CAPITULO IX
Camila, sencilla y alegre, se fue al molino. Iba sola. Penetró en la casa sin cumplidos, sonriente, y dijo:
—Perdonen que no haya llamado. He pensado que, como el río hace tanto ruido, era inútil que lo hiciera. —Echando una mirada a su alrededor, exclamó—: ¡Pero, qué encantador es esto! ¡Qué encantador…! ¿Dónde está Juan? Nos conocemos. ¿Cómo va su ojo?
La hicieron sentar y fueron al molino en busca de Juan. El ojo le lloraba y presentaba trazas de equimosis.
—He venido sin que se me haya invitado —le dijo Camila volviéndose hacia él—, pues deseaba estar aquí. Es necesario que continúe usted el tratamiento de agua fría en el ojo.
—No vale la pena —respondió él—. Dejemos ya esto. ¡Qué idea tan amable la suya de venir aquí! ¡Oh! ¡Gracias por su visita! —Y cogiendo a su madre por el talle, se la presentó, diciendo—: Esta es mi madre.
Bajaron hasta el molino. El viejo molinero se quitó la gorra, saludó brevemente y dijo alguna cosa. Camila no le oyó, pero sonrió y profirió, descuidadamente:
—Gracias, gracias. Sí, me gustaría mucho verlo. En marcha.
Dábale miedo el ruido y retuvo la mano de Juan mientras alzaba sus grandes ojos atentos hacia los dos hombres. Hubiérase dicho que era sorda. El gran número de ruedas del molino la llenaban de asombro, reía y, en su afán, sacudía la mano de Juan, señalándole con el dedo todos los mecanismos. El molino fue parado y vuelto a poner en marcha para que ella lo viese. Un buen rato después de haber dejado el molino, Camila continuaba hablando muy alto, cómicamente, como si el ruido le hubiese quedado en los oídos Juan la acompañó a su regreso al castillo.
—¿Cómo fue que se atrevió a darle ese golpe en el ojo? —dijo ella—. Y luego, desaparecer, marcharse de caza con aquel propietario. ¡Cuán desagradable es todo lo ocurrido! Victoria no ha dormido en toda la noche pensando en ello, según me ha dicho.
—Así dormirá mejor en la próxima —respondió Juan—. ¿Cuándo piensa usted marcharse?
—Mañana. ¿Y usted? ¿Cuándo irá a la ciudad?
—Probablemente el próximo otoño. ¿Podré verla esta tarde?
Ella exclamó.
—¡Oh! Claro que sí, muy contenta. Me habló usted de una gruta y tiene que enseñármela.
—Iré a buscarla a usted —dijo él.
Por el camino de regreso, anduvo mucho rato sumido en sus pensamientos. Acababa de ocurrírsele una idea feliz.
Por la tarde, fue al castillo y, sin entrar, mandó aviso a Camila. Mientras aguardaba, vio aparecer a Victoria un instante en el marco de una ventana del primer piso; miróle fijamente, volvió la espalda y desapareció.
Cuando se le reunió Camila, la condujo a la cantera y a la gruta. Sentíase sosegado. Escuchó a la joven tranquilo y sereno; sus ágiles palabras revoloteaban a su alrededor cual angélicos mensajes, y le divertían. Hoy, los espíritus del bien le eran propicios…
—¿Recuerda usted, Camila, que una vez me regaló un puñal? Tenía vaina de oro. Lo puse en una caja con otros objetos, porque no sabía qué hacer de él.
—¡Ah! ¿No sabía qué hacer de él? ¿Y qué? —preguntó Camila.
—Pues bien; ahora lo he perdido.
—¡Vaya! ¡Qué mala suerte! Pero quizá pueda encontrarle uno semejante en alguna parte. Lo intentaré, ¿quiere?
Regresaron a casa.
—¿Y recuerda, asimismo, aquel medallón de oro macizo y fijado en una montura? En su interior, usted había escrito unas palabras amables.
—Sí, lo recuerdo.
—El año pasado, en el extranjero, regalé aquel medallón.
—¡Oh! ¿De veras? ¿De veras… lo dio? ¿Y por qué hizo eso?,
—Lo ofrecí como recuerdo, a un joven camarada ruso, el cual me dio las gracias postrado de hinojos.
