Capítulo 26
YO no era de las que se regodeaban en la autocompasión. No, era más bien de las que se ponían a trabajar como locas. Así que me sentencié a pasar el resto del fin de semana condenada a trabajos forzados. Muchos. Limpié de arriba a abajo la casa con amoníaco y lejía —no combinados... aquello hubiera sido un suicidio— y cuando la tuve impoluta, sin una mota de polvo, decidí —a eso de las nueve y media de la noche— que el porche necesitaba un buen lijado y me puse a ello.
Durante todo ese tiempo, Coco me observó con ojos brillantes y ladeando de vez en cuando la cabeza.
—Solo se trata de una pequeña reparación —le grité desde el tejado el domingo por la tarde—. No me pasará nada.
Kim vino a hablar conmigo sobre lo de Nick, pero le dije que estaba perfectamente.
—¿Sabes qué? —comenté desde lo alto de la escalera a la que había subido para limpiar el ventilador de techo—. Creo que a veces algunas personas quieren más de lo que otras pueden darles. Nick es... y yo... —Estaba empezando a hiperventilar—. Solo porque sientas algo por alguien no significa que terminéis viviendo felices para siempre. —Aquello tenía sentido, ¿verdad. No era lo que solía contarse en las películas románticas, pero sí resultaba igual de válido.
—No lo sé. Creo que si los dos os queréis...
—Nick y yo juntos somos altamente inflamables —espeté—. Y no me gusta quemarme. Quemarse duele. Y mucho. Prefiero... Prefiero quedarme aquí y limpiar. ¡Mierda! Estas bombillas son un crimen contra la humanidad. ¿Has visto cómo atraen la suciedad?
—Si quieres que hablemos de cosas que atraen la suciedad, puedo traerte a los niños. Entonces sabrás lo que es la suciedad y cómo mimetizarse con ella.
Aliviada porque me dejara cambiar de tema, continué con mi gira Don Limpio. Y cuando ya no quedó nada que abrillantar en mi casa, la emprendí con la cocina de Kim.
La imagen de Nick subiéndose al taxi cruzó por mi mente como un corte con un bisturí, rápido, limpio e indoloro... hasta que toda la sangre empezaba a manar a borbotones. Una oleada de... algo a lo que no supe ponerle nombre, asoló mi cuerpo, amenazando con noquearme. Mi corazón empezó a palpitar a toda prisa y me temblaron las manos, de modo que alejé aquel pensamiento lo más rápido que pude. Necesitaba encontrar algo más que limpiar. Encendí la televisión. Y la radio.
Pero los recuerdos seguían bullendo en mi cabeza. Nick con la cabeza sobre mi regazo cuando encontramos a su padre... su sonrisa cuando estuvimos hablando, tumbados en la cama... cómo se le iluminó la cara cuando salí del aeropuerto de Bismarck, decidida a continuar el viaje por carretera... Todo aquello, unido al amor y desesperación que en ese momento sentía, hicieron que estuviera a punto de derrumbarme, así que luché con todas mis fuerzas por centrarme en otra cosa. No me quedaba más remedio que hacerlo. Podía conseguirlo. Lo había hecho toda mi vida. Y al menos, de ese modo, estaba a salvo. Además, era incapaz de ofrecer amor de verdad, de ese que dura toda una eternidad. Al fin y al cabo, era la digna hija de mi madre. Una atrofiada emocional.
El lunes di un beso a Coco, me aseguré de que tenía su conejito y unos cuantos juguetes con los que entretenerse y me fui a trabajar. Pero no lo hice en bicicleta. A pesar de que había añorado enormemente el Viñedo durante los días que estuve de viaje, apenas me fijé en el paisaje que tenía a mi alrededor mientras conducía hacia Edgartown. El sol brillaba en todo su esplendor, corría una brisa suave, el olor a café inundaba la calle en la que estaba situada la concurrida cafetería a la que solía ir. Sí, era un día precioso, pero apenas lo noté.
