Capítulo 11
NICK y yo teníamos pensado cruzar el país en nuestra luna de miel. La idea era ir en avión hasta California y regresar conduciendo. Ninguno de los dos había viajado mucho, pero íbamos a ponerle remedio a esa falta con ese gran viaje cuando cumpliéramos nuestro primer año de casados. Obviamente, nunca llegamos a hacerlo.
Nuestra boda fue... bueno, ya sabéis cómo son las bodas. Más o menos como todas. Un día muy bonito.
Mentira. Fue horrible. Estuve en un constante tira y afloja; lo mismo me asaltaban las dudas, que intentaba convencerme de que aquello era lo correcto. «¿Qué diablos estamos haciendo? No pasa nada. Te ama. Es un hombre estupendo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Somos demasiado jóvenes. No te preocupes, está muy enamorado de ti. ¿Por qué no estoy en la Facultad de Derecho? ¿Por qué estoy organizando mi vida en torno a un hombre? Tranquila, Nick te quiere. Todo va a salir bien. ¿Qué narices estoy haciendo?»
Cuando acepté la proposición de matrimonio de Nick en el puente de Brooklyn, no me imaginé que nos casaríamos tan pronto. Supuse que iría a la Facultad de Derecho de Georgetown, y que después de un tiempo prudencial, contraeríamos matrimonio. No tenía ningún inconveniente en seguir con una relación a distancia; al fin y al cabo era lo que habíamos tenido ese último año y no nos había ido mal. Pero Nick empezó a insistir. ¿Por qué estar separados cuando podíamos vivir juntos? Si me habían admitido en Georgetown no tendría ningún problema en entrar en Columbia o en la Universidad de Nueva York. Nos queríamos. Estábamos fenomenal juntos. Lo mejor era casarnos. No teníamos por qué esperar.
Nick podía ser muy convincente. Y persistente. Y yo le amaba.
Así que el primer día de verano, un mes después de terminar las clases, estaba a punto de casarme y sudando la gota gorda por las dudas. Me pasé toda la mañana, mientras colocábamos las sillas y las mesas en el jardín de mi padre, esperando a que Nick se arrepintiera y se diera cuenta de que éramos demasiado jóvenes e inmaduros como para jugar a eso de ser marido y mujer. Esperando a tener el coraje suficiente para cancelarlo todo. Esperando a que mi padre me dijera que estaba cometiendo un error.
Y también esperé a mi madre.
Ella también lo había dejado todo por un hombre. Mi madre era una muchacha de California que, a los veintiún años, vino de visita a Martha’s Vineyard y conoció a mi padre, un hombre curtido, varonil, y siete años mayor que ella. Por lo visto, mi madre había ido a Boston a hacer un desfile de modelos y ella y sus compañeras decidieron hacer una escapada a la isla, donde mi padre estaba arreglando el tejado de la casa que alquilaron. Aquel trabajador alto, atractivo y callado la cautivó y le invitó a una fiesta que hicieron en la playa. A la semana siguiente, cuando sus amigas dejaron el Viñedo, ella decidió quedarse. Un mes más tarde, se quedó embarazada y... voilà, así surgió mi familia.
El día de mi boda, mi madre llevaba desaparecida ocho años. En todo ese tiempo solo recibí cuatro postales, y todas ellas durante el primer año y medio después de que nos dejara. Todas eran muy similares. La primera decía: «Florida es muy húmeda y calurosa y está llena de naranjos y de bichos enormes. ¡Espero que sigas sacando buenas notas!». La segunda llegó desde Arizona: «Aquí sí que hace calor. ¡Deberías ver cómo riegan los jardines! ¿Es que no se dan cuenta de que viven en pleno desierto?». La tercera, de San Luis (el arco, el estadio de béisbol) y la cuarta de Colorado (el Festival Bluegrass, las Montañas Rocosas...). En ninguna de ellas venía el remite y en todas firmó como Linda, nunca como «mamá».
Supongo que la odiaba, pero también la echaba muchísimo de menos.
En realidad no había ninguna razón de peso para esperar que se presentara, pero como se había anunciado nuestro compromiso en el periódico local y Martha’s Vineyard era una comunidad relativamente pequeña, creí que si seguía manteniendo el contacto con alguien, tal vez se hubiera enterado de que su única hija iba a casarse ese día. De modo que no era tan imposible que se dejara caer por allí, solo muy improbable. Aún así, cada vez que oía la sirena del ferry, la velocidad de mi ritmo cardíaco se triplicaba.
Como era de esperar, al final no vino. Y aunque aquello era lo más lógico, me destrozó por dentro. No tenía ni idea de cómo hubiera reaccionado si la hubiera visto entrar por la puerta después de todos esos años, pero no dejé de imaginarme en todo momento que aparecería, y cómo todos nos alegraríamos sobremanera de volver a verla (era una fantasía, claro está) y pospondríamos la boda indefinidamente para celebrar la llegada del hijo pródigo (más bien la madre).
Entonces vi a Nick sonriéndome y me sentí tremendamente culpable, porque en el fondo estaba muy enamorada de él. Pero por mucho que quisiera tener buenas vibraciones con el que se suponía debía ser uno de los acontecimientos más felices de mi vida, no las tenía. Estaba aterrorizada. Sentía como si estuviera andando tranquilamente por la calle y de pronto me viera engullida por un enorme socavón. Desde el momento en que se arrodilló delante de mí en el puente de Brooklyn, había estado luchando por no caer dentro de ese inmenso precipicio.
A pesar de mis temores, cuando llegó la hora señalada, allí estaba yo, con un vestido de tubo blanco, unos zapatos de tacón que hacían un daño tremendo y el pelo suelto, porque sabía que a Nick le encantaba que lo llevara así. BeverLee intentó desempeñar el papel de perfecta madre de la novia, echándome laca cada vez que pasaba por su lado, arreglándome las flores y el vestido... Si mi madre hubiera estado allí —si nunca se hubiera ido—, nos hubiéramos pintado las uñas a juego, como hicimos cuando era pequeña, habría llevado un vestido de seda azul claro, no el de poliéster naranja que escogió Bev, y me habría tranquilizado diciendo que casarse joven fue la mejor decisión que tomó en su vida y que Nick y yo seríamos como ella y mi padre.
