CAPÍTULO 3

Este lado o el siguiente

ADELANTE, ETHAN. Míralo por ti mismo.

Aunque extendí la mano para coger el picaporte, no quise mirar a mi madre.

A pesar de que me estaba animando para que saliera, seguía sin ser fácil. No sabía lo que me esperaba. Podía ver la madera pintada de la puerta, y sentir el liso pomo de hierro, pero no tenía forma de saber si Cotton Bend estaba al otro lado.

Lena. Piensa en Lena. En casa. Esa es la única forma.

Y sin embargo…

Esto ya no era Gatlin. ¿Quién sabía lo que habría detrás de esa puerta? Podría ser cualquier cosa.

Me quedé mirando el picaporte, recordando lo que los Túneles Caster me habían enseñado sobre umbrales y puertas.

Y portales.

Y costuras.

Esta puerta tal vez tuviera un aspecto corriente —cualquier puerta se parecía mucho a la siguiente—, pero eso no significaba que lo fuera. Igual que en la Temporis Porta. Nunca sabías donde ibas a acabar. Yo tuve que aprenderlo de la forma más dura.

Basta de dudas, Wate.

Adelante con ello.

¿Es que eres un cobarde? ¿Qué puedes perder ahora?

Cerré los ojos y giré el pomo. Cuando volví a abrirlos ya no estaba delante de mi calle, ni siquiera se le parecía.

Me encontraba en el porche delantero en mitad del Jardín de la Paz Perpetua, el cementerio de Gatlin. Justo en mitad de la tumba de mi madre.

La cuidada pradera se extendía delante de mí, pero en lugar de lápidas y mausoleos decorados con querubines de plástico y cervatillos, el cementerio estaba abarrotado de casas. Comprendí que estaba contemplando los hogares de la gente enterrada en el camposanto, si es que era allí donde estaba. La vieja casa victoriana de Agnes Pritchard estaba plantada justo donde debía estar su sepultura, con los mismos postigos amarillos y los retorcidos rosales flanqueando el camino de acceso. Su casa no estaba en Cotton Bend, pero su pequeño rectángulo de césped en la Paz Perpetua se hallaba directamente enfrente del de mi madre, el lugar donde ahora se erigía Wate’s Landing.

La casa de Agnes parecía exactamente igual que cuando estaba en Gatlin, excepto porque la puerta principal roja había desaparecido. En su lugar había una erosionada lápida de cemento.

AGNES WILSON PRITCHARD

AMADA ESPOSA, MADRE Y ABUELA

QUE DESCANSE CON LOS ÁNGELES

Las palabras aún estaban grabadas en la piedra, que encajaba perfectamente en el cerco pintado de blanco. Ocurría lo mismo en todas las casas hasta donde me alcanzaba la vista —desde la casa de estilo federal de Darla Eaton hasta la fachada desconchada de la de Clayton Weatherton—. Faltaban todas las puertas que habían sido reemplazadas por las lápidas de los queridos difuntos.

Me di la vuelta lentamente, esperando ver mi propia puerta blanca con el fantasmal ribete azul. Pero, en su lugar, me encontré mirando la lápida de mi madre.

LILA EVERS WATE

AMADA MADRE Y ESPOSA

scientiae custos

Por encima de su nombre, distinguí el símbolo celta de Awen —tres líneas como rayos de luz convergiendo en la parte de arriba— esculpido en la piedra. Aparte de ser lo suficientemente grande para llenar el hueco de la puerta, la lápida era la misma. Cada mella del borde, cada borrosa grieta. Pasé mi mano por su superficie, sintiendo las letras bajo mis dedos.

La lápida de mi madre.

Porque estaba muerta. Y yo estaba muerto. Y hubiera podido jurar que acababa de emerger de su tumba.

Ahí es cuando se me fue la cabeza. Quiero decir, ¿quién me lo puede reprochar? La situación era bastante sobrecogedora. Por mucho que lo intentes, nada puede prepararte para algo así.

Empujé la lápida, cargando con toda la fuerza que pude hasta que sentí que la piedra cedía, y entré en el interior de mi casa, dando un portazo detrás de mí.

Permanecí apoyado en la puerta, tratando de inhalar todo el aire del que era capaz. El vestíbulo delantero estaba exactamente igual a como lo había dejado hacía un momento.

Mi madre levantó la vista hacia mí desde las escaleras. Acababa de abrir La divina comedia; podía adivinarlo por la forma en que aún sostenía en una mano el calcetín que marcaba las páginas. Era como si estuviera esperándome.

—¿Ethan? ¿Has cambiado de opinión?

—Mamá. Ahí fuera hay un cementerio.

—Así es.

—Y nosotros estamos… —Lo opuesto a vivos. Una idea que apenas estaba empezando a asimilar.

—Lo estamos. —Me sonrió porque no había mucho más que pudiera decir—. Tienes que quedarte allí todo el tiempo que necesites. —Volvió a bajar la vista a su libro y pasó una página—. Dante está de acuerdo. Tómate tu tiempo. Es sólo —volvió a pasar la página—: «La notte che le cose ci nasconde».

—¿Qué?

—La noche que nos esconde las cosas.

La miré fijamente mientras continuaba leyendo. Entonces, viendo que no había demasiadas opciones, tiré de la puerta para abrirla de nuevo y salí.

Me llevó un rato asimilarlo todo, igual que cuando tus ojos necesitan un momento para adaptarse a la luz del sol. Al parecer, el Más Allá era sólo eso —otro mundo—, un mundo en el que Gatlin se erguía en mitad del cementerio, donde las personas muertas de la ciudad tenían su propia versión del Día de Difuntos. Excepto que daba la sensación de que esta celebración duraba más de un día.

