CAPITULO II
El hijo del molinero partió. Estuvo ausente durante mucho tiempo a la escuela y aprendió muchas cosas. La ciudad estaba lejos y el viaje era caro. El molinero, que no andaba sobrado de dinero, dejó que su hijo pasara en ella veranos o inviernos, durante muchos años. Todo este tiempo lo dedicó al estudio.
Y así se hizo un mozo alto y fuerte; un vello fino extendíase sobre su labio superior. Contaba en la actualidad de dieciocho a veinte años.
Una tarde de primavera, Juan desembarcó del vapor.
En el castillo habían izado la bandera en honor del hijo, que también regresaba de vacaciones: un coche le esperaba en el muelle. Juan saludó a los castellanos y a Victoria. ¡Cuánto había crecido y qué esbelta era! Ella le miró, pero no correspondió a su saludo.
Quitándose la gorra, saludó nuevamente y oyóla preguntar a su hermano:
—Dime, Ditlef: ¿quién es aquel que nos saluda desde el muelle?
—Es Juan, Juan Moller —respondióle el hermano.
Ella volvió a mirarle, pero él no quiso saludar otra vez, y el coche partió.
Juan se dirigió a su casa.
¡Dios mío, qué acogedora y qué linda era, y qué pequeña! No podía traspasar el umbral de la puerta sin bajar la cabeza. Sus padres lo acogieron abrazándolo uno tras otro y festejaron su regreso escanciándole vino. A la vista de su padre y de su madre, ya encanecidos, mas siempre tan buenos, oprimióle el pecho una fuerte emoción. Todo le era tan familiar, tan querido, tan conmovedor…
Al atardecer de aquel día, recorrió los alrededores; fue a ver el molino, la cantera, el lago; escuchó enternecido a sus viejos amigos los pájaros, que ya empezaban a hacer sus nidos en las copas de los árboles; fue a ver también el enorme hormiguero del bosque; las hormigas ya no estaban; escarbó un poco; no quedaban en él restos de vida.
Mientras andaba, observó que el bosque del castellano había sido lamentablemente talado.
—¿Lo encuentras todo como antes? —le preguntó su padre bromeando—. ¿Has vuelto a ver a tus viejos mirlos?
—No lo encuentro todo igual. El bosque está muy aclarado.
—El bosque es del castellano —respondió su padre—. Y no somos quiénes para contar sus árboles. Un día u otro, todo el mundo necesita dinero, y él precisa mucho.
Transcurrieron los días, hermosos y dulces días, mágicas horas de soledad llenas de los tiernos recuerdos de la infancia; la tierra, el cielo, el aire, las montañas, todo le hablaba de ella.
Seguía el camino que conducía al castillo. Por la mañana, le había picado una avispa y tenía el labio hinchado. «Si en este momento encontrase a alguien —se decía—, pasaría sin detenerme».
Pero no encontró a nadie. En el parque del castillo, vio a una dama, a la que hizo, al pasar, una profunda reverencia. Era la castellana. Como otras veces, la vista de la quinta agitó su corazón. Aún conservaba el respeto que siempre la había inspirado aquella solariega casa con sus numerosas ventanas y la persona distinguida y severa del castellano.
Torció su camino y dirigióse hacia el muelle. Y de pronto, vio venir hacia él a Ditlef y Victoria. Juan se sintió molesto; quizá creyeran que los había seguido. Además, con este labio hinchado… Moderando su paso, dudoso de si debía continuar su camino, les saludó desde lejos y conservó su gorra en la mano al pasar junto a ellos. Caminaban lentamente y ambos correspondieron a su saludo. Victoria le miró fijamente al rostro; su semblante se alteró ligeramente.
Juan continuó su paseo hasta el muelle; sentíase turbado y andaba con paso nervioso. ¡Señor, qué hermosa y qué alta era Victoria; más alta y más hermosa que nunca! Sus apretadas cejas eran dos líneas finas y aterciopeladas. Sus ojos se habían oscurecido; ahora los tenía de un azul profundo.
