Capítulo 6
NICK sonrió.
—¿Quieres que tomemos la copa que tenemos pendiente, osita? —preguntó él.
Respiré hondo.
—Por supuesto, cabeza hueca.
—¿Todavía te gusta ese nauseabundo cóctel, Cosmopolitan?
—Qué le voy a hacer, me hice mayor viendo Sexo en Nueva York.
—Hay unas mesas ahí fuera —comentó él, haciendo un gesto hacia el patio—. Vuelvo en un segundo.
Salí al exterior. El sol empezaba a desaparecer detrás de las montañas y la sombra que estas proyectaban sobre el lago era cada vez más larga, haciendo que el agua pareciera casi negra. El viento había amainado y las losas de piedra del suelo todavía conservaban el calor del día. No me costó mucho escoger una mesa —el patio estaba casi vacío—, me arropé un poco más con la pashmina y me quedé contemplando el paisaje.
Era espectacular y hasta se podía tocar con la mano la quietud que se respiraba. Sentí como poco a poco se iba desvaneciendo la tensión que sentía. Martha’s Vineyard era uno de los sitios más encantadores del planeta, pero esto no tenía nada que envidiarle. No, las montañas eran majestuosas, vírgenes y salvajes; un lugar donde podías morir a manos de la naturaleza de cien formas distintas. Por extraño que pareciera, aquel pensamiento no hizo más que tranquilizarme. Aquí, solo eras una diminuta parte de un plan mucho más grande; uno que no podías controlar. Que te comiera un oso, que se derrumbara un glaciar sobre tu cabeza o que te ahogaras en un río helado, no dependía de ti.
—Hace que te sientas un poco... insignificante, ¿no crees? —contempló Nick, señalando las vistas. A continuación dejó sobre la mesa mi cóctel rosado—. En el buen sentido.
—Habla por ti —repliqué, un poco alterada porque acabara de leerme el pensamiento.
—Entonces acabas de enterarte de que Willa está trabajando para mí. —Tomó un sorbo de su cerveza.
—Sí.
—Me pidió que no te lo contara.
—¿Y cuándo me lo hubieras dicho? ¿En nuestras charlas de fin de semana? No te preocupes, no me ha sentado mal.
—No mientas. —Esbozó su deslumbrante sonrisa.
Miré hacia otro lado.
—Lo que nunca me hubiera esperado es que Jason viniera a la boda.
—Sí. Yo tampoco.
—¿Y tu padre y Lila? ¿Vienen mañana?
Los oscuros ojos de Nick bajaron hasta la mesa.
—No. Mi padre sufre demencia senil prematura. Se pone bastante mal. —Comenzó a doblar las esquinas de una de las servilletas.
—Oh, Nick. Lo siento muchísimo. —De forma totalmente inconsciente, extendí el brazo y apoye la mano sobre la suya.
—Gracias —murmuró sin levantar la vista.
—¿Y Lila? No me la imagino perdiéndose la boda de su hijo.
—Pues eso es precisamente lo que va a hacer. Tenía planeado un crucero hace tiempo y no ha querido cancelarlo.
Aquello resumió a la perfección el recuerdo que tenía de ella. Nunca llegué a conocerla, pero siempre tuve la impresión de que no había mucho que descubrir.
—¿Vives cerca de tu padre?
Nick asintió.
—Le llevé a esa residencia tan bonita que hay en el East Side. Así puedo verle a menudo.
—Eso está... está muy bien.
Solo coincidí con Ted en tres ocasiones. Trabajaba como asesor para grandes empresas y para el Partido Republicano, aunque nunca supe en qué asesoraba exactamente. Era un hombre que iba de triunfador, muy pagado de sí mismo y muy empalagoso. «Harper, llámame Ted. ¡Eres impresionante! Veo que mi hijo ha heredado el buen gusto por las mujeres de su padre». (Sí, ya lo sé, vomitivo.) La siguiente vez que lo vi fue en nuestra boda, y en ese momento estaba demasiado ocupada como para prestarle atención. La última vez que estuve con él fue durante un picnic del día del Trabajador en su magnífica y hortera mansión de Westchester County, donde me invitó a dar un paseo a caballo con él (por lo visto en el pasado había sido suplente del equipo hípico olímpico) y me dijo que tenía un trasero muy bonito. (Sí, de nuevo vomitivo.)