—¿Tan contento estuvo? ¡Señor, se sentiría infinitamente contento para caer así de rodillas! Le daré otro medallón para sustituir al primero, pero este lo guardará usted mismo.
Habían llegado hasta el camino que conducía del molino al castillo.
Juan se detuvo y dijo:
—Un día, cerca de esta espesura, me ocurrió una cosa. Pasaba una noche por aquí, como muy a menudo solía hacerlo en mis solitarios paseos. Era el verano con sus noches claras. Me tumbé detrás de la espesura y me abandoné a mis sueños. En aquel momento, dos personas andaban dulcemente a lo largo del camino. La dama se detuvo. Su compañero le preguntó: «¿Qué le pasa?». «Nada —respondió ella—; pero no debe mirarme así». «Estaba mirándola solamente», dijo él. «Sí —contesta la dama— ya sé que me ama, pero papá no lo consentiría, ¿comprende? Es imposible…». Él murmuró: «Sí, quizá sea imposible…». Luego ella añadió: o ¡«Qué fuertes son sus muñecas!». Y le pasó la mano por una de ellas.
Pausa.
—Bueno, ¿y qué más ocurrió? —preguntó Camila.
—No sé —respondióle Juan—. Pero ¿por qué hablaría así de sus muñecas?
—Tal vez las tuviera bonitas. Y además llevaría camisa blanca encima. ¡Oh!, sí, ya se comprende. Quizás ella también lo amaba.
—Camila —dijo—, si yo la quisiera mucho a usted y aguardase algunos años… Sólo es una pregunta… A decir verdad, no soy digno de usted; pero ¿cree que podría aceptarme algún día, si el año próximo o dentro de dos años pidiera su mano?
Un momento de silencio.
Camila se vuelve de pronto sonrojada, confusa. Balancea en todos sentidos su cuerpo menudo y junta las manos. Él la coge por el talle y pregunta:
—¿Cree que esto pueda llegar algún día? ¿Querría usted?
—Sí —responde ella, abandonándose entre sus brazos.
Al día siguiente la acompañó al embarcadero. Le besó las manitas, de tan infantil e inocente aspecto; sentíase invadido por dulces emociones de alegría.
Victoria no estaba allí.
—¿Por qué no han venido a acompañarte?
Camila explicó, con ojos aterrorizados, que el castillo se hallaba sumido en una espantosa tristeza. Aquella mañana, había llegado un telegrama: el castellano había palidecido y el viejo chambelán y su mujer lanzaron gritos de dolor: Otto ha muerto de un disparo de fusil, durante la cacería de ayer tarde.
Juan sujetó a Camila por el brazo.
—¿Muerto? ¿El teniente?
—Sí. En este momento están en camino conduciendo el cadáver. ¡Es terrible!
Continuaron andando, cada uno embebido en sus pensamientos. El bullicio de la gente por el muelle, los gritos de mando en lo alto del vapor, les sacaron de su ensimismamiento.
Camila dio la mano tímidamente; él se la besó y dijo:
—No soy digno de ti bajo ningún concepto, Camila. Pero te haré todo lo feliz que pueda, si quieres ser para mí.
—Sí, tuya… Siempre lo he deseado, siempre…
—Dentro de algunos días te seguiré —dijo—, una semana y volveremos a vernos.
Ella estaba a bordo. Mientras pudo distinguirla, agitó la mano. Al volverse para marchar, se encontró con Victoria detrás de él; también ella agitaba su pañuelo saludando a Camila.
—He llegado tarde —dijo.
Él no respondió. ¿Qué decir, en aquellos momentos? ¿Consolarla de su desgracia, felicitaría, estrecharle la mano? Su voz apagada, sus rasgos alterados, denotaban que acababa de sufrir un rudo golpe.
—Tiene todavía enrojecido el ojo —dijo poniéndose a andar. Volvió la cabeza.
Juan no se había movido del sitio.
