Capítulo 19

MÁS tarde, ese mismo día, cuando las sombras se cernían sobre la habitación, confiriéndole diferentes tonos de gris, me dediqué a contemplar el rostro dormido de Nick. Estaba tumbado boca abajo, con la cabeza apoyada en un brazo; sus largas pestañas proyectaban pequeños puntos oscuros sobre sus mejillas, que estaban sonrosadas como las de los niños pequeños. A diferencia de él, no había caído dormida tras el «segundo round», sino que me había quedado observándole, memorizando su cara una vez más, los efectos que el transcurso de doce años habían dejado en él, como las canas que salpicaban su espeso cabello y las arrugas alrededor de los ojos. No obstante, seguía siendo el mismo muchacho que se acercó a mí, hacía ya tanto tiempo, para decirme que terminaría siendo su mujer y la madre de sus hijos.

Guardé el lamentable suceso con mi madre en el sótano de mi conciencia, donde debía estar, y me centré en analizar lo que sentía —y seamos honestos, lo que siempre había sentido— por Nick. No tenía ni idea de lo que pasaría entre nosotros a partir de ese momento, ni a dónde nos conduciría lo sucedido esa noche, por lo que un escalofrío de temor me recorrió la columna. Puede que acostarme con mi ex fuera un error, pero en mi interior no lo sentía así en absoluto, sino que era algo más parecido al... amor.

Nick se despertó de golpe, como siempre hacía, y miró a su alrededor un tanto confuso. Entonces me encontró con la mirada.

—Hola —dijo.

—Hola —susurré.

—Pensé que te habías ido —confesó, alargando la mano para colocarme un mechón de pelo detrás de la oreja.

—No. Todavía sigo aquí.

Nos miramos durante un buen rato, sin decir nada, hasta que yo rompí el silencio.

—Nick... Lo que pasó aquella noche...

No hacía falta que dijera a qué noche me refería. Todavía tenía la garganta un poco irritada por la sesión de llanto anterior, así que mantuve la voz baja.

—No le dije a nadie que estaba casada porque, en cierto modo, te estaba castigando. Tenía pensado decírselo, lo único que... Bueno, da igual, lo que quiero que sepas es que nunca te fui infiel, Nick.

El asintió, así que continué.

—Cuando te vi haciendo las maletas... yo... no pude soportarlo. No pensé que fuera algo temporal, sino que creí que te ibas para siempre. Así que yo también te dejé, pero de forma más categórica, ¿entiendes? De esa manera era yo la que daba el paso y no me volvía a convertir en la abandonada.

—Harper —murmuró después de un segundo—. Yo también tuve mi parte de culpa.

Aquello era nuevo. En todas nuestras discusiones anteriores, Nick nunca reconoció haber cometido ningún error, siempre era yo la que tenía que cambiar, la que tenía que aceptar las cosas, ser más comprensiva. Él solo intentaba construirnos el futuro que siempre había querido para nosotros, mientras que yo me comportaba como la esposa desconcertada y abatida.

—Di muchas cosas por sentadas —admitió él. Tomó mi mano y la estudió detenidamente—. Intentaste decirme que no eras feliz y no quise escucharte. Debería haber actuado de otra forma, hacerlo mejor. —Hizo una pausa y me miró a los ojos—. No volverá a suceder.

Deslizó una mano sobre mi pelo y me atrajo hacia sí. Cuando me besó, mi corazón se llenó de dicha, si es que aquello era posible.

—Te he echado de menos —susurré contra su boca.

—No lo digas tan sorprendida —ironizó, sonriendo.

—Supongo que tendré que tirar a la basura mi muñeco vudú de Nick.

Él se echó hacia atrás y me miró sonriendo.

—¿En serio? ¿Harías eso por mí?

—Puede.

—Es un buen comienzo. —Me dio un beso en la barbilla—. ¿Puedo tener también un «te quiero, Nick»?

—Creo que ya hemos tenido bastantes declaraciones ñoñas por hoy.

Se tumbó de espaldas, me puso encima de él y me acarició la columna.

—Dilo, mujer.

—Lo. Mujer.

—Dios, eres un auténtico grano en el trasero.

—Te quiero. —Aquellas palabras, que tanto me costaba decir, salieron de mi boca con suma facilidad.

Nick se echó a reír y me miró con ternura.

—Muy bien —susurró, volviendo a besarme.

Después de eso estuvimos un buen rato sin hablar. A menos que las frases entrecortadas como «Oh, Dios, sigue» o «No pares» cuenten como una verdadera conversación.

