Capítulo Cinco
Le sonó el móvil. Era Adam.
—¿Estabas trabajando? ¿Te he interrumpido?
—No, estaba tomándome un descanso —respondió ella.
—Estupendo. Mi padre quiere hablar contigo, si no te importa.
—No, no me importa —Kerry contuvo una repentina desilusión. No la había llamado para charlar. De no ser por el fingido noviazgo, no la habría llamado desde Inverness.
—Kerry, gracias por el libro, hija. No deberías haberte molestado —le dijo Donald.
—No ha sido ninguna molesta. ¿Cómo se encuentra, señor McRae?
—Llámame Donald, por favor, y tutéame. Y estoy bien, gracias. No sé por qué se han alborotado tanto.
—Adam le está dando órdenes, ¿verdad?
—No te lo puedes imaginar. Que a ver qué como, que a ver qué bebo… hasta me ha dicho que me ponga a jugar al golf. ¡Al golf! —exclamó Donald con desdén.
—Bueno, supongo que es mejor que subir y bajar montañas corriendo —dijo Kerry.
—Pero el golf… ¡Qué asco! —Donald suspiró—. Es igual de mandón que su madre.
Kerry nunca había oído bromear así en su casa.
—¿Es Mozart lo que se oye? —le preguntó Donald.
—Sí. Sonata para piano.
—La número once —se apresuró Donald a decir—. Preciosa. Me alegro de que mi hijo tenga una novia con buen gusto.
Kerry se echó a reír.
—Adam no opina así.
—Ya, pero él no tiene gusto y tú y yo sí.
—Por supuesto. Mi mejor amiga es violinista. Si su cuarteto toca en Edimburgo en los próximos meses, te sacaré entradas para el concierto.
—Eso sería estupendo, hija. Y mejor aún si pudieras venir, aunque fuera sin Adam. A mi mujer y a mí nos encantaría verte. A propósito de verte, ¿cuándo vas a venir para que te conozcamos?
La pregunta la tomó por sorpresa; había esperado algo así de la madre de Adam, pero no de su padre.
—Bueno, en estos momentos estoy hasta arriba de trabajo. Pero iré pronto —contestó ella.
—En ese caso, iremos nosotros a conocerte. Cuando el tirano de mi hijo me dé permiso para viajar —dijo Donald.
Adam y ella no habían pensado en esa posibilidad.
—Eso sería estupendo —dijo Kerry con la esperanza de que no se le hubiera notado el pánico que sentía en la voz.
—A ver si puede ser pronto —añadió Donald—. Bueno, hija, te voy a dejar; al parecer, tengo que descansar. Me lo está diciendo el médico —añadió Donald con desdén.
Kerry lanzó una carcajada.
—Cuídate.
—Y tú.
Le resultó extraño ver a su padre hablando con su novia. Kerry, desde luego, estaba representando bien su papel, Donald bromeaba y estaba de buen humor.
Pero lo más extraño fue que él había sentido lo mismo al hablar con ella, como si se hubiera iluminado el mundo. Una locura. Kerry era su amiga. No debería sentir otra cosa, no debería echarla de menos y, por supuesto, no debería pensar en ese beso que no se habían dado.
—Pareces distraído, hijo —dijo Donald.
—¿Yo? No, nada de eso.
—¿Echas de menos a tu chica?
—Sí —respondió Adam con sinceridad.
Echaba de menos a Kerry y estaba asustado.
Kerry cortó la comunicación y se recostó en el respaldo del asiento. Sería muy fácil enamorarse de Adam. A su padre le gustaba la música clásica, a su madre le gustaban los colores y el diseño y los dos la recibirían con los brazos abiertos en el seno de su familia.
Aquello iba a acabar mal. Los padres de Adam, al final, iban a sufrir. No se merecían ese montón de mentiras.
Adam y ella tenían que hablar. Cuanto antes mejor. Así que le envió un mensaje al móvil:
Ven a cenar cuando vuelvas de Escocia. ¿El miércoles a las siete y media de la tarde?
Adam tardó unas horas en contestar. La respuesta fue breve: Bien. Yo llevaré el postre.
El miércoles por la tarde, a las siete y media, sonó el timbre de la casa de Kerry.
