CAPITULO XI
Alguien pregunta ¿qué es el amor? El amor es un soplo que murmura entre las rosas, que se aquieta después y muere. Pero, muchas veces, también es como un sello infrangible que queda para toda la vida, y dura hasta la muerte. Dios lo creó de muy diversas especies, viéndolo perdurar o perecer.
Dos madres van por un camino conversando. Una vestida con alegres ropas azules, pues su amante regresa de viaje. La otra, enlutada. Tenía tres hijas, dos eran morenas, la tercera, rubia; y la rubia murió. De esto hace diez años, diez largos años, y la madre aún lleva luto por la hija.
—¡Qué día tan hermoso! —exclama con regocijo la madre con el traje azul, juntando las manos extasiada—. El calor me enardece, el amor me embriaga, soy completamente feliz. Quisiera desnudarme aquí, en el camino, y tender mis brazos hacia el sol, darle mi boca a besar.
La enlutada se queda silenciosa, sin sonreírse, sin responder.
—¿Sigues llorando a tu hijita? —le pregunta la del traje azul, con la inocencia de su corazón—. ¿No hace ya diez años que murió?
La enlutada contesta.
—Sí. Ahora tendría quince años.
Entonces, para consolar su aflicción, la del traje azul le dice:
—Pero tienes otras dos hijas con vida, te quedan dos.
La enlutada solloza.
—Sí. Pero ninguna de ellas es rubia: ¡era tan rabia laque murió!
Y aquellas dos madres se separan, continuando cada una su camino, llevando cata ellas para siempre sus amores…
Luego las dos hijas morenas tuvieron también cada una su amor: amaron al mismo hombre.
El hombre dirigióse a la mayor y le dijo:
—Vengo a pedirle un buen consejo, pues amo a su hermana. Ayer le fui infiel; me sorprendió en el pasillo abrazando a la sirvienta: lanzó un débil grito, un gemido y no pasó más. ¿Qué debo hacer ahora? Quiero a su hermana; ¡por amor de Dios, interceda por mí!, ¡ayúdeme!
La hermana mayor palideció, llevóse la mano al corazón… Sin embargo, con una sonrisa de inefable bondad, respondió:
—Le ayudaré.
A la mañana siguiente, dirigióse a la más joven y, echándose a sus pies, le declaró su amor.
Ella, midiéndolo con la mirada, respondió:
—¿Es esta la limosna que usted solicita? Siento no poder prestarle más que diez coronas; pero váyase a ver a mi hermana, ella podrá ofrecerle más.
Dicho esto, se apartó de él con orgullo… Cuando llegó a su cuarto echóse al suelo, y, en el paroxismo de su amor, se retorció las manos.
Es el invierno, la calle está fría y brumosa. Juan se halla nuevamente en la ciudad, en la antigua habitación donde sigue oyendo rechinar los álamos junto a la pared de madera; se encuentra delante de la ventana desde la cual, más de una vez, saludó a la aurora. Ya se ocultó el sol.
El trabajo le había ocupado todo el tiempo; emborronaba hojas y más hojas que iban multiplicándose a medida que avanzaba el invierno. Era una serie de cuentos del país de sus sueños, una noche infinita, rojiza de sol.
Pero aquellos días de trabajo no todos eran iguales; los buenos alternaban con los malos. A veces, cuando se encontraba de lleno en su trabajo, un pensamiento, el recuerdo de unos ojos, de una palabra tiempo ha pronunciado, cruzaba por su espíritu, empañando su imaginación. Entonces levantábase y paseaba a lo largo de su cuarto. Lo había recorrido con tanta frecuencia, que el piso estaba surcado por un blanco caminito, de día en día más blanco…
Hoy, que no puedo trabajar ni pensar, agitado por los recuerdos que no me abandonan, voy a anotar lo que viví una noche…
Amigo lector, hoy he pasado un día horrible. Nieva y por la calle los transeúntes son escasos, todo está triste y mi alma se siente espantosamente vacía. He paseado primero por la calle, después por mi habitación, durante dos horas; intentaba recobrarme; pero ha llegado la tarde y no llevo mejor camino. Yo, que debería tener calor, estoy frío y pálido como un día sin sol. Amigo lector, en este estado de ánimo voy a intentar hablarte de una noche clara, conmovedora. Pues el trabajo me obliga a la calma, y cuando hayan pasado algunas horas, quizás esté nuevamente alegre…
Llaman a la puerta y Camila Seier, su joven prometida, entra en el aposento. El deja la pluma y se levanta. Ambos se sonríen al tiempo de saludarse.
—¿No me haces ninguna pregunta respecto del baile de ayer? —dice seguidamente, dejándose caer en la butaca—. No perdí ni un solo baile. Duró hasta las tres de la madrugada. Bailé con Richmond.
—Mil gracias por haber venido, Camila. Estoy tan miserablemente triste, y tú eres tan alegre, que tu presencia me es saludable. Y, ¿cómo te vestiste para el baile?