* * *

Cuando ya estábamos muertos de hambre y nos fue imposible seguir sin hacer caso a Coco, que se pasó todo el tiempo mirándonos sin pestañear a los pies de la cama, nos duchamos, nos vestimos y salimos de la habitación. Encontramos un pequeño parque cerca del hotel, nos sentamos debajo de un árbol de la mano y nos turnamos para lanzarle a Coco su andrajosa pelota de tenis.

No me preocupó toparme con mi madre. Por alguna razón, estaba convencida de que no sucedería. Además, lo único que quería era quedarme ahí y disfrutar del momento. No sabía lo que me depararía el futuro, el pasado era una especie de ciénaga, pero el presente, el aquí y el ahora eran maravillosos.

—Harper. ¿Qué va a pasar con Dennis? —preguntó Nick con expresión sombría.

—Rompimos en el Glaciar.

—¿Qué? ¿Por qué no me...? Da igual. Así que lo habéis dejado, ¿eh? ¿Y se puede saber la razón?

Le miré. Después le lancé a Coco la pelota por millonésima vez.

—Si te soy sincera, porque quería casarme con él y él no —contesté.

Nick enarcó una ceja.

—¿En serio? ¿Querías casarte con ese hombre?

—Ya no. —Todavía me sentía culpable al pensar en Dennis. Y más si tenía en cuenta mi lista y la fría proposición de matrimonio que le hice. Me sorprendía no haber puesto en un Excel los pros y contras de nuestra relación para calcular nuestras probabilidades de éxito.

—¿Estás segura? —dijo Nick.

Le besé el dorso de la mano.

—Sí.

—¿Completamente segura? —repitió él.

—Ya he respondido a esa pregunta, Señoría. ¿Podemos seguir adelante o necesitas que te asegure cada cinco minutos que he elegido estar contigo? Por ahora, claro está, y siempre que juegues bien tus cartas.

Nick sonrió.

—¿Qué he hecho yo para merecer esto, Señor? —exclamó mirando al cielo—. Vamos, me muero de hambre. Vayamos a comer algo.

Dimos con un pequeño restaurante donde no importaba que perros tan educados como mi Coco entraran y pedimos la cena. Mientras nos comíamos unas hamburguesas, estuvimos jugueteando con los pies como si fuéramos dos adolescentes. Hablamos un poco —y con mucho cuidado— sobre Chris y Willa, y luego tocamos asuntos menos peliagudos, como a qué sitios habíamos viajado los últimos años y qué nos gustaría conocer. Como sabía que a Nick le gustaba conversar sobre todo tipo de edificios, le describí el juzgado de Martha’s Vineyard: su estilo típico de las construcciones de Nueva Inglaterra, el precioso tejado azul, las filas de bancos, la escalera curva y los retratos de todos los jueces que habían pasado por allí. Nick me habló del proyecto que tenía entre manos con Industrias Drachen, una empresa de inversión alemana.

—Va a ser nuestra construcción más importante —comentó—. Quieren que lo levantemos en la orilla del río Volme y nos gustaría utilizar todo lo posible la energía hidráulica. Y emplear mucho cristal, por supuesto. No tiene sentido estar prácticamente sobre el agua y no poder verla. —Sonreí, escuchando su torrente de rápidas palabras a lo neoyorquino mientras le veía gesticular con las manos—. De todos modos nos enfrentamos a Foster, y su compañía siempre suele llevarse todos los trabajos a los que opta, aunque este puede que carezca de la relevancia a la que están acostumbrados, así que nunca se sabe.

—Constrúyeme algo —dije yo—. Ahora mismo, señor arquitecto.

Nick enarcó una ceja. Después tomó mi plato —me habían puesto patatas fritas para alimentar a un regimiento— y se puso manos a la obra. Partió algunas patatas, envolvió un palillo de dientes con un trozo de lechuga y quitó la miga de lo que quedaba de mi pan. De vez en cuando se detenía y me miraba, como si estuviera analizando mis necesidades como cliente, pero yo no le dije nada, simplemente me limité a mirar a sus hermosas manos trabajar. Incluso en una estupidez como aquella se le veía tan... inteligente, tan concentrado en lo que hacía.

—Aquí tienes. Tu casa. —anunció—. Completamente ecológica, por supuesto.

Y ahí estaba, una pequeña y para mi sorpresa sofisticada casita hecha de patatas fritas, con vigas, ventanas y un pequeño puente que conducía a la entrada principal.

—¡Cuánto talento! —reconocí.

Él sonrió de oreja a oreja.

—Es un poco pequeña —indicó—. Tendremos que ampliarla cuando nazcan los trillizos.

