Capítulo 4

ECHANDO la vista atrás, no podía decir que me arrepintiera de casarme con Nicholas Sebastian Lowery. Aunque también es cierto que supe que sería un problema desde el día en que lo conocí. Desde el primer segundo, para ser más exactos.

Y no me arrepentía porque aprendí un montón. El tiempo que pasé a su lado me confirmó muchas cosas que ya sabía sobre la vida. Pero cuando un hombre se te acerca en un bar y te dice que eres la mujer con la que quiere casarse, te quedas un poco... abrumada. Además de que no suele ser el método más común de ligar de los universitarios. Incluso de los de mayor edad.

Lo conocí siendo una estudiante de pregrado en la universidad de Amherst. Aquel día era mi vigésimo cumpleaños y mis compañeras de habitación me habían conseguido un carné falso para poder salir a tomar algo. El pub estaba hasta los topes, hacía mucho calor y había mucho ruido: la música a todo volumen, la gente hablando a gritos para poder entenderse... Entonces me volví y vi a un tipo que me estaba mirando.

Era lo único que hacía, mirarme. Fijamente, de forma descarada y completamente concentrado en mí. El tiempo pareció detenerse en ese momento, y todas las personas que había a nuestro alrededor se evaporaron. Solo estábamos yo y aquel estudiante de pelo negro que solo me... miraba.

—¿Va todo bien? —preguntó Tina, mi mejor amiga de la universidad.

—Sí —contesté, sintiendo cómo el hechizo se rompía.

Pero aquel muchacho se acercó, se sentó en una mesa que había al lado y volvió a fijar sus ojos en mí, y perdón por el vomitivo cliché, pero tuve la sensación de que me estaba mirando de verdad, porque lo hacía de una forma intensa muy singular.

—¿Qué estás mirando, imbécil? —pregunté, con aquel tono despectivo que tan bien se me daba.

—A mi futura esposa. La madre de mis hijos. —Al ver cómo una comisura de su boca se elevaba unos milímetros, cada una de mis células femeninas reaccionó de manera inesperada.

—Vete a la mierda —dije, a punto de darme la vuelta y dejarle plantado sin más.

—Si es contigo me voy a donde haga falta —replicó él. Después esbozó esa peculiar sonrisa suya de «sí, soy un idiota, pero ambos sabemos que terminaré saliéndome con la mía» y me fue imposible no devolverle la sonrisa.

—Entonces, ¿cuándo nos casamos? —continuó él, acercando su silla.

Me fijé en él de forma discreta. Tenía unas manos muy bonitas, unos ojos preciosos y un pelo lustroso y negro (siempre sentí especial predilección por los morenos).

—Mira, no me casaría contigo ni aunque fueras el último hombre sobre la faz de la tierra.

—Y aún así me estás comiendo con los ojos —comentó mordaz—. ¿Qué bebes, esposa mía?

Solté una carcajada.

—Menuda cara tienes. Una cerveza.

No me agradaba mucho celebrar mi cumpleaños, y menos teniendo en cuenta mis antecedentes con esa fecha, pero Tina me había llevado allí a rastras junto con otras dos amigas. Todas estábamos en nuestro tercer año de universidad, recibiendo una educación inmejorable en uno de los centros docentes más feministas del país, el mundo no tenía límites para nosotras y estábamos absolutamente convencidas de que haríamos grandes cosas en nuestras vidas. Sin embargo, mis tres amigas se apartaron de nosotros discretamente, mirándome con cierta envidia. «¡Mirad a Harper! ¡Ese tipo está intentando ligar con ella! ¡Y hasta le ha hablado de casarse! Dejémosles solos un rato. No lo echemos a perder.»

He de admitir que también fue toda una sorpresa para mí, aunque ahora me avergonzaba admitirlo.