—Hola —Adam le sonrió, en la mano llevaba una bolsa de plástico—. Era el postre. Fresas con nata.
Después de dejarle pasar, Kerry cerró la puerta.
—¿Qué tal está tu padre?
—Ahí anda —respondió Adam mientras ella metía las fresas y la nata en el frigorífico.
—Mmm. Huele muy bien.
—Cerdo asado. Estará listo dentro de unos diez minutos. ¿Te apetece un vino?
—Sí, gracias —Adam agarró la copa de vino tinto que ella le dio y la siguió al cuarto de estar. Allí, se sentó en el sofá—. Supongo que no querrás cambiar de música, ¿verdad?
—No. Está música es muy relajante.
Mozart. Su preferido.
—Con Mozart te has ganado a mi padre. Le encanta.
—Quizá sea por eso por lo que tú no lo soportas. Todavía te estás rebelando contra tus padres —Kerry se echó a reír y se sentó con él en el sofá—. La mayoría de los hombres de treinta años ya han dejado de rebelarse contra sus padres.
—Ya —Adam no picó el anzuelo.
—Me ha dicho que no quiere jugar al golf.
—No es la única opción. Pero necesita hacer ejercicio, aunque suave y poco a poco. Por eso es por lo que se me ocurrió el golf, se anda mucho y también se socializa. Aunque también podría comprarse un perro y llevarlo a pasear —Adam sacudió la cabeza—. ¿Sabes qué me contestó cuando le dije que necesitaba hacer algo de ejercicio? Me amenazó con meterse en el club de squash local. ¡Acaba de tener un infarto y quiere hacer un deporte que da infartos! Mi padre es imposible.
—No sabes la suerte que tienes —dijo Kerry antes de darse cuenta de lo que decía—. Tus padres son estupendos, Adam. Tus padres se preocupan por ti y mira la forma en la que me han aceptado, a una perfecta desconocida. Hablan conmigo por teléfono y se interesan por mí.
Justo lo contrario de sus padres, que jamás se habían interesado por ella, ni siquiera cuando vivía con ellos.
—Lo siento. Supongo que eras pequeña cuando tus padres murieron —dijo Adam.
Kerry se llenó los pulmones de aire.
—Mis padres no están muertos.
—¿No? —Adam la miró perplejo.
—Bueno, no, que yo sepa —no tenía ni idea de si vivían o no. Tampoco tenía interés en averiguarlo.
—¿Te apetece hablarme de ello? —Adam le tomó una mano y se la apretó.
—Eso no cambiaría nada.
—Pero puede que te haga sentir mejor.
¿Sería posible? No estaba segura. Sin embargo, acabó diciendo:
—Mi madre nos abandonó cuando yo tenía trece años porque estaba harta de las aventuras amorosas de mi padre.
—¿Y no te llevó con ella?
Kerry se encogió de hombros.
—Tengo la sensación de que a ella tampoco le hacía gracia sentirse atada. Además, no sabía qué iba a hacer ni adónde iba a ir. Supongo que pensaría que si me quedaba con mi padre al menos seguiría yendo al colegio y mi vida no cambiaría tanto; por el contrario, si me llevaba con ella, podría acabar yendo a docenas de escuelas en docenas de sitios diferentes. Quizá incluso en el extranjero.
—¿Y qué pasó?
—Como he dicho, mi padre tenía montones de novias. Yo, harta de que no me hiciera ni caso, empecé a portarme muy mal con el fin de llamar la atención.
—¿Tú portándote mal? —Adam sacudió la cabeza—. Eso no me lo creo.
—Puedes creerlo porque es verdad. Hacía novillos en el colegio, no estudiaba, contestaba mal a los profesores y me pillaron fumando porque fumaba en sitios que sabía que podían verme. Al final, me expulsaron del colegio —la directora había llamado a su padre, que se puso furioso con ella—. Mi padre me envió entonces a un internado. Ya sabes, ojos que no ven, corazón que no siente.
—Eso es terrible. Lo siento. Yo creía que…
—¿Que me había criado en un orfanato? —Kerry sonrió tristemente—. Sí, acabé en uno. Como odiaba el internado, pensó que si lograba que me expulsaran mi padre me llevaría de vuelta a casa. Así que me porté todo lo mal que pude.
—¿Y te llevó a casa? —preguntó Adam.
