Capítulo 9
LOS días se volvieron rutinarios.
Las obras del hotel iban muy adelantadas y Ethan se encargaba de que siguieran así. Sus reuniones con Mia se limitaban a los negocios y, sobre todo, eran breves. Pero cada vez la respetaba y la admiraba más. Se había tomado el proyecto muy en serio y se había ganado la complicidad de Rajah, Ayah y el resto de la plantilla del hotel.
Últimamente estaban limpiando los objetos del establecimiento y librándose de los que no servían. Lo hacían con tal entusiasmo que habían decidido llevar el despacho al sótano, donde trabajaban, para facilitar la labor.
Todos los trabajadores que conseguían pasar el filtro de Rajah y de Ayah salían con una plancha, una sartén o una tostadora en malas condiciones, además de una invitación para que volvieran con sus madres, esposas o tías y eligieran lo que les gustara de la habitación contigua.
La generosidad de Mia obtuvo una recompensa en forma de guisos, empanadillas y de una avalancha de invitaciones a bodas, bautizos y diversas ceremonias locales.
Sin embargo, Mia había faltado dos tardes al trabajo y parecía preocupada. Cuando Rajah le preguntó, dijo que se encontraba bien. Pero ni el anciano ni Ethan ni el resto de los trabajadores lo creían. Todos discutían sobre el motivo de su preocupación. Decían que echaba de menos su hogar, que estaba triste por la muerte de su madre o que alguien le había dado un disgusto. Y en el último caso, siempre lo responsabilizaban a él.
Aquella tarde, Ethan dejó una nota en recepción. Era para Mia y le pedía que se reuniera con él en el ático. Sólo para hablar de negocios. Sólo para interesarse por el estado de su socia.
Mia llegó a las siete y diez. Se había cambiado de ropa y no llevaba el atuendo informal que utilizaba en el Cornwallis, sino unos pantalones que se ceñían perfectamente a sus piernas y un top sin mangas. Cualquiera habría pensado que intentaba impresionar a un conocido. O a un amante.
Al pensar en los amantes, Ethan se acordó de Arianne y se puso tenso. Ni estaba al tanto de la vida sexual de Mia ni desde luego era asunto suyo. Pero la idea de que otro hombre pudiera tocarla se le hacía insoportable.
Ethan intentó tranquilizarse. La había invitado por motivos puramente amistosos. Simple y pura preocupación fraternal.
—Rajah me ha preguntado por ti —dijo al verla—. Está preocupado. Y yo también.
—No veo por qué. He estado llamando a Australia. Y, al final, he tardado más tiempo del que imaginaba.
Ethan se sintió aliviado. No había estado con ningún amante.
—Bonitas persianas —añadió ella mientras contemplaba el paisaje—. ¿Estás seguro de que la gente no puede verte desde la calle?
—Totalmente seguro.
En ese momento, Ethan cayó en la cuenta de que la penumbra y la comodidad del ático resultaban demasiado evocadoras para una simple reunión de negocios. Había cometido un error al invitarla. Ahora se sentía perseguido por el fantasma de Ari y por el atractivo, indiscutiblemente más real, de Mia.
—He tenido que pedirles a los albañiles que dejen los cuartos de baño de momento e instalen las losetas del bar del segundo piso —afirmó él.
—Me parece bien.
—¿Qué te parece bien? Mia, empiezo a estar realmente preocupado. Antes prestabas atención a todos los detalles de la obra, y ahora ni siquiera me escuchas.
—Lo siento —dijo ella, sonriendo con ironía—. ¿De qué estábamos hablando?
—De los cuartos de baño.
—Ah, sí...
—Había una fuga de agua, ¿te acuerdas? Los fontaneros tienen que arreglarla, así que les he dicho a los albañiles que sigan en el segundo piso.
—Bien. Muy bien.
Ethan la miró con desesperación.
—¿Se puede saber qué te ocurre?