Lo cierto era que detesté a ese hombre desde el primer momento. No solo por su capacidad de adorar a su hijastro y a su hijo pequeño, ignorando por completo a Nick, sino por la forma que tenía de hablar o de preguntar cosas que revelaban lo poco que conocía a su primogénito. Fingió recordar los días en los que Nick jugaba al fútbol, cuando en realidad jugó al béisbol. Habló de lo orgulloso que estaba de que Nick hubiera ido a la Universidad de Connecticut, cuando había ido a la de Massachusetts, e incluso llegó a mencionar su viaje de pesca a Maine, como si alguna vez hubiera llevado a Nick a algún sitio (en realidad fue Jason el que le acompañó en aquella escapada).
Por inexplicable que pareciera, Nick no guardaba ningún rencor a su padre, sino que siempre lo miraba esperanzado, en busca de algo más que una palmadita en la espalda o un mero: «Hola, muchacho, ¿cómo te va?». Pero fuera lo que fuese que Nick esperaba, nunca llegó. Al menos durante el tiempo que estuvimos juntos.
Y ahora con su enfermedad, nunca lo haría.
Dejé atrás mis cavilaciones y me di cuenta de que Nick me estaba mirando.
Vaya. Sostenía su mano sobre las mías y me estaba acariciando los nudillos con los pulgares. Aparté las manos de inmediato y le di un manotazo. Después tomé un sorbo de mi cóctel y anoté mentalmente: «No tocar jamás a Nick». Sentía un hormigueo inquietante y tengo que admitir que no por culpa del alcohol precisamente.
—¿De modo que una abogada especializada en divorcios? —Sus manos volvieron a entretenerse con la servilleta, creando una pequeña estructura. Esa era la marca de la casa de Nick. Paquetes de azúcar, palillos de dientes, cartones de leche... todo lo que caía en su poder se terminaba convirtiendo en un edificio. No podía evitarlo.
—Efectivamente —contesté con frialdad. Dios sabía que había oído todos los chistes habidos y por haber sobre mi profesión.
—¿Y por qué esa especialidad?
—Bueno, como seguro que recuerdas, Nick, divorciarte de alguien a quien has amado puede resultar muy difícil y es fácil que termines cometiendo un error. De modo que ayudo a la gente a que pase de la mejor manera posible esos momentos tan amargos y a que obtengan el resultado más ventajoso.
Nick enarcó una ceja.
—¿Qué? —pregunté a la defensiva.
—Nada. Solamente estaba pensando que es un trabajo que... te pega.
—Sé que debo tomármelo como un insulto, pero no lo has conseguido. Ayudo a la gente a que sus corazones acepten lo que sus cabezas ya saben. —Por alguna razón mi lema sonaba vacío esa noche.
—Caramba. ¡Menuda frase! —La servilleta se había convertido en una diminuta casa con tejado y puerta plegable. Nick la dejó a un lado y cambió de posición en la silla, asegurándose de tener vistas al lago.
—No es solo una frase, Nick —suspiré—. Si nosotros hubiéramos hecho caso de eso, quizá hubiésemos podido evitar el desastre.
—¿Así es como recuerdas lo nuestro? ¿Como un desastre? —Sus ojos de gitano echaban chispas.
—Bueno —contesté pensativa—, en este momento, sentada en este lugar tan magnífico y volviendo a hablar contigo después de tantos años... sí. Desastre es una palabra que lo resume perfectamente.
—Y yo que te seguía recordando como la mujer a la que más he querido en toda mi vida.
Las palabras, que iban dirigidas a hacer un placaje en toda regla, tuvieron el efecto buscado y se me encogió el corazón. «No seas tan ingenuo», dije a mi pobre órgano, «Nick no está intentando que te ablandes... lo ha dicho como una acusación».
Me recosté sobre la silla y asentí ligeramente.
—Su Señoría, me gustaría que constara en acta la elección del tiempo verbal en pasado. Dicho esto, si hacemos una recapitulación de los hechos, debería ver que aquí el ex marido estuvo prácticamente invisible durante el breve tiempo que duro nuestro infeliz matrimonio.
—¿Y de quién fue la culpa? —Su voz era engañosamente suave.
Aquello no nos llevaba a ninguna parte, sino todo lo contrario. Podía hacer fracasar las negociaciones.
—Dejemos las cosas tal y como están, Nick. Es agua pasada, ¿de acuerdo?
—Pues yo no la siento tan pasada.
Tomé otro sorbo de Cosmopolitan para disimular el escalofrío que me recorrió, pero él se dio cuenta.
—¿Tienes frío? —preguntó, quitándose la americana y ofreciéndomela al instante—. Sé que tu corazón es un témpano de hielo, pero habrá que velar por el resto de tu cuerpo.
—No, estoy bien.
Nos miramos a los ojos durante un minuto; los doce años pasados formaban una barrera insondable entre nosotros. Fui la primera en parpadear.