—No. Como no sabía qué hacer conmigo, se puso en contacto con los servicios sociales para que ellos se encargaran de mí. Me metieron en un orfanato.
Adam lanzó una maldición.
—¿Cómo pudo hacerle eso a su propia hija?
Era una pregunta que Kerry se había hecho muchas veces. Al final, había llegado a una conclusión.
—Porque le molestaba —respondió Kerry sacudiendo la cabeza—. Pasé meses esperando a que vinieran a por mí, él o mi madre, pero no lo hicieron. Cuando me di cuenta de que ninguno de los dos iba a venir, lo pasé muy mal. Tenía quince años, pero parecía que tenía dieciocho. Bebía, fumaba, no iba al colegio y me reunía con gente de mi edad completamente marginada —Kerry respiró hondo—. Pasé por tres casas de acogida en tres meses.
—¿Y qué pasó? —preguntó Adam con voz queda.
—Me llevaron a un orfanato a cien kilómetros de donde vivía. En la nueva escuela, la primera clase a la que asistí fue la clase de química. Todavía me acuerdo. El profesor nos mostró lo que pasaba cuando se calienta el permanganato de potasio.
—Ya, cuando se convierte en un volcán —dijo Adam.
Kerry asintió.
—Aquello me fascinó. Me saltaba otras clases, pero la de química nunca. Un sábado, mi profesora de química, la señorita Barnes, vino al orfanato y me llevó a un restaurante a almorzar para hablar conmigo. Se me daban bien la química y el arte, así que sugirió que estudiara pirotecnia. Me dijo que, si seguía como hasta ahora, lo único que conseguiría era ser infeliz. Me dijo que debía superar el pasado. Y luego me dijo algo que no se me olvidará nunca: «La mejor venganza es vivir bien».
—Y lo has conseguido. Has logrado el éxito. Pasarás a la historia como la persona que consiguió crear un fuego artificial verde mar.
De repente, Kerry se dio cuenta de que Adam creía en ella. Tenía auténtica fe en ella.
Lo que significaba que era la única persona, aparte de la señorita Barnes y Trish, que creía en ella.
—¿Ves alguna vez a tus padres? —preguntó Adam con voz queda.
—No —Kerry tragó saliva—. Supongo que los encontraría si quisiera, pero ya no tengo nada que ver con ellos. Si no estaban interesados en mí antes, ¿por qué iban a estarlo ahora?
—Quizá hayan madurado —sugirió Adam.
—La verdad es que ya no me importan. Ya no les necesito. Me valgo por mí misma.
Antes de que Adam pudiera decir nada sonó el detector de humo y Kerry se dio cuenta de lo que pasaba.
—¡Oh, no, se ha quemado la cena!
Corrió a la cocina, retiró los cacharros del fuego y abrió la ventana. El cerdo estaba totalmente quemado, las patatas estaban hechas una masa pegada a la cacerola.
Tenía ganas de echarse a llorar, pero ya no lloraba nunca. Y mucho menos por haber quemado la cena.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Adam entrando en la cocina.
—Nada, gracias.
Fue entonces cuando vio el brillo de unas lágrimas en los ojos de Kerry, pero sabía que no lloraba por haber quemado la cena.
No quería verla triste y, mucho menos, si él podía hacer algo por evitarlo.
Adam la rodeó con un brazo.
—Ahora mismo vas a ir a lavarte la cara y yo te voy a llevar a una pizzería —Adam le acarició el cabello—. En mi opinión, teniendo en cuenta lo mal que te lo hicieron pasar tus padres, es increíble todo lo que has conseguido. Y no te preocupes, no le contaré a nadie lo que me has contado.
Kerry tembló.
—Vamos, déjame, tengo la cara toda mojada.
—¿Desde cuándo no llorabas?
—No lloro por mis padres, no se lo merecen —dijo ella apretando los dientes—. Y no lloro nunca.
—Kerry, las lágrimas no son un signo de debilidad, sirven para sanar —Adam se apartó de ella lo suficiente para poder verle la cara—. Lo que me has contado no cambia nada entre tú y yo. Es más, quizá, ahora que sé todo lo que has pasado, te admire un poco más.
En ese momento, Adam ya no pudo controlarse más. Bajó el rostro y la besó.