Nick Lowery no se parecía en nada a los novios tímidos y despistados que había tenido hasta ese momento —que habían sido unos cuantos, aunque nunca me enamoré de ninguno de ellos—. A pesar de sus veintitrés años, era muy maduro. Estaba estudiando arquitectura y ya tenía apalabrado un trabajo en junio; no unas prácticas, sino un empleo de verdad, como arquitecto titulado en Nueva York, la ciudad en la que se levantaban los edificios más altos de todo el mundo. Sabía lo que quería y tenía un plan para conseguirlo: trabajar. Y eso, en el mundo en el que nos desenvolvíamos, lleno de universitarios ambiciosos, cargados de títulos y cursos, pero con perspectivas inciertas, resultaba bastante emocionante.

Aquella noche estuvimos hablando durante cuatro horas. Bebió sin emborracharse y tampoco intentó emborracharme a mí. Puso interés en todo lo que dije, y no dejó de mirarme ni un solo segundo. ¡Y qué ojos! Tan hechizantes y trágicos, que parecían encerrar un tormento que solo un alma que lleva muchos años en la tierra podría sentir... De acuerdo, puede que me pasara un poco con la bebida. Nick había crecido en Brooklyn y estaba deseando mudarse a la ciudad, era un gran forofo del equipo de béisbol de los New York Yankees, lo que dio lugar a que nos lanzáramos unas cuantas pullas a modo de broma (gané yo; no sé cómo, pero hice que los Sox parecieran superiores, a pesar de la nefasta temporada que estaban teniendo). Me hizo preguntas sobre lo que quería hacer, qué era lo que más me gustaba de mis estudios, de dónde era, y en ningún momento pareció aburrirse, incluso cuando empecé con mi discurso sobre las leyes medioambientales. Ah, y no me miró las tetas. Simplemente... se interesó en mí.

Cuando el camarero nos comentó que era la hora de cerrar, nos quedamos asombrados por lo rápido que se nos había pasado la velada. Como eran las dos y media de la madrugada, Nick se ofreció a acompañarme andando a la residencia. Y mientras cruzábamos el campus me tomó de la mano. Aquella era la primera vez que alguien del sexo contrario hacía algo así. Era una demostración pública de intenciones románticas en toda regla y los demás estudiantes con los que había salido (que eran unos inmaduros) eran más del tipo de ponerte el brazo alrededor del hombro. En ese momento descubrí que ir de la mano era mucho más excitante, aunque fingí no darme cuenta.

—¿Podemos volver a vernos? —preguntó cuando estábamos delante de la puerta de mi habitación.

—¿Es esa una nueva forma de decir «puedo entrar y acostarme contigo»? —dije yo.

La respuesta vino antes de que pudiera terminar la frase.

—No.

Otra primera vez.

Parpadeé sorprendida.

—¿En serio? ¿Porque lo más seguro es que me hubiera ido a la cama contigo? —En realidad no lo habría hecho. O eso creo. Pero aquellos ojos y su mano sujetándome con firmeza...—. ¿Me estás pidiendo una cita?

—Sí. —Ahí estaba ese sí tan sensual—. Sí, quiero tener una cita contigo. Y no, no quiero acostarme contigo. Al menos no esta noche.

—¿Por qué? ¿Eres mormón? ¿Tienes alguna disfunción eréctil? ¿Eres gay?

Él sonrió de oreja a oreja y aquellos ojos suyos de gitano se transformaron por completo.

—No, no y no. Porque, Harper Elizabeth James... —Maldición, le había dicho mi nombre completo; aunque viéndolo por el lado bueno, se acordaba. ¡Qué tierno!—... eso sería una enorme falta de respeto por mi parte.

Volví a parpadear.

—Ahora sí que me has dejado sin palabras. Puedo asegurarte con total certeza que nunca he oído una línea de defensa como esa. —Estudiantes de derecho. ¡Qué puedo decir! Todos sonamos como unos estúpidos pomposos. Además, me había bebido tres cervezas, lo que me hacía más pedante todavía.

Pero a Nick le parecí muy mona.

—Te llamaré mañana.

—Mira, eso sí que lo he oído antes. Una excusa muy barata.

Nueve horas más tarde, y tras piratear la web de la universidad para encontrar mi número de teléfono, me llamó.

—Soy Nick.

—¿Qué Nick? —pregunté, ruborizándome puede que por primera vez en mi vida.

—El padre de tus hijos.

