Capítulo 2
AQUEL lugar no era su casa.
Al margen de lo que el portero hubiera querido decir, aquel hotel nunca había sido su casa. Mia había crecido y estudiado en Sidney, en un piso elegante y caro desde el que se veía el puente Harbour. Lo había elegido precisamente por las espectaculares vistas del puerto y porque sólo estaba a dos manzanas de la sede de Fletcher Corporation, donde pasaba casi todo su tiempo. Allí estaba su hogar. No en un hotel destartalado de una ciudad al otro lado del mundo. Aunque lo hubiera heredado de una madre a la que ni siquiera había conocido.
Pero el anciano portero estaba esperando a que entrara y su mirada era amable y cariñosa. Fuera o no fuera su casa, ahora era la propietaria del hotel y debía asumir su responsabilidad.
Además, ella sabía mucho de responsabilidades. A fin de cuentas era la hija de Richard Fletcher; la única heredera de toda la fortuna familiar.
Sabía que podía hacer aquel trabajo. Lo sabía.
Cambiar de vida iba a ser indudablemente difícil. Sin embargo, también estaba acostumbrada a los cambios.
Sonrió a Rajah, tomó aliento, echó los hombros hacia atrás y entró en el hotel.
Era la viva imagen de su madre. Tenía la estructura delicada y el rostro perturbadoramente bello de Lily.
Ethan Hamilton estaba en lo alto de la gran escalinata, observando a la mujer a quien Rajah acababa de invitar a entrar. Siguió en aquel punto estratégico, aprovechando que nadie lo había visto, mientras ella contemplaba el vestíbulo con curiosidad y alzaba la mirada, como todo el mundo, hacia la lámpara de araña del techo: seis mil piezas de cristal. Llevaba años sin funcionar, pero era tan bonita que carecía de importancia.
Los labios de Mia Fletcher se curvaron en una sonrisa más propia de niña maravillada que de heredera calculadora. Y Ethan sintió una punzada en el corazón.
En ese momento apareció Ayah, la vieja recepcionista que estaba de turno, y avanzó hacia ella. La hija de Lily extendió un brazo para estrecharle la mano, pero ella se acercó y se llevó la mano a su ajada mejilla. Fue un gesto tan sorprendente para ella que no pudo ocultar su incomodidad. Ayah habló brevemente y Mia sacudió la cabeza con una expresión vagamente nostálgica. Fuera cual fuera la pregunta que ella hacía, su respuesta era negativa.
Por fin, se apartó un poco de la recepcionista, se apartó un mechón de cabello negro y brillante y volvió a mirar a su alrededor.
Ethan se preguntó si notaría el intrincado y magnífico detalle de las balaustradas que flanqueaban la escalinata, si sabría pasar sobre la alfombra persa desgastada y fijarse en el color exquisito del mármol de los escalones, si reconocería la magia del lugar o si sólo vería cansancio y decadencia por todas partes.
En ese momento, ella lo miró.
Pasaron unos segundos que se hicieron interminables y Mia empezó a subir por la escalinata. Ethan pensó que debía haber bajado a saludarla, que debía haberse comportado como un caballero y no como una estatua, pero se había quedado petrificado al verla.
Cuando llegó a su altura, Mia sonrió con cordialidad y le estrechó la mano.
—Señor Hamilton... Soy Mia Fletcher.
—Lo sé.
El contacto de su mano, pequeña y delicada, desató en él un deseo tan intenso que apenas pudo contenerse. No era la primera vez que deseaba a alguien y por supuesto sabía controlar sus emociones, pero tuvo que soltarla con cierta brusquedad. Y aun así, todavía sentía el eco de su piel.
—¿Cómo ha sabido quién soy? —preguntó ella—. ¿Cómo lo ha sabido Rajah?
—Es que se parece mucho a su madre.
Era cierto. Sin más excepción que los ojos. Porque los de Lily habían sido de color castaño y los de su hija eran grises como un cielo invernal. Unos ojos fríos y desconfiados que lo calculaban todo con un detenimiento que le habría gustado si el objeto de su observación no hubiera sido él mismo.
Pensó que eran los ojos de su padre y se acordó vagamente de aquel hombre severo y de cabello oscuro. Por eso le resultaban tan familiares.
—¿Nunca ha visto una fotografía de su madre? —preguntó él.
Los ojos de Mia Fletcher se oscurecieron.
—No. Sé muy poco de mi madre, señor Hamilton. Hasta que sus abogados se pusieron en contacto conmigo hace tres días, estaba convencida de que mi madre era huérfana, de que se había casado con mi padre y de que había fallecido poco después de darme a luz —respondió.
—¿Creía que estaba muerta? —preguntó Ethan, asombrado.
—Sí, eso fue lo que mi padre me contó. Me dijo que lo abandonó después de que yo naciera porque se había enamorado de otro hombre, un viudo que al parecer tenía un hijo. Y que más tarde, murió.
