CAPÍTULO 30

Tiempo perdido

L, ¿ESTÁS AHÍ? ¿Puedes oírme? Estoy esperando. Sé que pronto encontrarás el libro.

Nunca imaginarías cómo es este lugar. Siento como si estuviera viviendo en un templo de más de diez mil años de antigüedad, o tal vez en una fortaleza. Tampoco imaginarías cómo es este tipo. Mi amigo Xavier. Al menos pienso que es mi amigo. Es como un viejo monje de diez mil años de edad. O tal vez algún tipo de wombat en un viejo templo.

¿Sabes lo que es esperar en un mundo en el que no pasa el tiempo? Los minutos parecen siglos —eternidades— o algo peor, porque ni siquiera puedes distinguir cuál es cuál.

A menudo me descubro contando las cosas. Compulsivamente. Es la única forma que conozco para medir el tiempo.

Sesenta y dos botones de plástico. Once sartas rotas de entre catorce y treinta y seis perlas cada una. Ciento nueve cromos antiguos de béisbol. Nueve pilas AA. Doce mil setecientos cincuenta y cuatro dólares con tres céntimos en monedas de seis países. O tal vez sean seis siglos.

Más o menos.

Desconozco cómo contar los doblones.

Esta mañana he contado los granos de arroz que caían por la costura descosida de una rana disecada. No sé dónde encuentra Xavier todas estas cosas. Conté hasta novecientos noventa y nueve, y luego perdí el hilo y tuve que volver a empezar.

Así fue cómo pasé el día.

Como te he dicho, una persona podría volverse loca tratando de pasar el tiempo en un lugar donde no hay tiempo. Cuando encuentres el Libro de las Lunas, L, de alguna forma lo sabré y saldré de aquí al segundo siguiente. Tengo mis cosas dispuestas junto a la boca de la cueva. El mapa de la tía Prue. Una petaca vacía de whisky y una lata de tabaco.

No preguntes.

Después de todo lo sucedido, ¿puedes creer que el libro todavía se interponga entre nosotros? Sé que lo encontrarás. Algún día. Lo harás.

Y yo estaré esperando.

No estoy seguro de si pensar en Lena hace que el tiempo transcurra más rápido o más despacio. Pero no importa. No podría dejar de pensar en ella ni aunque lo intentara. Cosa que he hecho, jugando al ajedrez con las horripilantes figuras de la colección de Xavier. Ayudándole a catalogar cualquier objeto: desde chapas de botellas y canicas hasta antiguos volúmenes Caster. Hoy toca piedras. Xavier debe de tener cientos de ellas, desde diamantes en bruto del tamaño de fresas a trozos de cuarzo y viejas rocas lisas.

—Es importante hacer un inventario minucioso de todo lo que tengo. —Xavier añadió tres trozos de carbón a la lista.

Me quedé mirando las piedras delante de mí. Grava, diría Amma. Justo el tono de gris adecuado para el sendero de Dean Wilks. Me pregunté qué estaría haciendo Amma ahora. Y mi madre. Las dos mujeres que me criaron estaban en dos mundos completamente diferentes, y no podía ver a ninguna de ellas.

Agarré un puñado de polvorienta grava de sendero.

—Por cierto, ¿por qué coleccionas esto? No son más que piedras.

Xavier me miró escandalizado.

—Las piedras tienen poder. Absorben los miedos y sentimientos de la gente. Incluso sus recuerdos.

No necesitaba los miedos de nadie. Ya tenía suficiente con los míos.

Busqué en mi bolsillo y saqué la piedra negra. Froté la suave superficie entre mis dedos. Esta era la de Sulla. Tenía la forma de una gruesa lágrima, mientras que la de Lena era más redonda.

—Toma —se la pasé a Xavier—. Puedes añadirla a tu colección.

Estaba casi seguro de que no la necesitaría para cruzar de nuevo el río. O bien encontraba el camino de vuelta a casa o nunca saldría de aquí. De alguna forma lo sabía, aunque no supiera nada más.

Xavier miró fijamente la piedra durante un largo minuto.

