CAPÍTULO 17
El Libro de las Lunas
EL GUARDIÁN DE LA PUERTA me volvió la espalda, y en su lugar se acercó hasta una vitrina que tenía detrás y empezó a examinar una colección de amuletos que colgaba de unos largos cordones de cuero: cristales y piedras exóticas que se parecían a las piedras del río, runas con marcas que no reconocí. Abrió el armario y extrajo uno de los amuletos, acariciando el disco plateado entre sus dedos. Me recordó al modo en que Amma frotaba el amuleto dorado que llevaba en su cuello siempre que estaba nerviosa.
—¿Y por qué no se marcha? —pregunté—. ¿Por qué no recoge todos estos objetos y desaparece? —Supe la respuesta según lo estaba preguntando.
Nadie permanecería aquí salvo que tuviera que hacerlo.
Se puso a girar un gran globo de esmalte colocado en un alto pedestal cerca de la vitrina. Mientras daba vueltas, extrañas siluetas pasaban fugazmente ante mi vista. No eran los continentes que estaba acostumbrado a ver en mis clases de historia.
—No puedo marcharme. Estoy Vinculado a las Verjas. Si me alejo demasiado de ellas, continuaré transformándome.
Bajó la vista a sus arqueados y nudosos dedos. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿A qué se refiere?
El Guardián de la Puerta volvió sus manos lentamente, como si no las hubiera visto nunca antes.
—Hubo un tiempo en que tenía el mismo aspecto que tú, hombre muerto. Un tiempo en el que fui un hombre.
Las palabras flotaban en mi cabeza, pero no era capaz de creérmelas. Fuese lo que fuese el Guardián de la Puerta —por más que sus rasgos recordaran a los de un hombre— no era humano.
¿O sí?
—No… no lo entiendo. ¿Cómo…? —No había forma de decir lo que estaba pensando sin resultar cruel. Y si realmente en algún rincón recóndito de su interior era un hombre, ya había debido sufrir suficientes crueldades.
—¿Cómo me convertí en esto? —El Guardián de la Puerta señaló una enorme pieza de cristal que colgaba de una cadena de oro. Cogió un segundo collar, hecho con anillos de azúcar, de esos que se pueden comprar en el Stop & Steal, acariciándolo y volviéndolo a dejar en su estuche de terciopelo—. El Consejo del Custodio Lejano es muy poderoso. Cuentan con una potente magia a su disposición, más fuerte que cualquier cosa que haya presenciado como Guardián.
—¿Fue un Guardián? —¿Esta cosa solía ser como mi madre, Liv o Marian?
Sus apagados ojos verdes volvieron a clavarse en mí.
—Tal vez quieras sentarte… —Hizo una pausa—. No creo que me hayas dicho tu nombre.
—Soy Ethan. —Con esta ya se lo había dicho dos veces.
—Encantado de conocerte, Ethan. Mi nombre es, era, Xavier. Ahora ya nadie me llama así, pero tú puedes hacerlo si te resulta más sencillo.
Sabía lo que estaba tratando de decirme: si te resulta más sencillo imaginarme como un hombre en lugar de un monstruo.
—Está bien. Gracias, Xavier. —Sonaba gracioso incluso viniendo de mí.
Tamborileó en la caja con los dedos, en una especie de tic nervioso.
—Y respondiendo a tu pregunta, te diré que sí. Fui un Guardián. Uno que cometió el error de cuestionar a Angelus, la cabeza visible…
—Sé quién es. —Recordé al hombre que se hacia llamar Angelus, el Guardián con la cabeza rapada. Y también recordé la cruel expresión de su rostro cuando apareció para llevarse a Marian.
—Entonces ya sabrás que es muy peligroso. Y corrupto. —Xavier me observaba detenidamente.
Asentí.
—Trató de hacer daño a una amiga mía, a dos, más concretamente. Se llevó a una de ellas hasta el Custodio Lejano para someterla a juicio.
—¿Juicio? —Se rio, aunque no había nada parecido a una sonrisa en su inexistente cara.
—No fue divertido.
—Pues claro que no. Angelus debió de intentar poner a tu amiga como ejemplo —concluyó Xavier—. A mí nunca me llevó a juicio. Los considera aburridos comparados con un castigo.
—¿Qué fue lo que hizo? —Tenía miedo de preguntarlo, pero sentí que debía hacerlo.