Me estremecí por dentro. Sabía por experiencia que Nick no decía nada que no quisiera decir. Al fin al cabo era el hombre que me había llamado su «mujer» antes de saber mi nombre. El hombre con un plan que no admitía desvíos de ningún tipo. No es que no quisiera pensar en esas cosas con Nick, pero teniendo en cuenta que desde hacía doce horas me sentía como una centrifugadora emocional, no...

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la camarera, salvándome de tener que darle una réplica—. ¿Ha hecho usted esto?

Pedimos café y un pastel de chocolate fundido para Nick, y no volvimos a abordar el asunto del futuro ni de los hijos. Aquella cena fue una especie de mezcla; por un lado, parecía una primera cita, y por otro, un reencuentro con un viejo amigo. Y la sensación que siempre había tenido de que lo nuestro no llegaría a buen puerto parecía haber desaparecido. Puede que esta vez sí que funcionara.

Cuando salimos del restaurante, estaba cayendo una suave llovizna. Volvimos a ir de la mano, caminando mientras Coco se paraba cada cierto tiempo a olisquear algún que otro árbol. El sonido de los vehículos al pasar, el murmullo del agua cayendo por los canalones y el estruendo de un trueno a lo lejos fueron como música celestial para nuestros oídos.

—¿Qué te gustaría hacer mañana? —preguntó Nick cuando casi estábamos llegando al hotel.

Coco se sacudió, mojando aún más mis ya húmedos jeans.

Me detuve a pensarlo durante un instante. Tenía bajo control el asunto del trabajo ya que había enviado varios correos electrónicos a los clientes con los que tenía asuntos pendientes esa semana y nadie parecía haberse rasgado las vestiduras. Así que...

—Solo quiero estar contigo —dije, dándome cuenta de que no solo decía la verdad sino que me sentía de maravilla por haberlo dicho en voz alta.

A Nick pareció gustarle la respuesta porque me empujó contra la pared de ladrillos del hotel —todavía caliente por los rayos del sol del día y a la vez húmeda por la llovizna— y me besó hasta que mis rodillas fueron incapaces de sostenerme, antes de subir a toda prisa las escaleras que llevaban hasta nuestra habitación.

Sentía como si hubiera vuelto a casa después de mucho tiempo.

* * *

A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, nos despertamos con los cuerpos deliciosamente enredados —que tardamos bastante en desenredar— y decidimos visitar el monumento a Toro Sentado. Nos despedimos de aquel hotel en el que habíamos creado tan buenos recuerdos, compramos magdalenas y café para llevar en una panadería cercana, algo de comida para Coco, agua y patatas fritas en un supermercado, y nos dirigimos al lugar donde se erigía el busto del jefe indio.

Mientras me dejaba llevar por mi vena de Nueva Inglaterra de pedir perdón por todos los agravios cometidos por mis antepasados contra los indígenas y murmuraba un compungido «lo siento» a la estatua, Nick recibió una llamada de teléfono. En cuanto contestó y oí su voz me di cuenta de que algo andaba mal.

—¿Hola? Sí, soy yo. ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cómo que se marchó? ¿Por qué no...? Ah, sí lo has hecho. Bien. No, ahora mismo estoy en Dakota del Sur. —Se quedó callado, escuchando, durante un minuto—. No, está en su luna de miel. Jason debería... No, está bien, salgo ahora mismo.

Todo mi buen ánimo se vino abajo.

—Nick, ¿va todo bien?

Clavó la vista en el teléfono durante unos segundos y se volvió hacía mí.

—Tengo que ir a Nueva York ahora mismo. Mi padre ha desaparecido.

—¡Oh, no!

Frunció el ceño, aunque no me miró.

—Por lo visto, se marchó esta mañana temprano, cuando el personal estaba atendiendo a otro residente. La policía le está buscando, pero ya han pasado dos horas y no tienen noticias de él. —Por fin alzó la vista y me miró—. Lo siento, Harper. Tengo que volver lo antes posible.

—Por supuesto. Tienes que ir. —Hice una pausa—. Voy contigo.

Alzó las cejas sorprendido.

—¿En serio?

—Claro. Venga, pongámonos en marcha ya.

¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarle solo? No podía evitar sentirme un poco decepcionada y triste por tener que regresar tan pronto, justo ahora que estábamos comenzando de nuevo. Pero no se podía hacer otra cosa.

Como era evidente que a mi pie de Massachusetts le gustaba pisar más el acelerador y nos llevaría al aeropuerto antes, me encargué de conducir yo. Nick, mientras tanto, se dedicó a hacer algunas llamadas. Avisó a su estudio, le mandó un mensaje a Cristopher, habló con un amigo y finalmente lo intentó con su hermanastro.

