CAPITULO XIII

Juan encuentra a Camila en la calle; va acompañada por su madre, por su padre y por el joven Richmond; hacen detener el coche y le hablan amablemente.

Camila, cogiéndole el brazo, dice:

—No viniste a casa. Tuvimos una gran fiesta, ¿sabes?; te esperamos hasta el último momento, pero no viniste.

—No pude ir —responde.

—Perdóname que no haya subido a verte desde entonces —prosigue ella—. Iré uno de estos días, puedes contar con ello. Iré cuando Richmond se haya marchado. ¡Señor, qué fiesta tuvimos! Victoria se puso enferma y fue preciso conducirla a su casa en coche. ¿Te lo han contado? Iré pronto a verla. Debe de estar mejor; quizás esté del todo repuesta. He regalado a Richmond un medallón muy semejante al tuyo… Oye, Juan: debes prometerme que te ocuparás de tu estufa; cuando escribes, te olvidas de todo lo demás, y en tu habitación hace un frío de mil demonios. Vamos, es preciso que se lo pidas a la sirvienta.

—Sí, se lo pediré a la sirvienta —contesta.

La señora Seier le habla también, interesándose por su trabajo: ¿qué tal marchaba aquello de la historia de «La Generación»? Ansiaba ver su próxima obra.

Juan responde a todas estas preguntas, saluda muy ceremoniosamente y mira alejarse el coche… ¡Qué poco le concernía todo aquello: aquel coche, aquellas personas, aquella chismografía! Con el espíritu frío y vacío prosiguió el camino hasta su casa. Frente a su puerta paseaba un hombre, un antiguo conocido, el exmaestro del castillo.

Juan le saludó.

Llevaba un sobretodo largo y grueso, cuidadosamente cepillado, y tenía un aire audaz y resuelto.

—Aquí ve usted a su amigo y colega —le dijo—. Deje que estreche su mano, joven. Desde que le vi, Dios dirigió mis pasos maravillosamente; me he casado, tengo un hogar, un jardincito y una esposa. ¿Ve usted?, todavía ocurren milagros en la vida. ¿Tiene usted algo que decir a mi última observación?

Juan lo miró, atónito.

—Bien, lo aprueba. Voy a explicárselo; he dado lecciones a su hijo. Pues tiene un hijo; el retoño data de su primer matrimonio: ha estado ya casada; desde luego, era viuda. Me casé, pues, con una viuda. Usted puede objetar que esto casi no podía presagiarse en mí, dados mis principios; pero aquí me tiene casado con una viuda. En cuanto al hijo, eso pertenecía a su vida pasada. En fin, yo me paseaba por allí contemplando el jardín y la viuda, y pasaba algunos ratos devanándome los sesos con ideas profundas a propósito del asunto. De pronto me decido y digo para mí: «Bueno, aunque esto no se pueda presagiar de tus principios, etc., a pesar de todo, lo hago, ¡chócala!». Pues verosímilmente estaba escrito. Así ocurrió.

—¡Mi enhorabuena! —le dijo Juan.

—¡Bah! Ni una palabra más. Sé lo que va usted a decir. «¿Y la otra, la primera? —dirá usted—. ¿Ha olvidado el eterno amor de su juventud?». Es precisamente esto lo que usted va a decirme, ¿no es cierto? Y, por mi parte, mi muy honorable colega, ¿es que me atreveré yo a recordarle la suerte que corrió mi primero, mi único y eterno amor? ¿No aceptó ella a un capitán de artillería? En resumen, voy a hacerle todavía una pequeña pregunta: ¿Ha visto usted nunca, nunca, que un hombre obtuviera aquella que debía obtener? Yo, no. Existe un mito referente a un hombre a quien Dios escuchó el ruego de obtener su primero y único amor. Mas esto no le proporcionó gran felicidad. ¿Por qué?, me preguntará, de nuevo, usted. Pues le contesto que no, por esta sencilla razón que voy a decirle: porque seguidamente ella murió, ¿entiende usted?, ¡ja, ja, ja!, inmediatamente después. Siempre pasa así. Naturalmente, uno no tiene la mujer que debería tener. Y si, por casualidad, se presenta un caso, único (¡nada más, al fin y al cabo, que lo que es de justicia!, ¡qué diablo!), ella se apresura a morir… Siempre ocurren singularidades. Y, como consecuencia, ahí tiene usted al marido obligado a solicitar otro amor, dentro de la más bella variedad posible, y que no muere forzosamente por este cambio. Le digo que la naturaleza lo tiene todo tan sabiamente dispuesto, que esto se sufre perfectamente bien. No tiene usted mas que mirarme a mí.

Juan le dice:

—Ya veo que se encuentra bien.