—Ah, sí, cierto. —Hice una pausa, incapaz de reprimir una sonrisa—. ¿Podemos por lo menos cenar antes de empezar con la descendencia?

Me llevó a un restaurante como Dios manda en Northampton, no el típico al que acuden los estudiantes universitarios con manteles de papel, sino a uno con manteles de tela, camareros y todo eso. Y ahí fue donde comenzó mi primera relación de verdad. Durante un mes, me llamó siempre que dijo que lo haría, comimos juntos varias veces y se presentó en diversas ocasiones en la puerta de mi clase para dar un paseo por el campus. Fuimos al cine, donde no paramos de hablar, para disgusto de algunos espectadores, y en general tuvimos diversas citas al estilo de los años cincuenta (nunca me hubiera imaginado lo divertido que podía resultar).

Durante todo ese primer mes ni me besó ni me tocó (excepto por lo de ir de la mano) y para entonces yo ya estaba muerta de ganas de que lo hiciera. Aunque he de decir que supe disimularlo bastante bien y que nunca mencioné nada al respecto. Simplemente me limité a esperar, más obsesionada de lo que hubiera querido, preguntándome si se trataba de alguna especie de juego por su parte. Y antes de darme cuenta me vi anhelando sus llamadas y sintiendo un cosquilleo en el estómago cada vez que veía su cara.

Cuatro semanas y dos días después de conocernos, Nick me llevó a su apartamento por primera vez; se trataba del típico piso pequeño de estudiante pero inusualmente limpio. Me hizo la cena —lasaña, ensalada y pan recién horneado—, me sirvió vino tinto —sin pasarse— y hasta preparó él mismo el postre, lo que hizo que volviera a preguntarme si no era gay. Después de cenar se encargó de recogerlo todo —no permitió que fregara ni un solo plato— y nos sentamos en el sofá con las manos entrelazadas —aunque de un modo muy casto—. Entonces empezó a hablarme del puente de Brooklyn, diciéndome que le parecía la construcción hecha por el hombre más impresionante del mundo y prometió llevarme allí en mi primer viaje a Nueva York.

—Lo cruzaremos, tomaremos un helado en Brooklyn y volveremos a cruzarlo tranquilamente, para que te tomes tu tiempo admirando el primer puente colgante de cables de acero de la historia.

—Y yo te contestaré que siempre me ha gustado más el estilo arquitectónico de los McDonald’s.

—Entonces no me dejarás otra opción que el divorcio.

—Pues me quedaré con el yate y el apartamento en París. Ya sabes que es una cláusula que impondré en nuestro acuerdo prematrimonial.

Nick rió.

—No creo en ese tipo de acuerdos.

—Mejor. Voy a dejarte en calzoncillos. ¡Apartamento de París, serás mío y solo mío!

—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué tuve que casarme con una arpía como esta? —sonrió de oreja a oreja.

Yo le devolví la sonrisa.

—Nick, ni siquiera me has besado todavía. No me casaré contigo ni tendremos cinco hijos si no consigues hacer que se me doblen las rodillas.

Él me miró con aquellos ojos de gitano, su barba de dos días y una sonrisa juguetona en los labios. A continuación extendió la mano y me tocó la boca con la yema de un dedo. Todavía no me había besado y ya me estaban empezando a temblar las rodillas. De pronto me sentí aterrorizada. El aliento se me congeló en la garganta y mi corazón dejó de latir. Mientras veía cómo se inclinaba lentamente hacia mí solo pude pensar en una cosa: «Por favor, Dios mío, que no se le dé bien. No hagas que me enamore de él».

Pero besaba de maravilla y terminé cayendo en sus redes. Ese primer beso fue algo... asombroso... en serio, y me di cuenta de que nunca antes había entendido lo que significaba besar de verdad. Esa conmoción, el bullir de sensaciones, la necesidad, el ardor, los pequeños sonidos, lo perfecto que parecía todo... Fue como si nuestras bocas hubieran sido creadas para besarse únicamente la una a la otra. Jamás creí que pudiera llegar a estar tan desesperada por alguien; después de todo había tenido siete años, cuatro semanas y dos días para aprender a no volver a amar a nadie con tanta intensidad. Pero cuando Nick me besó por primera vez, todo mi cuerpo cobró vida. Era espeluznante lo bien que me sentía.

