CAPITULO V

Llegó el otoño. Victoria había regresado al castillo, y la pequeña calle dormía como otras veces, entre las casas y el silencio. Mientras duraba la noche había luz en el cuarto de Juan; su lámpara se encendía al anochecer con las estrellas y se apagaba cuando empezaba a despuntar el día. Trabajaba encarnizadamente en su gran libro.

Pasaron semanas, meses. Vivía solo y no buscaba compañía alguna; no frecuentaba la casa de los Seier. A menudo su imaginación mofábase de él, haciéndole mezclar en su obra páginas imprevistas que seguidamente tenía que borrar y tirar. Esto le retrasaba mucho el trabajo. Un ruido en el silencio de la noche, el rodar de un carruaje por la calle, era suficiente para producir una sacudida en su espíritu y hacerle desviarse de su camino.

¡Cuidado! ¡Paso a este coche por la calle!

¿Por qué? Pero, realmente, ¿por qué apartarse de este coche? Pasa rodando; quizá en este momento está cerca del recodo. Tal vez un hombre sin abrigo, sin gorra, se inclina hacia, adelante presentando su cabeza; quiere ser aplastado, irremediablemente mutilado, aniquilado. El hombre quiere morir, es su propósito. Ya no abrocha su camisa, ha dejado de limpiar sus botas por la mañana; todo en él es desaliño; lleva al descubierto su enflaquecido pecho; va a morir… Un hombre en la agonía estaba escribiendo a un amigo suyo unas líneas, una pequeña súplica. El hombre murió, dejando esta carta, fechada y firmada, escrita con mayúsculas y minúsculas; no obstante, el que la escribió iba a morir dentro de una hora. ¡Qué extraño! Incluso había puesto la rúbrica habitual debajo de su nombre. Y una hora después, estaba muerto…

… Había otro hombre que permanecía acostado, solo, en un cuarto artesonado, pintado de azul. ¿Qué, todavía? Nada. Entre la inmensa multitud es él quien va a morir ahora. Este pensamiento lo domina; sueña con él hasta extenuarse. Ve que es de noche, el reloj de pared marca las ocho, y no puede concebir que no dé la hora; pero el reloj no suena. Ya son las ocho y algunos minutos; el reloj continúa haciendo tictac, mas no suena. ¡Pobre hombre!, tiene ya el cerebro dolorido y no ha oído el reloj que acaba de sonar… Rompe, en la pared, el retrato de su madre. ¿Qué haría en lo sucesivo de este retrato? ¿Por qué dejarlo cuando él va a partir? Sus ojos cansados se posan en el tiesto de flores que hay sobre la mesa, extiende la mano y dulcemente, pensativamente, atrae hacia él el gran tiesto y lo deja caer al suelo, donde se rompe. ¿Por qué había de quedar allí, entero? Echa por la ventana su boquilla de ámbar. ¿Qué haría con ella en lo sucesivo? De tal manera le parece evidente que no hay necesidad de que permanezca allí estando él. Una semana después, el hombre había muerto…

Juan se levanta, va de uno a otro extremo de la habitación. Su vecino de cuarto se despierta, han cesado sus ronquidos y deja oír ahora un suspiro, un gemido sordo. Juan se acerca de puntillas a la mesa y vuelve a sentarse. El gemido del viento entre los álamos le amedrenta. Estos viejos álamos deshojados tienen el aspecto de tristes fantasmas. Sus nudosas ramas gimen y crujen junto a la pared, y este ruido le recuerda el de una máquina de madera, el rechinar de una trilladora que marcha, marcha sin cesar.

