CAPITULO IV
La noche avanza, el día empieza a despuntar en una mañana de setiembre azulada y trémula.
El viento murmura dulcemente entre los álamos del jardín. Se abre una ventana y a ella se asoma un hombre tarareando. Va sin chaqueta, mira el mundo como un joven loco desnudo que, aquella noche, se ha intoxicado de felicidad.
Bruscamente, se vuelve de espaldas a la ventana y mira hacia la puerta. Alguien ha llamado.
—Adelante —exclama.
Aparece un hombre.
—Buenos días —dice el visitante.
Este es un hombre de cierta edad. Está pálido y furioso; lleva una lámpara, pues aún no es de día.
—Se lo pido una vez más, señor Moller, señor Juan Moller; dígame al menos si esto es razonable —barbotea el hombre, visiblemente exasperado.
—No —contesta Juan—; tiene usted razón. He escrito algo. Se me ha ocurrido tan fácilmente… Vea todo lo que he escrito. Esta noche estaba inspirado. Pero ahora ya he terminado. Abría la ventana y me puse a cantar.
—A bramar —dijo el hombre—. En mi vida he oído cantar tan fuerte, ¿entiende? Y aún es medianoche…
Juan revolvió los papeles y, cogiendo un puñado de hojas, exclamó:
—¡Mire! Le digo que nunca he estado tan inspirado. Fue como un relámpago. En una ocasión, vi un relámpago que seguía un hilo telegráfico: ¡válgame Dios!, parecía una cascada de fuego. Era como lo que ha corrido por mí esta noche. ¿Qué he de hacer? Creo que no se enfadará usted más conmigo cuando se dé cuenta. Sentado allí escribía, ¿comprende?, sin hacer movimiento alguno. Pensaba en usted y no me movía. Pero llegó un momento en que dejé de pensar; mi pecho iba a estallar. Tal vez en aquel momento me haya levantado, quizás en el transcurso de la noche me haya vuelto a levantar alguna vez más y paseado a lo largo de mi habitación. ¡Era tan feliz…!
—No es sólo por ser de noche —dijo el hombre con aspereza—, sino también porque es absolutamente imperdonable abrir la ventana y vocear así a estas horas.
—Bueno, sí; es imperdonable. Pero, ya ve, acabo de explicárselo. Escuche, he vivido una noche sin igual. Ayer, me ocurrió una cosa: voy por la calle y encuentro mi felicidad… ¡Ah!, escúcheme, encuentro mi estrella y mi dicha. ¿Sabe…? Luego ella me abraza. Sus labios son tan rojos… y yo la amo; me besa y me embriaga. ¿Le han temblado a usted alguna vez los labios de tal manera que no pudiese hablar? Pues yo no podía hablar; los latidos de mi corazón estremecían todo mi cuerpo. Corrí a casa y me dormí; dormí sentado en aquella silla. Cuando anochecía, me desvelé. Me puse a escribir, el alma mecida de felicidad. ¿Qué he escrito? ¡Aquí lo tiene! Estaba dominado por un orden de ideas extrañas y magníficas, el cielo se había entreabierto, era para mi alma un cálido día de verano… Un ángel me daba de beber, bebí, y el vino era embriagador; lo bebí en copa de granate. ¿Oí dar la hora? ¿Vi apagarse la lámpara? ¡Dios quiera que usted pueda comprenderlo! Lo reviví todo, nuevamente paseaba por la calle con mi amada y todos se volvían para mirarla… Nos internamos por el parque, donde encontramos al rey, al que saludé llenó de dicha, inclinándome hasta el suelo, y el rey se volvió para verla, para ver a mi amada, tan alta y hermosa es. Nuevamente bajamos a la ciudad y todos los estudiantes la seguían con los ojos, pues es joven y lleva un vestido de tonos claros. Llegamos frente a una casa de ladrillos rojos y entramos. La acompañé hasta la escalera y quise arrodillarme ante ella. Entonces me rodeó con sus brazos y me dio un beso. Esto me ocurrió ayer tarde, ¡únicamente ayer tarde! Si usted me pregunta qué es lo que he escrito, le diré: un canto único, ininterrumpido, a la alegría y a la felicidad. ¡He creído ver la alegría desnuda, echada a mis pies, tendiéndome su esbelto y risueño cuello, alargándome sus brazos!…
—En fin, estoy harto de sus historietas —dijo el hombre, impacientándose—. Es la última vez que se lo advierto.