En vez de eso tuve a BeverLee, cotorreando constantemente y obligándome a comer un pedazo de la tarta nupcial. Aunque sabía que lo hacía con las mejores intenciones, me habría encantado haberle cosido la boca para que dejara de decirme «cariño, estás más bonita que una puesta de sol». ¿Cómo podía estar casándome sin mi madre? Es más, ¿cómo podía estar casándome siquiera? ¿Por qué había dejado que las cosas llegaran tan lejos?
A nadie pareció preocuparle aquello. Mi padre se limitó a decirme que Nick era «un buen muchacho» y que todo iría bien. El padre de Nick fue tan encantador y banal como siempre —y también ejerció de padrino—, Jason, que se había dejado el pelo largo, estilo Tom Cruise en Entrevista con el vampiro, terminó emborrachándose y Christopher, que por esa época estaba en el instituto, se dedicó a flirtear con Willa, a la que no volvería a ver durante trece años.
Y mientras caminé hacia el altar, del brazo de mi padre, esa pequeña voz interior no dejó de susurrarme furiosa: «No tienes por qué hacerlo. Esta boda lleva escrita la palabra desastre por todas partes». Nick me miró solemnemente, como si intentara adivinar qué era lo que estaba pensando. Recitó sus votos en tono serio, con sus oscuros ojos clavados en mí, e incluso entonces aquellas palabras me resultaron un tanto ingenuas. ¿De verdad alguien creía que significaban algo? Mis padres se habían dicho lo mismo y mira cómo habían terminado, los padres de Nick también se habían jurado amor eterno. ¿Quiénes éramos Nick y yo para creer que nuestros votos durarían más que los escasos segundos que tardamos en pronunciarlos?
Pero entonces llegó mi turno, «Yo, Harper, te tomo a ti, Nick, como esposo...», y de pronto se me humedecieron los ojos, mi voz se volvió ronca y quise creer con todo mi corazón que aquellas palabras eran ciertas. «Para amarte y respetarte...» Podíamos hacerlo. Podíamos convertirnos en la pareja de ancianos que seguían paseando de la mano, «... todos los días de mi vida». Miré a Nick y a sus ojos de gitano y tuve fe.
Después de la boda, pasamos unos días en una de las enormes casas coloniales de la calle North Water de Edgartown. Pertenecía, como todas las de ese estilo, a un multimillonario que venía a pasar algunas temporadas a la isla, al que mi padre solía hacerle algunos trabajos. Como no tenía previsto venir a Martha’s Vineyard hasta el 4 de julio, nos la ofreció desinteresadamente para que pasáramos nuestra breve luna de miel. De ese modo, durante unos días, Nick y yo jugamos a hacer de marido y mujer, bebimos vino en el amplio porche y planeamos el fabuloso viaje que haríamos por carretera al verano siguiente; nuestro auténtico viaje de novios, lo llamamos. Hicimos el amor en una habitación con vistas al faro, nos abrazamos y vimos películas juntos, y durante esos cinco días creí en los finales felices. Creí que Nick y yo tendríamos una casa llena de niños, una vida juntos y que terminaríamos nuestros días el uno al lado del otro. Incluso pensé que tal vez había sido una estúpida por tener tantas dudas al respecto. Pero no lo fui.
El sexto día después nuestra boda nos fuimos a vivir a Manhattan, a un diminuto apartamento en el barrio industrial de Tribeca, y todo cambió. Nick regresó a su trabajo; un empleo al que tenía que dedicarle muchas horas. Su ambición no tenía límites y la que tuvo que quedarse en casa sola fui yo.
Claro que era consciente de que tenía que trabajar duro para impresionar a sus jefes y despuntar entre aquella manada de arquitectos jóvenes y ávidos de éxito. No eran las horas en soledad, aunque eso tampoco ayudó mucho, sino que Nick tenía un plan. Y el plan consistía en: graduarse el primero de su promoción (conseguido), encontrar un trabajo en un estudio de prestigio (conseguido), casarse (conseguido)... y una vez que marcó la casilla que había al lado de mi nombre, simplemente se olvidó de mí.
Como se me pasó la fecha límite de inscripción en las Facultades de Derecho de Nueva York, tenía todo un año por delante en el que no sabía muy bien qué hacer. Nuestra idea era —en realidad era la idea de Nick—, que enviara solicitudes a las universidades de Fordham, Columbia y Nueva York, convirtiera nuestro apartamento en un hogar y me enamorara de la ciudad. No hacía falta que trabajara, él ya ganaba lo suficiente para pagar todas nuestras facturas. Por desgracia, Tribeca era un barrio prácticamente fantasma en esa época, una zona en la que no podías comprar ni un mísero periódico durante los fines de semana, donde no parecía vivir nadie, donde el ruido de los vehículos que pasaban por la autopista West Side era interminable y el sonido del metro me despertaba por la noche.
Intenté hacer de él un lugar acogedor, pero no había nacido para ser ama de casa. Pinté el cuarto de baño, limpié los suelos hasta dejarlos brillantes, puse cojines en el sofá... pero no conseguí darle ese toque hogareño. Y aunque al principio preparaba la cena todos los días, estirando el dinero que Nick ganaba lo mejor que podía, él rara vez se presentaba en casa antes de las nueve o las diez.
Todos los esfuerzos que hizo por cortejarme, por acceder a que me casara con él —porque sí, sabía que era una mujer bastante arisca—, todas las cosas que había hecho para que me sintiera querida, deseada y a salvo, se esfumaron tan pronto como pisamos la Gran Manzana. Y de pronto me vi casada con un hombre al que apenas reconocía.
Estaba sola en una ciudad que no conocía y que, para ser honestos, tampoco me gustaba. Era ruidosa, sucia y húmeda. Por la noche tenía que lavarme la cara dos veces y aplicarme tónico en la piel para sentir que volvía a tenerla limpia. Nuestro apartamento olía a repollo, gracias a Ivan, el huraño ruso que vivía una planta por debajo de nosotros, que se pasaba todo el día escuchando telenovelas a todo volumen, que no salía casi nunca del edificio y que siempre parecía estar al acecho, sin camisa, plantado en la puerta de su casa, cada vez que bajaba las escaleras. Los camiones de basura pasaban a las cuatro de la mañana, haciendo un ruido infernal, y el perro de algún vecino se tiraba toda la noche ladrando. Para llegar a Central Park tenías que hacer un viaje interminable en metro, y Baterry Park, mucho más cerca, por aquel entonces estaba sucio y lleno de drogadictos y vagabundos durmiendo en sus bancos; un espectáculo que me encogía las entrañas.
