CAPÍTULO 14

Cosas enredadas

NO ME LLEVÓ MUCHO tiempo volver sobre mis pasos hasta la Aguja Confederada, y encontrar el camino al Barras y Estrellas. Ahora cruzaba con la misma facilidad que un viejo Sheer. Una vez que le cogí el truco —una cierta forma de dejar que mi mente hiciera el trabajo por mí sin concentrarse en nada en concreto—, resultaba tan sencillo como caminar. O puede que incluso más, puesto que ni siquiera tenía que caminar.

Una vez allí, supe lo que tenía que hacer sin necesidad de ayuda. De hecho, estaba deseando hacerlo. Ya le había dado un par de vueltas en mi cabeza. Empezaba a entender por qué a Amma le gustaban tanto los crucigramas. En cuanto tu mente se acostumbraba a su metodología eran bastante adictivos.

Cuando encontré el camino hasta la oficina —atravesando la «Ciudad de los Aparatos de Aire Acondicionado»—, descubrí que la maqueta del próximo número estaba sobre uno de los tres escritorios, exactamente en el mismo lugar que la última vez. Abaniqué el aire para abrir sus páginas. En esta ocasión encontré el crucigrama sin demasiados problemas.

El pasatiempo estaba todavía menos acabado que el último. Tal vez el personal se estuviera volviendo perezoso, ahora que sabían que había una posibilidad de que alguien más lo hiciera por ellos.

En cualquier caso, sabía que Lena estaría pendiente de leerlo. Cogí la letra más cercana y la coloqué en su lugar.

Cuatro vertical. Piedra negra.

Ó.N.I.X.

Diez horizontal. Afluente de río.

T.R.I.B.U.T.A.R.I.O.

Seis vertical. Ojo.

O.C.U.L.U.S.

Siete horizontal. Encanto.

C.A.R.I.S.M.A.

Como la mía. Lila Jane Evers Wate.

M.A.T.E.R.

T.U.M.B.A.

Ese era el mensaje. Necesito la piedra negra, el ojo del río, la que llevas en tu collar de amuletos encantados. Y quiero que la dejes en la tumba de mi madre. No era capaz de deletrearlo de forma más concisa.

Por lo menos no en esta edición del periódico.

Cuando terminé de redactarlo, me sentía completamente exhausto, como si hubiera estado corriendo toda la tarde en la cancha de baloncesto. No sabía cuánto tiempo tendría que transcurrir en el Más Allá antes de que Lena recibiera el mensaje en este mundo. Sólo sabía que lo recibiría.

Porque estaba tan segura de ella como de mí mismo.

Cuando regresé a mi casa del Más Allá —a mi casa o a la tumba de mi madre, o como quiera que se llamara—, la piedra estaba allí, esperándome en el umbral.

Lena debió haberla dejado en la tumba de mi madre tal y como le pedí.

No podía creer que hubiera funcionado.

El amuleto de piedra negra de Barbados, el que llevaba siempre alrededor del cuello, estaba colocado en mitad del felpudo.

Ya tenía la segunda piedra del río.

Una ola de alivio me recorrió. Pero apenas duró cinco segundos, hasta que comprendí lo que la piedra significaba.

Era hora de partir. Hora de despedirme.

¿Por qué me costaba tanto decirlo?

—Ethan. —Escuché la voz de mi madre, pero no levanté la vista.

Estaba sentado en el suelo del salón, con mi espalda apoyada contra el sofá. Tenía una casa de cartón y un coche en las manos, pequeñas piezas extraviadas de la vieja ciudad navideña de juguete de mi madre. No podía apartar mis ojos del coche.

—Has encontrado el coche verde perdido. Yo nunca lo conseguí.

No dijo nada. Su cabello tenía un aspecto más caótico que de costumbre. Su cara arrasada por las lágrimas.

No sé por qué la ciudad estaba colocada de esa forma sobre la mesita de té, pero volví a poner la casa y moví el diminuto coche verde a lo largo de la mesa. Lejos de los animales de mentira, de la iglesia con el campanario torcido, y del árbol hecho con limpia-pipas.

Como decía, hora de marcharme.

Una parte de mí había querido salir corriendo desde el momento que supe lo que tenía que hacer para volver a mi antigua vida. Mientras que a la otra parte lo único que le importaba era volver a ver a Lena.

Pero durante el rato que estuve allí sentado, todo lo que podía pensar era en lo mucho que me costaba dejar a mi madre. En cuánto la había echado de menos y en lo rápido que me había acostumbrado a verla en casa, a escucharla trajinando en la habitación de al lado. No estaba seguro de querer renunciar a eso de nuevo, por mucho que deseara volver al otro lado.

Así que todo lo que podía hacer era quedarme allí sentado contemplando el viejo coche y preguntándome cómo algo que había estado perdido durante tanto tiempo podía volver a ser encontrado.

Mi madre respiró hondo, y cerré los ojos antes de que pudiera decir una palabra. Pero eso no la detuvo.