—Quédatela, hombre muerto. Estas no son…

Después ya no pude entender lo que estaba diciendo. Mi visión empezó a nublarse, la negra piel con aspecto de cuero de Xavier y la piedra en mi mano empezaron a retorcerse hasta que se fundieron en una única sombra oscura.

Sulla estaba sentada ante una vieja mesa de mimbre, una lámpara de aceite iluminaba la pequeña habitación. Frente a ella un despliegue de cartas, las Cartas de la Providencia, alineadas en dos ordenadas filas, cada una de ellas marcada con un gorrión negro en una esquina —la marca de Sulla. Un hombre alto estaba sentado frente a ella, su reluciente cabeza brillaba en la luz.

—La Espada Sangrante. La Rabia del Ciego. La Promesa del Mentiroso. El Corazón Robado. —Frunció la frente y sacudió la cabeza—. Puedo afirmar que nada de esto es bueno. Lo que intentas cazar, nunca lo encontrarás, y será peor si lo haces.

El hombre pasó nerviosamente sus manos por su cráneo.

—¿Que se supone que significa eso, Sulla? Dímelo sin tantos rodeos.

—Significa que nunca te van a dar lo que quieres, Angelus. El Custodio Lejano no necesita un despliegue de cartas para saber que has estado rompiendo las reglas durante todo este tiempo.

Angelus se apartó de la mesa violentamente.

—No los necesito para que me den lo que quiero. Tengo a otros Guardianes respaldándome. Guardianes que quieren ser algo más que escribas. ¡Por qué vivir obligados a documentar la historia cuando podemos ser los que la hagan!

—No puedo cambiar las cartas, es todo cuanto sé.

Angelus se quedó mirando a la hermosa mujer de piel dorada y delicadas trenzas.

—Las palabras pueden cambiar las cosas, Vidente. Sólo hay que ponerlas en el libro adecuado.

Algo captó la atención de Sulla que se distrajo durante un momento. Su nieta estaba acurrucada detrás de la puerta, escuchando. En cualquier otra noche, a Sulla no le hubiera importado. Amarie tenía diecisiete años, unos meses más que ella cuando aprendió a leer las cartas. Sulla no quería que la chica viese a aquel hombre. Había algo de diabólico en él. No necesitaba las cartas para advertirlo.

Angelus empezó levantarse, con sus enormes manos cerradas en un puño.

Sulla dio un golpecito a una carta en la fila superior del despliegue que tenía un par de puertas doradas grabadas en su cara.

—Esta carta de aquí es el equivalente a un comodín.

El hombre vaciló.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que a veces hacemos nuestro propio destino. Cosas que las cartas no pueden ver. Depende de en qué lado de la puerta elijas estar.

Angelus cogió la carta, y la estrujó entre sus dedos.

—Ya llevo demasiado tiempo ante las puertas.

Acto seguido se marchó dando un portazo y Amarie salió de su escondite.

—¿Quién era ese, abuela?

La mujer mayor recogió la carta arrugada, alisándola con sus manos.

—Es un Guardián del norte. Un hombre que quiere más de lo que cualquier hombre debe tener.

—¿Qué es lo que quiere?

Los ojos de Sulla se clavaron en los de Amarie, y durante un segundo dudó si contestar a la niña.

—Manipular su destino. Cambiar las cartas.

—Pero no se pueden cambiar las cartas.

Sulla miró hacia otro lado, recordando lo que había visto en las cartas el día en que Amarie nació.

—Algunas veces se puede. Pero siempre hay un precio.

Cuando abrí los ojos, Xavier estaba inclinado sobre mí, con sus facciones retorcidas por la preocupación.

—¿Qué es lo que has visto, hombre muerto?

Aún podía sentir el calor de la piedra negra en mi mano. La apreté con más fuerza, como si de alguna forma pudiera acercarme a Amma. A los recuerdos encerrados bajo su brillante superficie negra.

—¿Cuántas veces ha cambiado Angelus Las Crónicas Caster, Xavier?

El Guardián de la Puerta miró hacia otro lado, retorciendo sus largos dedos nerviosamente.

—Xavier, contéstame.

Nuestros ojos se encontraron y pude ver el dolor en los suyos.

—Demasiadas.

—¿Por qué lo hace? ¿Qué gana Angelus con eso?