Tenía dos amigas de la Universidad de Amherst allí; una en la Facultad de Derecho y otra trabajando en el mundo editorial, pero ambas estaban demasiado ocupadas viviendo sus glamurosas y excitantes vidas. Que yo me casara tan pronto las dejó desconcertadas. «¿Qué se siente», solían preguntarme; yo siempre ofrecía una respuesta ambigua y positiva, aunque en realidad la idea que tenía del matrimonio en ese momento era bastante negativa.
Nick se marchaba a trabajar veinte minutos después de levantarse, sobre las seis de la mañana. Si llegaba a casa antes de las diez, se quedaba hablando unos quince minutos conmigo y luego desaparecía con una sonrisa y una disculpa detrás de la pantalla del ordenador. Muchas noches no llegaba a casa hasta pasadas las once, yo ya estaba dormida y me daba cuenta de que había llegado cuando me daba la vuelta en la cama y lo notaba durmiendo a mi lado. En cinco meses que llevábamos casados, no se tomó ni un mísero fin de semana libre, sino que fue a trabajar todos los sábados y casi todos los domingos.
Llevando ese ritmo, pronto se hizo indispensable en el estudio. Su jefe, Bruce MacMillan, alias Big Mac, estaba encantado con el ingenio y la ética de trabajo de Nick, así que le invitó a participar en las cenas con clientes y en las reuniones con los arquitectos más experimentados, para que aprendiera de ellos y formara parte activa en los distintos proyectos. A Nick se le veía feliz.
Intenté ser una buena esposa, luché con todas mis fuerzas por no mostrarme resentida ni parecer egoísta, pues sabía que era una inversión para nuestro futuro. Pero no podía dejar de sentir que aquel era el futuro de Nick, aquel que siempre se había imaginado, y en el que no tenía cabida otra persona... o eso parecía. No formaba parte de su mundo y él no necesitaba ningún consejo sobre cómo tratar con las personas o cómo hacer su trabajo. Lo único que quería era sentirme incluida; sin embargo, conforme pasaban las semanas, tenía la sensación de estar más excluida que nunca. Era como si él ya hubiera cumplido su objetivo de casarse y tuviera que pasar a la siguiente fase de su lista, relegándome al olvido.
Lo intenté, de verdad que lo hice. Quise conocer todos los barrios de la ciudad y entender el descomunal sistema de paradas de metro. Me pasaba todo el día recogiendo anécdotas que compartir con Nick, pero al final terminaba enfadándome por no poder contárselas. Me apunté como voluntaria en la biblioteca pública, pero solo estaba allí unas pocas horas a la semana. Nueva York me aterrorizaba. Todo el mundo parecía tan... seguro de sí mismo. Tenían tan claro quiénes eran y adónde querían llegar. Cuando le conté a Nick cómo me sentía una mañana en la que se estaba afeitando a toda prisa, se quedó desconcertado.
—No sé, cariño —dijo—. Intenta pasártelo bien, no lo analices todo. Estás en la ciudad más maravillosa del planeta. Sal y diviértete. Vaya, ¿ya es la hora? Lo siento, cielo, tengo que irme. Tenemos una reunión con los clientes de Londres.
Y eso fue lo que hice, salir, aunque solo fuera para complacer al neoyorquino con el que me había casado. Pero Nick se conocía todos los barrios de la ciudad y era como una especie de grano en el culo, así que cada vez que le contaba lo que me había pasado (en las raras ocasiones en las que podíamos hablar), mis historias parecían aburrirle.
«En realidad estabas en Brooklyn Heights, cariño. Cobble Hill está un poco más para allá.» «Sí, claro que he estado en Governor’s Island.» «Sé exactamente dónde estabas.» «Por supuesto que he estado en el Empire State Building. Un millón de veces.» Entonces me sonreía como si fuera una niña pequeña y volvía a prestar atención a su ordenador.
Creo que las cosas tomaron un giro irreversible a los tres meses de casarnos. Cuando le confesé a Nick lo sola que me sentía y me sugirió que tuviéramos un hijo.
Le miré durante un buen rato.
—¿Acaso te has vuelto loco? —le dije al ver que hablaba en serio.
Nick alzó la cabeza al instante.
—¿Qué?
—Nick, ¡apenas te veo! ¿Quieres que tengamos un hijo? ¿Para que los dos nos quedemos aquí atrapados mientras tú te dedicas a trabajar dieciocho horas al día? ¿Para que puedas vivir sin hacernos ni caso ni al niño ni a mí? ¡Ni lo sueñes!
—Tú eres la única que se queja de estar sola, Harper —indicó.
—Y no estaría sola si pasaras más tiempo conmigo, Nick. —Tenía la garganta como si acabaran de atravesármela con un cuchillo y los ojos me escocían por las lágrimas acumuladas y no derramadas.
—Harper, cariño, tengo que trabajar.
—¿Tienes que trabajar tanto? ¿No puedes venir a casa a cenar? ¿No puedes tomarte un fin de semana libre, Nick? ¿Nunca?
Fue una de nuestras peleas más acaloradas. Me odié por necesitarlo tanto y le odié por no entenderlo. Creo que mi reacción le asustó un poco y yo me di cuenta de que no estábamos en la misma página, ni siquiera en el mismo libro. Él prometió esforzarse más y me dijo que se tomaría libre el siguiente fin de semana. Los dos días. Iríamos a comer al parque, y puede que también nos pasáramos por el Museo Metropolitano o el Cooper Hewitt.
El viernes, sin embargo, cuando llegó de trabajar, las noticias no fueron las esperadas.
—Tengo que trabajar mañana. Solo una hora o dos. Lo siento mucho. Estaré de vuelta como muy tarde a las once.
Echando la vista atrás tengo que admitir que en ese momento supe que no cumpliría su promesa, pero quise tener bastante munición en la recámara y preparé un picnic muy elaborado. Pollo al curry, ensalada de pepino, pan recién horneado de una panadería que había en la zona, galletas de avena y una botella de vino. A las doce y cuarto todavía no había llegado a casa. A la una, tampoco. A las dos y veinticuatro me llamó: «Llegaré un poco más tarde», me dijo, «solo me queda terminar una cosa de nada y enseguida estoy en casa».
Se presentó a las cinco y treinta y siete minutos, con un ramo de margaritas en la mano.