Continuamos besándonos en el sofá durante eones, hasta que al final Nick se puso de pie, me tomó de la mano y me condujo hasta su habitación. Allí siguió besándome y acariciándome; sentía el calor de su piel contra la mía y me fijé en que sus mejillas ardían y sus ojos se habían oscurecido hasta prácticamente parecer negros. Le quité la camisa y exploré con las manos su pecho, deleitándome en aquella piel tan adictiva. Tenía una pequeña cicatriz irregular sobre el corazón y tracé su contorno con los dedos mientras le besaba en el cuello. Sentí su pulso bajo mis labios y el sabor salado de su dermis. Sus manos estaban calientes y cuando abrió los ojos para mirarme vi que estaba sonriendo.

No puse ninguna objeción al sentir cómo sus dedos desabrochaban la parte trasera de mi vestido, pero cuando su mano descendió hasta mi muslo, di un salto hacia atrás y le agarré de la muñeca. Había llegado el momento de parar. Tenía que irme de allí. Pero no me moví.

—¿Demasiado lejos? —preguntó él con voz ronca, con la cara enterrada en mi cuello.

Tragué saliva.

—¿Nick?

Él alzó la cabeza. «Oh, Harper, te has metido en un buen lío», dijo mi cabeza. Era incapaz de hablar, a pesar de que las palabras se me agolpaban en la garganta. La vergüenza y la torpeza se mezclaron con la lujuria y el deseo que en ese momento sentía.

—¿Qué pasa, cariño? —Lo dijo con un tono tan dulce que me dolió el corazón.

Si no hubiera dicho lo de «cariño» supongo que habría salido de allí corriendo sintiéndome un poco culpable pero completamente segura. «Pues hazlo. Vete ahora mismo», gritó mi cerebro. Volví a tragar saliva y miré hacia otro lado.

—Nunca he hecho esto antes —susurré.

¡Dios! ¡Virgen a los veinte! ¡En un estado demócrata! ¡En una universidad tan liberal!... y suma y sigue.

Nick parpadeó. Porque, claro, yo iba de dura por la vida y parecía súper moderna. Y era guapa, no nos olvidemos de eso, aunque tampoco me pasaba todo el día mirándome al espejo. Había tenido unos cuantos estudiantes detrás de mí y había salido con otros tantos. Los chicos me adoraban. Mi modus operandi era el insulto y la condescendencia al tiempo que dejaba que flirtearan conmigo. Después, permitía que me acompañaran a mi habitación, donde intercambiábamos besos y caricias durante más o menos una hora, y a continuación me ponía de pie, me reacomodaba la ropa, les echaba de allí y no volvía a hablar con ellos nunca más. Por alguna desconocida razón, aquella actitud me hizo inmensamente popular. ¿Era, como vulgarmente se dice, una calientapollas? Sí. No creía que las cosas pudieran hacerse de otra forma.

Hasta ese momento.

No podía mirar a Nick. De pronto parecía sentirme fascinada por la ventana, el radiador, la pintura de la pared... Pero entonces él enmarcó mi cara con las manos y me obligó a mirarle.

—Tranquila. No tenemos por qué hacer nada. —Sonrió.

Cuando estudié su rostro y me di cuenta de que hablaba en serio, me enamoré todavía más de él.

—Me gustaría seguir —susurré mientras los ojos se me humedecían un poco.

Me miró muy serio.

—¿Estás segura? —Asentí—. ¿De verdad? —preguntó de nuevo, acariciando mi labio inferior.

Volví a asentir.

Me besó con mucha, mucha dulzura, muy lentamente y luego sonrió contra mi boca.

—¿También estás segura de querer casarte conmigo?

—Nick —dije yo, incapaz de reprimir una carcajada—. ¿Puedes cerrar la boca y hacerme el amor?

Y eso fue lo que hizo.