De regreso, tomó un sendero que serpenteaba a través del bosque, lejos del castillo. ¡Qué no pudiera decirse que iba en seguimiento de los hijos del castellano! Llegado sobre un montículo, escogió una piedra para sentarse. Los pájaros hacían oír una música silvestre y apasionada; se llamaban, se buscaban, volaban llevando briznas en sus picos. Un dulce perfume de tierra, de retoños, de brotes y de madera putrefacta saturaba el aire.
El azar lo había conducido por el mismo camino por el cual Victoria venía en derechura hacia él.
Despechado, presa de impotente cólera, hubiera deseado en aquel momento estar lejos, muy lejos de allí. Seguramente, ella creería esta vez que la había seguido. ¿Tenía que saludar nuevamente? Y, para colmo, aquella picadura de avispa…
Pero, cuando ella estuvo más cerca, se levantó y se quitó la gorra. Ella inclinó la cabeza sonriente.
—Buenos días. Otra vez por aquí —le dijo—. Le doy mi bienvenida.
Parecióle que sus labios temblaban; pero en seguida recobró su calma.
—¡Qué rara casualidad! —dijo Juan—. No sabía que ibas a venir por aquí.
—En efecto, tenía que ignorarlo usted —respondióle—. He venido por capricho.
¡Ay! ¡Y él la había tuteado!
—¿Cuánto tiempo pasará usted en su casa?
—Hasta el final de las vacaciones —respondió él con dificultad. ¡Le parecía, de pronto, tan alejada de él! ¿Por qué le había hablado?
—Ditlef me ha dicho que trabaja usted mucho, y que sus exámenes son muy brillantes. También me ha dicho que escribe usted poesías; ¿es verdad?
Con turbado acento contestó:
—¡Oh!, ciertamente. Todo el mundo hace poesías.
Pensó: «Se marchará en seguida, puesto que se queda callada».
—¡Qué tontería!; esta mañana me ha picado una avispa —dijo, señalando su boca—. Por eso estoy así.
—Señal de que ha estado usted demasiado tiempo ausente; nuestras avispas ya no le conocen.
A ella debía serle indiferente que estuviese o no desfigurado por una picadura de avispa. Bueno… Se quedó allí con aire distraído, haciendo girar sobre el hombro su sombrilla encarnada, con el puño adornado con una manzana dorada. ¡Pensar que en otro tiempo esta señorita se había dignado dejarse llevar por él más de una vez!
—Ya no me parecen las mismas avispas de antes —le respondió—. Antiguamente eran amigas mías.
Pero ella no comprendió el sentido profundo de sus palabras, y no contestó nada. ¡Ah! ¡Tenían un sentido tan profundo!
—Todo está desconocido, incluso el bosque, tan cortado.
Por un instante, el semblante de Victoria se contrajo.
—Entonces, ¿no podrá usted hacer poesías aquí? —dijo—. ¿Y si escribiese una para mí? Pero ¿qué digo…?, ya ve lo poco entendida que soy en eso.
Miró al suelo, silencioso y confuso. Sabía mofarse de él de manera muy amable, dirigiéndole palabras altivas para observar el efecto que le producían. Perdón, no todo su tiempo había sido dedicado a emborronar papeles; también había leído más que muchos otros.
—Bueno, ya volveremos a vernos. Hasta la vista.
Se quitó la gorra y alejóse sin contestar. Si ella supiera tan sólo que todos sus poemas, incluso los poemas a la noche y al alma de los eriales habían sido escritos para ella, sólo para ella… Pero no, no lo sabría jamás.
Domingo. Ditlef fue a su casa para que le acompañase a la isla. «Todavía me harán remar», iba pensando mientras andaban. En el muelle, paseaban algunos ociosos endomingados. Aparte de esto, todo estaba en calma y un sol cálido brillaba en el cielo. Repentinamente se oyó un ruido de música que venía del agua. El barco correo apareció entre unas islas cercanas y, describiendo una amplia curva, fue a pararse cerca del muelle. A bordo, había una orquesta.
Juan desamarró la embarcación y cogió los remos. Sentíase mecido por extrañas y dulces sensaciones; la radiante claridad del día, la música del barco, tejían ante sus ojos una cortina de flores y de gavillas doradas.