—Vaya, vaya, vaya. ¡Mira quién ha vuelto! —canturreó Theo cuando entré en el edificio que albergaba el despacho Bainbrook, Bainbrook & Howe; una antigua casa que había pertenecido a un capitán ballenero—. Qué alegría verte. ¿De verdad te quedan tantas vacaciones pendientes? No vuelvas a dejarnos así. ¿Sabías que tuve que hablar con un cliente la semana pasada? ¡Hacía años que no lo hacía! —Me agarró por los hombros y me miró con los ojos llenos de alegría—. Bueno, me ha encantado hablar contigo. Ahora, ¡a trabajar!
Dicho esto, se fue hacia su despacho.
—¿Estás bien? —preguntó Carol, entregándome un montón de papeles.
—Fenomenal —mentí—. ¿Y tú?
—Mejor que nunca.
—Estupendo. —Tenía demasiado trabajo acumulado como para seguir hablando, de modo que fui directa al grano—. Carol, a ver si puedes conseguirme el teléfono de la nueva secretaria del juez McMurtry, ¿de acuerdo? También necesito el expediente de Denver.
—A la orden, mi general —replicó ella—. ¿Alguna cosa más? ¿Quieres también que te limpie el trasero o mastique tu comida para que no tengas que trabajar tanto?
—Pues no estaría mal. Pero primero la llamada y el expediente, Carol.
En cuanto entré en mi despacho se desvaneció mi fingida alegría.
Mi oficina era un lugar muy acogedor, con títulos en las paredes, flores que se cambiaban todos los lunes, un cuadro de un paisaje de un pintor local en tonos suaves, destinado a aliviar los maltrechos corazones de los clientes que acudían a mí llorosos, furiosos o entumecidos y que no sabían qué habían hecho mal, o por qué no habían podido comprometerse, o salvar la relación, o dar y recibir amor.
Bueno, ya era hora de dejarme de tonterías y volver al trabajo, a ayudar a las parejas antaño felices a tomar caminos separados. Hablando de lo cual, me acordé de que tenía que llamar a Willa, para ver si quería que comenzara con los trámites de divorcio. Maldición. Quizás esta vez tendría que dejar que se las apañara ella sola.
También tenía que ir a ver a BeverLee. Ese fin de semana la había llamado dos veces, pero debía de haber tenido a mi padre cerca en ambas ocasiones porque la noté excesivamente dicharachera y soltando sus típicas expresiones sureñas una y otra vez. Además, Willa había vuelto a casa, de modo que Bev estaría ocupada al cien por cien animando a su pequeña. En resumidas cuentas, que mi madrastra y yo no habíamos mantenido una conversación de verdad y necesitábamos hacerlo. Pero imaginarme a BeverLee marchándose de la isla me producía la misma sensación de pánico que cuando pensaba en Nick.
* * *
Tardé un par de días en volver a la normalidad. Quedé con el padre Bruce una tarde lluviosa en el Offshore Ale, ya que al sacerdote le gustaba tomarse la hamburguesa con una cerveza. Cuando le conté que lo había dejado con Dennis no dijo absolutamente nada, tan solo me dio unas palmaditas en la mano y empezó a hablarme de las siete parejas a las que estaba dando los cursillos prematrimoniales.
—Podría pasarme un día de estos —me ofrecí.
—¿Como una especie de ángel de la muerte? —sugirió él, bebiendo un sorbo de su cerveza.
—Más bien como la voz de la experiencia. —Jugueteé con la pajita que había en mi refresco—. Ya sabe, hablarles de por qué tantas parejas... no lo consiguen.
—¿Y por qué crees que no lo hacen? —preguntó con suavidad.
Para mi sorpresa, los ojos se me llenaron de lágrimas.
—No tengo ni idea —susurré.
—¿En serio?
—En fin, creo que es mejor que decirle «porque muchos la cagan». Usted es un cura y no me gusta hablar mal cuando está delante.
Él sonrió.
—Bueno, yo también suelto alguna que otra palabra malsonante en ocasiones especiales. Hablando de ser cura, tengo que irme. Me toca dar una charla sobre la vocación del sacerdocio.
—Buena suerte. Ya me encargo yo de la cuenta, puesto que se enfrenta a una misión imposible, y eso pese a que la iglesia católica es la más rica de...
—Oh, para. He oído ese discurso miles de veces —dijo, dándome una palmada en el hombro mientras se levantaba de la mesa—. Gracias por la comida, Harper. Ya hablaremos.
