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Selva del Yucatán.

Madrugada del sábado, hora exacta desconocida

Por la mañana, mientras se disponían a desmontar el campamento, Mulder advirtió que su reloj se había parado. Su primer pensamiento fue que durante la noche el grupo había experimentado un inexplicado encuentro alienígena, pero luego comprendió que la detención del tiempo probablemente tenía más que ver con la humedad de la selva que con un fenómeno extraterrestre.

Tras quitarse la camisa y los pantalones para sustituirlos por otros que tras la penosa caminata que les esperaba terminarían igual de sucios y húmedos, Mulder decidió ponerse su camiseta de los New York Nicks, pues ya tenía una manga rasgada y poco importaba el que se manchara o rompiese aún más.

Scully salió de su tienda, rascándose las picaduras de los insectos y con cara de haber dormido muy poco.

—Tienes un aspecto estupendo —dijo Mulder con tono burlón.

—Estoy pensando en pedir el traslado a la sección de archivos —dijo Dana, bostezando y desperezándose—. Al menos la gente que trabaja allí tiene un despacho seco y limpio y una máquina de refrescos al final del pasillo. —Tomó un trago de su cantimplora; luego se echó un poco de agua en la palma de la mano, y con ella se mojó la cara y se frotó los ojos. Parpadeó hasta que se le despejó la vista y luego ahuyentó con la mano una nube de mosquitos—. Jamás había apreciado como ahora trabajar en un lugar donde no hay insectos.

Fernando Aguilar se hallaba de pie al lado de un árbol, mirándose en un pequeño espejo. Sostenía una navaja de afeitar en una mano y su sombrero de piel de ocelote colgaba de una rama, cerca de él.

—Buenos días, amigos —saludó en español, y luego se volvió de nuevo para continuar con su afeitado—. No hay nada como un buen afeitado para afrontar el día, ¿eh? —Sacudió la navaja con la precisión de un lanzador profesional de cuchillos, salpicando de espuma blanca los helechos—. Un secreto, señor Mulder: mezclo el jabón con repelente de insectos.

—Tal vez haga la prueba —dijo Mulder, frotándose la barba incipiente del mentón—. ¿Dónde está la ducha más cercana?

Aguilar soltó una aguda carcajada que a Mulder le recordó los gritos de los monos aulladores que lo habían mantenido despierto toda la noche.

Los ayudantes indígenas empezaron a levantar el campamento, enrollando ropas y provisiones en bolsas de lona; desmontaron las tiendas y las doblaron en bultos compactos. Se movían con una rapidez extraordinaria, y en un abrir y cerrar de ojos estuvieron listos para partir.

Vladimir Rubicon iba y venía con impaciencia mientras mascaba uvas pasas que extraía de una pequeña bolsa.

—¿No deberíamos salir ya? —dijo.

Mulder observó que el arqueólogo tenía los ojos enrojecidos y comprendió que él tampoco había dormido bien, aunque al parecer estaba acostumbrado a ello.

Aguilar terminó de afeitarse y secó su reluciente rostro con un pañuelo que luego se metió en el bolsillo. Hizo rodar el sombrero de ocelote sobre un dedo con aire presumido y luego se lo caló firmemente.

—Si está listo, señor Rubicon —anunció—, saldremos en busca de su hija. Todavía queda un largo trecho, pero si mantenemos un buen paso, podemos llegar a Xitaclán antes de mañana por la noche.

El grupo partió de nuevo a través de la selva. Los silenciosos y solemnes indígenas iban a la cabeza, abriendo camino con sus machetes, mientras Aguilar caminaba detrás de ellos para guiarlos.

De una charca que había al lado de un árbol caído se elevó una nube de mariposas. Parecían un ramillete de brillantes orquídeas esparcidas por el aire.

Las serpientes que colgaban de algunas ramas los observaban con sus fríos ojos. Mulder deseó haberse tomado más tiempo para estudiar las especies venenosas de Centroamérica, y por razones de seguridad decidió evitar cualquier clase de contacto con ellas.

Aún no llevaban andando una hora cuando la lluvia empezó a caer con fuerza, cálida y extrañamente grasosa. Torrentes de agua caían desde las enormes hojas en forma de pala de los bananos, arrastrando arañas, insectos y orugas. El aire húmedo parecía a punto de estallar con sus lujuriantes olores recién liberados.

Aguilar asió el ala de su sombrero moteado para que el agua resbalara por él. Su coleta mojada colgaba como un fláccido trapo entre sus omóplatos. Dirigió una sonrisa a Mulder.

—¿No me preguntó por las duchas, señor? Parece que las hemos encontrado, ¿eh?

Hojas empapadas, musgo y vegetación descompuesta se pegaban a sus cuerpos. Mulder miró a Scully y a Rubicon, cuyas ropas estaban manchadas de barro y cubiertas de amarillentas hojas de helecho.

—Sin duda hemos conseguido camuflarnos —dijo.

—¿Acaso lo intentábamos? —respondió Scully, sacudiéndose los pantalones. Los mosquitos siempre presentes zumbaban junto a su rostro.