—Nick, no nos peleemos, ¿de acuerdo? Estamos aquí para hablar de nuestros hermanos, ¿verdad? —Al ver que asentía, continúe—: Tú y yo... es obvio que sufrimos por tomar una decisión equivocada. Éramos demasiado jóvenes y alocados, no sabíamos a lo que nos podíamos enfrentar, y blablablá. —Me miró de una forma indescifrable—. Pero ahí es exactamente donde quiero llegar. Aunque Willa y Christopher son mayores que nosotros en esa época, básicamente siguen siendo unos críos. Por lo menos Willa. Por cierto, ¿a qué se dedica Christopher?
—Es... —Hizo una pausa—. Trabaja para mí de vez en cuando. Fundamentalmente para mis subcontratistas. Acabados de carpintería, molduras, cosas de esas...
Mi instinto de abogada me dijo que había más.
—¿Y cuándo no está contigo, qué hace?
Hizo una pequeña mueca. «Aquí viene», pensé.
—Es... Es inventor.
Asentí con cara de «ya lo sabía yo».
—¿Inventor? ¿Y ha inventado algo bueno? Y por bueno me estoy imaginando algo en plan Google, por poner un ejemplo.
Nick suspiró.
—Bueno, tiene la patente de un par de cosas—. Vaciló durante un segundo—. El pulgarete.
—¿Y para qué sirve? —pregunté. Mi Cosmopolitan había volado. Lo que era una pena, pues tenía la sensación de que iba a necesitar un buen trago de alcohol después de aquello.
—El pulgarete es una punta de plástico que se pone en el pulgar.
—¿Para qué?
—Para quitar toda la suciedad que no se puede limpiar con un estropajo o una bayeta.
Me quedé en silencio un segundo.
—No puedes estar hablando en serio, ¿verdad, Nick?
Volvió a suspirar.
—Chris dice que uno siempre termina usando el pulgar para... Está bien, es una estupidez. Pero puede que no tanto como la «súper bayeta».
—¿La súper qué?
—No importa. Al menos lo está intentando.
Inspiré profunda y prolongadamente.
—¿Y se supone que Willa, después de haber dejado la escuela de maquillaje y estética, un curso de asistente legal y un programa de tallista, va a ser el principal sostén de esa familia?
Nick se frotó la frente.
—No lo sé, Harper. Pero no nos corresponde a nosotros decidirlo. ¿No puedes tener un poco de fe en ellos? ¿Dejarles que cometan sus propios errores, que encuentren su camino y confiar en que realmente se quieren?
Resoplé.
—Sí. Aunque también, y solo estoy expresando un pensamiento en voz alta, podríamos considerar los hechos y ejercer un poco de presión para que nuestros hermanos no terminaran en el mismo lío en que un día nos metimos nosotros.
—Un matrimonio es mucho más que unos hechos.
—Ignorar los hechos es la razón por la que tengo un trabajo, Nick.
—Bueno, ¿sabes qué? —dijo con tono cortante—. Creo que serán muy felices juntos.
—Ah. ¿Entonces cuento contigo para pagar los honorarios del abogado de Christopher cuando se divorcien?
Me miró entrecerrando los ojos.
—Caramba. Me había olvidado de lo atrofiada que estabas en el plano emocional.
—Por favor, detente. Vas a hacer que me sonroje. —Lo dije de forma calmada, aunque podía sentir cómo mi corazón empezaba a erigir las defensas, preparándose para la batalla—. No estoy atrofiada emocionalmente, Nick, querido. Soy realista.
—Tú lo llamas realismo, pero yo creo que atrofia lo define mejor. Sí, mucho mejor. —Me guiñó un ojo y se recostó en su asiento.
—Muy bien, voy a decirte una cosa, guapo —indiqué con suavidad, inclinándome hacia delante con una pequeña sonrisa en los labios y bajando la voz. Sus ojos fueron hacia mi escote (¡te pillé, bobo!), pero en cuanto se dio cuenta volvió a mirarme a la cara al instante—. Por lo menos nadie ha vuelto a pisotear mi corazón desde que nos separamos.
Nick ladeó la cabeza y sonrió.
—No sabía que tenías un corazón, encanto.
Oh, era un auténtico grano en el trasero. Puede que tuviera cara de estar pasándomelo bien —o eso esperaba—, pero por dentro estaba que hervía de rabia. Siempre me había pasado lo mismo con Nick, me ponía de cero a mil en un nanosegundo. De modo que antes de cometer alguna estupidez, como darle una patada en la entrepierna, me puse de pie, dispuesta a marcharme.