—No me montes un número, cariño —comenzó de la forma menos apropiada posible—. Big Mac me necesitaba. Por lo visto a Jed se le olvidó por completo pedir las licencias de...
Agarré un trozo de pollo y se lo tiré a la cara.
—Aquí tienes lo que he preparado para comer. Espero que pilles la salmonela y te pases los próximos cuatro días sin parar de vomitar.
Nick se quitó un pedazo de pollo de la mejilla y se lo llevó a la boca.
—Está muy rico —comentó, enarcando una ceja.
Y eso fue todo.
Me fui al dormitorio, cerré la puerta de un portazo y me tiré en la cama, tapándome la cabeza con los brazos.
A los pocos segundos apareció en la habitación (no teníamos pestillos en las puertas), se limpió el pollo con exagerada paciencia, tiró la toalla al cesto de la ropa sucia se tumbó a mi lado y me abrazó. No se disculpó, sino que me besó el cuello y me dijo que me amaba. Me pidió que tuviera paciencia, que todo aquello era temporal. Que no volvería a suceder. Que todo iría bien. Después me dio la vuelta de modo que mi rostro quedó escondido en su hermoso cuello y pude sentir su pulso y deleitarme con su olor. Funcionó, y me dejé llevar.
—Odio estar aquí, Nick —susurré contra su piel—. Nunca te veo. Me siento como... como si fuera un apéndice.
—¿Un apéndice? —preguntó, separándose unos centímetros para poder mirarme.
Tragué saliva.
—Sí. Estoy aquí pero tú no pareces necesitarme. Podrías extirparme de tu vida y no pasaría nada. —Lo dije casi en un susurro, porque me resultaba muy duro admitirlo en voz alta.
Me miró durante un buen rato, con ojos inescrutables. Esperaba que me comprendiera, que recordara que me había quedado traumatizada por el abandono de mi madre, que la única persona que se suponía tenía que quererme más que a nada en el mundo me había dejado sin mirar atrás. Esperé que se diera cuenta de que necesitaba ser algo más que un objetivo en su lista, que me dijera que no era ningún apéndice... que era su corazón y que no podía vivir sin mí.
—Puede que te conviniera encontrar un trabajo, cariño —terminó diciendo entonces.
Aquello fue el principio del fin.
—¿Un trabajo?
—Sí. Pasas demasiado tiempo sola, y aunque odie admitirlo, en este momento no puedo bajar el ritmo en el estudio. Si consigues un empleo, tal vez hagas amigos y así tendrás más cosas que hacer. Un poco de dinero extra nos vendría muy bien, para qué negarlo. Y siempre puedes dejarlo cuando reanudes tus estudios.
Él había querido que nos casáramos, yo había accedido y... fin, al menos para él.
—Preguntaré en el estudio, a ver si alguien sabe de algo —agregó.
—No te preocupes, ya me ocupo yo. —El corazón se me iba enfriando por momentos, convirtiéndose poco a poco en una roca.
—Muy bien, cariño.
A continuación me hizo el amor, y fue su manera de decirme: «¿Lo ves? Todo va bien». Está claro que le supuso todo un alivio. Que yo buscara trabajo era mucho mejor que reconocer que para que un matrimonio funcionara hacía falta dedicarle tiempo; sobre todo si era tan reciente como el nuestro y con una pareja como yo. Sí, aquello le venía de perlas. Así no tenía que dejar de hacer horas extras, ni disculparse ante su jefe y decirle que no podía quedarse más tiempo porque tenía planes con su esposa. La solución no era que el marido se dejara ver más, sino que Harper buscara un trabajo.
En una actitud desafiante, contesté a un anuncio en el que necesitaban camareros; algo que se me daba muy bien, ya que durante la universidad había trabajado en ese sector. El restaurante se llamaba Claudia’s; un floreciente negocio situado en el SoHo.
La mañana en que tuve la entrevista, como todavía seguía enfadada con Nick por no comprenderme, me pillé accidentalmente la mano izquierda con la puerta. No fue nada grave, pero mis dedos se llevaron la peor parte y, casi sin pensarlo, me cambié la alianza a la mano derecha. Casi nunca me ponía el anillo de compromiso, pues lo veía demasiado grande y mi mente de «chica provinciana» creía que era un reclamo muy jugoso para los ladrones de la gran ciudad. Cuando se lo conté a Nick soltó una carcajada y no pareció importarle mucho.
Pero mi alianza de boda era otra cosa. Me encantaba ese anillo con sus dos bandas de oro entrelazadas, una de un tono más oscuro que la otra. Era una delicada pieza de joyería única, pues la había hecho a mano un orfebre del Viñedo, y no parecía la clásica alianza... sobre todo si la llevabas en la mano equivocada.
El encargado de Claudia’s no preguntó si estaba casada y yo tampoco se lo dije. Las camareras jóvenes y guapas, siempre consiguen mejores propinas si están solteras... o si los clientes creen que están solteras. Y como tuve los dedos hinchados durante algunos días, el anillo siguió en mi mano derecha. Lo que no significaba nada, aunque terminó significando mucho.
Trabajar en Claudia’s resultó muy divertido. Al estar situado en el SoHo, solía tener una clientela estilo Sexo en Nueva York, es decir, mujeres con prendas de vestir que costaban más que mi salario mensual y hombres que olían a dinero y que no dudaban en dejarme una propina de veinte dólares por una consumición que apenas les había costado diez. En cuanto a mis compañeros... eran iguales que yo. Con grandes aspiraciones que habían dejado temporalmente aparcadas o universitarios estudiando el posgrado. Ninguno nos planteábamos quedarnos allí de por vida. Todos teníamos veintitantos y éramos atractivos, ya que el dueño creía que una buena apariencia del personal atraía mejor clientela.
Al ser la nueva, al principio me sentí un poco fuera de lugar, pero incluso así todo me resultó emocionante. De vez en cuando, alguno confiaba en mí y me contaba sus cosas —Jocasta salía con Ben, pero lo dejó por Peter; Ryan necesitaba compartir su apartamento para hacer frente a los gastos y Prish estaba buscando un sitio donde vivir, pero ambos eran reacios a trabajar y vivir juntos, sobre todo después de esa noche loca que habían tenido. Me gustaba que me contaran sus dramas, sus preocupaciones, aunque solía responderles con evasivas pues no quería tomar partido. Pero todos ellos me fascinaban. Eran tan... libres. Tenían grandes planes de futuro, mucho tiempo por delante y trabajaban en un sitio estupendo y sin grandes complicaciones. Como se suponía que tenía que vivir alguien de nuestra edad.
