CAPITULO XII
La madre, vestida de azul, estaba en la más viva ansiedad. Esperaba, de un momento a otro, oír del lado del jardín la señal convenida; y no había medio de acudir mientras el marido estuviera en casa.
¡Ah! ¡Aquel marido de cuarenta años y calvo! ¿Qué lúgubre pensamiento podía volverle tan pálido aquella noche e inmovilizarlo en su butaca, con la mirada inexorablemente fija en su periódico?
¡Cada minuto era atroz! Ya eran las once. Hacía mucho rato que los niños estaban acostados, pero el marido no se iba. ¡Y qué pasaría si sonaba la señal, si se abría la puerta con ayuda de aquella linda llavecita y los dos hombres se encontraban, cara a cara, mirándose de hito en hito…! No se atrevió a terminar el pensamiento.
Se refugió en el ángulo más oscuro del salón, y, retorciéndose las manos, profirió al fin, con tono resuelto:
—Son las once. Si realmente tienes intención de ir al círculo no debes esperar más.
El tornóse más pálido aún, abandonó el salón bruscamente y salió.
Se detiene frente al jardín, al oír un silbido. Unos pasos crujen en la arena, una llave se desliza en la cerradura; poco después, se dibujaban dos sombras en los cortinajes del salón.
Conocía ya la señal; también le eran conocidos los pasos y las dos sombras en el cortinaje.
Las ventanas del círculo estaban iluminadas, pero no entró. Durante media hora interminable anda, pasando y volviendo a pasar por delante de su jardín. «Esperemos aún», se dice, y espera todavía un cuarto de hora más. Después, penetra en el jardín, sube la escalera y llama a la puerta de su propia casa.
La sirvienta viene a abrir. Lo hace con cuidado. Asoma la cabeza y dice:
—La señora hace rato que está… —Se para, confusa.
—… acostada —completa él—. Dígale a la señora que su marido ha vuelto.
Y la sirvienta desaparece; llama a la alcoba de la señora y anuncia a través de la puerta cerrada:
—Debo decir a la señora que el señor ha vuelto.
Desde el interior, la voz de la señora pregunta:
—¿Qué dices? ¿El señor ha vuelto? ¿Quién te manda decir tal cosa?
—El mismo señor está delante de la puerta.
En la alcoba de la señora se oyen alocadas lamentaciones, seguidas de un animado cuchicheo; después, el ruido de una puerta que se abre y se cierra. Luego, de nuevo, el silencio.
El señor entra. La señora marcha delante de él con la muerte en el alma.
—El círculo estaba cerrado —dice él al instante, en tono misericordioso—. He venido a decírtelo para que no pasaras angustia.
Ella se deja caer en una silla, consolada, aligerada, salvada… En su contento, su buen corazón rebosa y se interesa por la salud de su marido:
—Estás pálido. ¿Qué te pasa, querido?
—Pues no tengo frío —responde él.
—Pero ¿te ha ocurrido algo? ¡Tienes un semblante tan extrañamente contraído!
El marido responde:
—No, estoy sonriendo. Esta será en adelante mi manera de sonreír. Quiero que sea un gesto particularmente mío.
Ella escucha estas palabras breves y roncas que no comprende, cuyo sentido no concibe de ninguna manera. ¿Qué quiere decir? Pero él, súbitamente, la rodea con sus brazos duros como el hierro, de una fuerza terrible, y murmura con la cara muy junto a la suya:
—¿Qué te parece…? ¿Y si le hiciésemos llevar cuernos… al que acaba de marcharse…? ¿Si se los hiciésemos llevar?
Ella lanza un grito y llama a la sirvienta. Él la suelta con una risa seca y nerviosa, abre mucho la boca y se golpea en los muslos.
Por la mañana, el buen corazón de la señora había recobrado el dominio. Decía a su marido:
—Anoche tuviste una graciosa ocurrencia. Veo que ahora ya se te pasó; pero todavía estás pálido esta mañana.
—Sí —le responde—; es fatigoso ser espiritual a mi edad. No lo seré nunca más.
Y así, después de haber hablado de muchas clases de amor, el monje Vendt describe una más, y añade:
«De tal manera embriaga cierta clase de amor».
Los jóvenes esposos acaban de regresar de su largo viaje de novios; habíanse retirado a su alcoba.
Por encima de su techo pasó una estrella fugaz.
En verano, los jóvenes esposos paseaban juntos, uno al lado del otro, sin jamás separarse. Cogían flores amarillas, encarnadas, azules, que se ofrecían uno al otro; veían ondular la hierba, oían cantar los pájaros en los bosques y cada palabra que se decían era semejante a una caricia. En invierno, iban en trineo; sus caballos llevaban cascabeles en el cuello, el cielo era azul y, allá en lo alto, las estrellas recorrían al vuelo las llanuras eternas.
Así transcurrieron muchos años. Los jóvenes esposos tuvieron tres hijos y sus corazones se amaban como el primer día, bajo el primer beso.
Entonces el hermoso señor cayó enfermo: fue una enfermedad que lo retuvo en cama durante largo tiempo, sometiendo la paciencia de su mujer a muy ruda prueba. El día en que se levantó, ya curado, no se reconocía a sí mismo: la enfermedad lo había desfigurado, dejándole completamente calvo.
Sufría, y su espíritu meditaba. Una mañana dijo:
—Ahora ya no puedes quererme mucho.
Mas su esposa, ruborizándose, lo rodeó con sus brazos y le abrazó tan apasionadamente como en los días primaverales de antaño.
—Te amo, te amo siempre. No olvido que es a mí y no a otra a la que tomaste, a la que hiciste tan dichosa.
Ella entró en su alcoba y cortó sus cabellos de oro, con el fin de asemejarse a su marido, a quien tanto amaba.
De nuevo pasaron los años. Los jóvenes esposos envejecieron; sus hijos eran mayores. Compartían, como en otro tiempo, todos sus gozos; en verano, iban aún por los campos, viendo nuevamente ondular la hierba, y en invierno, el trineo los llevaba bajo el cielo estrellado. Sus corazones siempre ardientes estaban como embriagados por un vino maravilloso.
Entonces, la señora quedó paralítica. Hubo que pasearla en un sillón de ruedas, y el señor la conducía. Mas la señora sufría indeciblemente y la pena surcaba su cara con profundas arrugas.
Y dijo un día:
—Quisiera morirme ahora. Soy tan inútil, tan fea, y, en cambio, tu cara es tan hermosa; ya no podrás abrazarme ni quererme como antes.
Pero el señor, sonrojado de emoción, la estrechó respondiendo:
—Te amo más todavía, más que a mi vida, adorada mía; te amo como el primer día, como el primer momento en que me distes la rosa. ¿Te acuerdas? Me ofreciste la rosa, posando en mí tus hermosos ojos; la rosa perfumaba como tú, y tú enrojecías como ella, y todo mi ser sintióse embriagado. Pero ahora te amo aún más, eres más hermosa que en tu juventud, y mi corazón se rinde a ti en acción de gracias, te bendice por cada día en que fuiste mía.
El señor entró en su alcoba y vertió un ácido sobre su cara con el fin de afeársela, y dijo a su esposa:
—He tenido la desgracia de echarme ácido en la cara, mis mejillas están agrietadas por las quemaduras y tú ya no debes amarme.
—¡Oh! ¡Tú, mi prometido! ¡Amado mío! —balbució la vieja dama besándole las manos—. Eres más hermoso que el hombre más hermoso de la tierra; ahora tu voz inflama mi corazón, y yo te amaré hasta la muerte.