Juan le detuvo:
—Espere un momento. Figúrese que he visto un reflejo de sol en su cara. Lo he visto cuando usted se volvía; era una mancha de sol que ponía la lámpara sobre su frente. Entonces ya no estaba usted tan furioso, lo he visto. Cierto que abrí la ventana, que canté demasiado fuerte. Me sentía el hermano alegre de todo el mundo. A veces sucede así. La razón muere. Hubiera debido pensar que usted aún dormía…
—Toda la ciudad duerme.
—Sí, aún es temprano. Voy a regalarle alguna cosa. ¿Quiere aceptar esto? Es de plata; me lo dieron. Es un regalo de una muchacha a la que un día salvé la vida. Caben veinte cigarrillos. ¿No quiere aceptarla?… ¡Ah!, no fuma nunca… Sin embargo, es conveniente reanudar esta costumbre. ¿Me permite ir mañana a su habitación para presentarle mis excusas? Quisiera hacer algo, pedirle a usted que me perdone.
—Buenas noches.
—Buenas noches. Ahora voy a acostarme. Se lo prometo. No oirá más ruidos en mi cuarto. Y en lo sucesivo pondré más cuidado.
El hombre salió.
Juan abrió de nuevo la puerta y añadió:
—Es verdad: voy a partir. No le molestaré más; marcho mañana. Olvidaba decírselo.
No partió. Diversos asuntos lo retuvieron; tuvo que hacer algunas compras y recados. Transcurrió la mañana, llegó la tarde. Todo el día deambuló como en un estado de embriaguez.
Finalmente, llamó en casa del chambelán. ¿Estaba la señorita Victoria?
La señorita Victoria había salido. Explicó que eran paisanos, que solamente quería saludarla, permitirse, sencillamente, darle los buenos días. Además, tenía que decirle algunas cosas para su casa.
Bueno.
Volvió a encontrarse en la calle. Recorrió la ciudad a la buena de Dios, esperando hallarla de un momento a otro. Así anduvo todo el día, y ya anochecía cuando la percibió frente al teatro. Desde lejos se inclinó, sonriendo. Ella correspondió al saludo. Ya iba a acercarse, cuando vio que no estaba sola. La acompañaba Otto, el hijo del chambelán, con uniforme de teniente.
Ella, con la cabeza baja, como si quisiera ocultarse; sonrojada, entró apresuradamente en el teatro.
Juan, muy pensativo, se dijo que tal vez dentro podría volverla a ver, y quizá ella le haría alguna pequeña seña con los ojos… Sacó una localidad y entró.
Conocía la sala, y sabía que el chambelán, como toda la gente rica, tenía su palco. Efectivamente, distinguió a Victoria, con sus ricos atavíos, sentada y mirando a su alrededor. Pero ni por un instante sus ojos se posaron en él.
Terminado el acto, se fue al pasillo vigilando su salida del palco.
Se inclinó nuevamente. Ella levantó los ojos y visiblemente sorprendida, le devolvió el saludo con un movimiento de cabeza.
—Allí puede usted beber un vaso de agua —dijo Otto, indicándole con la mano el buffet.
Se alejaron.
Juan los siguió con los ojos. Una bruma opaca velaba su mirada; se sentía incómodo en medio de toda esta gente que tropezaba con él y le zarandeaba. Pedía perdón maquinalmente, sin moverse del sitio.
Cuando ella volvió, él, inclinándose otra vez profundamente, dijo:
—Perdón, señorita…
—Es Juan —dijo ella, a modo de presentación—. ¿Lo reconoce?
Otto respondió y entornó los ojos para mirarle.
—Probablemente desea usted tener noticias de sus padres. No se lo puedo decir exactamente, pero creo que siguen bien. Perfectamente bien. Les saludaré de su parte.
—Se lo agradezco. Entonces, ¿la señorita marchará pronto?
—Uno de estos días, creo. Llevaré sus saludos al molinero.
Inclinó la cabeza y se fue.
Juan, inmóvil en su sitio, la miró alejarse; después salió y anduvo tristemente por las calles, para matar el tiempo.
Iban a salir de los teatros. A las diez esperaba frente a la vivienda del chambelán. Ella no tardaría en llegar, podría abrirle la portezuela, quitarse el sombrero, inclinarse hasta el suelo…
Al cabo de media hora llegó.