¿Por qué no le seguía Ditlef? Inmóvil en el muelle, contemplaba a los pasajeros como si no tuviese intención de irse. «No me quedo más aquí con los remos entre las manos —pensó Juan—; voy a desembarcar». E hizo girar la embarcación.
De pronto, una forma blanca cruza ante sus ojos y oye casi al mismo tiempo, el cloc de un cuerpo en el agua. Un grito unánime y desesperado se eleva del barco y del muelle; una multitud de manos y de ojos señala el lugar donde la forma blanca ha desaparecido. La música enmudece.
En un instante, se dio Juan cuenta de lo ocurrido. Obró instintivamente, sin reflexionar ni vacilar. Ni siquiera oyó a la madre que, desde lo alto, clamaba: «¡Mi hija, mi hija!». No vio a nadie. Simplemente, saltando con rapidez de la canoa, se zambulló.
Desapareció durante unos momentos; vióse burbujear el agua en el sitio donde había saltado; toda la gente comprendió que actuaba.
A bordo del vapor seguían las lamentaciones.
Volvió a la superficie algunas brazas más lejos del lugar del accidente.
Todos le señalaban enérgicamente, furiosamente, la dirección:
No era por aquí, por allí.
Zambullóse de nuevo.
La espera hacíase eterna. En el puente del barco, un hombre y una mujer se retorcían las manos, dando ininterrumpidos gritos de dolor.
Otro hombre saltó del vapor. Era el segundo de a bordo, que tomaba parte en el salvamento, después de haberse despojado de las botas y de la chaqueta. Escudriñó escrupulosamente el lugar donde había caído la niña, lo que hizo cifrarse en él todas las esperanzas.
De repente vióse aparecer a flor de agua la cabeza de Juan; estaba más lejos que la vez anterior, unas brazas más allá. Había perdido su gorra y su cabeza brillaba al sol como la de una foca. Parecía luchar con un elemento invisible, nadando penosamente con una sola mano. Luego, cogió con sus dientes un gran bulto… Era la víctima. Del barco y del muelle se elevaron gritos de sorpresa. La cabeza del otro nadador, irguiéndose por encima del agua, giraba de uno a otro lado, buscando la causa de estas nuevas exclamaciones.
Juan alcanzó por fin su embarcación, que iba a la deriva, consiguió depositar la niña en ella y subióse él después. Se le vio inclinarse sobre el cuerpo de la pequeña y rasgar sus vestidos por la espalda; después cogiendo los remos, bogó a toda marcha en dirección al barco. Cuando la víctima fue izada a bordo, de todas partes prorrumpieron exclamaciones.
—¿Cómo se le ha ocurrido ir a buscarla tan lejos? —le preguntaron.
—Conozco el fondo y sabía que hay una corriente.
Un señor, abriéndose paso entre los pasajeros, llega hasta la borda; está mortalmente pálido y brotan las lágrimas de sus ojos; con forzada sonrisa grita, inclinándose:
—Suba un momento. Quisiera darle a usted las gracias. ¡Le estamos tan reconocidos! Sólo un momento.
Y, precipitadamente, vuelve a alejarse de la borda.
En el flanco del vapor abrióse una puerta. Juan subió a bordo.
Permaneció poco tiempo allí; dio su nombre y dirección. Una mujer abrazó a aquel hombre que chorreaba agua; el atribulado y pálido señor deslizó un reloj en su mano. Juan entró en un camarote donde dos hombres trataban de reanimar a la ahogada.
—Recobra el conocimiento —dijeron—; ya late el pulso.
Contempló a la pequeña, tendida, con su vestido corto desgarrado por la espalda. Después, le pusieron un sombrero y la hicieron salir al aire.
Juan casi no se dio cuenta de cómo había desembarcado y llevado la canoa a tierra. Oía todavía los hurras y la música tocar alegremente, mientras el vapor se alejaba entre nubes de humo. Un escalofrío de voluptuosa alegría estremeció todo su ser; sonreía, movía los labios.