—Jason, soy Nick. Papá ha desaparecido, salió de la Roosevelt esta mañana y no sabemos nada de él. Estoy en Dakota del Sur, de camino al aeropuerto. Llámame en cuanto oigas este mensaje. —Colgó, lo intentó con otro número y repitió el mensaje. Probó con un tercero pero corrió la misma suerte—. Mierda —masculló.

—¿Y tu madrastra? —pregunté, recordando vagamente el rostro artificialmente terso y sin expresión de Lila Cruise Lowery de las dos veces que la había visto.

—Con ella no podemos contar —dijo Nick con tono seco—. Hace un par de años dijo que le dolía demasiado verle así y que no podía soportarlo, así que se fue a vivir a Carolina del Norte. Además, ahora mismo está en un crucero por las islas griegas.

Cierto. Por eso se había perdido la boda de su hijo con Willa.

—¿Y Jason, Nick? ¿Vive cerca?

—En Filadelfia, pero no consigo localizarle.

Coco debió de percibir que Nick necesitaba un poco de cariño porque se puso a lamerle la muñeca. Él esbozó una breve sonrisa y le acarició la cabeza, lo que mi perra interpretó como una bienvenida para que se acurrucara en su regazo.

—Lo encontraremos, Nick, ya verás —dije, alargando mi mano en busca de la suya.

—Lo siento mucho, Harper —volvió a repetir.

—Seguro que cuando lleguemos al aeropuerto te llaman para decirte que ya lo han encontrado.

Por desgracia no sucedió así, aunque sí que nos encontramos con una buena noticia: el agente de viajes de Nick nos había conseguido un vuelo directo a Nueva York. A Coco no le hizo mucha gracia tener que volver al trasportín y me lanzó una mirada triste antes de hacerse un ovillo con su peluche y soltar un suspiro de reproche.

Lo peor de una situación de emergencia como aquella era la impotencia que uno sentía al no poder hacer nada, y en cuanto el avión despegó Nick se puso cada vez más tenso. Estuvimos todo el tiempo que duró el vuelo agarrados de la mano, aunque no hablamos demasiado. La prohibición de hacer y recibir llamadas en el avión nos mantuvo en una total ignorancia de lo que estaba pasando en Nueva York, pero en cuanto las ruedas tocaron la pista de aterrizaje, Nick se puso a llamar de nuevo. Sin embargo, seguía sin saberse nada de su padre.

Cuando salimos a la terminal, el ruido del JFK era ensordecedor. Se me había olvidado lo avasalladora que podía resultar esa ciudad; los diferentes idiomas que podías oír, los colores, la gente corriendo de un lado a otro. Tras una semana parando en lugares dejados de la mano de Dios, el cambio me resultó un poco duro. Nick, por el contrario, enseguida sacó al neoyorquino que llevaba dentro. Recogimos a Coco y nuestras maletas, y después de recorrer lo que me parecieron kilómetros, salimos a la calle, donde el calor, el ruido y el olor a combustible nos dieron la bienvenida a la Gran Manzana como si de un puñetazo en el estómago se tratara.

Un servicio privado de transporte nos estaba esperando. Nick saludó al conductor por su nombre y le ayudó a meter nuestro equipaje en el maletero. A continuación nos dirigimos hacia Manhattan, el lugar que una vez, y durante un breve período de tiempo, fue mi hogar. Los edificios perfilados en el horizonte, brillaban inmensos e implacables bajo la abrasadora luz del sol.

Pobre señor Lowery. Puede que antaño no fuera más que un imbécil, pero ahora era un anciano confuso, perdido y solo entre las fauces de aquella ciudad. Miré a Coco. Parecía que mi perra estaba de acuerdo conmigo porque no paraba de estremecerse y temblar, aunque probablemente se debiera al atronador sonido del tráfico que teníamos a nuestro alrededor. El conductor se metió por el puente Queensboro haciendo caso omiso de los cláxones del resto de automóviles.

—¿Cuál es el plan, Nick? —pregunté. Estaba mirando por la ventanilla, con la boca apretada y los ojos muy serios.

—El agente al cargo está esperándonos en la residencia. Cuando lleguemos allí nos pondrá al tanto de todo. De cómo mi padre ha podido salir de allí sin... —Hizo un gesto de negación y no dijo nada más.

Coco se sentó en silencio en mi regazo, temblando de vez en cuando mientras nos dirigíamos a Park Avenue. Era una zona muy elegante; en una ocasión pasé una tarde deambulando por allí, intentando enamorarme de la ciudad que tanto significaba para Nick. Hice a un lado aquel recuerdo y miré por la ventanilla, con la esperanza de ver a su padre.