—Algunos hombres quieren ser algo más que Mortales. Angelus es uno de ellos.

—¿Estás diciendo que quería ser un Caster?

Xavier asintió lentamente. Quería cambiar el destino. Encontrar una forma de desafiar a la ley sobrenatural y mezclar la sangre Mortal y Caster.

Ingeniería genética.

—¿Así que quería que los Mortales tuvieran poderes como los Caster?

Xavier pasó su enorme y desfigurada mano por su calva cabeza.

—No hay razón para tener poder si no tienes a nadie alrededor a quien atormentar y controlar.

Aquello no tenía sentido. Era demasiado tarde para Angelus. ¿Acaso estaba intentando, al igual que Abraham Ravenwood, crear algún tipo de criatura híbrida?

—¿Estaba experimentando con niños?

Xavier se dio la vuelta, y durante un largo momento guardó silencio.

—Experimentaba en sí mismo utilizando a Caster Oscuros.

Sentí que un escalofrío me recorría la columna, impidiéndome tragar. No quería ni imaginar lo que el Guardián habría hecho con ellos. Estaba intentando encontrar las palabras adecuadas para formular la pregunta, cuando Xavier se me adelantó.

—Angelus hizo pruebas con su sangre, sus tejidos… y no sé con qué más. Además, se inyectó un suero hecho con la sangre de aquellos en la suya. Y aunque no obtuvo el poder que buscaba, siguió intentándolo. Cada inyección le volvía más pálido y más desesperado.

—Eso suena horrible.

Él volvió su rostro deforme hacia mí.

—Pues no es la peor parte, hombre muerto. Esa vino después.

No quería preguntar, pero no podía contenerme.

—¿Qué sucedió?

—Finalmente encontró un Caster cuya sangre le proporcionó una versión mutante de su propio poder. Ella era Luminosa, bella, encantadora. Y yo… —vaciló.

—¿Estabas enamorado de ella?

Sus facciones parecían más humanas que nunca.

—Sí. Y Angelus la destruyó.

—Lo siento mucho, Xavier.

Agachó la cabeza.

—Era una poderosa Telepath antes de volverse loca por los experimentos de Angelus.

Una lectora de la mente. De pronto, lo entendí todo.

—¿Estás diciendo que Angelus puede leer la mente?

—Sólo las Mortales.

Sólo las Mortales. Como la mía, la de Liv y la de Marian.

Necesitaba encontrar mi página en Las Crónicas Caster y volver a casa.

—No te pongas tan triste, hombre muerto.

Observé las manecillas de los relojes de Xavier girar en diferentes direcciones, marcando el paso de un tiempo que no existía. No quise decirle que no estaba triste.

Estaba asustado.

Mantuve mis ojos sobre los relojes, pero aun así no pude medir el tiempo. Algunas veces las cosas se ponían tan mal que empezaba a olvidar qué era lo que estaba esperando. Tener demasiado tiempo podía causarte ese efecto. Difumina los límites entre tus recuerdos y tu imaginación hasta que todo parece como algo que hubieras visto en una película en lugar de tu propia vida.

Estaba empezando a renunciar a la idea de volver a ver el Libro de las Lunas. Lo que significaba renunciar a algo mucho más importante que un viejo libro Caster.

Significaba renunciar a Gatlin, con lo bueno y lo malo que tuviera. Renunciar a Amma, a mi padre y a la tía Marian. A Link, Liv y John. Al Jackson High y al Dar-ee Keen, a Wate’s Landing y a la carretera 9. El lugar donde por primera vez comprendí que Lena era la chica de mis sueños.

Renunciar al libro significaba renunciar a ella.

No podía hacerlo.

No lo haría.

Después de lo que debieron de ser días o semanas —era imposible de saber—, Xavier advirtió que estaba perdiendo algo más que el tiempo.

Estaba sentado en el suelo de tierra de la caverna, catalogando lo que parecían ser cientos de llaves.

—¿Cómo es ella?

—¿Quién? —pregunté.

—La chica.

Observé cómo clasificaba las llaves por tamaño, y luego por su forma. Me pregunté de dónde serían y qué puertas abrirían, mientras buscaba las palabras adecuadas.

—Era… viva.

—¿Era hermosa?