Durante las primeras semanas me dediqué a hacer mi trabajo y a ver, oír y callar. Nadie me preguntó si estaba casada y yo tampoco di ninguna explicación al respecto. ¿Era una forma de castigar a Nick? Por supuesto. Apenas le veía, y él me había dicho que se acercaría alguna noche para conocer el restaurante, pero todavía no se había dejado ver.
En ese momento yo era joven, estúpida e insegura. Y me sentía sola. Muchas noches, cuando volvía a casa, me daba la sensación de que tenía una oscuridad en mi interior que tiraba de mí, y me entraban unas ganas locas de llorar porque odiaba a Nick, aunque también le amaba con toda mi alma. Me sentía estafada, traicionada, pero seguía esperando a que él hiciera algo, cualquier cosa, que consiguiera que volviera a sentirme como antes de casarnos; amada, querida, única. Sin embargo, él también era joven e inmaduro y el océano que nos separaba se hizo cada vez más grande y más profundo.
Por si fuera poco, tampoco tenía el tipo de relación familiar que favorece que les cuentes a los tuyos todas tus penas, aunque sea por teléfono. Willa era solo una adolescente en el instituto y creía que Nick y yo éramos el súmmum del romanticismo. BeverLee... mejor no. Y en cuanto a mi padre, hacía muchos años que había dejado de hablarle de mis sentimientos.
Una noche, un camarero llamado Dare, me preguntó si me apetecía salir con ellos después del trabajo y de pronto tuve un grupo de amigos. Ahí fue cuando me di cuenta de lo profundamente sola que me había llegado a sentir. Mis amigas de la universidad se habían distanciado de mí, concentradas en sus carreras y másteres. Pero mis compañeros estaban en el mismo punto que yo, en esa extraña etapa en la que trabajas, pero no en tu campo, y en donde todavía ves la vida de verdad muy lejana. Eran como mariposas: hermosas, libres y que iban volando allá donde el aire las quisiera llevar, sin ninguna responsabilidad mayor que la de pagar el alquiler.
Ninguno estaba casado, por supuesto. En Manhattan uno empieza a pensar en el matrimonio después de llevar viviendo con su pareja al menos una década y más cerca de los cuarenta que de los veinte. ¿Casarse a los veintiuno? ¿Voluntariamente? ¡Venga ya! Me dije que se lo diría cuando se presentara la ocasión. Si seguía saliendo con ellos, lo dejaría caer como una broma o aprovecharía la oportunidad el día en que Nick apareciera en el Claudia’s, como no dejaba de prometerme. Cualquier sentimiento de culpa que pudiera tener por ocultar un dato tan relevante como aquel, se vio mitigado por la sensación de pertenecer por fin a un grupo.
De modo que continué llevando mi alianza en la mano derecha. Nick no se dio cuenta, aunque nuestro matrimonio apenas consistía en algún interludio sexual de madrugada y unas pocas frases de cortesía, la mayoría vía buzón de voz. Le echaba tanto de menos que tuve que alejarme lo más posible de él para no morir de dolor. Y caramba, era una experta en ese tipo de comportamiento.
Mi nuevo círculo de amigos se fue haciendo cada vez más importante. Almorzábamos juntos antes de entrar a trabajar, comíamos a las cuatro y media, bromeábamos entre nosotros, hablábamos de la ciudad y de sus habitantes. Nos quedábamos en el Claudia’s al terminar la jornada laboral y me encantaba inventarme cócteles para ellos. Un día Jocasta, Prish y yo nos fuimos a las rebajas del Century 21 y conseguimos unos zapatos de diseño a precio de ganga; otro, acudimos a una firma de libros en el Village. Cuando se acercó el día de Acción de Gracias, Nick tuvo que ir a Lisboa en el que fue su primer gran viaje internacional de trabajo. Yo le felicité, puse mi mejor sonrisa mientras hacía la maleta y le di un beso antes de que el taxi que le llevaba al aeropuerto se marchara.
—¿Estás segura de que estarás bien sola? —preguntó con tono vacilante en la sucia acera de nuestro barrio.
—Sí, no te preocupes. Cenaré en casa de Prish. Pásatelo bien. ¡Buena suerte!
Me despedí con un gesto de la mano y llamé a mis compañeros para hacerles saber que estaría libre para el festival de cine del teatro Angelika. Cuando acudí a la cita me sentí de lo más sofisticada. De hecho, todos ellos eran muy sofisticados... y un poco frívolos y crueles, pero aquello era mejor que no tener nada. Intenté seguirles el ritmo y no sentirme como una pueblerina.
El camarero que se llamaba Dare (en realidad era una abreviatura de Darrell, pero que nadie osara decirlo en voz alta) era un tipo muy intenso. Su sueño era escribir una de esas novelas torturadas y retorcidas que se convertían en éxito de ventas y tenía pensando sacarse el posgrado en Literatura en alguna facultad de prestigio. Jocasta y Prish andaban locas con él, al igual que casi todas las féminas que entraban en el Claudia’s. Tenía el pelo rubio y largo y unos profundos ojos grises, era alto y tan delgado que a veces me entraban ganas de darle algo de comer. Se tomaba a sí mismo muy en serio, y eso era algo que le funcionaba bastante bien. Solía flirtear conmigo. Bueno, flirtear, lo que se dice flirtear, más bien no; eso era demasiado banal para él. Pero que sí que me miraba apasionadamente (mientras servíamos las mesas por supuesto). Sabía que estaba interesado en mí, pero nunca le alenté de ninguna manera.
La necesidad de hablarles de Nick crecía cada día; sin embargo, por alguna extraña razón, lo fui retrasando. Tal vez estaba esperando a que hiciera algo que me recordara lo mucho que me adoraba; algo tan memorable que disipara para siempre cualquier duda que pudiera tener y afianzara la seguridad de que viviríamos felices para siempre. Pero, como ya os he dicho, era joven y estúpida. Y si algo tienen los secretos es que, cuanto más tiempo los mantienes, más difícil se hace el desvelarlos.
La noche del fatídico evento llevaba trabajando en el Claudia’s tres meses. Estábamos en diciembre, cuando más bonita está la ciudad de Nueva York, con todas esas luces de Navidad adornando cada restaurante y cafetería, las coronas de flores en las puertas de las casas, o las velas de Janucá brillando en las ventanas. Los grandes almacenes y tiendas lucían coloridos escaparates y podías encontrarte con un Santa Claus en cada esquina. Por fin me había enamorado de aquella ciudad.
