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Cancún.

Viernes, 8.05

El cielo luminoso estaba jaspeado de nubes blancas y el mar brillaba como una piscina de Beverly Hills. De los hoteles que se alzaban a lo largo de la estrecha franja de tierra entre el océano y la laguna, los turistas salían en tropel y aguardaban a coger los autocares que partían a horas programadas rumbo a las famosas ruinas mayas de Chichén Itzá, Tulum, Xcaret y Xel-Há.

En el vestíbulo del hotel Costa Caribeña podía oírse el rumor del agua de las fuentes de mármol repletas de monedas mejicanas. Un jeep abollado que transportaba a tres pasajeros se acercó esquivando viejos taxis, camionetas y autobuses de turistas que apestaban a gasóleo para ascender finalmente por el camino de entrada al hotel. El conductor agitó la mano con impaciencia e hizo sonar varias veces la bocina, lo cual provocó las iras de los botones, que vestidos impecablemente de blanco permanecían de pie junto a la entrada abierta. Los empleados miraron hacia el jeep con cara de pocos amigos, pero el conductor se acercó más al bordillo, aparcó e hizo sonar la bocina una vez más, sin importarle sus airadas miradas.

Mulder, que esperaba en el vestíbulo junto a otros turistas listos para salir de excursión, cogió su bolsa de viaje, se volvió hacia Scully y dijo:

—Creo que ése es nuestro coche.

Dana dejó su taza de café junto a un cenicero y cogió su propia bolsa.

—Me lo temía —respondió.

Vladimir Rubicon los siguió cargado con su mochila y su bolsa de mano, emocionado y ansioso.

—Estoy seguro de que todo el mundo disfruta de sus vacaciones en el deslumbrante Cancún… pero para mí esto dista mucho de ser el Yucatán. En realidad, podría tratarse de Honolulu.

Scully advirtió que en el jeep estaba Fernando Victorio Aguilar, a quien reconoció por la coleta y el sombrero de piel de ocelote. Aguilar les hizo una seña con la mano y sonrió.

—¡Buenos días, amigos! —saludó en español.

Mulder cogió la bolsa de Scully y la lanzó junto con la suya a la parte trasera del vehículo, mientras Rubicon acomodaba sus pertenencias en la atestada baca. Dos hombres jóvenes de pelo oscuro y piel morena iban en el vehículo con Aguilar, dispuestos a prestar su ayuda. Rubicon saludó tranquilamente a los extraños y se ubicó en el asiento trasero. Mulder se sentó a su lado.

Aguilar dio unas palmaditas sobre el asiento del pasajero, invitando a Scully a ocuparlo.

—Para usted, señorita… a mi lado, donde estará más segura, ¿eh? —Se volvió hacia Mulder y Rubicon—. ¿Están listos para partir? ¿Llevan ropa adecuada? ¿Preparados para enfrentarse a la selva?

Rubicon se acarició la perilla y declaró:

—Estamos preparados, señor Aguilar.

Mulder se inclinó y dijo:

—Llevo incluso mis botas de excursionismo y repelente para insectos.

Scully se volvió y lanzó una mirada a su compañero.

—Sí, lo imprescindible —comentó.

El desgarbado «expedidor» parecía recién afeitado; sus mejillas y su mentón tenían un aspecto liso y suave. Scully percibió el aroma de su loción para después del afeitado. Aguilar se frotó la cara con los dedos.

—Tardaremos horas en llegar al punto donde deberemos abandonar la carretera y adentrarnos en la selva.

—¿Y quiénes son nuestros nuevos compañeros de viaje? —preguntó Mulder, señalando con un gesto a los otros dos individuos apretujados en el asiento trasero junto a Rubicon y él.

—Ayudantes —informó Aguilar—. Uno regresará con el jeep y el otro vendrá con nosotros. Ya me ha acompañado en otras expediciones como ésta.

—¿Sólo un ayudante? —inquirió Rubicon—. Creía que requeriríamos más asistencia y… provisiones. He pagado…

—Ya tengo guías y trabajadores esperándonos con provisiones en el punto de reunión, señor —lo interrumpió Aguilar—. No era necesario traerlos desde el otro extremo del Yucatán.