—Así, no habrá paseo hoy —articuló Ditlef, áspero.
Victoria estaba allí y se acercó.
—¡Pero estás loco! —dijo vivamente a su hermano—. Tiene que marcharse a su casa para mudarse de ropa.
¡Ah! ¡Qué acontecimiento a los diecinueve años!
Juan se marchó a toda prisa. El eco de la música y de las entusiastas aclamaciones resonaba aún en sus oídos; andaba empujado por una fuerte emoción. Pasando por delante de su casa, tomó el camino que conducía a la cantera a través del bosque. Un vaho caliente desprendíase de sus ropas. Un gozo exultante le hizo levantarse y vagar de un lado para otro. Desbordaba de felicidad y todo su ser sentíase invadido por un sentimiento de gratitud; dejóse caer de rodillas. ¡Ella lo había presenciado, había oído las exclamaciones! «Vaya a cambiarse», le había dicho.
Se sentó y, en su júbilo, rio repetidas veces. Así, pues, ella lo había visto en aquella tarea, en aquel acto de heroísmo; lo había contemplado llena de orgullo cuando volvía con la ahogada entre los dientes. ¡Victoria! ¡Victoria! Si ella supiese cómo le pertenecía completamente, indeciblemente, en todos los momentos de su vida. ¡Cómo ansiaba él ser su servidor, su esclavo, desbrozarle el camino con sus hombros, besar sus zapatitos, uncirse[1] a su coche y, en los días fríos, ser el que echase la leña a la lumbre, leña dorada, Victoria!
Volvió la cabeza, pero no vio a nadie. Estaba solo. En su mano, el precioso reloj hacía tictac, marchaba.
¡Gracias! ¡Oh, gracias por este hermoso día! Con la mano acariciaba las ramas y el musgo de las piedras. Es verdad que Victoria no le había sonreído, pero no era costumbre en ella. Estaba allí, de pie en el muelle, y nada más; un tenue rubor avivaba sus mejillas. ¿Quizá hubiese aceptado el reloj si se lo hubiese ofrecido?
El sol descendía y el calor era menos intenso. Sintió que estaba empapado y corrió hacia su casa.
En el castillo estaban de fiesta; era una fiesta estival con bailes y algarabía de música, a la que concurrían invitados de la ciudad. La bandera ondeó noche y día, durante toda una semana, en la torrecilla redonda.
Era la época de la siega del heno; pero, utilizados los caballos por los alegres invitados, el heno cortado tuvo que aguardar. Quedaban, además, grandes extensiones de prado sin segar, pues también los hombres habían sido empleados como cocheros y remeros, y la hierba sin cortar se agostaba.
Pero la música no cesaba de tocar en el salón amarillo…
El viejo molinero paró el molino y cerró con llave la puerta de su casa durante aquellos días. Las noches eran claras y tibias y los caprichos de los jóvenes podían ser muchos. ¡Le habían ocurrido anteriormente tantas calamidades, cuando los de la ciudad venían en tropel a hacer de las suyas en los sacos de trigo! ¿No le había introducido un día el chambelán, con sus manos de ricachón, en el molino un hormiguero dentro de una artesa? Ahora, el chambelán era ya viejo, pero Otto, su hijo, seguía frecuentando el castillo y divirtiéndose con ocurrencias semejantes. Había mucho que decir de él…
Un griterío y el galope de unos caballos resonaron en el bosque. Eran unos jóvenes que montaban los fogosos caballos del castellano, lanzados a la carrera. Los jinetes llegaron a casa del molinero; con el puño de sus látigos golpearon la puerta y quisieron entrar. La puerta era muy baja, y pretendían, no obstante, franquearla a caballo.
—Buenos días —gritaron—. ¡Venimos a hacerle una visita!
El molinero sonrió humildemente a esta chanza.
Después, saltando a tierra, ataron los caballos y pusieron en marcha el molino.
—¡El molino está vacío! —gritó el molinero—. Lo echarán a perder.
Era tan ensordecedor el ruido que nadie le oyó.
Volviéndose del lado de la cantera, el molinero llamó a voz en grito: «¡Juan!».