Cuando volví al trabajo, donde había pasado más horas de lo normal desde mi regreso —para deleite de Theo—, me encontré a Tommy esperándome frente al escritorio como si fuera un antiguo estudiante a punto de ser castigado por su profesor.
—Hola —le saludé mientras colgaba mi gabardina—. ¿Cómo te va?
Tommy no me miró.
—Me gustaría que llevaras mi divorcio.
Me quedé paralizada.
—Pero...
—Sigue acostándose con ese tipo. La noche que volví de tu fiesta, la encontré con él. Ya me he cansado de ser un estúpido. Así que encárgarte de mi divorcio, ¿de acuerdo? Porque no lo soporto más.
A pesar de que lo había visto venir desde el principio, de que nunca confié en Meggie, a pesar de que sabía que Tommy aprendería de esta experiencia y con un poco de suerte encontraría a alguien que le mereciera más, no pude evitar que se me contrajera el corazón.
—Lo siento mucho. —Vacilé durante un segundo, pero enseguida me acerqué a él y le abracé—. No sabes cuánto lo siento, Tom.
Durante un buen rato, estuve acariciándole la espalda mientras lloraba sobre mi hombro como si fuera un niño pequeño, a pesar de que medía un metro noventa y cinco y mi carácter era de todo menos maternal. Por más que le dije mis frases típicas —que el corazón necesitaba tiempo para asumir lo que la cabeza ya sabía, que el divorcio era la eutanasia de una relación moribunda...—, aquello no fue consuelo suficiente. Tommy había amado a su mujer y ella no le había querido, así que ni toda la lógica del mundo lograría que se sintiera mejor.
Ese mismo día, más tarde, acudí al despacho de Theo y cerré la puerta detrás de mí.
—Tengo que hablar contigo, jefe.
—Por supuesto, querida. —Miró su reloj—. Tienes cuatro minutos.
Iba vestido con un polo de manga corta verde lima y unos pantalones a cuadros, también cortos, que hacían daño a la vista.
—¿Preparado para acertar unos cuantos hoyos? —pregunté.
Theo sonrió con aire de suficiencia.
—Sí, el senador Lewis ha venido a pasar unos días a la isla para librarse de la prensa.
—¿Qué ha hecho esta vez?
—Parece que encontrar a su alma gemela.
—Oh, Dios mío.
—Ajá. Y ella se ha dedicado a subir sus momentos más íntimos a Internet. Ha tenido más de tres millones de visitas en apenas dos horas. Toda una hazaña.
—¡El amor en plena juventud! —exclamé con ironía. Y eso que el senador Lewis tenía setenta y tantos años. Lo que hacía que uno se preguntara quiénes eran esos tres millones de personas y por qué querían profanar sus almas viendo las partes íntimas de un hombre de la tercera edad, entrado en carnes, montándoselo con su antigua señora de la limpieza.
—Y bien, querida, ¿de qué quieres hablar? Te quedan tres minutos y veinte segundos.
—Cierto. Theo, me gustaría hacer algo distinto, no siempre lo mismo.
—¿A qué te refieres con «lo mismo», Harper? —Sacó uno de sus palos de golf e imitó un golpe.
—Lo de los divorcios.
Alzó la mirada horrorizado.
—¿Qué? ¿Por qué? ¡No!
—Estoy un poco quemada, Theo. Seguiré llevando algunos casos, pero... me está pasando factura.
—¡Imposible! ¡Creí que eras diferente! ¡Pero si esto es lo tuyo! A veces a nuestro corazón le cuesta un poco más aceptar lo que nuestra cabeza ya sabe.
Inspiré lentamente.
—Cierto. Pero a veces nuestra cabeza no sabe lo que quiere, Theo.
Me miró desconcertado.
—Bueno, sí claro. ¿A dónde quieres llegar?
—Necesito llevar otro tipo de casos... o dejarlo.
Dio un paso hacia atrás, dejando caer el palo.
—¡Ni siquiera te atrevas a pronunciarlo! ¡Eres una chantajista! Está bien. Haz lo que te dé la gana.
—Y quiero ser socia —agregué.
—¿Perdón?
—Que también quiero ser socia de la firma.