Aguilar puso el vehículo en marcha, esquivando con un chirrido de los neumáticos un torpe autobús de turistas que trataba de salir al mismo tiempo. Scully cerró los ojos, pero Aguilar hizo sonar la bocina y dio un volantazo hacia la izquierda, rodeando el autobús y acelerando en dirección a la carretera principal.

Aguilar condujo hacia el suroeste; avanzó penosamente por la atestada zona hotelera y siguió por la autopista de la costa, dando bandazos en las curvas, esquivando autobuses, ciclomotores, y bicicletas conducidas por ciclistas prudentes pero lentos.

A los lados de la carretera se alzaban ruinas semiocultas por la hierba, pequeños templos y erosionados pilares de piedra caliza, algunos cubiertos de grafitos ilegibles y sin ningún cartel o señal que advirtiese de su presencia. La selva se los había tragado. Scully halló sorprendente que objetos con mil años de antigüedad no fuesen tratados con mayor reverencia.

El viaje continuó, y durante todo el trayecto Aguilar prestaba más atención a Scully que a la carretera. Conducía como un loco, o como un profesional, según el mérito que Dana quisiera concederle. Aguilar se las arregló para cubrir en una hora la distancia que un autobús para turistas recorrería en tres.

Al principio siguieron ceñidos la costa en dirección al suroeste por la autopista 307, pasando por delante de las famosas ruinas de Tulum. Luego continuaron hacia el interior, cruzando pequeñas y pobres ciudades con nombres como Chunyaxché, Uh-May o Cafetal, repletas de diminutas casitas encaladas, chozas de troncos, gasolineras y supermercados del tamaño de la cocina de Scully.

Dana desplegó un ajado mapa de carreteras manchado de grasa que encontró en el salpicadero. Comprobó con desazón que en la región hacia la que se dirigían no había carreteras, ni siquiera caminos de tierra. Confió en que se tratase de un error de imprenta, o que el mapa fuese muy viejo.

La selva baja se extendía interminable a los lados de la carretera. Por el ancho y polvoriento arcén vieron mujeres que lucían vestidos blancos de algodón con alegres bordados, el atuendo tradicional que Vladimir Rubicon identificó como huípil.

A medida que avanzaban hacia el interior, las curvas se hacían más cerradas y las llanuras cedían paso gradualmente a las colinas. Mulder señaló pequeñas cruces blancas y flores recién cortadas que se veían junto a la carretera en ciertos puntos. Alzó la voz para que pudieran oírlo por encima del viento que retumbaba a través de las endebles ventanillas del viejo vehículo.

—Señor Aguilar —preguntó—, ¿qué es eso que se ve al costado de la carretera? ¿Santuarios?

Aguilar rio.

—No, sencillamente señalan el lugar donde alguien ha muerto en un accidente de tráfico —explicó.

—Parece que hay muchos —observó Scully.

—Sí —dijo Aguilar con un resoplido—, la mayoría de los conductores son bastante ineptos.

—Ya lo veo —asintió ella, mirando fijamente a Aguilar.

Mulder se inclinó y comentó:

—Será mejor que tengamos especial cuidado en las curvas en que aparece más de una cruz.

Tras almorzar en una cantina que no era mucho más que una mesa y un toldo junto a la carretera, se pusieron nuevamente en camino. Aguilar condujo como un verdadero suicida durante un par de horas más. Scully se encontró de repente mareada y con náuseas, especialmente después de haber comido chiles rellenos. El menú de la cantina había sido bastante limitado, aunque Mulder había disfrutado de las frescas y gruesas tortillas y el estofado de pollo.

—¿Cuánto falta? —preguntó Scully a media tarde, luego de echar un vistazo a las nubes grises que cubrían el cielo por momentos.

Aguilar miró a través del parabrisas con los ojos entornados y puso en marcha los limpiaparabrisas para quitar los insectos aplastados que entorpecían la visibilidad. Volvió la vista hacia la carretera y dijo:

—Es aquí. —Frenó de golpe, se apartó de la carretera y se metió en el polvoriento arcén, donde un pequeño sendero enfangado salía de la espesa selva. Detrás de ellos, el conductor de un autobús hizo sonar el claxon y los adelantó por el carril contrario, sin preocuparse en mirar si venían vehículos de frente.