Poco a poco, de forma muy dulce. Oh, Dios mío... ¡estábamos hechos el uno para el otro! De pronto entendí el porqué de todos esos sonetos, de todas esas tarjetas Hallmark, de todas esas películas. Porque todos esos clichés... eran reales. Por fin lo estaba experimentando en carne propia. Por primera vez en mucho tiempo dejé que alguien cuidara de mí, y él cumplió. Me hizo el amor y consiguió que me sintiera la persona más preciada del mundo.

Cuando terminamos, cuando nos tumbamos juntos, todavía enredados, sudorosos y con la respiración entrecortada, abrí los ojos como platos. De repente todo aquel resplandor se desvaneció y a medida que mi corazón recuperaba su latido normal sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Un cúmulo de sensaciones contradictorias se apoderó de mí, pero sobre todo sentía un profundo temor. Temor a ser abandonada, o a exponerme demasiado, o a que me juzgara... ¡No lo sé! Solo tenía veinte años y examinar mis emociones me producía la misma repulsa que meter la mano en una bolsa llena de cristales rotos.

Me aclaré la garganta.

—Bueno... Creo que... Tengo que irme —balbuceé—. Como dirían en mi tierra, ha estado más que bien. Bueno... Nos vemos. Gracias, Nick. Adiós. —Salí de la cama, recogí mi vestido y las medias y me los puse como pude mientras abandonaba a toda prisa el dormitorio. Atravesé el salón como alma que lleva el diablo, abrí la puerta... y me encontré a Nick detrás de mí que volvió a cerrarla antes de que pudiera protestar siquiera.

—No, no. De ningún modo vas a marcharte así —dijo él, interponiéndose entre la puerta y yo—. Vamos, Harper.

—Estoy absolutamente convencida de que no me retendrías aquí en contra de mi voluntad, Nick —comenté con ligereza, sin atreverme a mirarle.

Clavó sus ojos en mí durante unos interminables segundos, después se hizo a un lado.

—¿Qué sucede?

—Solo quiero volver a la residencia, ¿de acuerdo? Tengo un... en fin... un trabajo que hacer.

—No te vayas.

—Tengo que hacerlo, no es que sea muy importante, pero tengo que terminarlo. —Fingí una sonrisa e intenté atarme el tirante del vestido, pero me temblaban las manos. Seguía sin poder mirarle. Sentía como si algo muy grande y oscuro estuviera tirando de mi pecho, algo que quería hacerme daño. Maldición, estaba a punto de echarme a llorar.

—Harper.

—Nick.

—Mírame.

¿Qué podía decirle? ¿Que no? Levanté la vista y le miré brevemente.

—Harper, te quiero. —Sus ojos de gitano eran solemnes, completamente sinceros, y esa cosa en mi pecho se retorció de forma dolorosa.

—Nick, por el amor de Dios —dije con tono inseguro—. Apenas me conoces.

—Está bien, lo retiro. Eres una arpía y un grano en el culo, pero oye, eso que haces con la lengua... —Con eso consiguió que soltara una carcajada—. ¿Puedo volver a verte? ¿Puedo volver a hacerte el amor? ¿Por favor, Harper? —Sonrió de oreja a oreja y fuera lo que fuese lo que había en sus ojos un segundo antes fue reemplazado por una chispa traviesa.

Le devolví la sonrisa, y aquella oscura sensación disminuyó en intensidad.

—Estoy tremendamente ocupada, pero nunca se sabe.

—¿Te quedarás un rato más? ¿Aunque me caigas fatal?

Vacilé. «Deberías irte», aconsejó mi cerebro. «Quédate», me dijo el resto mi cuerpo.

Sabía que se suponía que tenía querer lo que la gente normal quería, que ser amada en teoría tenía que hacerme sentir segura, querida y feliz. Y Nick lo conseguía. Pero no me veía capaz de deshacerme de esa oscuridad que habitaba en mi interior. Y también sabía que nunca dejaría de preguntarme cuándo terminaría todo y el daño que me haría cuando ese momento llegara.

Tenía veinte años, me había criado un padre al que no le gustaba hablar sobre sentimientos y me había abandonado una madre que una vez me adoró. Intenté no pensar en ello, pero una pequeña parte de mi cerebro no paraba de decirme que Nick podía dejarme en cualquier momento. Si lo había hecho mi propia madre, ¿por qué no un hombre? Lo mejor que podía hacer era no enamorarme y protegerme todo cuanto pudiera.