—Nada. En serio.
—¿Es algo relacionado con el hotel?
—No exactamente. Y para tu tranquilidad, tampoco tiene que ver contigo.
—Entonces, ¿de qué se trata?
Ella apartó la mirada.
Ethan esperó una respuesta.
—Mi padre ha bloqueado la venta de algunas de mis propiedades. Y si no puedo venderlas, no tendré dinero para terminar la obra.
—Eso no es un problema grave. Podemos encontrar una solución.
—Lo sé. Puedo pedir un préstamo —dijo, echándose el cabello hacia atrás—. Pero no sé si será suficiente...
—Si no lo es, abre el proyecto a más inversores.
Mia asintió.
—Es una posibilidad —admitió—. Sin embargo, quiero probar antes con los bancos.
—¿Por qué no pruebas conmigo?
—¿Contigo? —preguntó, sorprendida.
—¿Cuánto necesitas?
—Ethan, tú conoces hasta el último detalle de la obra del Cornwallis. Sabes lo que hemos gastado y lo que se necesita para terminar. Ahora mismo sólo tengo para pagar la mitad... lo cual significa que faltan varios millones de dólares. Y no voy a aceptar un préstamo tuyo. De ninguna manera.
—¿Por qué?
—Porque no sería justo —dijo, obstinada.
—¿Qué diablos os pasa a las mujeres de este hotel? ¿Por qué rechazáis la ayuda de los demás?
—Tú ya me has ayudado bastante. Prácticamente eres el alma del proyecto.
—¿Intentas hacerme un cumplido? ¿O es una queja?
—¿Una queja? No tengo motivos para quejarme. Me has ahorrado una pequeña fortuna con los contratistas, sin contar lo que tendría que haberte pagado en circunstancias normales. Eres el mejor profesional que he visto. Incluso mejor que mi padre.
—Supongo que eso sí es un cumplido...
—Por supuesto que lo es. Él es un gran hombre de negocios.
—Y un mal padre.
—¡No te atrevas a criticarlo! —espetó—. Simplemente está dolido. Eso es todo.
—Y te hace daño —afirmó.
—No puede evitarlo.
—No quiere, que es distinto.
Ella volvió a apartar la mirada y Ethan suspiró. Había traspasado la línea al criticar a su padre, pero todavía podía arreglar las cosas.
—Está bien. No aceptas mi dinero. Entonces... ¿qué rayos quieres?
Mia lo miró. Simplemente. Sin decir nada.
—No, no, no... eso no —dijo él—. Sería una idea nefasta. Creía que habíamos llegado a un acuerdo.
Mia caminó hacia él.
—También acordamos que no hablaríamos de la familia y sin embargo lo hemos hecho. ¿Es que te doy miedo, Ethan?
—Un poco.
—Lo que hay entre nosotros no va a desaparecer. Sea lo que sea, se está haciendo más fuerte —declaró.
—Te equivocas. Desaparecerá. No he pensado en ti desde...
Ethan no terminó la frase. Mia sonrió.
—Desde hace semanas —continuó él, nervioso—. No debería haberte invitado a subir...
Mia se acercó un poco más. Él se mantuvo en el sitio.
—En eso estamos de acuerdo. Pero he querido subir de todas formas, porque no entiendo lo que te pasa. Si lo entendiera, podría luchar...
—Sí, bueno...
Mia le puso una mano en el pecho y le miró los labios. Ethan se estremeció.
—No, Mia, por favor...
Ya era demasiado tarde. Antes de que pudiera evitarlo, Mia le puso las manos en los hombros y lo besó. Fue una sensación tan intensa que Ethan estuvo a punto de perder el control, pero logró contenerse y se quedó inmóvil como una estatua. Ella se apartó un poco, lo suficiente para mirarlo a los ojos.
Después, inclinó la cabeza y lo besó de nuevo. Con más pasión. Acariciándole los labios con la lengua.