Cuando paramos frente a la entrada del Centro para personas de la tercera edad Roosevelt, en la calle 65 Este, eran las tres y media de la tarde, y todo gracias al pequeño milagro que había realizado el agente de viajes de Nick. Sin embargo, el señor Lowery seguía sin dar señales de vida. Un detective y la directora de la residencia, una mujer comprensiblemente angustiada llamada Alicia, nos saludaron y nos condujeron hasta una sala de estar.

—Señor Lowery —dijo a Nick—, le ruego acepte mis más sinceras disculpas por este incidente. Por lo visto uno de los miembros más recientes de nuestro personal desconectó la alarma de la puerta de entrada sin darse cuenta y...

—Ya hablaremos de lo que pasó más tarde —repuso Nick con tono cortante—. Lo que me interesa saber es qué están haciendo en este mismo instante, dónde le han estado buscando, qué llevaba puesto mi padre y cuántas personas están buscándole.

Inmediatamente nos pusieron al tanto de todos los esfuerzos que estaban realizando (cobertura informativa en los medios de comunicación, carteles con fotos en las inmediaciones, uso de unidades caninas especializadas...). Nos entregaron uno de los folletos que estaban dando con la imagen del padre de Nick. En cuanto lo vi se me encogió el corazón. El señor «llámame Ted» Lowery había envejecido considerablemente. Tenía el cabello fino y blanco y un rostro flácido con expresión dulce. Por lo que recordaba, no debía de tener más de sesenta y cinco años, pero aparentaba ochenta.

—¿Hay algún lugar al que pudiera haber querido ir, Nick? —pregunté cuando terminaron de informarnos. De algo tenía que servirme haber visto todos los capítulos de Ley y Orden.

—Estaba a punto de hacerle esa misma pregunta —reconoció el detective García.

Nick se pasó una mano por el pelo.

—¿Han llamado a su antigua empresa? —quiso saber él—. Puede que haya ido allí.

Una rápida llamada al lugar confirmó que el señor Lowery no había pasado por el edificio de Madison Avenue, y aunque era poco probable que en sus condiciones pudiera encontrar el camino de regreso a su anterior domicilio, en Westchester County, avisaron a los actuales propietarios para que llamaran en caso de que lo vieran.

Ni Lila ni Jason habían respondido a las llamadas de Nick.

—¿Algún lugar al que le tuviera especial cariño, Nick? —seguí preguntando—. ¿Central Park? ¿Su restaurante favorito? ¿El zoo? —Vacilé un segundo—. ¿Algún sitio al que os llevara cuando eráis niños?

Nick me miró durante un instante y se dejó caer sobre una silla.

—No tengo ni idea —admitió. Por supuesto, Ted no se había tomado la molestia de llevarle a ningún sitio—. Puede que Jason sí que lo sepa. —Cerró los ojos—. Está bien, no pienso quedarme aquí sentado sin hacer nada. Iré al parque. ¿Qué llevaba puesto esta mañana?

La directora miró con inquietud al detective García.

—Bueno —dijo tras unos segundos—, tenemos la grabación de la cámara de seguridad que hay en la entrada. En ella se ve perfectamente a su padre salir en dirección oeste.

La directora señaló una pantalla, pulsó el botón correspondiente y ante nuestros ojos apareció la entrada del Centro Roosevelt. Instantes después aparecía un hombre atravesando la puerta.

La calidad de la imagen era perfecta. Efectivamente se trataba del señor Lowery, llevando lo que parecía ser una americana encima de una camiseta negra y unas zapatillas de deporte.

Y nada más. Nada de pantalones ni ninguna otra cosa.

Agarré a Coco con un poco más de fuerza.

—Maldita sea —masculló Nick—. ¿Se está paseando por la ciudad, con el trasero al aire? —Me mordí el labio. Nick me miró—. No se te ocurra reírte —me advirtió, pero su boca ya se estaba torciendo hacia arriba.

—Claro que no. No tiene ninguna gracia —acordé—. Voy contigo, Nick.

Coco, Nick y yo, nos hicimos con un montón de folletos y nos dirigimos al oeste, hacia el parque y el Museo Mile, más allá de las casas de caliza y ladrillo adornadas con balcones de hierro forjado de los ricos. En un momento dado pasamos delante de un vagabundo que dormitaba junto a unos contenedores de basura, frente a una preciosa casa de piedra rojiza. No era el señor Lowery, pero Nick lo miró detenidamente para cerciorarse y después sacó un billete de veinte dólares de su cartera y lo entremetió en una de las botas del hombre.

—Creía que el alcalde estaba en contra de esto.

—Que le den al alcalde —repuso Nick.