Si Nick sintió que algo estaba mal, no comentó nada, y aunque lo hubiera hecho, tampoco habría encontrado las palabras para decirle la verdad. Cuando tu propia madre se va sin mirar atrás, se hace harto difícil pensar que alguien pueda llegar a amarte de forma incondicional. El amor no dura eternamente, ¿verdad?

Así que Nick y yo nos dedicamos a pasárnoslo bien juntos, a vivir nuestra relación día a día, y si en algún momento se ponía serio, yo le decía que borrara esa expresión de la cara y él lo hacía. En cuanto al sexo, tenía que reconocerlo, era increíble. No era que tuviera mucho con qué comparar, aunque no hacía falta. Fingí que no significaba nada, y no hablábamos de ello, pero siempre supe en mi interior que con él era especial.

En cuanto a Nick, me concedió tanto espacio que hasta podía correr una maratón. Nunca me presionó, jamás volvió a decirme que me quería y dejó de bromear con el asunto del matrimonio. Pero cuando llegó el momento de que volviera a Nueva York, al final de curso, ocho meses después de que nos conociéramos, me sentí morir.

—¡Conduce con cuidado! —grité cuando se metió en su abollado automóvil, a medida que mi oscuridad interior crecía peligrosamente. Oí cómo ponía en marcha el motor y continué sonriendo. Saqué el teléfono móvil e hice como si estuviera revisando los mensajes; unos mensajes que no podía ver por el pantano en el que se estaban convirtiendo mis ojos.

Entonces Nick paró el motor, saltó del vehículo y me abrazó. Yo le devolví el abrazo con tanta intensidad que debió de dolerle y él me besó con fiereza.

—¡Voy a echarte muchísimo de menos! —susurró contra mi boca.

A mí me fue imposible hablar; me dolía horrores imaginarme un día sin él, cuanto menos toda una vida, porque por supuesto no esperaba que lo nuestro pudiera funcionar en la distancia.

Pero funcionó. Nick me llamó todos los días y hablamos durante horas. Me escribió al menos un correo electrónico diario, y me envió souvenirs horteras de la Gran Manzana, como camisetas y muñecas de los Yankees (estas últimas, obviamente, se las devolví con varios alfileres clavados en la cabeza), y un café delicioso de una tienda en la calle Bleeker. Ese verano hice mis prácticas en un despacho de Hartford y él vino a verme un par de veces al mes, ya que a mí me daba un poco de vergüenza ir a visitarle.

En octubre, su madre murió de repente de un aneurisma y yo conduje hasta Pelham, Nueva York, para el funeral. Cuando entré y vi su expresión —una mezcla de amor, sorpresa y gratitud— me llegó directamente al corazón. Me presentó a su escasa familia: una tía y un par de primos. Sus padres se habían divorciado hacía tiempo y su madre nunca se había vuelto a casar. Cuando empecé las clases de nuevo, le mandé estrafalarias caricaturas recortadas de ejemplares del New Yorker del Departamento de Inglés y horneé galletas de avena cada vez que venía a visitarme.

Se mostraba sarcástico e inteligente, cariñoso e irreverente —y también un poco triste—; una combinación irresistible. La miríada de sensaciones que me invadían en cuanto le veía, la excitación que me causaba el sonido de su voz, el calor, todo lo que producía en mí me resultaba aterrador. Éramos almas gemelas, aunque antes me hubiera clavado un tenedor en la yugular que admitirlo en voz alta.

De modo que intenté que nuestra relación siguiera pareciendo algo informal, nunca dije las dos palabras y evité los momentos más intensos y serios. Y todo me fue bien hasta una noche en Amherst, en uno de esos fines de semana en que Nick pudo venir a verme.