Echa una mirada al papel y relee. Vamos, su imaginación lo ha extraviado nuevamente. ¡No tiene que hacer nada con la muerte, ni con el coche que pasa! Está escribiendo acerca de un jardín, el rico y verdeante jardín del castillo, próximo a su casa. Esto es lo que describe. Ahora este jardín está muerto, enterrado en la nieve, pero no es precisamente así como debe describirlo, pues ya no hay nieve; no es invierno, es primavera, con sus suaves fragancias, sus hálitos tiernos. Y es de noche. Allá abajo, el agua tranquila y profunda parece un lago de plomo. Los linderos de lilas, todos cubiertos de brotes y de hojas verdes saturan el aire con su perfume. La atmósfera está tan encalmada que se percibe el canto del gallo salvaje viniendo del otro lado de la bahía. En una de las avenidas del jardín está Victoria, de pie, sola, vestida de blanco, con sus veinte abriles. Su talle sobresale de los más altos rosales; dirige su mirada más allá del agua, hacia los bosques, hacia las montañas dormidas en la lejanía. Parece un alma blanca, errante por el verde jardín. Al oír un ruido de pasos en el camino, se adelanta hasta el pabellón oculto entre el follaje y, acodándose en el muro, se inclina y mira. Un hombre, abajo, en el camino, se quita el sombrero y se inclina en profunda reverencia. Ella le contesta con una ligera inclinación de cabeza. El hombre mira a su alrededor; nadie le observa. Avanza algunos pasos que le separan del muro. Entonces ella retrocede exclamando: «¡No, no!», y, en su gesto de temor, levanta la mano. «Victoria —le dice él—, era verdad, eternamente verdad lo que usted me decía; no debía imaginármelo, porque es imposible». «Sí —responde ella—; pero, entonces, ¿qué quiere usted de mí?». Él se ha colocado cerca de ella; sólo la pared los separa. «Lo que yo quiero —prosigue él—, véalo: no es otra cosa que permanecer aquí un minuto. Por última vez. Deseo estar cerca de usted, nada más que estar cerca de usted». Ella calla. El minuto pasa. «Buenas noches» dice él saludando con una gran inclinación. «Buenas noches», responde ella. Y él se va sin volver la cabeza…

La muerte, ¿qué he de hacer yo con la muerte? Estruja el papel y lo tira junto a la estufa. Otros están allí, próximos a ser quemados; todos representan los juegos audaces de una imaginación desbordante. Y nuevamente se pone a escribir la historia de aquel hombre del camino, del señor vagabundo que partió, saludando cuando hubo transcurrido su hora… En el jardín solitario había quedado la joven. Iba vestida de blanco con sus veinte abriles. Nada quería de él. Bien. Pero él había estado junto a los muros detrás de los cuales ella vivía. Había estado cerca de ella.

Pasaron nuevamente semanas, meses; llegó la primavera. El hielo y la nieve habían ya desaparecido. El murmullo de las aguas en libertad llenaba todo el espacio. He aquí las golondrinas que regresan; lejos de la ciudad el bosque despertábase rumoroso: animales retozones de todas clases pájaros que hablan lenguajes desconocidos. Un, olor fresco y dulce emanaba de la tierra, cerníase en la atmósfera.

Su trabajo había durado todo el invierno. Las ramas secas del álamo habían golpeado la pared, noche y día, igual que un estribillo. Allí estaba la primavera; ya se habían acabado las tormentas; por fin habría tenido que parar el continuo rodar de la rechinante trilladora.

Abre la ventana y mira afuera; no es tarde, pero la calle está silenciosa. Las estrellas brillan en un cielo sin nubes; el día de mañana se anuncia ardoroso y claro. El tumulto de la ciudad se une al eterno estremecimiento de lo lejano. De pronto rompe el silencio el silbido estridente de una locomotora; anuncia el tren de la noche. Resuena en el silencio nocturno cual el aislado canto de un gallo. Es la hora del trabajo. En el transcurso del invierno, este silbido había sido para él como un aviso.

Cierra la ventana, vuelve a sentarse a la mesa; apartando a un lado los libros ya leídos, saca sus papeles y coge la pluma.

Aquí está su gran obra casi terminada; sólo le falta el capítulo final que será como el grito de sirena de un barco que parte; y ya lo tiene en la cabeza.