Prácticamente tuve que ir corriendo para mantenerme a su altura. A Coco, sin embargo, le encantó aquel ritmo y trotó felizmente a nuestro lado. A pesar de ir casi todos los días en bicicleta al trabajo, cuando llegamos a la Quinta Avenida estaba jadeando. Hacía mucho calor y el ambiente estaba cargado de humedad.

—Nick, ¿podemos ir un poco más despacio?

—Mi padre está aquí fuera, Dios sabe dónde —respondió tenso, cruzando la calle con el semáforo en rojo. Tragué saliva y fui detrás de él. Nunca había sido una experta en el arte de cruzar en plan temerario.

—Nick, espera. —Le agarré de la mano y le hice detenerse—. Solo... espera.

—Harper... —Tenía la voz quebrada. Le abracé y le di un beso en el cuello.

—Tranquilo, todo va a salir bien, ya lo verás. Pero estamos en una ciudad inmensa. Vamos a intentar razonar un poco porque no podemos recorrernos todo Manhattan sin más. ¿Dónde crees que podría ir?

Se echó hacia atrás y se frotó los ojos.

—No lo sé, Harper. Nunca hicimos muchas cosas juntos. Si el imbécil de Jason me devolviera la llamada, tal vez me diera alguna idea. Pero ahora mismo no se me ocurre ningún lugar.

—Está bien. ¿Qué es lo que sabemos? No ha ido a su antiguo trabajo. ¿Hay algo que le gustara en especial? No sé... ¿Los dinosaurios? Puede que haya ido al Museo de Ciencias Naturales.

Nick se encogió de hombros.

—No creo.

—¿Qué me dices de los caballos? Solía montar, ¿verdad? ¿No hay ningún picadero cerca?

El rostro de Nick se iluminó.

—Eres un genio, Harper. —Y se fue corriendo a parar a un taxi.

* * *

Dos horas más tarde, regresamos con las manos vacías. No habíamos encontrado rastro alguno del señor Lowery, ni en ninguno de los dos picaderos de la zona, ni en el centro recreativo del parque, donde se podía pasear a caballo. Nick había llamado a la policía, comentándoles que su padre podía estar en algún sitio donde hubiera caballos, y también se pusieron a buscarle con esa premisa en mente, pero obtuvieron los mismos resultados que nosotros.

Repartimos un montón de folletos, hablamos con todo el mundo que pudimos, pero las expectativas cada vez eran peores. En ese momento estábamos andando por Central Park, que estaba lleno de sus habituales visitantes: turistas de todo el mundo, gente corriendo, estudiantes descansando sobre la hierba, niños subiéndose por las piedras... Me había olvidado de lo ruidosa que era Nueva York con todo ese tráfico, los cláxones pitando constantemente, las sirenas de la policía, bomberos y ambulancias, las conversaciones de la gente, los músicos que se ganaban la vida en la calle...

Nick había estado en contacto con la policía y la residencia cada quince minutos. Por lo visto, habían tenido varios avisos de personas que decían haber visto a algún hombre parecido a su padre, pero ninguno resultó ser el verdadero señor Lowery.

A media que iba avanzando el día me sentía más pegajosa y sucia, y la ansiedad estaba ganando la batalla. Estaba muerta de hambre ya que mi última comida, si es que podía llamarse así, había sido una bolsa de galletitas saladas que me dieron en el avión. Mientras Nick seguía al teléfono, compré un perrito caliente en un puesto de comida rápida —solo tenía dinero en efectivo para uno—. Había llevado durante bastante tiempo a Coco en brazos, preocupada por los efectos que el asfalto podía tener en sus pequeñas patas, y los tenía un poco entumecidos. Puede que pesara poco más de tres kilos y medio, pero llegó un momento en que tuve la sensación de estar llevando en brazos a un gran danés.

Resultaba difícil no ponerse en el peor de los casos. El pobre señor Lowery vagando en mitad de la autopista, o cayéndose en el río East, o que algún delincuente le hiciera algo. Me dolía en el alma ver así a Nick. Estaba demostrando ser un hijo de lo más devoto, a pesar del poco caso que le había hecho su padre.

Jason llamó. Estaba en un casino en Las Vegas y tampoco tenía ni idea de dónde podía haber ido su padre adoptivo. Chris seguía fuera de cobertura, pero Nick le dejó otro mensaje.

—Lo encontraremos —dije, no muy convencida de mis palabras. Nick asintió, aunque le noté muy desanimado.

Entonces el teléfono sonó de nuevo. Nick contestó y su expresión cambió al instante.

—¿Dónde? Está bien. Vamos para allá. —Colgó, me tomó de la mano y empezó a correr por la calle—. Tenías razón —comentó—. Alguien ha visto a un hombre sin pantalones en la zona de los coches de caballos. ¡Taxi! —Un vehículo amarillo se salió del tráfico y se acercó a nosotros. Nick abrió la puerta y nos metimos dentro. Coco se subió a mi regazo y yo agradecí al cielo el poder descansar un poco.