—Yo, a las mil maravillas. Escuche, observe, mire: Un océano de penas ilusorias, ¿ha podido aniquilar mi persona? Tengo ropas, zapatos, casa, hogar, esposa, niños (muy cierto, el retoño), y, a propósito, mis poesías… Voy a contestarle inmediatamente a este respecto. ¡Oh, mi joven colega!, soy más viejo que usted y quizás algo mejor dotado por la naturaleza. Mis poesías están en el cajón. Serán editadas después de mi muerte. Objetará usted que no sacaré de ello ningún provecho. Y en eso también se equivoca: en primer término, traen la dicha a mi hogar. Por la noche, cuando la lámpara está encendida, abro el cajón, sacó mis poemas y se los leo en voz alta a mi esposa y al muchacho. Ella tiene cuarenta años, él doce, y los dos están encantados. Si un día viene usted a visitarnos, se le dará cena y además un ponche. Así, queda usted invitado. ¡Que Dios le guarde!

Le dio la mano a Juan y, a boca de jarro, le preguntó:

—¿Tiene usted noticias de Victoria?

—¿De Victoria? No…, es decir, hace un momento que oí hablar de ella…

—¿No la vio usted enflaquecerse, languidecer, con los ojos cada vez más hundidos?

—No la he visto más desde la primavera, allá abajo. ¿Sigue enferma?

El preceptor, con dureza cómica y dando golpes con el pie, respondió:

—Sí.

—Acaban de decirme… No, no la vi enflaquecer, no la encontré más. ¿Está muy enferma?

—Mucho. Probablemente ha muerto, ¿sabe usted?

Juan, azorado, miró ora el hombre, ora la puerta, preguntando si debía entrar o quedarse; examinó nuevamente al hombre, su largo sobretodo, su sombrero. Sus facciones se contrajeron en una sonrisa tímida y dolorosa, como la de un indigente.

—Un ejemplo más —prosiguió el viejo maestro en tono de amenaza—; ¿puede usted dudarlo? Tampoco ella tuvo aquel que debía tener, su prometido desde la infancia, el joven y arrogante teniente. Una tarde sale de caza y un disparo de fusil le alcanza en mitad de la frente, partiéndole la cabeza. Y allí yace, víctima de las pequeñas extravagancias que Dios urdió para él. Victoria, su prometida, empieza a languidecer, un gusano la devora, perforando su corazón como un colador; nosotros, sus amigos, la hemos observado. Luego, hace algunos días concurrió a una velada en casa de la familia Seier. Me contó que usted debía asistir también, pero que no había comparecido. En fin, resumiendo, durante aquella velada agitóse por encima de sus propias fuerzas; los recuerdos de su amado la asaltaban, la volvían alegre por despecho, y bailó, bailó toda la noche como una loca. Después se desplomó y, bajo su cuerpo, el entarimado tiñóse de sangre; la levantaron, la llevaron fuera y la condujeron de nuevo a su casa en un coche. No le quedaba ya vida para mucho tiempo.

El maestro se acerca a Juan y, con voz ruda, le dice:

—Victoria ha muerto.

Con el gesto de un ciego, Juan extiende las manos y exclama:

—¿Muerta? ¿Cuándo ha muerto? ¡Ah, sí! ¿Victoria ha muerto?

—Está muerta —le contesta el maestro—. Ha muerto esta mañana, hace poco. —Se lleva la mano al bolsillo y saca un abultado sobre—. Y esta carta que usted ve, me la confió para que se la diera. Aquí la tiene. «Después de mi muerte», me dijo. Está muerta. Le entrego la carta. Mi misión ha terminado.

Y sin saludar, sin decir una palabra más, el maestro dio media vuelta, alejóse lentamente y desapareció.

Juan se quedó en la acera, con la carta entre las manos. Victoria estaba muerta. Pronuncia su nombre en voz alta, lo repite con voz impasible, casi endurecida. Echa una mirada al sobre y reconoce la letra; había mayúsculas y minúsculas, las líneas eran rectas y aquella que las había escrito estaba muerta.

Traspone el portal, sube la escalera, busca la llave, la desliza en la cerradura y abre. Su habitación estaba fría y oscura. Se sienta junto a la ventana y, a la postrera luz del día, lee la carta de Victoria:

«Querido Juan:

»Cuando leas esto, estaré muerta. Todo es muy extraño para mí ahora; ya no siento vergüenza con usted y le escribo como si no existiera ningún obstáculo. En otro tiempo, cuando estaba llena de vida, hubiera preferido sufrir noche y día antes que escribirle; pero ahora he empezado a morir, y ya no pienso así. Los extraños me han visto perder mi sangre, el doctor me ha examinado; no me queda más que una pequeña parte del pulmón: en tal caso ¿Por qué ruborizarse por cualquier cosa?

»Aquí, tendida en mi lecho, he reflexionado sobre las últimas palabras que le dije. Fue aquella tarde en el bosque. No pensaba entonces que eran mis últimas palabras; si no, me hubiese despedido de usted al mismo tiempo y le hubiese dado las gracias. En adelante, no le veré nunca más. ¡Cuánto siento también, ahora, no haber podido echarme a sus plantas, besar sus pies y la tierra que pisaba, no haber podido mostrarle cuánto le he amado, indeciblemente! Ayer, y todavía hoy, desde esta cama en que estoy acostada, hubiera querido tener fuerza suficiente para volver allá e ir por el bosque a hallar el sitio donde estábamos sentados cuando usted tenía mis manos entre las suyas; allí podría tenderme en el suelo intentando encontrar sus huellas y besar todos los brezos de alrededor. Pero en estos momentos no puedo, a menos que mi salud no mejore un poquito, como lo cree mamá.

