimientos portentosos que dieron origen al nacimiento de una gran civilización.

El agente deslizó los dedos por los huecos en las paredes metálicas para acariciar la roca caliza pulida. Deseaba más que nada en el mundo que Vladimir Rubicon hubiese vivido lo suficiente para contemplar aquello.

A lo largo de los siglos, los mayas, o los posteriores buscadores de tesoros, habían saqueado la nave abandonada hasta dejar únicamente la armazón de ésta. Pero Mulder sabía que aquello era prueba más que suficiente, y que nadie podría rechazarla.

Si al menos pudiera llevar a Scully hasta allí para que lo viese con sus propios ojos… Sintió una punzada de angustia; esperaba que ella estuviese bien, que el mayor Jakes la hubiese protegido, aunque fuese en calidad de rehén. Deseó que Scully y él pudieran salir de allí con vida. En una ocasión, mientras huían del radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, ella le había dicho: «Las pruebas no sirven de nada si estás muerto».

Mulder llegó a una rampa que ascendía en espiral y avanzó por ella atraído por el intenso resplandor. Ignoraba por completo a qué profundidad bajo tierra se hallaba.

Su asombro se duplicó cuando alcanzó el siguiente nivel; había llegado a la cámara de donde surgía la brillante señal. Tuvo que protegerse los ojos de la luz, pues era tan deslumbradora que le dolió el cráneo. «Éste debe de ser el puente de mando», pensó, al tiempo que observaba detenidamente el recinto.

La cámara entera permanecía prácticamente intacta, llena de extraños objetos que tal vez fueran artilugios mecánicos. Mulder comprendió al instante que aquel lugar debió de tener un enorme significado religioso para los mayas.

De repente vio algo que lo dejó paralizado. Una de las cámaras estaba repleta de una extraña sustancia translúcida, una especie de etérea sustancia gelatinosa que dejaba entrever una figura humanoide situada ante la puerta más lejana, con los brazos tendidos y las piernas un tanto separadas. Distorsionada por la oscuridad que la envolvía, la silueta parecía delgada, esquelética incluso.

Atraído como una mariposa nocturna hacia el fuego, Mulder avanzó con paso vacilante por el inclinado suelo del puente hasta llegar a la angosta cámara… y entonces vio que la silueta envuelta en la sustancia gelatinosa pertenecía a una mujer joven de pelo largo y rasgos humanos.

Mulder sacudió la cabeza, aturdido. La parte racional de su mente sabía que no podía tratarse de su hermana. No podía ser ella.

Mientras permanecía de pie ante la silueta, parpadeando y con los ojos entrecerrados a causa de la brillante luz que lo rodeaba, examinó a la mujer que permanecía suspendida como un insecto atrapado en una gota de ámbar.

Esforzándose por distinguir los detalles, Mulder advirtió que la mujer parecía sorprendida; tenía la boca medio abierta y los ojos desorbitados, como si hubiese sido apresada allí de repente. La sustancia gelatinosa se hizo menos espesa, como movida por invisibles corrientes de energía. Mulder observó los ojos verdosos y la figura menuda que tenía aspecto de caber perfectamente en el traje de buzo que Scully había utilizado. El cabello suelto era de color canela, y en una mejilla se apreciaban varios arañazos recientes.

De todos los prodigios que Mulder había visto y descubierto en el interior de la nave espacial abandonada, aquél era el que más increíble le parecía.

Después de días de búsqueda, finalmente había encontrado a Cassandra.