Theo se dejó caer en su silla.
—Bueno, bueno. ¿Te vale con un aumento?
Sonreí. Mi primera sonrisa auténtica en años.
—No.
* * *
Antes de que Carol se marchara a casa, entró en mi despacho.
—Hoy han traído este sobre a tu nombre. Lo siento. Se traspapeló con otros documentos y no me di cuenta hasta ahora.
—Gracias —dije, tomando distraídamente el sobre y dejándolo en la mesa mientras tecleaba en el portátil—. Que pases buena tarde, Carol.
—No me digas lo que tengo que hacer —espetó ella, cerrando la puerta tras de sí.
Terminé con el correo electrónico que estaba escribiendo y me fijé en lo que Carol acababa de dejarme. Mi nombre y la dirección postal del despacho estaban escritos a mano, pero no había ningún remitente.
El matasellos era de Dakota del Sur.
De pronto el oxígeno pareció abandonar mis pulmones.
Con suma lentitud, lo abrí con manos temblorosas. Desdoblé la carta que contenía con sumo cuidado y un billete de cien dólares cayó sobre mi regazo. Tomé una profunda bocanada de aire, la dejé escapar y empecé a leerla. La letra era redondeada y un poco infantil, y a pesar de no haberla visto desde hacía años, la reconocí al instante.
Querida Harper:
La verdad es que no sé muy bien qué decir. El otro día me pillaste desprevenida. Por supuesto que te reconocí, ya que eres mi viva imagen. Me hubiera gustado que me avisaras antes de venir. No estaba preparada para que me montaras una escena, entiéndeme. Fue toda una sorpresa verte. ¿Cómo es posible que me haya hecho tan vieja como para tener una hija tan mayor? Bueno, da igual. Busqué tu nombre en Google y me encontré con que sigues en esa isla dejada de la mano de Dios, aunque parece que no te ha ido nada mal. ¡Una abogada! Supongo que siempre fuiste muy inteligente.
Me imagino que querrás saber por qué me fui. Primero deja que te diga que estoy estupendamente. Mi vida ha sido como una carrera salvaje, pero no la cambiaría por nada. Nunca me gustó sentirme atada a nadie y descubrí que ni estaba hecha para ser madre, ni quería vivir en una isla de mala muerte. Me quedé todo el tiempo que pude, pero al final, tuve que hacer lo mejor para mí. Tenía un montón de planes antes de que nacieras y no me pareció justo renunciar a ellos para siempre. Siento que todo esto te pillara en medio, aunque tienes que reconocer que nos lo pasamos bien juntas, ¿verdad?
Si alguna vez decides volver a venir y saludarme, llámame antes. Por cierto, no me parece justo quedarme con tu dinero, no soy de las que les gusta deber nada a nadie. Cómprate algo bonito y piensa en mí cuando te lo pongas.
Cuídate.
Linda.
Leí la carta unas siete veces. Y cada vez se me hacía más repugnante.
¿Que tuvo que hacer lo mejor para ella? ¿Que no estaba hecha para ser madre?
Por Dios bendito.
¿En serio quería que me comprara algo y pensara en ella? ¿En la mujer que me abandonó cuando yo era una niña y que, después de veintiún años, fingió no reconocerme?
«Parece que no te ha ido nada mal.»
—En realidad soy un desastre, mamá. —Mi voz sonó demasiado alta en la quietud de mi despacho.
Durante un buen rato me quedé sentada entre las sombras del atardecer, oyendo cómo la lluvia repiqueteaba contra las ventanas. Entonces en mi mente se iluminó una pequeña lucecilla que fue ganando intensidad poco a poco. Y con ella llegó una nueva posibilidad.
Ya había tenido suficiente.
Las acciones de mi madre —en realidad una sola, la de abandonarme— habían creado una coraza en torno a mi corazón. Una coraza que había llevado durando toda una vida, desde que tenía trece años. Ya era hora de romperla.
«Parece que no te ha ido nada mal.»
—¿Sabes qué? Olvídate de mi anterior comentario, mamá —dije—. Tienes razón. Me ha ido fenomenal, y no gracias a ti.