Entonces, bruscamente, ella se fue hacia él:
—Otto está muerto —le dijo con voz dura y ojos ardientes—. Es usted tan desdeñoso, que no dice ni una palabra. Él era cien mil veces mejor que usted ¿entiende? ¿Sabe cómo ha muerto? De un disparo de fusil, con todo el cráneo destrozado, su pequeño cráneo de necio. Era cien mil veces mejor…
Rompió a llorar; y sollozando desesperadamente, se dirigió a toda prisa a su casa.
Era ya avanzada la noche cuando oyeron llamar en casa del molinero.
Juan abrió la puerta y miró en la oscuridad; Victoria estaba allí, haciéndole señas de que saliese. Con mano helada le cogió impetuosamente la suya y lo condujo hacia el camino.
—Más vale que se siente —dijo él—. Siéntese, descanse un poco. Está excesivamente fatigada.
Se sentaron.
—¿Qué pensará usted de mí? —murmuró ella—, ¡yo que no puedo dejarlo nunca tranquilo!
—Es usted muy desgraciada —respondió Juan—. Escuche Victoria, ahora es preciso que se calme. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Perdóneme, Por Dios, lo que hoy le dije —suplicó—. Sí, soy muy desgraciada, lo soy desde hace muchos años… He dicho que era cien mil veces mejor que usted. Pero no lo pensaba así, ¡perdóneme! Está muerto y era mi prometido, eso es todo. ¿Cree que lo era por mi voluntad? Juan, ¿ve usted esto? Es mi sortija de prometida, la recibí hace mucho tiempo, ¡oh!, ¡muchísimo tiempo!, pues bien, ahora la tiro. —Y lanzó el anillo en medio del bosque; ambos lo oyeron caer—. Todo fue voluntad de papá, porque está arruinado, casi en la miseria, y Otto había de reunir tanto dinero algún día… «Es preciso que te cases con él», me decía papá. Y yo cada vez me negaba… «Piensa en tus padres, en el castillo, en nuestro rancio nombre, en mi honor». «Bien, sí, lo aceptaré —respondí—, espera tres años, y lo aceptaré». Papá me lo agradeció y esperó. Otto esperó también. Todos esperaron. Pero desde el primer momento tuve mi sortija de prometida. Luego, transcurrido mucho tiempo, vi que todo era inútil. ¿Por qué demorarlo más? «Ya puedes enviar a buscar al que ha de ser mi marido», dije a papá. «Dios te bendiga», dijo, agradeciéndome una vez más lo que iba a hacer. Otto vino. No fui a esperarle al embarcadero; de pie junto a mi ventana, lo vi llegar en el coche. Entonces, corrí hacia mamá, me eché de rodillas delante de ella. «¿Qué te pasa, hija mía?», me preguntó. «No puedo, no puedo quererle —respondí—; ha llegado, está abajo… Es preferible que hagáis un seguro sobre mi vida, y desapareceré en el fiordo o en el torrente. Sería mejor». El rostro de mamá palideció, inclinóse sobre mí llorando. Llegó papá. «Vamos, querida Victoria, es conveniente que bajes a recibirle», dijo. «No puedo, no puedo», respondí, y repetí mi proposición, que me hiciese la gracia de tomar un seguro sobre mi vida… Papá, sin decir palabra, se sentó y empezó a temblar y a meditar. Viéndole así, le dije: «Llévame con el que ha de ser mi marido, lo aceptaré».
Victoria se interrumpió y un escalofrío agitó su cuerpo. Juan tomó también su otra mano y la calentó entre las suyas.
—Gracias, Juan —dijo—, apriéteme fuertemente las manos, se lo ruego. ¡Oh! Sí, se lo suplico. ¡Dios mío, qué calor tiene usted! ¡Cuánto se lo agradezco!… Pero ha de perdonarme lo que le dije en el embarcadero, ¿no es cierto?
—Sí, ya hace tiempo que está olvidado. ¿Quiere que vaya a buscarle un chal?
—No, gracias. Pero no comprendo este temblor, tengo la cabeza tan ardiente… Juan, debo pedirle perdón por tantas cosas…
—Vaya, no piense más en eso. Ve, ya está más calmada. Estése sentada y tranquilícese.