—Puse en duda la autoridad del Consejo —suspiró Xavier—, las decisiones que estaban tomando. Nunca debí haberlo hecho —dijo serenamente—. Pero estaban rompiendo nuestros votos, las leyes que juramos cumplir. Llevándose cosas que no les competía custodiar.
Traté de imaginarme a Xavier en una biblioteca Caster, un poco como Marian, colocando libros y documentando los detalles del mundo Caster. A su manera, había creado aquí su propia versión de una biblioteca Caster, un lugar lleno de objetos mágicos, y unos cuantos no tan mágicos.
—¿Qué clase de cosas, Xavier?
Echó un vistazo alrededor de la cavernosa habitación, asustado.
—No creo que debamos entrar en ello. ¿Qué sucedería si el Consejo se enterara?
—¿Cómo podrían hacerlo?
—Lo harán. Siempre lo hacen. No sé qué más pueden hacerme, pero ya se les ocurrirá algo.
—Estamos en el centro de una montaña. —La segunda para mí en ese día—. No creo que puedan escucharnos.
Estiró el cuello de la gruesa túnica de lana, ahuecándolo.
—Te sorprenderías de lo que son capaces de descubrir. Deja que te lo muestre.
No estaba seguro de a qué se refería exactamente hasta que, tras pasar por delante de un montón de bicicletas rotas, se acercó hasta otra vitrina. Abrió las puertas y sacó una esfera azul cobalto del tamaño de una pelota de béisbol.
—¿Qué es eso?
—El Tercer Ojo. —Lo sostuvo cuidadosamente en su palma—. Te permite ver el pasado, un momento concreto en el tiempo.
El color empezó a cambiar dentro de la esfera, agitándose como nubes de tormenta. Hasta que, de pronto, se aclaró, y una imagen apareció ante la vista…
Un joven estaba sentado detrás de un macizo escritorio de madera en un despacho tenuemente iluminado. Su chaqueta parecía ser demasiado grande para él, al igual que la ornamentada silla tallada en la que estaba sentado. Sus manos entrelazadas se apoyaban pesadamente sobre sus codos.
—¿Y ahora qué ocurre, Xavier? —preguntó una voz impaciente.
Xavier pasó sus manos sobre su cabello oscuro y el rostro, miró con sus ojos verdes furtivamente la habitación. Resultaba evidente que temía esa conversación. Retorció el cordón de su propia túnica que descansaba en su regazo.
—Siento molestarle, señor. Pero ciertos acontecimientos han llamado mi atención, atrocidades que violan nuestros votos y amenazan la misión de los Guardianes.
Angelus le miró con hastío.
—¿A qué atrocidades te refieres, Xavier? ¿Acaso alguien ha dejado de hacer sus informes? ¿Ha perdido la llave con forma de luna creciente de una de las bibliotecas Caster?
Xavier se enderezó.
—No estamos hablando de llaves perdidas, Angelus. Algo está sucediendo en las mazmorras bajo el Custodio. Por las noches oigo los gritos, gritos que te hielan la sangre y que no puedes…
Angelus rechazó el comentario con un ademán.
—La gente tiene pesadillas. No todos podemos dormir tan plácidamente como tú. Algunos de nosotros dirigimos el Consejo.
Xavier apartó la silla y se levantó.
—He estado abajo, Angelus. Sé lo que están escondiendo. La pregunta es: ¿lo sabes tú?
Angelus se volvió, entrecerrando los ojos.
—¿Qué es lo que crees que has visto?
La rabia en los ojos de Xavier era imposible de ignorar.
—A los Guardianes utilizando poderes Oscuros, hechizos, como si fueran Caster Oscuros. Realizando experimentos con los vivos. He visto lo suficiente como para saber que debes hacer algo.
Angelus volvió su espalda hacia Xavier, mirando a la ventana que daba a las vastas montañas que rodeaban el Custodio Lejano.
—Esos experimentos, como tú los llamas, son para su protección. Hay una guerra, Xavier. Entre los Caster de Luz y los Oscuros, y los Mortales están atrapados en medio. —Se dio la vuelta—. ¿Acaso quieres verlos morir? ¿Estás dispuesto a asumir la responsabilidad por esa atrocidad? Tus actos ya te han costado bastante, ¿no crees?