Antes de darme cuenta, estaba con la gabardina en la mano, bajando las escaleras, saliendo del despacho y entrando en mi pequeño automóvil amarillo. Salí a tal velocidad que las ruedas derraparon en la calzada, aunque no me importó. Quebranté todos los límites de velocidad desde Edgartown hasta Tisbury y solo pisé el freno cuando llegué al camino de entrada de la casa de mi padre. Ahí estaba la casa que me había visto crecer, el hogar que había evitado todo lo posible durante mi vida de adulta desde el mismo instante en que me fui a la universidad. Me bajé del vehículo y entré corriendo.
Y allí estaba ella. Parecía mayor de lo que era y, al no llevar ni un ápice de maquillaje, se la veía muy demacrada. Sus dedos sostenían un cigarro y llevaba el pelo unos centímetros más «alejado de Dios» de lo normal. Cuando me vio, esbozó una sonrisa cansada.
—Qué alegría verte, cariño —dijo—. ¿Qué tal estás?
—Hola, BeverLee —jadeé. En la radio sonaba una balada country, que no se oía demasiado bien por la mala cobertura radiofónica, algo que a Bev no parecía importarle. Como sabía que no me gustaba nada que fumara, apagó el cigarro de inmediato.
—Siéntate, querida. ¿Quieres comer algo? —Hizo ademán de levantarse.
—No, por favor, no te levantes. Estoy bien —indiqué, mientras me hacía con una silla—. ¿Está Willa?
—Estaba, pero creo que se ha ido con tu padre al taller.
Ahora que había llegado el momento, no sabía muy bien qué decirle. Me mordí la cutícula y después bajé las manos.
—¿Cómo estás llevando lo de haber vuelto a ver a Nick?
Levanté la mirada ipso facto y me la encontré sonriendo. Nadie se había molestado en preguntarme aquello.
—Mmm... creo que bien, Bev. Pero no he venido a... Bueno, no estoy aquí por... ¿Y tú qué tal? ¿Cómo estás?
—Pues supongo que bien. —Dobló unas servilletas que tenía al lado y las colocó en un soporte de plástico espantoso con la forma de una baraja de cartas. A continuación me miró—. Me he enterado de tu ruptura con Dennis. Lo siento mucho. Aunque si tras todo este tiempo todavía no os habíais casado será por algo, ¿no crees? Tu padre y yo nos casamos una semana después de conocernos... Bueno, teniendo en cuenta que estamos a punto de divorciarnos, no creo que seamos el mejor ejemplo. —Esbozó una medio sonrisa y se encogió de hombros.
—Bev, en cuanto a ese asunto, tengo que decirte algo. Yo... —Mierda. No sabía cómo empezar. Tragué saliva. Bev estaba esperando. La lluvia golpeó las ventanas y en la radio empezaron a sonar unos acordes que conocíamos muy bien. Sweet Home Alabama, el himno sureño.
—Oh, me encanta esta canción —comentó Bev, mirando al vacío—. Tenía una cinta atascada en el reproductor de mi furgoneta, ¿te acuerdas? Y esta era la única canción que sonaba.
A mi mente acudió la imagen de BeverLee, conduciendo por el camino de entrada a nuestra casa, con la canción de Lynyrd Skynyrd como banda sonora de sus idas y venidas.
—Evitabas en lo posible venir conmigo —continuó con una leve sonrisa en los labios—. Pero cuando llegaba, siempre estabas escondida detrás de la ventana, asegurándote de que volvía. Después subías corriendo a tu habitación y te ponías a leer algún libro, fingiendo que no sabías que ya estaba en casa. Mi pobre niña. Has tenido tanto miedo de que volvieran a dejarte que no has permitido que nadie se te acercara.
Acababa de definir el desastre emocional en el que me había convertido en una sola frase.
«Suficiente.»
—Bev —repetí. Extendí las manos y tomé las suyas entre las mías—. BeverLee, mira. Yo... —Las palabras se atascaron en el nudo que tenía en la garganta.
—¿Qué te pasa, cariño? —Ladeó la cabeza y frunció el ceño—. Oh, Señor, ¿estás llorando?
Apreté con más fuerza su mano. BeverLee me había querido desde el mismo instante en que nos conocimos. A mí, una adolescente con un carácter horrible, que estaba enfadada con el mundo y que no la podía tener en peor concepto. Ella creía que yo era lista, guapa... adorable. Creía que era la mejor, a pesar de que siempre había hecho todo lo posible por distanciarme de ella.