Un señor está sentado en una posada al borde del camino; es un viajero que pasa, que se va lejos por el mundo. Los años han encanecido su barba y sus cabellos; pero es tan alta su estatura y aún robusto, al parecer, y, por lo demás, no es tan viejo como aparenta. Su coche aguarda allí fuera, los caballos descansan y el cochero está de buen talante; se siente contento porque el viajero le ha invitado a vino y a comer. El hostelero reconoce al señor al escribir este su nombre, se inclina ante él y lo trata con toda consideración. «¿Quién vive actualmente en el castillo?», pregunta el caballero. El hostelero responde: «El señor capitán que es muy rico. Y la señora, tan buena para todos». «¿Para todos? —pregunta el caballero, sonriendo de un modo extraño—. ¿Sería buena también conmigo?». Y se pone a escribir. Cuando termina, relee lo escrito; es un plácido poema elegiaco, pero lleno de amargas palabras. Después rasga el escrito y se queda sentado allí, desmenuzando los trocitos de papel. Llaman a la puerta; entra una mujer vestida de amarillo. Levanta su velo: es Victoria, la altiva castellana. El caballero se levanta bruscamente; es como si una antorcha hubiese iluminado de pronto su alma sombría: «Es usted tan buena para todos —dice acerbamente—; que hasta se digna dirigirse a mí». Ella, inmóvil, le mira sin decir nada; su cara se cubre de un oscuro rubor. «¿Qué quiere? —pregunta con la misma aspereza—. ¿Ha venido para recordarme el pasado? Pues sepa, señora, que es esta la última vez; voy a partir para siempre». La joven castellana permanece silenciosa; sólo sus labios tiemblan. El añade: «Entonces no le basta haberme oído una vez declarar mi locura. Escuche, voy a confesarla nuevamente: mi deseo volaba hacia usted, pero yo no era digno… ¿Está satisfecha ahora?». Y, con creciente ardor, prosigue: «Me rechazó usted, aceptó a otro. ¡Yo era sólo un campesino, un rústico, un oso que, en mi juventud, me había extraviado en un coto de caza real!». Y el caballero se deja caer en una silla sollozando y suplica: «¡Oh! ¡Váyase, márchese!». Con el rostro lívido, la altiva castellana pronuncia lentamente, destacando bien las palabras: «Le amo; oiga bien, es a usted a quien amo. ¡Adiós!». Y la joven castellana se oculta la cara entre las manos, va hacia la puerta y desaparece apresuradamente…

Deja la pluma y se arrellana en su asiento. Bien: punto y final. He aquí el libro, su obra realizada; todas estas hojas emborronadas son el trabajo de nueve meses. Y mientras allí, sentado, mira por la ventana al alba naciente desprenderse de la noche, su cabeza zumba y palpita, su espíritu continúa agitado. Vibran en él extrañas sensaciones; su cerebro es como un jardín silvestre, todavía abundante en frutos, húmedo de vahos que exhala la tierra fértil.

Por el camino misterioso, ha penetrado en un valle profundo y muerto. Ningún ser viviente. Allá abajo, suena un órgano, solitario y olvidado. Se acerca, lo examina; el órgano sangra y la sangre fluye por sus lados mientras va sonando… Más lejos, llega a una plaza de mercado. Todo está desierto, sin un árbol, todo silencioso; es sólo una plaza de mercado desierta. Pero, en la arena, hay huellas de pasos y en el aire parece que vibran aún las últimas palabras pronunciadas en este lugar, tan recientes son. Una rara sensación le oprime; estas palabras, suspensas en el aire por encima del mercado, le inquietan, se amontonan a su alrededor, aprisionándolo. Con un gesto de su mano las ahuyenta, pero vuelven; no son las palabras, es un grupo de ancianos bailando; ahora los distingue bien. ¿Por qué bailan, y por qué sus caras permanecen impasibles mientras están bailando? Un hálito frío se desprende de este corro de viejos; no lo ven, están ciegos y, cuando grita detrás de ellos, no lo oyen, pues están muertos… Camina hacia el este, hacia el sol y llega frente a una montaña. Una voz le dice: «La montaña que se alza ante tus ojos, es un pie mío, estoy encadenada en los confines del mundo, ¡ven a libertarme!». Y emprende la marcha hacia los confines del mundo. Un hombre acecha cerca de un puente, recoge sombras; este hombre es de almizcle. Un terror espantoso le sobrecoge a la vista de aquel hombre que quiere quitarle su sombra. Le escupe y le amenaza con el puño; pero el hombre le espera inmóvil. «¡Retrocede!», grita una voz detrás de él. Ve una cabeza que rueda por el camino indicándole una dirección, y la sigue. A la orilla del mar, se sumerge. Frente a una puerta gigantesca encuentra un gran pez que ladra, en su cuello tiene melena y le ladra, igual que un perro. Detrás del pez, está Victoria de pie Tiende las manos a ella; ella lo contempla, desnuda y risueña, y una tempestad silba en su cabellera. Entonces la llama, oye su propio grito y despierta.

Juan se levanta y se acerca a la ventana. Casi es de día; en el espejito colgado en el montante, ve sus sienes enrojecidas. Apaga la lámpara y, a la claridad gris de la mañana, relee una vez más la última página de su manuscrito Después se acuesta.

La tarde del mismo día, Juan había ordenado su habitación, entregado su manuscrito y abandonado la ciudad. Se había marchado al extranjero, nadie sabía a dónde.