¿Podía él permanecer allí, junto a la puerta? Se alejó precipitadamente por la calle, sin volver la cabeza. Oyó abrirse el portal, rodar el carruaje y, luego cerrarse la puerta, con estrépito. Entonces volvió a acercarse.
Durante una hora pasea frente, a la casa, sin objeto, sin razón; espera. Súbitamente la puerta vuelve a abrirse y en ella aparece Victoria, con la cabeza descubierta y un chal sobre los hombros. Sonríe entre miedosa y turbada, y empieza preguntando:
—¿De modo que pasea por aquí, entregado a sus meditaciones?
—No medito. Solamente paseo.
—Desde la ventana le he visto andar de un lado para otro, y he querido… Tengo que volver a entrar en seguida.
—Gracias por haber venido, Victoria. Hace un momento estaba desesperado; ahora, ya pasó. Perdóneme por haberla saludado en el teatro: debo confesarle que incluso hacía poco había venido aquí, a casa del señor chambelán, a preguntar por usted. Deseaba verla, saber lo que quería decir aquello…, lo que quiso decir usted.
—Sí —contestó ella—; sin embargo, debía usted saberlo; bastante le dije anteayer; no puede equivocarse.
—Todo eso me deja aún inseguro…
—No hablemos más de ello, Juan. Conoce mi pensamiento, se lo dije, le dije demasiado, excesivamente, y ahora soy culpable de que usted sufra… Le quiero, anteayer no le mentí y en este momento soy sincera; ¡pero nos separan tantas cosas! Le quiero mucho, me gusta hablar con usted más que con cualquier otro, pero… ¡Oh!, no me atrevo a permanecer más tiempo aquí; podrían vernos desde las ventanas. Juan, existen razones que usted ignora… He pensado en ello noche y día, y reafirmo mis palabras de la otra tarde. Pero sería imposible.
—¿Qué es lo que sería imposible?
—¡Todo, todo…! Escuche, Juan, no me obligue a tener orgullo para los dos.
—¡Está bien, no la obligaré! Pero, en este caso, ayer usted me engañó. Lo que pasó fue lo siguiente: usted me encontró en la calle, estaba de buen humor, y luego…
Ella, volviéndose, hizo ademán de entrar.
—¿He hecho algo malo? —preguntó él, con el semblante descompuesto—. Quiero decir, ¿por qué he perdido su…? ¿En qué he podido faltar durante estos dos días y dos noches?
—No, no es eso. Sólo que he reflexionado. ¿Y usted…? Esto ha sido siempre irrealizable, usted lo sabe. Le tengo afecto, lo aprecio mucho…
—Y lo considero —concluyó él, con una sonrisa.
Ella lo miró, ultrajada por esta sonrisa, y dijo más vivamente:
—¡Dios mío! ¿No comprende usted que papá se lo negaría? ¿Por qué me obliga a decirlo? Bien lo ve usted mismo. ¿A qué conduciría todo esto? ¿No tengo razón?
Pausa.
—Sí, claro —dijo él.
—Por otra parte —prosiguió Victoria—, hay tantas razones… No, de ninguna manera debe seguirme más al teatro; hoy me ha dado usted miedo. No debe hacerlo nunca más.
—Bueno —respondió él.
Ella le cogió la mano.
—¿No vendrá a dar una vuelta por nuestra tierra? Estaría muy contenta. ¡Qué caliente está su mano! Yo tengo frío… ¡Ah!, debo dejarle. Buenas noches, Juan.
—Buenas noches.
La calle, fría y desanimada, sube como una larga cinta; parece infinita. Juan encuentra un rapazuelo que vende unas viejas rosas marchitas; lo llama, coge una flor, da al pequeño vendedor de flores una moneda de cinco coronas, una bagatela, y prosigue su camino. Más lejos, ve un grupo de niños jugando en la acera, junto a un zaguán. Un chico de diez años está sentado y mira el juego. Tiene ojos azules y tristes, hundidas las mejillas y la barbilla achatada; un casquete de tela cubre su cabeza. Era el forro de una gorra. Aquel niño llevaba peluca; una enfermedad había deslucido para siempre aquella cabeza infantil. Tal vez su alma estuviera también marchita.
Repara en todo esto, sin tener la menor idea del barrio ni de la calle en que se halla. No nota la lluvia que empieza a caer, no abre el paraguas, a pesar, de llevarlo arrastrando durante todo el día.