—Bien. Esta charla ha sido tan productiva como me imaginaba. Pero para que quede claro, Nick, sí que tengo un corazón; uno que tú destrozaste y que al final he conseguido reparar. Encantada de volver a verte. Que pases buena noche.
—Un momento, Harper —exigió, poniéndose también de pie—. ¿Que yo te destrocé el corazón? ¿Lo ves? Ya estamos como siempre. Sigues negándote a reconocer tus errores.
—Y tú sigues negándote a aceptar que también tuviste parte de culpa. —Dije con rapidez y muy enfadada.
Se metió las manos en los bolsillos.
—Nunca admitirás que te equivocaste, eso es lo malo.
—Pero es que no estaba equivocada —espeté—. Éramos demasiado jóvenes, no estábamos preparados para jugar a ser adultos, y por muy sorprendente que te parezca, el amor, o como quieras llamarlo, no fue suficiente, ¿o no? Yo tenía razón y eso es lo que te saca de tus casillas.
Dicho aquello, me di la vuelta y me fui antes de que se percatara de que me temblaban las manos.
De acuerdo. No había conseguido nada con aquella charla. Debería haberlo sabido. Si solo hubiera seguido mi propio consejo de no quedarme a solas con mi ex...
Una vez en el vestíbulo me encontré un chupete en el suelo. Perfecto. Aquí estaba mi buena obra del día. ¡Toma nota, padre Bruce! Lo recogí, divisé a una madre y a un bebé que había cerca y fui hacia ellos.
—¿Es esto vuestro? —dije con toda dulzura, esperando que Nick estuviera mirando.
—Oh, gracias —canturreó la madre—. Destiny nunca se dormiría sin él.
—De nada —susurré—. Tienes una niña preciosa. —Alcé la mano para acariciar la cabecita del bebé, pero entonces me acordé de lo blanda que tenían esa zona y la retiré de inmediato. Esbocé una sonrisa forzada y volví a salir fuera, a tomar un poco de aquel aire frío que parecía calmar el espíritu.
Pero ¿por dónde se suponía que podía caminar en un lugar como aquel, dejado de la mano de Dios? Anduve un rato por la carretera, alejándome de las luces del hotel y de los murmullos de los huéspedes, y respirando poco a poco, con la esperanza de aflojar la presión que sentía en el corazón.
A pocos metros de distancia encontré una roca con una superficie relativamente plana. Perfecto. Me acerqué de puntillas —no era fácil andar con tacones por allí— y me senté en ella. Me ajusté la falda, inspiré tres veces más y saqué el teléfono móvil. Gracias a Dios, había cobertura.
Marqué el número de teléfono y el destinatario de mi llamada contestó al primer tono.
—Padre Bruce al habla.
—Padre, soy Harper.
—¡Ah! ¿Cómo va todo?
—Fatal. —Tragué saliva.
—Continúa, hija mía.
—Le encanta decir eso, ¿verdad?
—Mucho —admitió él—. Pero, continúa hija mía.
—He hablado con mi hermana, pero no quiere escucharme. Lo único que le digo es que espere un poco más. Eso es todo. Para estar segura. No quiero que termine como... —Se me quebró la voz.
—¿Cómo tú?
Cuando logré contestar, lo hice en poco más que un susurro.
—Sí.
El sacerdote no dijo nada durante un minuto o dos.
—A ti no te va tan mal, querida.
—¿Le parezco una persona emocionalmente atrofiada?
Él se rió.
—Bueno, nunca te he visto de ese modo. Yo diría más bien «cautelosa».
—¿Lo ve? Yo creo que soy realista. Y también creo que deberían fijar por ley alguna especie de prácticas o entrenamiento prematrimonial. Los católicos lo tienen, ¿no?
—Lo llamamos cursos prematrimoniales —confirmó él.
—Porque ahí está el problema. Nadie se para a pensar un poco las cosas, simplemente asumen: «Oh, estamos enamorados, todo es de color de rosa, vayamos a Las Vegas o a Montana o a cualquier otro sitio y casémonos. Ya lidiaremos con la realidad más tarde», y de pronto, ¡pum!, se plantan en mi despacho, con el corazón roto y... atrofiados emocionalmente. —Volví a tragar saliva.
—Tienes razón —repuso el cura, paciente—. Mucha razón. Pero ¿y si tu hermana no acaba divorciándose? ¿Y si ambos lo consiguen y terminan viviendo una larga y feliz vida juntos?
—Las probabilidades están en su contra, padre.