Pero hacía doce años, cuando estaba acurrucada y llorando en el suelo de una cocina de Nueva York, a quien llamé fue a ella, porque sabía sin ningún género de dudas que BeverLee Roberta Dupres McKnight Lupinski James vendría a por mí. Y lo hizo. Sin pensárselo dos veces, condujo cuatro horas a través de Massachusetts, Connecticut y Nueva York, hasta llegar a mi apartamento. Una vez allí me abrazó con todas sus fuerzas, y sin hacer ninguna pregunta ni recriminarme nada, me trajo a casa.
—BeverLee —susurré porque la emoción me impedía hablar más alto—. Bev... has sido más madre para mí de lo que alguna vez lo fue mi madre biológica. —Sus ojos se abrieron llenos de asombro—. No tenías por qué quererme, Dios sabe que no te he dado muchas razones para ello, pero siempre lo has hecho. Has estado ahí en todo momento y nunca has dejado de cuidarme. Siento haber tardado tanto en darme cuenta. Quiero que sepas que aunque papá y tú os divorciéis... —Tuve que interrumpirme para no perder el control. Le apreté aún más la mano—. Siempre seré tu hija.
Porque aquella mujer era mi verdadera madre. Durante veinte años me había amado con toda su alma, a pesar de mis intentos por alejarla, y eso era amor incondicional en estado puro.
Bev abrió la boca consternada.
—Oh, cariño —murmuró—. Oh, mi niña, yo también te quiero.
Y antes de darnos cuenta estábamos abrazándonos. Bev me atrajo contra su enorme y extrañamente reconfortante pecho y me vi invadida por el olor a laca, a Cinnabar y a Virginia Slims. El olor de mi hogar. Durante un buen rato estuvo llorando y acariciándome el pelo. Yo dejé que hiciera lo que se le antojara, porque allí, entre sus brazos, descubrí que me sentía maravillosamente bien.
* * *
Una hora después, y tras una taza de té y unas cuantas lágrimas más, volví a abrazar a BeverLee. Este nuevo afecto físico me resultaba un tanto incómodo, pero merecía la pena. Hasta podría acostumbrarme a ello. No, no solo podría, quería acostumbrarme a ello.
Prometí llamarla al día siguiente y me fui al taller de mi padre, un lugar que olía a madera, aceite y herramientas eléctricas. Entré por la puerta trasera y me lo encontré hablando con Willa en voz baja. Estaba de brazos cruzados y con el rostro serio. Sentí una pequeña punzada de envidia; mi padre siempre se había llevado mejor con Willa. Sí, sabía que ella era mucho más simpática que yo, pero no podía evitarlo.
En cuanto mi padre se percató de mi presencia, dejó de hablar y le hizo un gesto a mi hermana en mi dirección. Entonces ambos me miraron.
—¿Puedo hablar un momento contigo? —pregunté.
—¿Conmigo? —inquirió mi padre.
—Mmm... En realidad, con los dos. —Respiré hondo—. De acuerdo. Mira, Willa. —Me mordí el labio—. Esta vez no voy a llevar tu divorcio. No quiero sonar demasiado dura, pero creo que no voy a seguir protegiéndote. Tienes veintisiete años, no diecisiete. No más préstamos, no más tarjetas de crédito y, de ahora en adelante, no más consejos. ¿Qué te parece? De todos modos nunca me haces caso.
—Bueno, yo... —empezó Willa.
—Antes de que sigas —la interrumpí—. Me gustaría darte un último consejo. Comprométete con algo, ya sea con Christopher, con un trabajo, una carrera, lo que sea... pero sé fiel a esa idea, Wills. No querrás pasarte toda la vida de flor en flor, con un montón de relaciones insustanciales a tu espalda y sin ninguna perspectiva a la vista. Eso es lo que mi madre hizo y ahora es camarera en Dakota del Sur y no tiene nada ni a nadie. No quieres eso para ti, Willa, confía en mí.
Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos, aunque sí que noté lo tenso que se puso mi padre cuando mencioné a mi madre. Entonces Willa me miró y empezó a sonreír.