—No creo que sea una buena idea, Ethan. No creo que sea seguro, y no creo que debas ir. Por mucho que diga tu tía Prue. —Su voz sonaba vacilante.

—Mamá.

—Sólo tienes diecisiete años.

—De hecho, no es así. Lo que tengo ahora es nada. —Levanté la vista hacia ella—. Y siento decírtelo, pero es demasiado tarde para ese discurso. Tienes que admitir que la seguridad no es mi primera preocupación en este momento, ahora que estoy muerto y todo eso.

—Bueno, diciéndolo así… —suspiró y se sentó en el suelo a mi lado.

—¿Cómo quieres que lo diga?

—No lo sé. ¿Fallecido? —Intentó no sonreír.

Le devolví la media sonrisa.

—Lo siento. Fallecido, entonces. —Tenía razón. A la gente de donde veníamos no le gustaba decir la palabra muerto. Era de mala educación. Como si al pronunciarla, de alguna forma, se hiciera realidad. Como si las palabras en sí mismas fueran más poderosas que nada de lo que pudiera sucederte.

Tal vez lo fueran.

Al fin y al cabo, eso era lo que tenía que hacer ahora, ¿no es cierto? Destruir las palabras de la página de un libro en una biblioteca que habían cambiado mi destino Mortal. ¿Acaso era tan descabellado pensar que las palabras tenían una forma de moldear la vida de una persona?

—No sabes en lo que te estás metiendo, corazón. Tal vez si hubiera sido capaz de intuir todo esto antes de que pasara, ahora no estarías aquí. No habría existido un accidente de coche, ni un depósito de agua… —se detuvo.

—No puedes evitar que me sucedan cosas, mamá. Ni siquiera estas. —Apoyé la cabeza en el borde del sofá—. Ni siquiera las cosas enredadas.

—¿Y qué pasa si quiero hacerlo?

—No puedes. Es mi vida, o lo que quiera que sea. —Me volví para mirarla.

Ella posó la cabeza en mi hombro, acercando un lado de mi cara con su mano. Algo que no había hecho desde que era un niño.

—Es tu vida. En eso tienes razón. Y no puedo tomar una decisión como esta por ti, por mucho que quiera. Lo que resulta muy, muy duro.

—Puedo imaginármelo.

Me sonrió con tristeza.

—Apenas acabo de recuperarte. Y no quiero perderte de nuevo.

—Lo sé. Yo tampoco quiero dejarte.

Permanecimos el uno al lado del otro, contemplando la ciudad navideña, tal vez por última vez. Deposité el coche en el lugar al que pertenecía.

Supe entonces que nunca volveríamos a tener otras Navidades juntos, pasara lo que pasara. Podría quedarme o podría irme, pero, en cualquier caso, continuaría moviéndome a alguna parte que no era aquí. Las cosas no podían continuar así para siempre, ni siquiera en este Gatlin que no era Gatlin, fuera o no fuera a recuperar mi vida.

Las cosas cambiaban.

Y luego volvían a cambiar.

La vida era así, y también la muerte, supongo.

No podía estar con las dos, con mi madre y Lena, no en lo que quedaba de una vida. Ellas nunca se encontrarían, aunque ya les había contado todo lo que había que contar sobre la otra. Desde que llegué aquí, mi madre me había hecho describir cada amuleto del collar de Lena. Cada línea de cada poema que ella había escrito. Cada historia sobre las más pequeñas cosas que nos habían sucedido, cosas que ni siquiera sabía que recordaba.

Aun así, no era lo mismo que ser una familia, o lo que fuera que hubiéramos podido ser.

Lena, mi madre y yo.

Nunca se reirían de mí o me ocultarían un secreto o se pelearían por mí. Mi madre y Lena eran las dos personas más importantes de mi vida, o de mi otra vida, y nunca podría tener a las dos juntas.

Eso era en lo que pensaba cuando cerré los ojos. Para cuando volví a abrirlos, mi madre se había ido, como si supiera que no habría tenido valor para dejarla. Como si supiera que no sería capaz de marcharme.

Para ser sinceros, no estaba seguro de haber podido hacerlo.

Ahora nunca lo sabría.

Tal vez fuera mejor así.

Me guardé las dos piedras en el bolsillo y empecé a bajar los escalones de la entrada, cerrando cuidadosamente la puerta detrás de mí. El olor a tomates fritos me llegó flotando a través de la puerta cuando la cerré.

No me despedí. Tenía el presentimiento de que nos volveríamos a ver de nuevo. Algún día, en alguna parte.

Pero, aparte de eso, no había nada que pudiera decirle a mi madre que ella no supiera ya. Ni tampoco ninguna forma de decirlo y, después, salir por la puerta.

Ella sabía que la quería y también que tenía que marcharme. Más allá de eso, cualquier palabra resultaría superflua.

No sé si me vio partir.

Me dije a mí mismo que sí.

Pero deseaba que no fuera así.