—No, querida. Las probabilidades juegan a su favor. Puede que uno de cada tres matrimonios termine en divorcio, pero eso significa que dos no lo hacen.
—¿Ha leído las estadísticas de cuántos matrimonios duran cuando los novios solo se conocen desde hace un mes? Me apuesto que en ese caso los divorcios aumentan considerablemente.
—Estoy intentando tranquilizarte, Harper. Pero no me lo estás poniendo nada fácil.
—Oh. Gracias. Lo siento.
Otro silencio.
—¿Has visto ya a tu ex marido?
—Sí.
—¿Y qué tal ha ido?
—Peor imposible, padre.
—Siento oír eso.
Miré mi reloj e hice los cálculos horarios.
—Esta noche tiene bingo, ¿no?
—Sí.
—Pues entonces le dejo. Gracias por escucharme.
—Es a lo que me dedico. Llámame mañana, ¿de acuerdo? Quiero que me cuentes cómo está yendo todo.
—No se preocupe, padre. Estaré bien. Que se divierta. Espero que gane un buen pellizco.
Guardé el teléfono y solté un suspiro. A continuación me tumbé sobre la roca, usando el bolso como almohada.
En ese momento no me hubiera venido mal llorar. Las personas normales lloraban, y después se sentían mucho mejor. Pero lo mío no era llorar; aunque tampoco resultaba tan raro si por lo visto tenía atrofiada mi parte emocional. Además, si lloraba, no podría ver todas esas estrellas que había sobre mí. Y vaya si valía la pena verlas. La Vía Láctea en todo su esplendor, sobre un cielo de un tono púrpura oscuro. Hasta pude contemplar una estrella fugaz, que llegó tan pronto como desapareció.
Quizá fuera buena idea venirme a vivir aquí y convertirme en cocinera en algún rancho o algo por el estilo... aunque cocinar no se me daba muy bien. Bueno, también podía seguir dedicándome a lo mismo... y llevar el divorcio de las veintinueve personas que vivían en Montana. Estaba claro que si quería huir de mi actual vida, necesitaría de algunas habilidades más aparte de entender de leyes. Puede que me convirtiera en una cowboy y cabalgara por las extensas praderas con la única compañía del ganado y mi fiel caballo, al que llamaría Seabiscuit en honor a su famoso tocayo.
Sí, escapar tenía cierto atractivo... eso seguro. En momentos como este casi podía entender a las personas que lo hacían. En mi caso además, Dennis encontraría a otra mujer en cuestión de horas. No me hacía ninguna ilusión con respecto a ese asunto. Él me amaba, sí, pero era un hombre. Puede que al principio me echara de menos, pero terminaría encontrando a otra, y más rápido de lo normal. Una tenía que ser ciega para no darse cuenta de la forma en que muchas féminas se abalanzaban sobre él.
En cuanto a BeverLee y mi padre, no me echarían mucho de menos. Kim puede que sí, pero pronto se haría amiga de cualquiera que se mudara a mi casa, igual que hizo conmigo. Willa me llamaría de vez en cuando y me hablaría de sus cosas con su característico tono alegre y dicharachero. El padre Bruce encontraría otras almas que salvar y mis compañeros de trabajo me reemplazarían sin problema, hablando de mí alguna que otra vez cuando les llegara una polvorienta postal desde algún lugar de Montana.
El cielo se transformó en una enorme manta suave, reconfortante e indescriptiblemente hermosa. En algún lugar —esperaba que muy lejos— un lobo aulló. El viento azotó las enormes extensiones de hierba y la noche suspiró de placer.
Seguro que Dennis ya estaba dormido, ya que en cuanto caía en posición horizontal se quedaba inconsciente en cuestión de segundos. Willa y Christopher estarían abrazándose y mirándose con mutua adoración. Y BeverLee y mi padre... mejor no pensarlo.
Por lo que respectaba a Nick, no quería volver a pensar en él nunca más.
¿Qué estaría haciendo mi madre esta noche? A veces me preguntaba si podía percibir que estaba pensando en ella, si sentía algún cosquilleo o alguna sensación que le llegara al corazón, al cerebro o al útero.
Lo más probable era que no. Al fin y al cabo me abandonó el día que cumplí trece años. Y desde entonces no había vuelto a oír su voz. Sabía que no estaba muerta, y aunque en ese instante nos separaban más de mil kilómetros, estaba mucho más cerca de ella de lo que lo había estado en décadas.
Para lo que me servía.
Sin embargo, bajo aquel cielo aterciopelado, y con el corazón sangrando por haber vuelto ver a Nick, me resultó muy difícil no querer tener a mi madre junto a mí.