De camino al restaurante, mientras los copos de nieve caían pesadamente, me detuve frente a un escaparate en el que había un modelo a escala del puente de Brooklyn hecho de bronce. Seguro que a Nick le encantaría, pensé. Se lo compraría como regalo de Navidad. Durante un segundo, volví a estar sobre ese puente, con Nick arrodillado delante de mí, con sus guantes de Charles Dickens y sus preciosos ojos mirándome radiantes...
En ese momento sentí que algo se derretía en mi interior, como si la capa de hielo que me cubría el corazón empezara a fundirse. Quería a mi marido. Podríamos superar aquella dura etapa. Incluso pensé en dejar de trabajar en Claudia’s y encontrar otro empleo con un horario más compatible con el de Nick. Esa noche les diría a mis compañeros que estaba casada y nos reiríamos juntos.
Era lunes, y también era la noche en la que celebrábamos la cena de Navidad de la empresa, pues el restaurante cerraba al público ese día. Éramos unos veinte, incluidos el personal de cocina, y la fiesta estaba en pleno apogeo cuando llegué. Prish se había apropiado de la barra y me ofreció una copa con un empalagoso líquido de menta. El ambiente era festivo y ruidoso, y todos parecían encantados de verme. Pensé que quizás ese no fuera el momento más adecuado para contarles lo de Nick y que era preferible esperar a estar un poco más calmados.
El cóctel de Prish tenía un sabor asqueroso, así que ideé una mezcla de Martini con arándanos y vodka. La comida estaba buenísima; pizza de queso de cabra con tomate y pastel de cangrejo con salsa tártara. Ben llevaba un sombrero de renos y Jocasta un collar con luces parpadeantes y una minifalda roja brillante.
Sobre las diez, todos estábamos sentados alrededor de una mesa en medio del restaurante con algunas copas de más —algunos más achispados que otros— sonriendo y charlando animadamente. En un momento dado —no sabría decir exactamente cuándo—, Dare apoyó el brazo en el respaldo de mi silla. Lo hizo de forma despreocupada, al fin y al cabo éramos un grupo de compañeros pasándoselo bien con un poco de alcohol en la sangre y el ambiente daba pie a las muestras de afecto. Si le pedía a Dare que quitara la mano de ahí, solo conseguiría llamar la atención, así que dejé las cosas como estaban.
Cometí un gran error.
Cuando empezó a acariciarme la nuca me sobresalté. Dare me miró con los ojos entrecerrados pero no se detuvo y continuó hablando con Ben sobre política. Educadamente, aparté su mano de mi cuello. Él la dejó caer sobre su regazo y esbozó una sensual sonrisa. «No vuelvas a tocarme», pensé.
Tras la cena el nivel de ruido y alcohol aumentó aún más. Prish se puso a cantar, usando un tenedor como micrófono, Ryan le siguió el ritmo, sirviéndose de la mesa como batería, y Ben se fue en busca de otra botella de vino. De pronto, Dare se volvió hacia mí.
—Llevo queriendo besarte desde hace semanas —me dijo, y entonces tomó mi cara entre sus manos e hizo precisamente eso.
Fue un beso húmedo, descuidado, de esos que se dan cuando uno está medio borracho; bastante horrible, la verdad. Además, sabía a pimientos rojos. El resto de mis compañeros, sin embargo, prorrumpieron en aplausos.
—¡Ya era hora! —gritó Jocasta—. Lleva tiempo detrás de ti.
Le empujé.
—No se te ocurra volver a hacerlo —dije, con la adrenalina inundándome las venas.
Aquello estaba mal... No debería haber ocurrido nunca... Tenía que decirles la verdad...
Desesperada, miré hacia delante y me quedé paralizada.
Nick estaba en la acera que había frente al Claudia’s, mirando desde el otro lado de la ventana. Mirándome a mí, para ser más exactos. Tenía la boca abierta, como si no se creyera lo que acababa de suceder.
Me quedé lívida.
Durante un instante, creí que se había ido, así que me levanté de un salto de la silla, golpeándome contra la mesa, dispuesta a seguirle.
—¡Nick! —grité, pero él estaba abriendo la puerta.
—¿Un amigo? —preguntó perezosamente Dare, sirviéndome más vino. No le hice caso, pero empezaron a temblarme las piernas.
Nick se acercó a la mesa.
—Hola —saludó en voz baja.
—Hola. —Suspiré. No parecía enfadado. Ni siquiera molesto. Seguro que se había dado cuenta de que se trataba de uno de esos besos que te pillan desprevenida. Miró a Dare, y luego a los demás—. Mmm... muchachos, este es Nick.
Supongo que mi voz debió de sonarles rara o asustada, porque todo el mundo dejó de hablar.
—¿Nick? ¿Qué Nick? —preguntó Ben, saliendo de la trastienda.
—¡Qué calladito te lo tenías, Harper —comentó Prish—. No sabía que estabas saliendo con alguien.
Ahí fue cuando me di cuenta de la magnitud de lo que había hecho. Nick me miró consternado, como si acabara de dispararle en pleno corazón. Lo que, en cierto sentido, había hecho. Parpadeó una vez... dos. Yo estaba hiperventilando. Sus ojos parecían un agujero negro.
—No está saliendo con nadie —dijo por fin—. Soy su marido.
Una sirena de un camión de bomberos sonó a lo lejos. En el hilo musical una banda de jazz destrozaba White Christmas. Y no se oyó nada más porque el restaurante se había sumido en un silencio sepulcral.
—Creía que estabas soltera, Harper, como solo tienes veintiún años... —comentó Ryan con voz de borracho—. ¿Estás metida en una secta religiosa o algo así? Una de esas en las que obligan a casarse entre parientes.
—¿Entonces estás casada? —preguntó una incrédula Jocasta—. Es una broma, ¿no?
Entonces Nick decidió salir de allí.
—Oh, oh —canturreó Ryan.
Me dispuse a rodear la mesa pero Dare me agarró de la mano.
—No tienes por qué seguirle —me dijo.
—Por supuesto que sí, imbécil —siseé, zafándome de él.