Este acudió.
—Han puesto en marcha el molino en vacío —dijo el padre, señalándoles con el dedo.
Juan avanzó con paso lento hacia el grupo. Estaba muy pálido y tenía hinchadas las venas de las sienes. Reconoció a Otto, el hijo del chambelán, que llevaba el uniforme de cadete; con él estaban otros dos jóvenes. Uno de ellos, sonriendo, hizo un movimiento de cabeza, con la esperanza de arreglar las cosas.
Juan, sin gritar, sin alterarse lo más mínimo, se dirigió hacia Otto. En aquel momento, dos amazonas salieron del bosque una tras otra. Una de ellas era Victoria, vestida con traje de montar verde, cabalgando la yegua blanca del castillo.
Erguida en su silla, interrogó a todos con los ojos.
Entonces Juan cambió de dirección, torció su camino, subió hacia el dique y abrió la presa; el ruido fue decreciendo poco a poco y el molino acabó por pararse.
—¡Eh, no!, déjalo girar. ¿Por qué haces eso? Deja andar el molino, te digo.
—¿Eres tú quién ha soltado las muelas? —preguntó Victoria.
—Sí —respondió riendo—. ¿Por qué hay que pararlas? ¿Por qué no pueden girar?
—Pues porque el molino está vacío —respondió Juan secamente, mirándole—. ¿Comprende usted? Las muelas giran en el vacío.
—¿No lo entiendes? Giran en el vacío —repitió Victoria.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Otto, risueño—. ¿Por qué diablos ha de estar vacío el molino, decidme? ¿Es que no hay trigo allá dentro?
—¡Volvamos a caballo! —interrumpió uno de los compañeros para terminar.
Montaron de nuevo. Antes de marchar, uno de ellos se excusó con Juan.
Victoria era la última. Recorrió un trecho de camino, hizo volver grupas a su cabalgadura y regresó.
—Le ruego presente nuestras excusas a su padre —dijo.
—Habría sido más conveniente que lo hubiera hecho el señor cadete en persona… —respondió Juan.
—Sí, ciertamente; pero, en fin… Tiene tantas cosas en la cabeza… Cuánto tiempo sin verle, Juan…
Él levantó los ojos hacia ella, y aguzó el oído creyendo haber entendido mal. ¿Acaso había olvidado el último domingo, su día de gloria?
Respondió:
—El domingo la vi a usted en el muelle.
—¡Ah! Sí, en efecto —dijo al instante—. ¡Qué suerte haber podido ayudar al otro a salvar a la ahogada! ¿La encontraron, eh?
—Sí, la encontramos —respondió con tono breve y resentido.
—O bien —prosiguió ella como si le viniese una idea—, o bien fue usted solo quien… En fin, no importa. Bueno, le ruego que diga aquello a su padre. Buenos días.
Inclinó la cabeza sonriente, agitó las riendas y puso su caballo al trote.
Cuando Victoria se perdió de vista, Juan, indignado y colérico, penetró en el bosque siguiendo sus huellas. La encontró completamente sola, de pie, apoyada en un árbol y sollozando.
¿Había caído? ¿Se había hecho daño?
Avanzó hasta ella y le preguntó:
—¿Le ha ocurrido a usted algún accidente?
Ella dio un paso hacia él con los brazos extendidos, los ojos brillantes. Luego, parándose, dejó caer de nuevo sus brazos y respondió:
—No, no he tenido ningún accidente; me he bajado de la yegua dejando que el animal tomase la delantera… Juan no debe usted mirarme así. Allá, al borde del lago, me miraba usted. ¿Qué quería?
—¿Qué quería? No entiendo… —articuló penosamente.
—¡Qué fuerte es usted!… —dijo, poniendo de pronto la mano sobre la suya—. ¡Qué fuertes son sus muñecas! Además, es muy moreno; es usted del color de la avellana…
Él hizo un movimiento para apoderarse de su mano. Mas ella, recogiendo su falda, dijo:
—No, no me ha ocurrido nada. He querido, simplemente, regresar a pie. Buenas tardes.