Aguilar se apeó y se quedó de pie al lado del maltratado jeep mientras Mulder abría la puerta trasera y estiraba las piernas. Scully salió del vehículo y respiró hondo el húmedo aire impregnado de los aromas de la circundante selva tropical.

El cielo estaba encapotado y amenazaba tormenta. Sin embargo, al contemplar la selva en que estaban a punto de adentrarse, Dana se preguntó si la lluvia podría penetrar a través de las enredaderas, la hierba y la espesa maleza.

Los hombres que acompañaban a Aguilar se apearon del jeep por el lado del conductor y abrieron el maletero para sacar las bolsas de Mulder y Scully. Entregaron la mochila a Vladimir Rubicon, quien se inclinó para frotarse las anquilosadas y huesudas rodillas.

Mulder echó un vistazo a la alta hierba, las plantas trepadoras, las palmas y las enredaderas que formaban una impenetrable masa de follaje.

—Debe de estar de broma —dijo.

Fernando Aguilar rio y luego sorbió por la nariz y se frotó las mejillas, donde ya se veía la sombra de una barba incipiente.

—Bueno, amigo, si las ruinas de Xitaclán estuviesen junto a una autopista de cuatro carriles, no serían exactamente un yacimiento arqueológico inexplorado, ¿verdad?

—En eso tiene razón —dijo Rubicon.

Mientras Aguilar hablaba, un grupo de hombres de cabello oscuro y piel morena salió repentinamente de la selva. Scully advirtió una clara diferencia entre aquella gente y los mejicanos con que se había cruzado en Cancún. Eran más bajos, y no estaban bien alimentados ni bien vestidos; descendían de los antiguos mayas que vivían lejos de las ciudades, sin duda en pequeñas aldeas que no aparecían en los mapas.

—Ah, aquí está el resto de nuestro equipo, listo para trabajar —anunció Aguilar. Hizo un gesto para indicar a los otros indios que cogieran las provisiones y las mochilas, mientras él mismo sacaba varías bolsas de lona del jeep—. Nuestras tiendas —dijo.

Mulder permanecía de pie con las manos en jarras, escudriñando la jungla, respirando el aire húmedo.

—No se trata solamente de un trabajo, Scully… es una aventura. —Los mosquitos volaban alrededor de su cara.

Cuando el jeep estuvo completamente vacío, Aguilar dio unos golpes en el capó para indicar que estaba listo para que el nuevo conductor partiera. Uno de los jóvenes de cabello oscuro trepó al asiento del conductor sin pronunciar palabra. Se limitó a asir la palanca de cambio de marchas y arrancar con un rugido, metiendo nuevamente el jeep en la carretera sin detenerse a observar el tráfico. El vehículo se alejó rápidamente soltando humo por el tubo de escape.

—En marcha, amigos —dijo Aguilar—. ¡La aventura nos espera!

Scully respiró hondo y se ajustó los cordones de las botas. El grupo penetró en la selva.

Mientras avanzaba con dificultad a través de la maleza, apartando con las manos ramas, hierbas, enredaderas y plantas trepadoras, Scully no tardó en desear estar de nuevo en el jeep, por muy mal que condujese Fernando Aguilar.

Los indios iban delante abriéndose paso entre la maleza con sus oxidados machetes; aunque gruñían a causa del esfuerzo, no se quejaban. Hermosos hibiscos y otras flores tropicales de vivos colores crecían a los lados del sendero. El agua formaba charcos en el suelo rocoso. Esbeltas caobas de tronco retorcido y suave corteza sobresalían en todas direcciones, tragadas por las malas hierbas y los matorrales espinosos. Los helechos rozaban las piernas de Scully, salpicándola con diminutas gotas de agua.

Se detuvieron a descansar junto a un alto chicozapote o «chicle», cuyo tronco estaba cubierto de cortes a causa de la savia que los indígenas habían extraído a lo largo de los años. Scully advirtió que los ayudantes mascaban con diligencia trozos de savia de chicle endurecida. Al cabo de pocos minutos Aguilar ordenó que volvieran a ponerse en marcha.