—Qué gracia que me digas precisamente esto ahora que Chris y yo nos hemos reconciliado. Va a trabajar para papá. De modo que... nos venimos a vivir aquí.
Abrí la boca.
—¿En serio? ¿Y qué pasa con el... pulgarete?
Se encogió de hombros.
—Le llamé el día que vino Nick. No quiere renunciar a sus inventos, pero también ve el lado positivo de tener un trabajo estable.
—Oh, bien. Eso es maravilloso, Willa. Me alegro mucho por ti.
Mi hermana enarcó una ceja.
—Tal vez no necesite tus consejos tanto como crees.
Tomé una profunda bocanada de aire y asentí.
—Puede que no. Lo que es una noticia excelente, Willa. Perdóname si he sonado como una presuntuosa.
—¿Por qué ibas a comportarte hoy de manera diferente? —preguntó, guiñando un ojo a mi padre.
—Qué graciosa. Anda, dame un respiro —mascullé—. He tenido una semana muy dura.
Willa se acercó a mí y me dio un abrazo.
—Sí, eso he oído. Si necesitas hablar, ya sabes dónde estoy. —Me acarició la mejilla—. Gracias por toda la ayuda que me has prestado, por los consejos y por los divorcios gratis. Espero no necesitarlos nunca más.
—Yo también.
—¡Tengo que irme! ¡Gracias, papá! —Willa le lanzó un beso, que él fingió atrapar, y salió corriendo, dejándonos solos en una estancia con olor a serrín, con una pila de seis metros de madera y rodeados de maquinaria. En el exterior, la lluvia caía sobre el tejado mientras el viento ululaba.
—Qué locura de tiempo, ¿verdad? —comenté, aunque se trataba de la típica tormenta de la época.
—Sí.
Volvimos a quedarnos en silencio.
«Ahora o nunca, Harper.»
—Vi a Linda la semana pasada —dije.
—Ahora entiendo tu comentario anterior. ¿Y cómo te fue?
—Pues no muy bien, papá. En realidad fue un desastre. —Solté un suspiro—. Fingió no reconocerme y no le dije nada.
Mi padre bajó la vista al suelo.
—Mira, papá —continué con voz suave—. Sé que siempre te he culpado por no hacer lo suficientemente feliz a mamá para que se quedara, o por no luchar para recuperarla. Y que te odié cuando te casaste con BeverLee y la metiste en nuestras vidas.
Mi padre asintió, aunque seguía con la mirada fija en el suelo.
—Pues ahora quiero agradecerte que lo hicieras.
Me miró.
—Está claro que mi madre es una persona superficial y egocéntrica que no tiene corazón. En cambio, BeverLee no.
—Cierto —se limitó a decir.
El sonido del viento se hizo más fuerte.
—Nunca te he pedido mucho, ¿verdad, papá? —pregunté con cariño—. Ni dinero para la universidad o mis cursos de posgrado, ni cuando me fui a vivir sola. Ni tampoco te he pedido ningún consejo.
—No —convino él—. Nunca has pedido nada. —Un destello de arrepentimiento cruzó su rostro siempre inexpresivo.
—Hoy quiero pedirte algo, papá. No dejes a BeverLee. Id a algún consejero matrimonial o algo parecido. Lleváis veinte años juntos. Y ella te ama. Tiene fe en ti. No creo que haya nada más importante que eso.
Mi padre permaneció en silencio durante bastante tiempo. Después, sin embargo, comenzó a hablar.
—Sabes que soy quince años mayor que BeverLee. Sí, claro que lo sabes.
Asentí.
Hizo una pausa, sopesando sus siguientes palabras.
—Harper, en julio tuve un ataque al corazón.
Se me doblaron las rodillas.
—¿Qué? —exclamé.
Él se encogió de hombros.
—El médico dijo que dentro de la gravedad, había sido de los más leves, pero me hizo pensar en el... futuro. No quiero que Bev tenga que cuidarme.
—¿Se lo has contado, papá?
Mi padre negó con la cabeza.
—Le dije que me había ido a pescar con Phil Santos.
—Papá... —Se me quebró la voz. Si mi padre moría...