—Querrás decir para vuestra protección —le corrigió Xavier—. Es eso a lo que te referías, ¿no es así, Angelus? Los Mortales estáis atrapados en mitad de una guerra. ¿O es que de pronto te has convertido en algo más allá de Mortal?
Angelus sacudió su cabeza.
—Está claro que no vamos a coincidir en este asunto. —Empezó a pronunciar las palabras de un hechizo en tono bajo.
—¿Qué estás haciendo? —increpó Xavier, señalando a Angelus—. ¿Lanzando un hechizo? Eso no está bien. Nosotros somos el equilibrio…, observamos y guardamos los archivos. ¡Los Guardianes no cruzan la línea al mundo de la magia y los monstruos!
Angelus cerró los ojos y continuó con el encantamiento.
La piel de Xavier se chamuscó, oscureciéndose como si se hubiera quemado.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
El color gris oscuro se extendió como un sarpullido, mientras la piel se tensaba volviéndose increíblemente lisa. Xavier gritaba, arañándose su propia piel.
Angelus soltó la palabra final del hechizo y abrió los ojos a tiempo de ver cómo el pelo de Xavier se desprendía a mechones.
Sonrió ante la vista del hombre al que estaba destruyendo.
—Me parece que ahora mismo estás cruzando la línea.
Las extremidades de Xavier empezaron a alargarse de forma antinatural, los huesos crujieron y se rompieron. Angelus escuchó.
—Deberías considerar seriamente sentir un poco más de simpatía hacia los monstruos.
Xavier se desplomó sobre sus rodillas.
—Por favor. Ten compasión…
Angelus se irguió delante del Guardián, que estaba prácticamente irreconocible.
—Este es el Custodio Lejano. Apartado del mundo de los Mortales y los Caster. Los votos son las palabras que yo digo, y las leyes las que yo decido. —Dio un empujón con su bota al devastado cuerpo de Xavier—. Aquí no existe la compasión.
Las imágenes se desvanecieron, reemplazadas por un remolino de bruma azul. Durante un segundo, me quedé inmóvil. Sentía como si acabara de presenciar la ejecución de un hombre, un hombre que estaba justo a mi lado. O lo que quedaba de él.
Xavier tenía la apariencia de un monstruo, pero era un buen tío, tratando de hacer lo correcto. Me estremecí pensando en lo que podría haberle pasado a Marian si Macon y John no hubieran llegado allí a tiempo.
Si yo no hubiera hecho un trato con la Lilum.
Al menos sabía lo suficiente como para no lamentar lo que había hecho porque, por muy mal que estuvieran las cosas, siempre podían estar peor. Ahora lo sabía bien.
—Lo siento, Xavier. —No sabía qué otra cosa de decir.
Él volvió a colocar el Tercer Ojo en la estantería.
—Eso fue hace mucho tiempo. Pero creí que debías saber de lo que son capaces, ya que estás tan ansioso por llegar allí. Si yo fuera tú, saldría corriendo en dirección contraria.
Me apoyé contra la fría pared de la caverna.
—Ojalá pudiera.
—¿Por qué quieres entrar ahí dentro a toda costa?
Estaba seguro de que a él no se le ocurría ni una buena razón. Pero para mí, esa única razón era todo lo que necesitaba.
—Alguien añadió una página en Las Crónicas Caster, de modo que acabé muerto. Si consigo destruirla…
Xavier alargó las manos hacia mí como si quisiera agarrarme por los hombros y zarandearme para hacerme entrar en razón. Pero las apartó antes de llegar a tocarme.
—¿Tienes alguna idea de lo que te harán si te descubren? Mírame, Ethan. Yo soy uno de los afortunados.
—¿Afortunado? ¿Tú? —Cerré la boca antes de que, sin querer, pudiera empeorar a las cosas. ¿Estaba loco?
—Hicieron lo mismo con otros, Mortales y Caster. Es el poder Oscuro. —Sus manos estaban temblando—. La mayoría de ellos se han vuelto locos, o han quedado vagando por los Túneles o por el Más Allá como animales.
Así era exactamente cómo Link había descrito a la criatura que le atacó la noche en que Obidias Trueblood murió. Pero lo que Link se había encontrado no era un animal. Era un hombre, o algo que en su día fue un hombre, completamente desquiciado cuando su cuerpo mutó y fue torturado.
Me sentí enfermo.