La resistencia de Ethan se derrumbó.
Abrió la boca y sus lenguas se encontraron, jugueteando, explorándose mutuamente, pero no por mucho tiempo. Enseguida, los labios de Mia se volvieron más exigentes y él respondió a su necesidad con una pasión desbocada mientras aspiraba su aroma y acariciaba las suaves curvas de su cuerpo.
La abrazó con fuerza.
Mia se entregó totalmente y Ethan aprendió dónde tocarla y cómo excitarla. Y ella también sabía dónde tocarlo a él. Averiguó que, si le acariciaba los pezones, aunque fuera por encima de la camisa, temblaba. Y que un beso en la garganta le hacía gemir. Simplemente eso. Exactamente eso. Reacciones asociadas a las caricias, a los sonidos y a los sabores que Mia guardó en su memoria.
A ella no le importó que Ethan le llegara al corazón. Sólo quería disfrutar del momento.
Introdujo las manos por debajo de su camisa, se tumbaron en el suelo, y él le acarició el cabello. Mia sintió su erección contra el cuerpo y deseó que le lamiera los senos. Ethan lo notó. Pero prefino hacerla esperar; torturarla un poco más con sus besos.
Sabía que podía tomarla cuando quisiera. Allí, en el suelo, o en el sofá. Y Mia lo estaba deseando.
—Ethan, por favor...
—Qué quieres? —murmuró con voz ronca.
—A ti. Siempre a ti. Dentro de mí.
—No deberías quererlo...
A pesar de lo que había dicho, Ethan le subió el top y le acarició los pechos sin quitarle el sostén. Una y otra vez, arriba y abajo, hasta volverla loca.
Sólo entonces, desabrochó la prenda y se inclinó sobre uno de sus pezones. Lo mordió suavemente, lo lamió y luego lo succionó con fuerza. Quería que gritara. Que gimiera. Que rogara. Que lo invitara a entrar en ella y que se perdiera en su deseo.
Y sabía que podía conseguirlo.
Pero no debía. Había un millón de razones para no seguir adelante.
Ethan soltó un suspiro de disgusto, le puso el sostén con manos temblorosas, se apartó de ella y se apoyó en el sofá antes de cerrar los ojos. Si no la veía, no la desearía. Al menos, teóricamente. Pero su corazón latía como si llevara horas corriendo.
—Mia. Esto no está bien.
Ni siquiera sabía qué decir.
—¡Maldita sea, Ethan! ¿Crees que no lo sé?
Ethan abrió los ojos un poco. Le pareció la mujer más bella y más peligrosa del mundo.
—Márchate. Ahora mismo. Por favor.
Mia se levantó, se bajó el top y caminó hasta uno de los ventanales. Después, se echó el cabello hacia atrás y miró la ciudad. Sólo pretendía besarlo, nada más. Pero había perdido el control de sus emociones.
Cuando el silencio se volvió intolerable, preguntó:
—¿Qué nos está pasando, Ethan?
—¿Crees que lo sé? Tal vez sea simple deseo...
—O un caso clásico de querer lo que no se puede tener. Es típico de mí.
Mia pensó que, a fin de cuentas, se había pasado toda la vida deseando una madre que no la quería.
Se giró hacia él y lo miró mientras Ethan se pasaba una mano por el pelo y empezaba a caminar por la habitación. Más de una vez se había preguntado cómo estaría con el pelo revuelto y la camisa abierta. Ahora ya lo sabía.
—Podríamos dejarnos llevar por el deseo —continuó ella—. No hay nada de malo en ello... ¿pero qué hacer con los recuerdos?
Ethan la miró.
—No quiero hablar de recuerdos.
Mia hizo caso omiso.
—Cuando te miro, ni siquiera te veo en esta época, Ethan —le confesó—. Te veo con una espada en la mano y el cabello recogido en una coleta, o con un hábito de monje y con el pelo rapado. Pero siempre eres tú. ¿Cómo explicas eso?