—Llevaba un vestido encarnado, naturalmente. ¡Dios mío, ya no lo recuerdo, pero debí de conversar y reír mucho! Era tan delicioso… Sí, llevaba un vestido rojo, sin mangas, sin asomo de mangas. Richmond es agregado a la legación de Londres.
—¡Ah! ¿Sí?
—Sus padres son ingleses, pero él nació aquí… Mas ¿qué tienes en los ojos, Juan? Están enrojecidos. ¿Has llorado?
—No —responde riendo—; pero los sumergí en mis cuentos, y allí hay tanto sol…; Camila, si quieres ser una niña juiciosa, no sigas estropeándome ese papel.
—¡Dios mío, qué distraída soy! Perdóname, Juan.
—No tiene importancia; son sólo unos apuntes. Veamos, ¿qué estábamos diciendo…?; pues así, ¿llevarías, sin duda, una rosa prendida en el pelo?
—Claro que sí; una rosa encarnada. Casi negra. Escucha, Juan, ¿no podríamos ir a Londres en nuestro viaje de novios?, ¿querrías? El clima no es allí tan horrible como lo pintan, y todo aquello que dicen de la niebla son historias.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Richmond. Precisamente ayer noche me lo dijo, y él debe de saberlo. ¿Le conoces, verdad?
—No mucho. Una vez hizo un discurso en mi honor; lucía una botonadura de diamantes en la camisa; es todo el recuerdo que me queda de él.
—Es muy bien parecido, mucho. ¡Ah! Cuando se acercó, me dijo inclinándose: «La señorita tal vez no me reconoce…», entonces, ¿sabes?, le di mi rosa.
—¡Ah! ¿De veras? ¿Qué rosa?
—La que llevaba en mi pelo. Se la di.
—Veo que te has prendado de Richmond.
Ella se ruborizaba, y, defendiéndose vivamente, exclama:
—Nada de eso, ¡oh!, ¡en absoluto! Alguien puede gustarte, agradarte a la vista, sin que… Vaya, Juan, estás loco. Nunca más pronunciaré su nombre.
—Por favor, Camila, no he querido decir… no hay que creer de ningún modo… Al contrario, le daré las gracias por haberte agasajado.
—Sí, ¡hazlo, te lo ruego, no te enfades! Por mi parte, ¡no volveré a dirigirle la palabra en mi vida!
—Vamos, vamos, no nos disgustemos. ¿Te marchas, ya?
—Sí, no puedo quedarme más tiempo. ¿Dónde estás de tu trabajo? Mamá me lo pregunta. Figúrate, que no había visto a Victoria desde hace muchas semanas, y acabo de encontrarla.
—¿Ahora?
—Hace un momento, viniendo hacia aquí. Iba sonriente. ¡Dios santo, cómo ha envejecido! Oye, ¿no vendrás pronto a casa?
—Claro que sí, muy pronto —dice, levantándose con sobresalto. Un rubor ha cubierto sus mejillas—, quizá vaya uno de estos días. Pero, como siempre me pasa, debo primero terminar algo; dar un final a mis cuentos. ¡Ah! Voy a escribir muchas cosas… Imagínate la tierra vista desde las alturas: será como un bello y fabuloso manto papal. Entre sus pliegues, pasearán los seres humanos, de dos en dos; será la noche, el silencio, la hora del amor. Se llamará «La Generación». Creo que será soberbio; he tenido esta visión muy a menudo, y cada vez me parece que mi pecho va a estallar y que podría estrechar entre mis brazos el mundo entero. Allí acudirán los hombres, las bestias, los pájaros, y todos tendrán su hora de amor, Camila. Una ola de hechizo avanza hacia ellos… los ojos se vuelven más ardientes, los senos palpitan. Luego, una atmósfera rojiza se desprende de la tierra, es el rojo pudor de los corazones puestos al desnudo; y la noche se tiñe de escarlata. A lo lejos, en el horizonte, las grandes montañas duermen, recogidas en el silencio… Y, al llegar la aurora, Dios lanzará sobre todas las cosas el sol, cálido y rutilante. Voy a ponerle por título: «La Generación».
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí. E iré a verte cuando haya terminado esto. Mil veces gracias por haber venido, Camila. Debes olvidar aquello que te dije. No quise decir nada malo.
—Ya lo olvidé completamente. Pero no pronunciaré más su nombre. Nunca más.
A la mañana siguiente, Camila volvió. Estaba pálida y parecía presa de extraordinaria agitación.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Juan.
—¿A mí? Nada —apresuróse a responder—. Te quiero a ti, no debes pensar que algo me pasa y que yo no te quiero. Mira, he reflexionado, no iremos a Londres. ¿Qué iríamos a hacer allí? Aquel hombre no sabía lo que se decía; hay más niebla de lo que él se figura. Me miras, ¿por qué me miras así? No he pronunciado su nombre. ¡Qué embustero!, me ha atiborrado de mentiras: no, no iremos a Londres.