Ethan asintió.
—Usted es ese hijo, ¿verdad? —continuó ella.
—Sí.
Ethan no dijo más porque no sabía qué decir. Y Mia echó los hombros hacia atrás.
—Entonces... mi madre... ¿estuvo viviendo con usted y con su padre?
—En efecto —respondió—. Murió en brazos de mi padre hace seis días.
Mia asintió y apartó la mirada como si su visión le resultara dolorosa.
—Le acompaño en el sentimiento.
—¿No quiere saber nada más?
Mia se encogió de hombros en un gesto más cercano a la confusión que al desinterés.
—Usted y yo no nos conocemos. De hecho, yo ni siquiera conocí a mi madre. No sé por qué se mantuvo lejos de mí ni, desde luego, por qué me ha dejado este hotel —contestó, mirando la lámpara de araña—. ¿Qué se supone que debo hacer con él?
Ethan tuvo que hacer un esfuerzo para no flaquear ante la incertidumbre de Mia. Si decidía arreglar el establecimiento, él la ayudaría. Si prefería quemarlo hasta los cimientos o venderlo, contaría con su apoyo. Se lo había prometido a Lily.
—La decisión es suya. Pero de momento, he preparado un informe con los datos financieros de los últimos años —dijo, señalando la carpeta abultada que habían dejado en una mesa—. El hotel pierde dinero. Siempre lo ha perdido.
—Supongo que no habrán hecho cálculos sobre lo que costaría arreglarlo, ¿verdad?
—Sí, por supuesto que sí. Lo tiene todo en la carpeta. Pero tal vez prefiera sentarse antes de verlo. Ordenaré que le traigan un vaso de té helado y un abanico.
—Oh, vaya —dijo ella, sonriendo con ironía—. Veo que tienen de todo.
—Como verá en el informe, las cuentas están perfectamente cerradas. Me he encargado de que el abogado se reúna con nosotros mañana, al mediodía, para que lea el testamento. Yo soy el albacea —explicó—. Pero no habrá ninguna sorpresa. Dice que el hotel es totalmente suyo e incluye algunas gratificaciones económicas para parte de la plantilla. Eso es todo.
Mia tomó aliento y expulsó el aire muy despacio.
—¿Prefiere que cambie la cita? —continuó.
—No —dijo ella—. Al mediodía me parece bien.
Él asintió.
—Le hemos preparado una suite. También está el ala norte del último piso... no se ha usado desde hace años, pero si se queda con nosotros, es posible que quiera usarla como residencia.
Ethan no encontró ninguna forma diplomática de decir lo que tenía que decir, así que se decidió por una aproximación directa.
—Sus padres vivían allí —concluyó.
—Me quedaré con la suite —afirmó ella—. Gracias por encargarse.
La posición de Ethan era bastante incómoda. Todavía faltaba otro asunto. Se lo había prometido a su padre y no tenía más remedio que decirlo, pero iba a resultar muy chocante para Mia Fletcher.
A fin de cuentas no había sabido nada, de ninguno de ellos, hasta tres días antes.
—Mi padre me ha pedido que la invite a alojarse en su casa. Vive en el otro extremo de la isla.
Mia lo miró en silencio.
—Por supuesto, también puede usar las instalaciones del Grupo Hamilton si las necesita —continuó él—. Nuestro hotel insignia está aquí, Georgetown, y de hecho yo vivo allí. Pero tenemos hoteles en Kuala Lumpur, Singapur, Hong Kong y China.
Mia siguió sin hablar. No parecía entender lo que le estaba ofreciendo.
—Lo que pretendo decir es que... bueno, a mi padre y a mí nos gustaría que nos considerara miembros de su familia.
Ella rompió el silencio en ese instante. Y Ethan supo lo que iba a decir.
—Se lo agradezco sinceramente, pero no.
—¿No? ¿No a qué?
—No a todo. Ya tengo una familia, señor Hamilton. Y por cierto, también tengo dinero de sobra. No estoy buscando ni lo uno ni lo otro.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Porque debía hacerlo. Tenía una madre a quien no conocí y tengo un padre que se niega a hablar de ello y un hotel destartalado que de repente es mi responsabilidad. Necesitaba respuestas —explicó—. Dígame, señor Hamilton, ¿qué habría hecho usted en mi lugar?
Ethan pensó que era una mujer batalladora y sonrió levemente. A Lily le habría encantado.
—Hable con mi padre. Él puede darle todas las repuestas que busca.
—¡No! —espetó ella—. Tal vez sea injusta, pero por ahora siento un gran resentimiento hacia su padre. Le agradezco su oferta de hospitalidad, pero lamento que no llegara hace veinticuatro años. Encontraré las respuestas por mi cuenta.
—Puede que no le gusten... —le advirtió.
Mia sonrió con amargura.
—Lo sé.