¿Lo era? Cada vez me costaba más recordar.

—Sí. Eso creo.

Xavier dejó de clasificar las llaves y me miró.

—¿Qué aspecto tenía la chica?

¿Cómo podía decirle que todo estaba transformándose en mi mente, mezclándose de tal forma que hacía imposible imaginarla con claridad?

—¿Ethan? ¿Me oyes? Tienes que decírmelo. De lo contrario lo olvidarás. Eso es lo que sucede si pasas demasiado tiempo aquí. Perderás todo lo que te hizo ser como eres. Este lugar te lo arrebata.

Me di la vuelta antes de contestar.

—No estoy seguro. Todo está muy borroso.

—¿Tenía el cabello dorado? —A Xavier le encantaba el oro.

—No —contesté. Estaba bastante seguro, aunque no podía recordar por qué. Clavé la mirada en el muro que tenía frente a mí, tratando de imaginar su rostro. Entonces un pensamiento vino a mi mente, y abrí los ojos—. Había rizos. Muchos rizos.

—¿De la chica?

—Sí. —Miré los salientes de roca en la parte alta de la cueva—. Lena.

—¿Su nombre es Lena?

Asentí mientras las lágrimas empezaban a rodar por mi cara. Me sentí tan aliviado por poder recordar aún su nombre.

Date prisa, Lena. No me queda mucho tiempo.

Para cuando volví a ver al cuervo, ya había olvidado. Mis recuerdos eran como un vago sueño, excepto que nunca dormía. Observaba a Xavier. Contaba botones y catalogaba monedas. Miraba al cielo.

Eso era lo que estaba tratando de hacer ahora, cuando ese estúpido pájaro empezó a graznar, agitando sus enormes alas.

—Márchate.

Él graznó más fuerte todavía.

Rodé hacia un lado, intentando espantarlo con la mano. Fue entonces cuando vi el libro en el suelo delante de mí.

—Xavier —llamé con voz inestable—. Ven aquí.

—¿Qué pasa, hombre muerto? —escuché que me decía desde la cueva.

—El Libro de las Lunas. —Lo cogí y pude sentir su calor en mis manos. Pero mis manos no se quemaban. Recuerdo que pensé que debería quemarme.

En el momento en que cogí el libro, mis recuerdos volvieron de nuevo. Igual que el libro me había devuelto de la muerte una vez, ahora me estaba devolviendo mi vida de nuevo. Podía visualizar cada detalle. Los lugares en los que había estado. Las cosas que había hecho. La gente a la que amaba.

Podía ver el delicado rostro de Lena. Sus ojos, uno verde y otro dorado, y la marca de nacimiento con forma de luna creciente de su mejilla. Recordé su aroma a limones y romero y los vientos huracanados y la combustión espontánea. Todo lo que hacía de Lena la chica a la que amaba.

Otra vez volvía a estar completo.

Y supe que tenía que dejar aquel lugar antes de que me atara para siempre.

Sujeté el libro con ambas manos y lo llevé al interior de la cueva. Había llegado la hora de hacer el intercambio.

Con cada nuevo paso, el libro parecía hacerse más pesado en mis manos. Sin embargo, no consiguió detenerme. Nada podría hacerlo ahora.

No mientras hubiera algún paso más que dar.

Las Verjas del Custodio Lejano se erguían frente a mí, firmes y altas. Ahora comprendía por qué Xavier estaba tan obsesionado con el oro. Las Verjas eran de un mugriento tono marrón negruzco, pero bajo este podían apreciarse destellos de oro. Se alzaban como intimidantes agujas. Y no daban la impresión de desembocar en ninguna parte a la que una persona quisiera ir.

—Parecen tan malignas.

Xavier siguió mis ojos hasta la punta de las agujas.

—Son lo que son. El poder no es ni bueno ni malo.

—Tal vez sea verdad, pero este lugar es maligno.

—Ethan. Eres un poderoso Mortal. Hay más vida en ti que en cualquier hombre muerto con el que me haya podido topar. —De alguna forma aquello no sonaba muy reconfortante—. No puedo abrir las Verjas si no deseas verdaderamente entrar. —Sus palabras sonaban amenazantes.