Había estado enviando solicitudes a las facultades de derecho en las que quería continuar mi formación y tenía la habitación llena de papeles de inscripción y folletos de información. Ninguna de las facultades estaba en Nueva York, y eso que la de Columbia y la NYU tenían grandes planes de estudio, pero no quería ir a ninguna de ellas; no cuando Nick vivía en Manhattan. Aquello hubiera sido demasiado obvio. Hubiera significado mucho. Y no tenía la más mínima intención de construir mi vida alrededor de un hombre, como mi madre había hecho en su día (mira cómo nos había terminado yendo).

Nick se quedó mirando todos los folletos y solicitudes... Duke, Stanford, Tufts. Después me miró en silencio durante un buen rato. Yo me hice la tonta y empecé a parlotear sobre mi compañera de habitación y lo mal que se le daba colocar el lavaplatos. Fuimos a ver una película al campus y fingí no darme cuenta de que estaba molesto.

Esa misma noche, se despertó sobresaltado.

—¿Estás bien? —pregunté somnolienta.

Se limitó a mirarme. Sus ojos despedían un brillo salvaje bajo la luz de la lámpara.

Me incorporé en la cama.

—¿Nick?

—¿Tú me quieres, Harper?

No sé si fue culpa de la oscuridad, la hora o la mirada un poco perdida de sus hermosos ojos, pero no pude mentirle. Tomé su mano y clavé la vista en él mientras acariciaba con los dedos la parte inferior de su muñeca.

—Sí —susurré.

Hizo un breve gesto de asentimiento, aunque no dijo que me quería. No hizo falta, ya lo sabía. Volvimos a tumbarnos y me atrajo hacía sí, abrazándome. En ese instante me entraron unas ganas enormes de llorar, como si mi corazón se fuese a romper si decía algo, pero él no dijo nada más. Al día siguiente, las cosas siguieron como siempre y no volvimos a mencionar las facultades de derecho ni el asunto del amor.

El día de san Valentín de mi cuarto curso universitario fui a Nueva York por primera vez, y por supuesto nos dimos el famoso paseo por el puente de Brooklyn. Hacía frío y el ambiente estaba cargado de humedad, por lo que en un principio no me resultó la fabulosa experiencia que Nick me había contado; de hecho creí que moriría de hipotermia, pero él insistió en que nos quedáramos en medio de la estructura, con el pretexto de ver si encontrábamos los cuerpos de algunas de las víctimas que la mafia arrojó en el East River.

—Ahí, hay uno —dijo Nick—. Sal «Seis Dedos» Pietro. No debería haberle hecho eso a Carmella Soprano durante el bautizo.

—Oh, mira, creo que también he visto a uno —ironicé, señalando en dirección al río. Con un poco de suerte nos iríamos pronto a su casa y tendríamos sexo del bueno y una enorme quesadilla del Benny’s—. Justo ahí. Es Vito «El Pies» Deluca, que está nadando con los peces, o lo que sea que se haga en el East River. ¿Podemos irnos ya?

Nick no contestó. Me volví para buscarle, pero no le encontré donde debería de estar. No. Estaba sobre una rodilla, mirándome con tal cara de felicidad que mi corazón estuvo a punto de detenerse. Aquel día llevaba unos guantes sin dedos, lo que le hacía parecer un huérfano de Dickens. El viento le revolvía el pelo y levantó un anillo de diamantes.

—Cásate conmigo, Harper. Dios sabe que no eres la mujer de mis sueños, pero tendrás que apañártelas para serlo.

Sus ojos, sin embargo, me dijeron toda la verdad.

Si en ese momento hubiera encontrado la forma de decirle que no sin romperle el corazón, lo habría hecho. Si no me hubiera amado tanto, le hubiera dado un leve coscorrón y me hubiera reído de él. Pero sabía que si no le decía que sí lo nuestro se terminaría ahí.

—Está bien —dije entonces, encogiéndome de hombros—. Pero quiero un vestido de infarto y once damas de honor.

Sabía que éramos muy jóvenes. Que no estaba preparada. Quería esperar. Años, si era posible. Pero en cuanto estuvimos comprometidos, Nick lanzó un ataque de acoso y derribo en toda regla para que nos casáramos lo antes posible y yo perdí la batalla.

Once meses después de su proposición de matrimonio, y seis después de nuestra boda, ambos perdimos la guerra.