—Déjeme en la esquina de la Quinta con la 59 —explicó Nick al taxista. Después se volvió hacia mí—. Cuando llegó la policía, mi padre ya se había ido, pero otra persona le vio ir calle abajo por la Quinta, así que... —Su voz estaba llena de esperanza y no dejaba de mover insistentemente la rodilla.

Estaba claro que la policía estaba haciendo su trabajo, porque había un buen número de patrullas en la zona de la Quinta donde se alineaban los coches de caballos frente al hotel Plaza. El teléfono de Nick volvió a sonar.

—¿Sí? De acuerdo. Sí, está bien. —Colgó—. Otro posible avistamiento en la catedral de San Patricio. —Dio un pequeño golpe a la mampara de plexiglás—. Continúe por la Quinta. Y vaya muy despacio, por favor. Estoy buscando a mi padre.

Pasamos la enorme tienda de juguetes FAO Schwartz, los estudios de la CBS, el lujoso gran almacén Bergdorf Goodman y Tiffany’s, así como otros negocios que no estaban cuando viví allí, como Niketown o Abercrombie. También vi la tienda de Rolex, la joyería de Cartier y la iglesia episcopaliana de Santo Tomás, un precioso templo con vidrieras azules y un altar de mármol blanco en el que me refugié del calor una tarde de un día de verano. El centro de la ciudad estaba atestado, lo que era de lo más normal teniendo en cuenta que estábamos en plena hora punta.

—Qué raro que nadie haya parado a un anciano sin pantalones —murmuré, mirando por la ventanilla. Aunque tratándose de Nueva York, pocas cosas podían ser raras.

—Sí —asintió Nick, mordisqueándose la uña del pulgar. Cuando estábamos a la altura de la catedral, su teléfono volvió a sonar justo cuando el taxista se disponía a aparcar—. Mierda. ¿Dónde? De acuerdo. —Colgó—. Continúe, por favor —pidió al conductor.

—Lo que usted diga, señor —respondió el hombre, mirando por el espejo retrovisor.

—Han recibido una llamada de alguien que le ha visto deambulando un poco más lejos —me informó Nick, sin apartar la vista de la ventanilla—. Hay agentes por todo San Patricio, pero todavía no han dado con él.

Solo media manzana después, Nick se echó bruscamente hacia delante.

—¡Alto! ¡Pare! Ahí está.

Seguí la dirección hacia donde apuntaba su dedo y sí, se trataba del señor Lowery, aunque si me lo hubiera encontrado por la calle en otras circunstancias no le hubiera reconocido. Iba arrastrando los pies frente al engalanado edificio de Saks, y sin pantalones, como pude observar. Había mucho tráfico, así que Nick no se molestó en esperar a que el taxista nos dejara junto a la acera, sino que le dio unos cuantos billetes y se bajó del taxi antes de que este se parara por completo. Después, trató de esquivar a los automóviles como mejor pudo, acompañado de un coro de bocinazos.

—¡Ten cuidado! —grité.

El taxista se detuvo por fin, pero en la acera de enfrente de Saks. Salí del vehículo con Coco y comprobé que el tráfico se cernía frente a mí como si de un sólido muro se tratara.

—Buena suerte —se despidió el hombre.

—Gracias.

Maldije por lo bajo, pues era incapaz de ver a Nick o a su padre. Un momento... Sí, ahí estaba Nick, metiéndose dentro de Saks. Seguro que los vigilantes de seguridad habían parado al señor Lowery.

Llevando a Coco en brazos —cada vez me pesaba más— corrí hasta la esquina de la calle para cruzar por el semáforo, esquivando y chocándome con mucha gente.

—Lo siento —me disculpé, mientras esperaba impacientemente a que la luz cambiara, determinada a no desafiar a la muerte cruzando en rojo.

Pero entonces vi al señor Lowery. No estaba en Saks, sino que seguía andando por la calle, sin pantalones y rascándose la... ¡Dios!, ¿dónde estaba la policía cuando la necesitabas? Y Nick estaba dentro de los grandes almacenes.

Por lo menos ahora el señor Lowery estaba llamando algo la atención; los transeúntes le miraban, agarraban a sus hijos y se alejaban de él mientras cruzaba la intersección. Entonces el padre de Nick alzó la mirada hacia la tienda que estaba situada en la esquina y decidió entrar.

Se trataba de American Girl Place, el bastión de la feminidad juvenil y un lugar lleno de muñecas, ropa y fiestas de té... al que ahora había que añadirle un hombre medio desnudo.