—Tengo que ir. Tengo que volver con Lena, Amma y Link. Y con mi padre, Marian y Liv y todo el mundo. —Visualicé sus caras una a una. Me sentí rodeado por ellos, por sus espíritus y el mío. Recordé lo que era vivir entre ellos, mis amigos.

Recordé lo que era vivir.

—Lena. ¿La chica con los rizos dorados? —Xavier parecía sentir curiosidad.

No había forma de hacérselo entender, no a él. Así que me limité a asentir, parecía lo más sencillo.

—¿Y la quieres? —Parecía sentir todavía más curiosidad sobre eso.

—Sí. —No había duda—. La amo por encima del universo y más allá. La amo desde este mundo al siguiente.

Parpadeó, inexpresivo.

—Bueno, eso es muy serio.

Tuve ganas de sonreír.

—Sí. Intenté explicártelo. Así es.

Me miró fijamente durante un largo momento y finalmente asintió.

—Está bien. Sígueme. —Entonces desapareció por el sendero de tierra delante de mí.

Le seguí mientras el sendero se retorcía hasta transformarse en una escalera imposible tallada en la roca. Ascendimos por ella hasta alcanzar una estrecha cornisa que desembocaba en lo que parecía ser el olvido. Cuando traté de mirar por encima del borde de la roca, lo único que pude ver fueron nubes y oscuridad.

Ante mí estaban las imponentes verjas negras. No podía distinguir nada más allá. Pero sí escuchar unos sonidos horribles, cadenas arrastrándose y voces gimiendo y llorando.

—Suena como el infierno.

—No es el infierno. —Sacudió la cabeza—. Sólo el Custodio Lejano.

Xavier se puso delante de mí, bloqueándome el paso a las Verjas.

—¿Estás seguro de querer hacerlo, hombre muerto?

Asentí, manteniendo la vista sobre su rostro desfigurado.

—Chico humano. Al que llaman Ethan, mi amigo. —Sus ojos se tornaron pálidos y vidriosos, como si estuviera sumido en algún tipo de trance.

—¿Qué sucede, Xavier? —Me sentía impaciente, pero sobre todo aterrorizado. Y cuanto más permaneciéramos ahí fuera escuchando los horribles sonidos de lo que fuera que estuviera pasando allí dentro, más difícil se me hacía entrar. Tenía miedo a perder el valor, a renunciar y darme la vuelta, a echar a perder todo aquello por lo que Lena había pasado para entregarme el Libro de las Lunas.

Él me ignoró.

—¿Me estás proponiendo un intercambio, hombre muerto? ¿Qué me ofreces si te abro las Verjas? ¿Cómo pretendes pagar tu entrada al Custodio Lejano?

Me quedé inmóvil.

Él abrió un ojo y me susurró.

—El libro. Dame el libro.

Se lo di, pero no podía apartar mis manos de él. Era como si el libro y yo fuéramos uno solo y, de algún modo, estuviera también conectado con Xavier.

—Que demo…

—Acepto esta ofrenda y, a cambio, te abro las Verjas del Custodio Lejano. —El cuerpo de Xavier quedó inerte, y se desplomó como un saco vacío sobre el libro.

—¿Te encuentras bien, Xavier?

—Chist. —El sonido que llegaba desde debajo de su ropa fue lo único que me indicó que aún seguía con vida.

Escuché otro sonido, como de rocas cayendo o coches chocando, pero en realidad sólo eran las enormes Verjas abriéndose. Parecía como si no se hubieran abierto en miles de años. Observé los negros muros abrir paso al mundo detrás de ellos.

Mientras una oleada de alivio, cansancio y adrenalina hacía que mi corazón se desbocara, un pensamiento daba vueltas sin parar en mi cabeza.

Tiene que terminarse pronto.

Esta tenía que ser la parte más dura. Había pagado al Barquero. Había cruzado el río. Había conseguido el libro. Había hecho el intercambio.

He llegado al Custodio Lejano. Ya casi estoy en casa. Ya voy, L.

Me imaginé su rostro. Imaginé volver a verla y estrecharla de nuevo entre mis brazos.

No faltaba mucho.

Al menos eso fue lo que pensé cuando atravesé las Verjas.