—Si me ves vestido de monje, tal vez sea un problema de religión —bromeó.
Mia lo miró con cara de pocos amigos.
—No sé qué hacer, Mia. Es verdad que el deseo no tiene nada malo. Pero resistirse a él puede ser bueno para el alma...
—¿Dónde has aprendido eso? ¿En tu época de monje?
—Es posible —respondió con una sonrisa—. Porque en mi época de guerrero aprendí el valor de una retirada a tiempo.
—Qué lástima que yo no haya vivido esa época. No sé retirarme.
—Sólo tienes que concentrarte en el presente.
—¿Tú crees? Por si no lo recuerdas, nuestro presente es un desastre lleno de pasiones bajas. Mi padre me ha dejado sin dinero, me siento completamente confundida en lo relativo a Lily... ¿y qué hago? Intentar seducirte.
—La gente tiende a hacer eso.
—¿El qué? ¿Seducirte?
—No, enfrentarse a varios problemas a la vez. Hay que afrontarlos de uno en uno y dejar el resto para más tarde —respondió.
Mia pensó que tenía razón. Su padre le había enseñado a hacerlo, y supuso que también podría aplicar el truco a las cuestiones sentimentales.
—¿Por dónde me recomiendas que empiece? ¿Por el problema económico?
—Sin duda alguna. Debería ser tu prioridad absoluta.
—¿Y después? ¿Pasamos al asunto del deseo?
—No. Luego tienes que afrontar tus sentimientos hacia tus padres.
—¿Y luego? ¿Podré seducirte?
—No. Estarás demasiado ocupada con la dirección del hotel.
—Entonces, ¿cuándo vamos a tratar lo nuestro?
—En algún momento del futuro. Pero de uno muy lejano.
—Es un buen plan.
Mia lo dijo en serio, aunque sabía que era un plan condenado al fracaso si seguían juntos en el ático. Ahora sólo podía pensar en él.
Bajó la mirada e intentó alisarse las arrugas del top. Por desgracia, no tuvo mucho éxito. Lo malo del lino es que las arrugas no se quitan como así.
—¿Qué tal estoy?
—Despeinada. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque me marcho y no quiero que alguien me vea con este aspecto.
—¿Lo ves? Si hubieras aceptado el otro ático, sólo tendrías que cruzar el corredor y nadie podría verte —alegó.
—Sí, bueno...
Mia se alisó un poco el cabello y se pasó una mano por los labios para limpiarse el carmín que hubiera podido quedar. Pero no quedaba nada.
—¿Y ahora? ¿Estoy mejor?
—Ahora pareces una libertina...
Mia sonrió. Tener aspecto de libertina era infinitamente mejor que aparecer en público con el pelo revuelto y la ropa llena de arrugas. El libertinaje era una actitud deliberada.
—Es viernes por la noche. Yo voy a ver si puedo resolver mi problema económico —dijo ella—, pero tú deberías relajarte, tumbarte un rato, quitarte la camisa y solucionar el problema que te he dejado entre las piernas...
Mia lo miró con malicia y Ethan pensó que tenía razón. Seguía tan excitado que sólo tenía una idea en mente.
—Por cierto, me encanta esta habitación al anochecer —continuó—. Hace que desee tumbarme en tu sofá o en tu alfombra, contemplar las luces de la ciudad, cerrar los ojos e imaginar las manos de mi amante en mi cuerpo... Sí, es una habitación perfecta para que una mujer desee entregarse a un hombre.
—Me estás torturando a propósito.
Los ojos de Ethan brillaron con una advertencia de la que Mia hizo caso omiso. No en vano, la había rechazado. Y ella tenía su orgullo.
—Culpa a mi época de cortesana —dijo Mia mientras se alejaba hacia la salida—. Estoy segura de que, en otro tiempo, lo fui.