»Querido Juan, ¡qué curioso es cuando se piensa: no haber logrado otra cosa que venir al mundo para amarle y despedirse ahora de la vida! ¡Qué extraño es permanecer acostada aquí, esperando el día y la hora! Paso a paso voy alejándome de la vida, de la calle, del estrépito de los carruajes; tampoco veré más la primavera, probablemente, y estas casas y las calles y los árboles del parque quedarán después de mí. Hoy me han hecho sentar en la cama y mirar un poco por la ventana. Allá, en la esquina, dos jóvenes se encontraron; saludáronse, se cogieron las manos y cambiaron unas palabras sonriendo. Y era para mí muy extraordinario entonces pensar que, acostada aquí, mirándoles, iba a morir. Me decía: “Estos dos seres ignoran que estoy aquí, esperando mi hora; pero, aunque lo supieran, continuarían hablando igual que en este momento…”. Esta noche, en la oscuridad, he creído llegada mi última hora; mi corazón paró sus latidos y me parecía sentir la eternidad que venía sobre mí, de lejos, como en un bramido. Un momento después volví de este alejamiento y recobré mi aliento. Fue una sensación completamente indescriptible. Quizá, como cree mamá, era sólo el recuerdo que me vino del río y del torrente de nuestra tierra.

»¡Dios mío, si usted supiese cómo le he querido, Juan! No he podido demostrárselo, por ser muchas las cosas que se alzaron entre nosotros dos; la primera, mi propio temperamento. Papá complacióse, también, en labrar su propia desdicha, y yo soy hija suya. Pero, ahora que voy a morir, y cuando ya es demasiado tarde, le escribo una vez más para decírselo. Me pregunto por qué lo hago; después de todo, esto debe serle a usted indiferente, y tanto más no estando yo viva. Pero quisiera estar cerca de usted hasta el fin para no sentirme más sola todavía. Me parece verle leyendo esto, veo sus hombros, sus manos sosteniendo la carta, sus movimientos al volver las páginas. No puedo mandar a buscarle, no tengo ningún derecho. Mamá quería avisarle, hace ya dos días, pero yo preferí escribirle. También prefería que me recordara tal como era antes de mi enfermedad. Recuerdo que usted… (aquí faltan algunas palabras)… mis ojos y mis cejas; pero tampoco mis ojos son ya como antes. He aquí también por qué no quisiera que viniese usted. Y le ruego asimismo que no venga a verme en mi ataúd. Cierto que seré poco más o menos como era en vida, sólo algo más pálida, y que estaré tendida, vestida con un traje amarillo; pero, así y todo, si viniese, se arrepentiría.

»He escrito esta carta en varias veces durante el día, y, no obstante, no he llegado a decirle la milésima parte de lo que quería. Morir es para mí tan horrible… No quiero, espero aún ardientemente, si Dios quiere, poder reponerme un poco, aunque no sea más que hasta la primavera. Entonces los días serán claros y habrá hojas en los árboles. Si me curase, seguro que nunca más sería mala con usted,

»¡Oh! ¿Qué ha sido de mi orgullo? ¿Dónde está mi valor? No soy hija de mi padre en estos momentos; pero es debido a que me han abandonado las fuerzas. He sufrido durante largo tiempo, Juan, mucho antes de estos últimos días. Sufrí cuando usted estaba en el extranjero, y, más tarde, desde que regresé de la ciudad, no hice otra cosa que sufrir cada día más. ¡Nunca había sabido cuán larga puede ser la noche…! Durante este tiempo, le vi dos veces en la calle; en una ocasión, usted pasó tarareando un estribillo muy cerca de mí, pero no me vio. Tenía la esperanza de encontrarle en casa de los Seier; pero usted no fue. No le habría hablado, no me habría acercado a usted; me habría contentado con verle de lejos. Pero usted no fue. Entonces pensé que tal vez era culpa mía… A las once, me puse a bailar, pues no podía resistir más la espera… Sí, Juan, le he amado, le he amado sólo a usted, toda mi vida. Es Victoria quien lo escribe y Dios lo lee por encima de mi hombro.

»Y ahora debo decirle adiós; ya casi es de noche y no veo. Adiós, Juan; gracias por cada día. Cuando levante el vuelo de la tierra, seguiré dándole gracias hasta el fin y pronunciaré su nombre a lo largo del camino. Adiós para toda la vida, y perdón por el daño que le he causado. ¡No haber podido pedírselo de rodillas!; pero ahora, en mi corazón, se lo pido. Adiós y gracias por cada día, por cada hora… Es todo cuanto puedo.

VICTORIA.

»He aquí la lámpara encendida. Ahora hay más claridad en mí. Me había amodorrado y alejado nuevamente de la tierra. Loado sea Dios; no era tan horrible para mí; incluso he oído un poco de música y, sobre todo, no había oscuridad. ¡Me siento tan aliviada…! Pero ahora no tengo ya fuerzas para escribirle. Adiós, amado mío…».

FIN