Muy pronto Scully empezó a sentirse acalorada, sudorosa y desgraciada. Decidió que cuando regresasen a la civilización escribiría al fabricante del repelente de insectos para quejarse por la ineficacia del producto. Ya era tarde avanzada cuando el grupo había iniciado su camino por el sendero, lo cual les concedía no más de cuatro horas de caminata antes de que tuvieran que detenerse y acampar.

Cuando Scully preguntó acerca de ello, Aguilar se limitó a reír y darle unas palmaditas en la espalda.

—Trato de hacerles más fácil la marcha, señorita —dijo—. Sería imposible llegar a Xitaclán en un día, de modo que hoy hemos hecho el viaje en coche y acamparemos después de varias horas de caminata. Tras una buena noche de sueño, por la mañana reanudaremos la marcha más descansados, ¿verdad? Pasado mañana a media tarde deberíamos llegar a las ruinas. Allí quizá encuentre a sus amigos desaparecidos. Tal vez sencillamente se les haya estropeado la radio.

—Tal vez —dijo Scully, poco convencida.

El calor era increíble, y el aire húmedo y denso como el de una sauna. El cabello de Dana colgaba en mechones finos y húmedos que se pegaban a ambos lados de su rostro. Tenía la piel cubierta de barro e insectos aplastados.

Por encima de sus cabezas, los monos aulladores se perseguían lanzando chillidos por las copas de los árboles. Los papagayos emitían ásperos graznidos al tiempo que colibríes cuyos brillantes colores hacían que pareciesen piedras preciosas revoloteaban en silencio frente a los ojos de Scully. Pero ella sólo se concentraba en avanzar entre la maleza evitando los charcos cenagosos y los afloramientos de piedra caliza.

—Te propongo un trato, Scully —dijo Mulder al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente; parecía sentirse tan desgraciado como su compañera—. Yo seré Stanley y tú Livingstone, ¿de acuerdo?

Vladimir Rubicon seguía al grupo sin quejarse.

—Sólo llevamos dos horas de marcha desde que dejamos la carretera —dijo—, ¡y miren dónde estamos! ¿Comprenden ahora cuántas ruinas podrían permanecer aún sin descubrir en el Yucatán? Una vez que la gente abandonaba las ciudades, la selva las cubría de inmediato… de modo que sólo viven en las leyendas locales.

—Pero Xitaclán es algo más que una simple ciudad en ruinas, ¿verdad? —preguntó Mulder.

Rubicon respiró hondo, se detuvo y se apoyó contra una caoba.

—Mi hija así lo creía. Xitaclán fue un importante centro de actividad durante muchísimos años; desde antes de la edad de oro del imperio maya, cuando la influencia tolteca era decisiva, y los últimos sacrificios humanos.

Scully se sentía extenuada, por eso le sorprendió advertir que el anciano arqueólogo no parecía en absoluto incómodo en medio de la jungla. En realidad, se lo veía más enérgico y animado que cuando se presentó en el museo de Historia Natural de Washington DC. Sin duda, Rubicon se hallaba en su medio, y no sólo iba a rescatar a su hija sino también a explorar unas ruinas mayas desconocidas.

Cuando las sombras se alargaban ya en la selva, los colaboradores nativos de Aguilar demostraron su valía una vez más. Tras elegir un claro cerca de un manantial, trabajaron con calma pero enérgicamente para disponer el campamento. Cortaron arbustos y hierbas a fin de abrir un espacio donde dormir y luego montaron las tiendas de campaña donde Mulder, Scully, Rubicon y Aguilar pasarían la noche mientras ellos buscaban otros lugares donde encontrar acomodo, probablemente en los árboles más próximos. Scully observaba a los indígenas moverse con precisión y prácticamente sin hablar, como si hubiesen realizado aquella tarea muchas veces con anterioridad.

Rubicon pidió a Aguilar más información acerca de Cassandra y sus compañeros de expedición.