—Joder —mascullé.

En ese preciso instante cambió la luz del semáforo, así que salí disparada hacia el vestíbulo de la tienda, que estaba lleno de docenas de niñas con sus padres, portando bolsas rojas con el logotipo blanco de la casa. Sujeté con más fuerza a Coco, que se retorcía entusiasmada, me puse de puntillas y miré en todas las direcciones. No veía al señor Lowery por ninguna parte. ¡Por Dios! ¿Dónde se había metido? Era imposible que pasara desapercibido en un lugar como aquel.

Ah, allí estaba, desapareciendo detrás de una vitrina de sonrientes muñecas con leotardos de color púrpura.

—¡Mami! —dijo una niña—. Le estoy viendo a ese hombre el...

—¡Oh, Dios mío! —grité a pleno pulmón—. ¡Justin Bieber está ahí fuera! ¡Acabo de ver a Justin Bieber!

El aire se llenó de chillidos histéricos y decenas de preadolescentes salieron en estampida hacia la puerta. Como estaba en medio, recibí unos cuantos pisotones y codazos, pero salí indemne y satisfecha por haber evitado que cientos de niñas conocieran de primera mano la anatomía masculina de la tercera edad. Esquivando a las últimas chillonas, corrí hacia el lugar donde había visto por última vez al padre de Nick.

Al pasar delante de una vigilante de seguridad —que obviamente no estaba haciendo bien su trabajo— Coco ladró.

—No se admiten perros, señora —informó cortante.

—Sí, y tampoco hombres desnudos, pero eso es lo que tiene ahora mismo aquí dentro, así que será mejor que haga la vista gorda. —Grité por encima del hombro. Frente a mí tenía unas escaleras mecánicas y un pasillo a la derecha. Vacilé durante un segundo y decidí subir las escaleras. ¡Menos mal! Allí estaba, justo al lado del mostrador para envolver los regalos. Iba despeinado y llevaba el calzado sucio. La joven dependienta que había detrás del mostrador no debió de darse cuenta de que iba desnudo de cintura para abajo, excepto por las zapatillas, porque le preguntó muy amablemente:

—¿En qué puedo ayudarle, señor?

—¿Señor Lowery? —le llamé. No se dio la vuelta. La vigilante de seguridad llegó en ese momento, respirando con dificultad—. ¿Tiene algo de ropa que podamos ponerle? —pregunté en un susurro.

—¿Como qué? ¿Un pijama de princesa? —masculló—. Mi turno terminó hace dos minutos.

—Ayúdeme un poco. Considérelo como su buena acción del día, ¿de acuerdo? —Me aclaré la garganta—. ¿Señor Lowery? ¿Ted? —Cuando se dio la vuelta y le vi de cerca se me cayó el alma a los pies—. Hola —dije—. ¿Cómo se encuentra? Hace mucho tiempo que no nos vemos. —Sonreí, en un intento por deshacer el nudo que se me había formado en la garganta. Se parecía muy poco al hombre que una vez conocí; aquel petulante que había ignorado por completo a su primogénito. No, aquel anciano parecía confuso, perdido y mucho mayor de lo que era.

—¿La... conozco? —balbuceó él.

—Soy la mujer de su hijo —dije.

—¿De Jason? ¿Jason se ha casado? —Frunció el ceño.

—No. Soy la mujer de Nick. Harper. ¿Recuerda?

—¿Nick?

—Sí. Nick, su hijo mayor. —Volví a sonreír y me acerqué a él muy despacio. Al fin y al cabo aquel hombre llevaba burlando a la policía de Nueva York todo el día y no lo quería paseando de esa guisa por una tienda llena de niñas.

—Oh, sí. Tengo varios hijos. Todos muchachos.

—Y muy buenos. Tan guapos como su padre, ¿verdad?

El comentario le arrancó una sonrisa y ahí pude ver un reflejo del hombre que una vez fue.

—Qué perro tan bonito —comentó, extendiendo una mano para acariciar a Coco. Bendito fuera el noble corazón de mi pequeña, porque le dio un lametazo a modo de saludo. El señor Lowery sonrió de nuevo—. ¿Me lo deja un rato?

—Claro. Pero es una hembra.

—Yo solo tengo hijos.

La vigilante se acercó con una manta.

—Es lo mejor que he podido encontrar. Tenga —informó con mejor humor esta vez.

—Ahora voy a llamar a Nick, ¿de acuerdo, señor Lowery? Ha estado de viaje y está deseando verle.

El que antaño fuera mi suegro me miró y sonrió de oreja a oreja. La sombra de su antigua personalidad revoloteó en su rostro.

—Puedes llamarme Ted.