—A mí desde luego no se me ocurriría construir grandes templos y pirámides en un lugar como éste —comentó Mulder—. Me parece asombroso que los mayas pudieran crear una civilización tan enorme en semejante medio.

—Imagino que dentro de los templos debía de estar seco —comentó Scully, escurriéndose el agua del pelo.

Rubicon, que parecía fascinado por todo aquello, dijo:

—Cuando estudiamos la historia, el ingenio humano no deja de sorprendernos. Sería tan maravilloso regresar al pasado aunque sólo fuese por cinco minutos para preguntar «¿Por qué hicieron esto?». Pero tenemos que conformarnos con pequeñas claves. Un arqueólogo debe ser como un detective, una especie de agente del FBI del pasado, para desenmarañar misterios en los que los sospechosos y las víctimas se convirtieron en cenizas mil años antes de que ninguno de nosotros naciera.

—Los logros científicos y astronómicos de los mayas son realmente impresionantes —dijo Mulder—, aunque hay quien cree que esa civilización podría haber recibido cierta… ayuda.

—¿Ayuda? —inquirió Rubicon mientras apartaba distraídamente de su cara una espesa fronda—. ¿A qué clase de ayuda se refiere?

Mulder respiró hondo.

—Según una leyenda maya, sus dioses les dijeron que la Tierra era redonda, lo cual es una curiosa observación tratándose de un pueblo primitivo. Al parecer conocían la existencia de los planetas Urano y Neptuno, que no fueron descubiertos por los astrónomos occidentales hasta el siglo XIX. Debían de poseer una vista excepcional, si consideramos que no tenían telescopios.

»Los mayas también determinaron el año terrestre con un error de una quincuamilésima parte de su valor real, y conocían la duración exacta del año venusiano. Calcularon otros ciclos astronómicos hasta un período de tiempo aproximado de sesenta y cuatro millones de años.

—Sí, el tiempo fascinaba a los mayas —dijo Rubicon, que no parecía dispuesto a morder el anzuelo—. Estaban obsesionados con él.

—Mulder —dijo Scully—, no irás a sugerir…

Mulder aplastó una mosca que estaba picándolo.

—Si observas algunas de sus esculturas, Scully, verás figuras que resultan inconfundibles… una silueta enorme sentada en lo que sin duda se asemeja mucho a una silla de mandos, igual que un astronauta en la cabina de un transbordador espacial, y la estela de fuego y humo que sale de la nave.

Rubicon sacudió la cabeza y contraatacó con una sonrisa.

—Los famosos «carros de los dioses». Interesantes especulaciones. Se supone que un arqueólogo debe conocer todos esos cuentos y leyendas. Algunas de las historias son bastante asombrosas. Ésta es una de mis favoritas… ¿Sabía que Quetzalcoatl, o Kukulkán, como lo llamaban los mayas, era el dios del conocimiento y la sabiduría?

—Sí —respondió Mulder—. Se dice que llegó procedente de las estrellas.

—Eso dicen, en efecto —continuó Rubicon—. Bien, el enemigo de Kukulkán era Tezcatlipoca, cuya misión en la vida era sembrar la discordia. —Se colocó las gafas, aunque resultaban completamente inútiles bajo la lluvia de la selva. Al parecer era un hábito del profesor, un gesto necesario a la hora de contar una historia—. Tezcatlipoca llegó a una importante fiesta religiosa disfrazado de hombre apuesto y llamó la atención de todos al danzar y cantar una canción mágica. Los presentes se sintieron tan fascinados, que empezaron a imitar su danza… ya saben, como el flautista de Hamelin. Los condujo a todos hasta un puente muy alto, que se derrumbó debido al peso. Los que cayeron al río que había debajo se convirtieron en piedras. —Rubicon esbozó una sonrisa—. En otra ciudad, Tezcatlipoca apareció con una marioneta mágica que bailaba sobre su mano. Maravillados ante aquel milagro, los ciudadanos se apiñaron tanto para verlo, que muchos de ellos murieron de asfixia. Luego, fingiendo estar desolado por el dolor y la pena que había causado, el dios insistió en que la gente lo lapidase por el daño que había ocasionado. Y así lo hicieron.

»Pero cuando el cadáver de Tezcatlipoca empezó a descomponerse, despidió un hedor tan espantoso que muchos murieron al olerlo. Por fin, en una especie de misión comando, varios valientes se relevaron para arrastrar el cuerpo fuera de la ciudad, que finalmente quedó libre de la pestilencia.

Continuaron avanzando con dificultad a través de la selva. Rubicon se encogió y añadió:

—Por supuesto, todo eso no son más que leyendas. A nosotros corresponde escuchar las historias y aprender de ellas lo que podamos. Yo no les diré en qué deben creer.

—Sin embargo, todo el mundo parece hacerlo —dijo Mulder tranquilamente, pero durante el resto del día se abstuvo de mencionar el tema de los astronautas de la Antigüedad.