—Usted se refería a mí en aquel discurso… Entonces no tuve conciencia de mí misma, hasta terminadas sus palabras: no oía más que su voz. Parecía un órgano, y yo estaba desesperada de sentir cómo me arrobaba. Papá me preguntó por qué lancé aquel grito, por qué interrumpí: se mostró muy disgustado. En cambio mamá no hizo ninguna reflexión, había comprendido. Se lo había contado todo. Lo sabe desde hace muchos años, y aún se lo volví a decir a mi regreso de la ciudad… Después de encontrarle a usted hace dos años…
—No hablemos más de eso…
—¡No, no hablemos más! Pero perdóneme, escuche, Juan, ¡sea caritativo! ¿Qué debo hacer? ¿Qué voy a hacer ahora? En casa está papá, va de un lado a otro de su despacho: es un golpe terrible para él Mañana es domingo: ha decidido dar permiso a toda la servidumbre, es lo único que ha podido decir hasta ahora. Tiene la cara lívida y no dice una palabra: tal es el efecto que le ha producido la muerte de su futuro yerno… He dicho a mamá que quería venir a verle a usted. Ella me ha contestado que mañana debíamos ir las dos a acompañar al chambelán a la ciudad. «Quiero ver a Juan», repetí. «Tu padre no tiene bastante dinero para los tres, y él se quedará aquí», respondió, y continuó hablando de otras cosas. Entonces me dirigí hacia la puerta… Mamá me miró. «Voy a su encuentro», dije por última vez. Entonces se adelantó, me abrazó y dijo: «¡Está bien, que Dios te guíe!».
Juan le soltó las manos:
—Ya ha entrado en calor, ahora —dijo.
—Gracias infinitas; sí, ahora ya he entrado en calor… «Que Dios te guíe», me ha dicho. ¡Oh! Se lo conté todo a mamá, lo sabe desde hace mucho tiempo. «Pero, dime, ¿a quién quieres tú, hija mía?», me preguntó. «¿Puedes hacerme todavía esta pregunta?», contesté yo. «Quiero a Juan y sólo a él he querido durante toda mi vida; le he querido, adorado…».
Él hizo un movimiento.
—Se hace tarde. ¿No cree que van a inquietarse por usted en su casa?
—¡Oh! No… Usted se habrá dado cuenta de que es a usted a quien amo, Juan, lo sabe. ¿No es cierto? ¡He sufrido tanto esperándole durante todos aquellos años! Nadie, ¡ah!, nadie puede suponérselo. Pasaba por este camino, seguía los caminitos que atraviesan los bosques y pensaba: «A él le gustaba pasar por aquí…». El día en que supe que usted estaba de regreso, quise vestirme de claro, en señal de fiesta… La emoción y el deseo de verle me tenían enferma… Andaba por toda la casa, abriendo y cerrando las puertas… «¡Qué radiante estás hoy!», me decía mamá. Yo pensaba: «¡Está aquí! ¡Ha regresado!». Y, obsesionada por este pensamiento, repetía sin cesar: «¡Ha regresado, es todo tan maravilloso!…». A la mañana siguiente, no resistiendo más, volví a vestirme de claro y subí a la cantera para encontrarle a usted… ¿Se acuerda?… No a coger flores como le dije; no era a eso a lo que iba… Entonces usted no sintió alegría de volverme a ver; pero, a pesar de todo, gracias por haberle encontrado allí. Habían transcurrido más de dos años desde que… Cuando llegué, usted estaba sentado, dándose golpecitos en la mano con una ramita; después que se hubo marchado, recogí la ramita y me la llevé escondida…
—Pero, Victoria —dijo él, con voz temblorosa—, no debe usted decirme ahora estas cosas.
—No —dijo ella acongojada, tomándole la mano—. No debo decírselas, usted ya no lo quiere, ¿verdad? —Le acarició la mano nerviosamente—. ¡Oh! No, es muy puesto en razón que no quiera usted oírme… Yo no puedo pensar en ello. ¡Le he hecho sufrir tanto! ¿No cree usted que, con el tiempo, podría perdonármelo?
—Sí, claro que sí, todo está perdonado. Pero no es esto lo que quiero decir.
—¿Qué, pues?
Pausa.
—Estoy prometido —respondió.