Los muros del Custodio Lejano escondían algo más que Las Crónicas Caster.
—No tengo elección. Si no destruyo esa página, no podré volver a casa. —Casi podía ver su mente trabajando a toda velocidad—. Tiene que haber un hechizo, algo en el Libro de las Estrellas o en uno de sus libros que pueda ayudarme.
Xavier giró sobre sus talones, señalándome con un dedo roto a pocos centímetros de mi cara.
—Nunca dejaré que nadie toque uno de mis libros o los use para hacer un hechizo. ¿Es que no has aprendido nada aquí?
Retrocedí.
—Lo siento. No debería haber dicho eso. Ya encontraré otra forma, pero aun así tengo que conseguir entrar.
Todo en su comportamiento pareció cambiar desde el momento que sugerí que utilizara un hechizo.
—Todavía no tienes nada que ofrecer. No puedo mostrarte las Verjas, salvo que me des algo a cambio.
—¿Lo dices en serio? —Pero sabía por su expresión que así era—. ¿Qué demonios quieres?
—El Libro de las Lunas —dijo sin vacilar—. Tú sabes dónde está. Ese es mi precio.
—Pero si está en el mundo mortal. Y, por si no te has dado cuenta, estoy muerto. Además, lo tiene Abraham Ravenwood, que no es lo que se dice un tipo amable. —Estaba empezando a pensar que atravesar las Verjas iba a ser la parte más difícil de encontrar el camino a casa, si es que eso era aún posible.
Xavier empezó a moverse hacia la abertura de la roca que llevaba al exterior.
—Creo que ambos sabemos que hay formas de lograrlo. Si quieres pasar a través de las Verjas, tráeme el Libro de las Lunas.
—Incluso aunque consiguiera apoderarme de él, ¿por qué iba a darte el libro más poderoso del mundo Caster? —Prácticamente le grité—. ¿Cómo sé que no lo utilizarás para hacer algo terrible?
Sus enormes y antinaturales ojos se agrandaron.
—¿Qué puede ser más terrible que estar como yo ahora mismo? ¿Existe algo peor que contemplar cómo tu cuerpo te traiciona? ¿Qué sentir tus huesos romperse mientras te mueves? ¿Acaso crees que puedo arriesgarme a pagar lo que el libro pueda exigirme a cambio?
Estaba en lo cierto. No podías obtener nada del Libro de las Lunas sin dar algo a cambio. Todos lo habíamos aprendido de la forma más dura. El otro Ethan Wate. Genevieve. Macon, Amma, Lena y yo. El libro era el que escogía.
—Podrías cambiar de opinión. La gente se vuelve desesperada. —No podía creer que estuviera soltando un sermón sobre desesperación a un hombre desesperado.
Xavier se volvió para mirarme, su cuerpo ahora medio oculto en las sombras.
—Porque sé de lo que es capaz, y lo que podría hacer en manos de hombres como Angelus, nunca pronunciaría una sola palabra de ese libro. Y me aseguraría de que nunca saliera de esta habitación para que nadie pudiera hacerlo.
Me estaba diciendo la verdad.
Xavier estaba aterrorizado por la magia, ya fuera Luminosa u Oscura.
Le había destruido de la peor forma posible. No quería pronunciar un hechizo o ejercer un poder sobrenatural. En todo acaso, quería protegerse a sí mismo y a los demás de esa clase de poder. Si había algún lugar en que el Libro de las Lunas estuviera a salvo era este, más seguro que en la Lunae Libri o en cualquier otra remota biblioteca Caster. Más seguro que escondido en las profundidades de Ravenwood o enterrado en la tumba de Genevieve. Aquí nadie podría encontrarlo.
Fue entonces cuando decidí que se lo entregaría a él.
Sólo que había un problema.
Primero tenía que planear cómo quitárselo a Abraham Ravenwood.
Miré a Xavier.
—¿Cuántos objetos poderosos dirías que tienes en esta habitación?
—Eso no importa. Ya te lo he dicho, no son para usar.
Sonreí.
—¿Qué pasaría si te digo que te conseguiré el Libro de las Lunas, pero que necesito tu ayuda? ¿Tu ayuda y la de unos cuantos de tus tesoros?
Hizo una extraña mueca, retorciendo su desfigurada boca de un lado a otro. Confié, de corazón, en que fuera una sonrisa.