Llegado finalmente a una glorieta, se dirige hacia un banco y se sienta. Cae entretanto una espesa lluvia; maquinalmente, abre el paraguas… Una invencible somnolencia se apodera de él; su cerebro se entorpece, cabecea, cierra los ojos y se duerme.
Un ruido de voces de los transeúntes le despierta. Se levanta y se pone a vagar nuevamente. Tiene la cabeza más lúcida, recuerda todo lo ocurrido, todos los acontecimientos; recuerda también el rapazuelo al que dio cinco coronas de oro por una rosa. Y se imagina el arrobamiento del pilluelo al descubrir entre sus «perras» aquella singular moneda. ¡Vaya en gracia de Dios!
Quizá la lluvia haya obligado a los otros niños a guarecerse en el zaguán, donde reanudarían sus juegos, tres en raya y las bolitas. ¿Seguirá mirándoles el triste viejecito de diez años? ¡Quién sabe si, tal como estaba allí, soñaba con alguna alegría!; quizás en su choza, dentro de un corral, guarda un polichinela o una peonza. Tal vez no lo tenga todo perdido en la vida; puede que alguna esperanza anide en su alma marchita.
Delante de él apareció una dama, fina y delgada. Él se estremece y se detiene. No, no la conoce. Viene de una calle transversal y apresura el paso, pues no lleva paraguas a pesar de que llueve a raudales. Él la alcanza, la mira y pasa. ¡Qué joven y esbelta es! Se está mojando, enfriando, y él no se atreve a acercársele. Y cierra el paraguas para que no sea sola en mojarse. Cuando regresa a casa son más de las doce. Encima de la mesa había una carta; era una invitación. La familia Seier le rogaba que fuese a visitarles al día siguiente por la tarde. Vería antiguas amistades; entre otras…, ¿adivine quién? Victoria, la castellana.
Adormecióse en una silla. Dos o tres horas más tarde despertó, aterido de frío. Medio dormido, agitado por escalofríos, fatigado por los reveses del día, se sienta a su mesa de trabajo para contestar esta invitación que, por supuesto, no tiene intención de aceptar.
Escribe su respuesta y sale para echarla al buzón. De pronto recuerda que Victoria también estaba invitada. ¡Ah!, vaya, no le había dicho nada, quizá por el temor de que él no fuese; quería deshacerse de él allí, entre aquellas personas extrañas.
Rasga su carta y redacta otra, aceptando y agradeciendo la invitación. Una ira sorda hace temblar su mano. ¿Por qué no había de ir? ¿Por qué esconderse? ¡Bah!
Su emoción desborda, le invade una especie de alegre exasperación. De un golpe, hace saltar un puñado de hojas del calendario colgado en la pared, avanzando así el tiempo una semana. Se imagina que algo lo tiene desmesuradamente contento, extasiado; quiere disfrutar de esta hora, encender la pipa, sentarse en su silla y saborearla. La pipa no tira; en vano busca un cortaplumas, algo para limpiarla, y bruscamente arranca la aguja del reloj para desatascarla. Este acto de violencia le calma, le hace reír interiormente; con los ojos busca alguna otra cosa para romperla entre sus manos.
El tiempo pasa. Finalmente, se echa sobre la cama, con la ropa húmeda, y se duerme.
Cuando despertó era ya avanzado el día. La lluvia seguía cayendo con fuerza, barriendo la calle con sus ráfagas. Su cabeza divagaba; en ella entremezclábanse confusamente restos de sueño con los acontecimientos de la víspera; no sentía fiebre, habíase calmado su enervamiento y una sensación de frescor le invadía. Le parecía que toda la noche había errado por un bosque sofocante y que, ahora se encontraba en las orillas sombreadas de un lago.
Llamaron a su puerta; era el cartero que le traía una carta. La abrió, después de examinarla la leyó y apenas si pudo comprender. Victoria, en una tarjetita, le hacía saber que deseaba verle por la tarde en casa de los Seier; había olvidado decírselo. Le explicaría su actitud, le rogaba que no pensase más en ella y que tomase la cosa como un hombre. Se excusaba también por el vulgar papel…
Salió por la ciudad, desayunó, regresó a casa y escribió finalmente una negativa al señor Seier. No podía ir; si se lo permitían pasaría a visitarles otro día, la tarde siguiente, por ejemplo.
Hizo entregar esta carta a mano.