—No quiero que BeverLee tenga que cargar con un anciano enfermo y decrépito.
—¡Pero ella te quiere, papá! Si le pasara algo, ¿la verías como una carga?
—Por supuesto que no. Y sí, entiendo dónde quieres llegar. —Otra pausa—. Aún así, Bev se merece a alguien que pueda cuidar de ella. No a un viejo lleno de achaques.
—¿Y ahora cómo te encuentras? ¿Ya estás bien?
—Eso espero. Me tomo una pastilla a diario y me ha bajado el colesterol. Este tiempo solo he podido pensar en mi vida y en qué era lo que podía hacer por mi familia, y me pareció que dejar a Bev era lo mejor para ella. Si me muero el año que viene o dentro de poco...
—Dios, ¡los hombres sois tan melodramáticos! —exclamé, aunque mis piernas seguían temblando ante la idea de lo que podía haberle pasado a mi padre—. Si te cuidas un poco, nos sobrevivirás a todos. Eso sí, papá, ¡no se te ocurra dejar a Bev! Es la peor decisión que podrías tomar. ¡Y tampoco ocultes cosas como esta a tus hijas!
Volvió a encogerse de hombros.
—Sí, bueno, seguramente tengas razón.
—Entonces, ¿hablarás con Bev? —pregunté—. Porque no pienso callarme algo como esto.
Asintió una vez.
—Sí, hablaré con ella. La verdad es que he estado retrasando el momento de mudarme. Supongo que eso dice algo.
—Claro que sí. Dice que la amas y que no quieres divorciarte.
Me miró y enarcó una ceja.
—¿Ahora te dedicas a arreglar la vida de la gente? —preguntó con un deje de humor en la voz.
—Sí, la de todos menos la mía.
Nos miramos en silencio durante un minuto.
—Harper, sé que... A ver... Sé que no he sido el mejor padre del mundo —suspiró—. Con Willa, es más fácil... Tu hermana siempre está cometiendo errores o necesita algo que yo puedo darle... dinero, un lugar para vivir, todo eso. Pero tú... Tú nunca has necesitado nada. —Respiró hondo—. Excepto una madre. Una madre de verdad. Cuando Linda nos dejó... Lo cierto es que me alegré. Temía que terminara echándote a perder.
—¿Por eso te casaste con BeverLee? ¿Para darme una madre?
—Sí, esa fue una de las cosas que tuve en cuenta en aquel momento. Una de las más importantes.
Dios, el pasado nunca era como uno creía.
—Papá —dije tras unos segundos—. ¿Puedo preguntarte algo?
—¿Hay alguna forma de impedirlo?
Sonreí. Papá, bromeando. Conmigo.
—Bueno... no. Pero es que siempre he tenido una duda. ¿Mamá me puso mi nombre en honor a Harper Lee?
—¿Y quién es esa?
—La autora de Matar a un ruiseñor.
Mi padre frunció el ceño.
—Por lo que sé, lo hizo por una revista de moda.
Harper’s Bazaar. Vaya. Eso tenía más sentido y por alguna razón me resultó más reconfortante. Por lo visto, mi madre nunca había tenido pensamientos muy profundos.
—Ya que estamos. ¿Puedo hacerte otra pregunta más?
—Dispara.
—Veamos... —Esta era más difícil—. Si hace unos años te hubiera pedido consejo, ¿qué me habrías dicho sobre casarme con Nick?
Durante unos segundos no dijo nada, sino que se limitó a mirarme, considerando qué tipo de respuesta estaba buscando. Si la verdad o no.
—Te habría dicho que creía que ese muchacho era lo mejor que te había pasado en la vida.
Se me encogió el corazón.
—¿En serio? —susurré.
—Sí.
—Nunca dijiste nada. Ni siquiera sabía si estabas de acuerdo o no.
Mi padre volvió a encogerse de hombros y miró al suelo una vez más.
—Se supone que los actos dicen más que las palabras —respondió con voz ronca—. Dejé que te casaras con él, ¿no? No hubiera entregado a mi hija a un cualquiera. —De pronto levantó la vista, alzó los brazos y esbozó una tímida sonrisa—. Anda, venga —dijo con cierta vacilación—. Dale un abrazo a tu viejo padre.