Las campanillas de la puerta sonaron alegres; un sonido que en ese momento me pareció obsceno. Salí al aire frío de la noche. No vi a Nick por ninguna parte. Al llegar a la esquina, miré a ambos lados de la calle y ahí estaba, con las manos en los bolsillos y andando a toda prisa con la cabeza baja.
—¡Nick! ¡Espera!
No me hizo caso, así que tuve que correr detrás de él, tropezándome con los adoquines de esa odiosa calle. Conseguí alcanzarle al llegar a la siguiente esquina.
—Nick —le llamé. No se molestó en mirarme. Le sujeté por el brazo—. Nick, espera —jadeé—. Por favor, deja que me explique.
—Adelante. —Su voz sonó extrañamente calmada.
—De acuerdo... Obviamente no les he...
—Hablado de mí. —La luz del semáforo cambió y Nick comenzó a andar de nuevo.
—Sí —admití, trotando detrás de él. Me había dejado el abrigo en el restaurante y hacía mucho frío. Tenía muchas ganas de ponerme a tiritar, pero conseguí que los dientes no me castañetearan.
—Estabas besando a ese tipo. —Seguía hablando con tono calmo y continuaba andando—. ¿Qué más cosas has hecho con él.
—¡Nada! Ese beso no ha significado nada, Nick. Es un idiota. Estaba borracho. No ha sido nada.
—Pero nadie sabía que estabas casada.
—No... Yo... Nick... Yo... —Oh, Dios, ¿qué podía decir?—. ¿Por qué no vamos a casa y hablamos mejor allí?
Por fin se detuvo e inmediatamente deseé que no lo hubiera hecho. Estaba furioso. Sus ojos parecían dos brasas al rojo vivo.
—Nunca les has hablado de mí.
—No —reconocí en un susurro.
—Ni una sola vez.
Me estremecí, y no de frío. Nick no me ofreció su abrigo. No le culpé.
—No, Nick. No les he dicho que estaba casada y nunca les he hablado de ti.
—Entiendo —dijo suavemente.
Reanudó la marcha, aunque se quitó el abrigo y lo tiró al suelo; un gesto que me rompió el corazón.
—Nick, por favor, ¡lo siento!
No volvió a pararse ni a contestarme. Recogí su abrigo pero no me sentí digna de llevarlo. Con aquella camiseta de tirantes plateada en pleno mes de diciembre y caminando en pos de un marido furioso con mis altos tacones me sentía absolutamente ridícula, aunque también muy culpable. Pero sobre todo estaba aterrada.
Y si había algo que odiaba en el mundo era estar asustada.
«Bueno, ya sabes que tiene su carácter», susurró una parte de mi cerebro. En ese momento, todo el resentimiento que había estado acumulando durante los meses anteriores explotó y el terror fue reemplazado por otra sensación bien distinta. ¿Que Nick estaba dolido conmigo por no haber hablado de él a mis compañeros? ¿En serio? Era a mí a la que había arrastrado a una ciudad desconocida para después darme un par de palmaditas condescendientes y decirme que me fuera a jugar y no molestara a los mayores. Era yo la que tenía un marido que no tenía tiempo ni para mirarme. Claro que había encontrado un grupo de amigos con el que salir. Por supuesto que necesitaba que me prestaran atención, porque él no lo hacía. ¿Cuándo había sido la última vez que habíamos mantenido una conversación de verdad? Él no quería hablar. Por lo menos no conmigo. No, yo solo estaba para lavarle la ropa sucia, tenerle el frigorífico lleno y procurarle algún que otro revolcón en mitad de la noche. ¿Y ahora se extrañaba que no hubiera hablado de él a mis compañeros? ¿En serio podía culparme de algo?
«Oh, Harper, no lo hagas», susurró mi ángel bueno. Pero era mucho más fácil ser la víctima. Así que plantee el caso en contra de Nick —estaba destinada a ser abogada— y sentencié a mi favor, encontrándome inocente. Sí, había cometido un error, pero no uno enorme, y por supuesto era completamente perdonable. ¿Y sus fallos? Mi ira fue creciendo a medida que la figura de Nick se iba haciendo más y más pequeña mientras se alejaba por la calle. ¿No quería escuchar lo que tenía que decirle? Perfecto. Tampoco era nada nuevo, ¿verdad?
Nueva York está bastante tranquila los lunes por la noche, y Tribeca en esa época más. Las sirenas de la policía sonaban a lo lejos. Una hoja suelta de un periódico revoloteó por el suelo empedrado; la única compañía que tuve a esa hora. La brisa helada del río Hudson me trajo el olor a sangre de las empresas cárnicas de la zona oeste.
Cuando llegué a nuestro edificio, Nick ya estaba en casa. Lo supe porque vi su cabeza a través de la ventana del cuarto piso que daba a nuestro dormitorio. Dejé la puerta del portal abierta detrás de mí y subí las escaleras haciendo todo el ruido que pude, decidida a mostrarle que venía dispuesta a plantarle cara. Entré en nuestro apartamento, crucé la diminuta cocina y fui directa a nuestra habitación.
Me lo encontré muy enfadado, moviéndose de un lado a otro.
Haciendo las maletas.
Cualquier pensamiento que en ese momento tuviera en mente se desvaneció por completo. Abrí la boca, pero fui incapaz de pronunciar palabra alguna. Observé cómo lo guardaba todo con brutal eficiencia. Pantalones, camisetas, ropa interior... fueron desapareciendo dentro de las maletas que nos regalaron en nuestra boda; unas maletas que aún no habíamos estrenado.
La última vez que había visto a alguien hacer eso fue en mi decimotercer cumpleaños. Nick me estaba abandonando y me sentí tan aterrorizada que creí que me desmayaría en cualquier momento. Se me nubló a visión, las piernas me fallaron y mi cuello se transformó en una ramita que apenas podía sostener mi cabeza.
Pero entonces algo dentro de mí cambió. Mi corazón se cerró en banda. Se me aclaró la visión y mis piernas y cuello volvieron a funcionar a la perfección. Tal vez, si me hubiera derrumbado o me hubiera lanzado a él, rogándole que me perdonara, si le hubiera dicho lo mucho que le quería, las cosas hubieran terminado de otro modo aquella noche.
Pero no era de las que se arrojaban temblorosas a los pies de sus hombres, ni tampoco se me daba bien rogar.
—Entonces eso de «hasta que la muerte nos separe» solo era una formalidad, ¿no? —inquirí.
Obviamente, fue lo peor que pude decir.