Él la miró, observándola con atención.
—No, no iremos a Londres —dijo, pensativo.
—¿Verdad? No iremos, pues… ¿Escribiste aquellas páginas sobre «La Generación»? ¡Cuánto me interesa esto! Es preciso que lo termines muy pronto y que vengas a vernos, Juan. La hora del amor, ¿era eso, verdad? Y un encantador manto pontifical con sus pliegues, una noche rosa escarlata… ¡Cómo me acuerdo todavía de lo que me contabas! Últimamente, no he venido aquí muy a menudo; pero en adelante vendré todos los días para ver si has terminado.
—Acabaré muy pronto —dijo, no dejando de observarla.
—Hoy he cogido tus libros, los he llevado a mi alcoba. Los leeré otra vez; esto no me fatigará lo más mínimo, al contrario, será una diversión… Escucha, Juan, ten la amabilidad de acompañarme, pues creo que no estaré segura hasta hallarme en casa… No sé. Quizá hay alguien abajo que me está esperando… casi lo aseguraría. —Y de pronto, rompiendo a llorar, dijo, con voz entrecortada—: Le he llamado embustero; no habría debido hacerlo. Me está muy mal llamarle así. No me ha mentido, al contrario, todo el tiempo ha sido… El martes tendremos reunión; él no vendrá, pero ¿tú vendrás, di? ¿Me lo prometes? Al menos, no debía hablar mal de él… No sé lo que pensarás de mí, Juan…
—Empiezo a comprenderte.
Ella se echó a su cuello, acurrucándose contra su pecho, temblorosa y confusa,
—Sí, pero te quiero a ti también —exclamó—; no pienses otra cosa. No sólo le quiero a él, el mal no es tan grande como eso… Cuando me pediste, el año pasado, me sentí muy dichosa; pero luego ha venido él. No lo comprendo. ¿Es eso tan terrible por mi parte, Juan? Quizá le quiera un poquito más que a ti, y nada puedo yo, es así. Dios mío, desde que lo he visto, no he podido dormir, y lo quiero cada día más. ¿Qué debo hacer? Tú, que eres mayor que yo, debes decírmelo. Ahora me ha acompañado hasta aquí, se ha quedado fuera para acompañarme otra vez, y quizás esté pasando frío. ¿Me desprecias, Juan? No lo he besado, no, te lo aseguro y debes creerme; sólo le di aquella rosa… ¿Por qué no contestas nada, Juan?… Dime lo que debo hacer, pues ya no puedo más.
Juan, sentado, la escuchaba en silencio.
—No tengo nada que contestar —dijo.
—¡Gracias! ¡Oh, gracias, mi querido Juan…! ¡Qué bueno eres al no enfadarte conmigo! —dijo, secándose las lágrimas—. Pero no creas que no te quiera a ti también. ¡Oh, sí!, en adelante vendré a verte mucho más a menudo y haré todo cuanto desees. Sólo que es a él al que quiero más. No puedo evitarlo, no es culpa mía…
Él se levantó sin decir palabra, y, cuando se hubo puesto el sombrero, dijo:
—¿Nos marchamos?
Bajaron la escalera.
Richmond esperaba fuera. Era un joven de cabello oscuro, de ojos castaños, chispeantes de vida y de juventud. El cierzo había enrojecido sus mejillas.
—¿Ha tenido usted frío? —le dijo Camila, con un impulso hacia él.
Y, regresando con presteza al lado de Juan, deslizó su brazo bajo el suyo.
—Perdóname por no haberte preguntado a ti también si tenías frío. No llevas el sobretodo; ¿quieres que te lo vaya a buscar? ¿No?… En este caso, abróchate bien la americana.
Le abrochó, la americana.
Juan alargó la mano a Richmond. Se hallaba en un estado de ánimo singularmente distraído; diríase que, en el fondo, lo que ocurría no le concernía en nada.
Esbozó una vaga sonrisa y murmuró:
—Encantado de volverle a ver, señor.
Richmond le saludó respetuosamente; parecía muy contento de verle nuevamente. En su actitud no había ningún indicio de falta ni culpabilidad.
—Últimamente vi uno de sus libros en el escaparate de una librería de Londres —dijo—. Estaba traducido. Daba gusto verlo allí; fue para mí como un saludo negado de su tierra.
Camila andaba entre los dos hombres, levantando la cabeza para mirarles, ora a uno, ora al otro.
—Entonces, vendrás el martes, Juan. Perdonadme —añadió riendo—; no pienso más que en mis cosas. —Y, volviéndose seguidamente hacia Richmond, le rogó con tono de arrepentimiento que fuese él también En aquella velada no habría más que personas conocidas; Victoria y su madre estaban igualmente invitadas.
Juan se detuvo en seco y dijo:
—Realmente, yo podría muy bien volverme.
—Adiós, y hasta el martes —le respondió Camila. Richmond le estrechó la mano con efusión.
Y los dos jóvenes se alejaron, solos y dichosos.