—¡Sí! —exclamó el guía—. Los llevé hasta allí… pero dado que tenían intención de quedarse durante semanas para realizar sus excavaciones, me marché y regresé a Cancún. Soy un hombre muy ocupado.

—¿Pero ella se encontraba bien cuando usted los dejó? —preguntó Rubicon una vez más.

—Oh, sí —aseguró Aguilar con los ojos brillantes—. Más que bien. Se sintió muy feliz de encontrar las ruinas. Parecía tremendamente entusiasmada.

—Yo también tengo muchas ganas de verlas —dijo Rubicon.

—Pasado mañana —respondió Aguilar, y asintió enfáticamente con la cabeza.

Se sentaron sobre troncos caídos y rocas para tomar una cena fría compuesta de tortillas, queso y fruta que los guías nativos habían recogido en la selva. Scully bebió de su cantimplora y comió su ración, saboreando lentamente los alimentos, feliz de estar por fin sentada.

Mulder ahuyentó los mosquitos que zumbaban alrededor de su cabeza y dijo a su compañera:

—Esto es un poco distinto del restaurante de cuatro tenedores de anoche, ¿verdad? —Se levantó, entró en la tienda de Scully, donde habían guardado las bolsas, y hurgó frenéticamente entre los bultos y la ropa.

Scully terminó su cena, se recostó y respiró hondo. Sentía agujetas en las piernas a causa del esfuerzo realizado para abrirse camino entre la maleza.

Mulder salió de la tienda escondiendo algo a la espalda.

—Mientras hacía investigaciones preliminares sobre este caso, recordé la historia de Tlazolteotl —dijo. Volvió la vista hacia el anciano arqueólogo—. ¿Lo he pronunciado correctamente? Suena como si me estuviese tragando una tortuga.

Rubicon rio.

—Ah, la diosa de los amores ilícitos —dijo.

—Exacto, la misma —exclamó Mulder—. Un tipo llamado Jappan quería llegar a ser el favorito de los dioses… una especie de crisis de los cuarenta. Así pues, dejó a su amante esposa y todas sus posesiones para convertirse en ermitaño. Escaló a una alta roca del desierto, donde dedicaba todo su tiempo a honrar a los dioses. —Miró alrededor y añadió—: Aunque no sé dónde pudo encontrar un desierto por aquí. Como quiera que fuese, los dioses no pudieron rechazar aquel reto, de modo que tentaron al indio con hermosas mujeres… pero él se negó a dar el brazo a torcer. Entonces Tlazolteotl, la diosa de los amores prohibidos, se le apareció, dejándolo fuera de combate. Ella dijo que la virtud de Jappan la conmovía tanto que quería hacer algo para consolarlo. Lo convenció de que bajase de la roca y luego lo sedujo con éxito… para deleite de los demás dioses, que habían estado esperando a que Jappan sucumbiese.

»Como castigo por su indiscreción, los dioses convirtieron a Jappan en un escorpión. Avergonzado por su fracaso, el indio se escondió debajo de la roca donde había caído en desgracia. Pero los dioses aún no estaban satisfechos, de modo que llevaron a la mujer de Jappan hasta la piedra, le contaron todo acerca de la caída de su esposo y la convirtieron también en escorpión. —Mulder miró a Scully y sonrió con aire melancólico, sin mostrar lo que ocultaba a la espalda—. Pero después de todo se trata de una historia romántica. La esposa de Jappan, convertida ya en escorpión, corrió a reunirse con su marido debajo de la roca, donde tuvieron montones de escorpioncitos.

Vladimir Rubicon alzó la vista hacia Mulder.

—¡Maravilloso, agente Mulder! —exclamó con una sonrisa—. Debería ofrecerse para trabajar en el museo como voluntario, igual que yo.

Scully cambió de posición sobre el tronco y sacudió las migajas que cubrían la pechera de su chaleco color caqui.

—Muy interesante, Mulder, pero ¿a qué viene contar ahora esa historia?

Mulder sacó la mano de detrás de la espalda y sostuvo en alto los restos de un enorme escorpión negro aplastado.

—Ocurre sencillamente que he encontrado esto debajo de tu almohada.