—Pasaré la noche en casa de Pete —informó, sin ni siquiera mirarme.
—Por todo lo que te llevas, veo que más de una noche.
—¿Cuánto llevas trabajando allí, Harper? ¿Dos? ¿Tres meses? —Se dirigió al minúsculo armario que teníamos y sacó sus camisas y trajes de vestir sin molestarse en quitar las perchas—. ¿En todo ese tiempo, ¿nunca encontraste la más mínima oportunidad para decir a tus compañeros que estabas casada? ¿Ni una sola vez?
—Quizá lo hubiera hecho si hubieras venido a verme algún día, tal y como me prometiste —respondí con voz helada.
—No me extraña que ese capullo te besara —continuó él—. ¿Por qué no iba a hacerlo? Para él eras una mujer libre, ¿verdad? —Bajó la vista hasta mi mano e hizo una mueca de dolor al darse cuenta de la importante ausencia que allí había—. ¡Por Dios, Harper! —murmuró, sin apenas voz.
La causa contra Nick Lowery empezó a hacer aguas por todas partes.
Me mordí el labio.
—Mira, Nick. Lo siento muchísimo. De veras. Es solo que... me sentía tan perdida que...
—¿Perdida?
—Bueno... ¡sí! Nunca estás aquí, Nick. No me escuchas, me siento sola y lo único que te preocupa es tu trabajo...
—¡Estoy intentando construir un futuro para ambos, Harper! —gritó él—. Trabajo tanto para que podamos llevar una vida decente.
—Lo sé, Nick, pero no esperaba que fuera o todo o nada...
—¡Tengo que hacerlo! ¡Creí que lo entendías! —Lanzó un par de zapatos a una de las maletas—. No me extraña que hayas estado tan... distante. Has debido de...
—¿Distante yo, Nick? ¿Lo dices en serio?
—... estar tonteando con un perdedor treintañero que se dedica a servir mesas mientras trata de averiguar qué es lo que quiere ser de mayor.
—No he estado tonteando con nadie, Nick. Pero, aunque lo hubiera hecho, ¿crees que podrías echármelo en cara? Tú eras el que estaba deseando que nos casáramos, y desde que nos mudamos a Nueva York, apenas recuerdas dónde vives. —Me había puesto a gritar también. Ambos nos habíamos transformado en dos locomotoras sin frenos que iban por el mismo carril, pero en dirección contraria.
Él cerró de un golpe uno de los cajones de la cómoda.
—Nick —continué yo, en un último intento por mantener la calma, por hacerle entender y conseguir que no se fuera—. Mira, Nick, me he comportado de forma estúpida e inmadura...
—¿Estúpida e inmadura? Sí, Harper, eso es un buen comienzo. ¿Por qué no añades que has sido una mentirosa? ¿Manipuladora? ¿Infiel?
—¡No te he sido infiel! Ese tipo... solo me besó. Me pilló desprevenida, ¡no quería que lo hiciera!
—Sí, claro.
Apreté la mandíbula.
—Está bien. Piensa lo que te dé la gana, Nick. Llevas meses sin escucharme, ¿por qué ibas a hacerlo ahora?
Iván el de los repollos escogió ese momento para dar un golpe en el techo.
—Callaos de una vez, idiotas —gritó.
Nick continuó metiendo sus cosas en las maletas.
—Me has eliminado de un plumazo, Harper —dijo él—. Ni siquiera existo en esta nueva vida que tienes.
—Mira quién habla —repliqué yo.
—¿Cómo puedes decir eso? —ladró él, cerrando la tapa de la maleta—. Mi despacho está lleno de tus fotos. Todos mis compañeros te conocen. ¡Lo único que hago es hablar de ti!
—¿Y por qué lo haces Nick? ¿Porque ganas puntos si tienes una mujer esperándote en casa?
—Esto no nos lleva a ninguna parte —concluyó él, yendo hacia el cuarto de baño. Una vez allí, se hizo con el cepillo de dientes y la maquinilla y la espuma de afeitar.
Me estaba dejando. Después de todo aquel acoso y derribo para convencerme de que me casara con él un mes después de la graduación, después de luchar contra todos mis temores, asegurándome que lo nuestro duraría para siempre, después de haber puesto toda la carne en el asador tras nuestra precipitada boda, Nick me estaba dejando. Solo había hecho falta un primer bache importante en el camino para tirar por el retrete la cláusula de «en lo bueno y en lo malo». Me ardía la cara y sentía tal opresión en el pecho que apenas podía respirar.
Tenía que haberlo sabido. Nunca debí creerle.
Abrió la puerta de entrada de un golpe y salió disparado hacia las escaleras, con las maletas a cuestas. Fui detrás de él sin poder hablar. Mi mente era un batiburrillo de emociones. Cuando llegamos a la calle vi que un taxi aparecía por la esquina y se acercaba lentamente a nosotros. Había llamado a un taxi, ¡me estaba dejando de verdad!
Nick se volvió hacia mí. Tenía la mandíbula apretada y los ojos rojos de cólera.
—Nunca tuviste fe en nosotros, ¿y sabes qué, Harper? Tenías razón. Bien por ti. Me voy a casa de Pete. Vuelve al restaurante y diviértete con tu camarero.
Furiosa por sus palabras, me quité el anillo de la mano derecha y se lo arrojé a la cara. La alianza —mi preciosa y adorada alianza— rebotó contra su pecho y se fue rodando hacia una alcantarilla.
—No podría estar en mejor lugar —dijo él. A continuación se subió al taxi y desapareció de mi vista.
No recuerdo cómo regresé al apartamento, aunque tuve que hacerlo porque al rato me encontré sentada en el suelo de la cocina temblando con tanta intensidad que hasta me castañeteaban los dientes. Tampoco fui consciente de haber llamado a nadie hasta que desde el otro lado de la línea me llegó la voz somnolienta de la única persona que sabía que me ayudaría.
—Necesito que vengas a por mí —susurré.
—¿Te encuentras bien?
—No.
—Ahora mismo salgo. —No hizo ninguna otra pregunta, aunque tampoco hizo falta.
Al día siguiente, en el despacho de Theo, firmé los papeles del divorcio entre lágrimas (era la segunda vez que lloraba en mi vida). Sabía que era lo mejor, aunque mi corazón solo necesitaba un poco más de tiempo para aceptar lo que mi cabeza ya sabía.
Que Nick y yo habíamos terminado para siempre.