Bajé los peldaños del porche y pisé el césped para asegurarme de que realmente estaba allí. Los rosales de Amma seguían plantados donde siempre habían estado, pero estaban floreciendo de nuevo, a salvo de la insoportable ola de calor que los había arrasado al azotar la ciudad. Me pregunté si también estarían floreciendo en el verdadero Gatlin.

Esperaba que fuera así.

Si la Lilum había mantenido su promesa, así sería. Confiaba en que lo hubiera hecho. La Lilum no era Luminosa u Oscura, buena o mala. Era la verdad y el equilibrio en sus formas más puras. No creía que fuera capaz de mentir, pues de lo contrario habría edulcorado la verdad para mí. Algunas veces deseaba que lo hubiera hecho.

Me encontré vagando a través de los prados recién segados, serpenteando entre las familiares casas diseminadas por todo el cementerio, como si un tornado las hubiera arrancado de Gatlin soltándolas aquí. Pero no eran sólo casas, también había gente.

Traté de dirigirme hacia Main Street, buscando instintivamente la carretera 9. Supongo que quería caminar hasta la bifurcación, donde podía tomar el camino de la izquierda para llegar a Ravenwood. Pero el Más Allá no funcionaba de esa forma, y cada vez que llegaba al final de la hilera de sepulturas, me encontraba de vuelta en el punto de salida. El cementerio se extendía en círculos. No podía salir de allí.

Fue en ese momento cuando comprendí que tenía que dejar de pensar en términos de calles y empezar a hacerlo en términos de tumbas, sepulturas y criptas.

Si tenía que encontrar el camino de vuelta a Gatlin, no sería caminando hasta allí. Ni a través de ninguna clase de carretera 9. Eso estaba claro.

¿Qué era lo que había dicho mi madre? Imaginas adónde quieres ir y vas, y luego simplemente vas. ¿Era eso lo que me separaba de Lena? ¿Mi imaginación?

Cerré los ojos.

L

—¿Qué estás haciendo ahí, chico? —Unas casas más abajo, la señorita Winifred levantó la vista dejando de barrer su porche. Vestía la misma bata de estar por casa floreada que llevaba cuando estaba viva. Cuando estábamos vivos.

—Nada, señora —contesté, mirándola fijamente.

Su lápida estaba a su espalda, un magnolio grabado por encima de su nombre y debajo la palabra Sagrado. Había muchos magnolios de esos alrededor. Supongo que los grabados de magnolias eran como las puertas rojas del Más Allá. No eras nadie sin uno.

La señorita Winifred advirtió que la estaba mirando y dejó de barrer durante un segundo. Entonces resopló.

—Bueno, pues adelante con ello.

—Sí, señora. —Podía sentir mi cara sonrojándose. Sabía que no sería capaz de imaginarme en ninguna otra parte con esos agudos y viejos ojos clavados en mí.

Al final iba a resultar que, incluso en las calles del Más Allá, en Gatlin no había lugar para la imaginación.

—Y mantente fuera de mi césped, Ethan. Vas a aplastar mis begonias —añadió. Y eso fue todo. Como si hubiera estado merodeando por su propiedad de vuelta a casa.

—Sí, señora.

La señorita Winifred hizo un gesto de asentimiento y continuó barriendo el porche como si fuera otro soleado día en la Vieja Carretera del Roble, donde su casa estaría ahora mismo plantada, allá en el pueblo.

Pero no podía permitir que la señorita Winifred me detuviera.

Probé en el viejo banco de cemento al final de nuestra fila de sepulturas. Probé el espacio en sombras detrás de los setos y a lo largo del borde de la Paz Perpetua. Incluso probé a apoyarme contra la verja de nuestra propia sepultura durante un tiempo.

No estaba más cerca de imaginar el camino hacia Gatlin de lo que lo había estado de imaginar mi vuelta a la tumba.

Cada vez que cerraba los ojos, sentía un miedo atroz que parecía aplastar mis huesos y me quitaba todo el valor. El miedo a que estuviera muerto y enterrado. A haber desaparecido definitivamente y a no poder estar nunca en otra parte, excepto a los pies de un depósito de agua.

Pero no de vuelta a casa.

No con Lena.

Finalmente, me rendí. Tenía que haber otra forma.

Si quería volver a Gatlin, tal vez hubiera alguien que pudiera saber cómo hacerlo.

Alguien que había consagrado su vida a saberlo todo de todo el mundo y que, durante los últimos cien años, lo había hecho.

Sabía adónde necesitaba acudir.

Seguí el sendero hasta la sección más antigua del cementerio. Una parte de mí tenía miedo de tener que ver los bordes ennegrecidos donde el fuego había arrasado desde el tejado hasta la habitación de la tía Prue. Pero no tenía de qué preocuparme. Cuando la divisé, la casa era la misma que cuando yo era niño. El columpio del porche chirriaba, balanceándose suavemente en la brisa y, en la mesita de al lado, había un vaso de limonada. Estaba todo exactamente igual a como lo recordaba.

La puerta estaba esculpida en buen granito azul del sur; Amma se había pasado horas para elegirlo. «Una mujer tan buena como tu tía merece una buena lápida» —había dicho—. «Y de todas formas, si no está contenta, nunca me enteraré». Ambas afirmaciones probablemente fueran ciertas. En la parte alta de la lápida, un delicado ángel con las manos extendidas sujetaba una brújula. Estaba dispuesto a apostar lo que fuera a que no había otro ángel como aquel en todo el Jardín de la Paz Perpetúa, o incluso en cualquier otro cementerio del sur, sujetando una brújula. Los ángeles esculpidos de las tumbas de Gatlin sostenían todo tipo de flores, algunos incluso se aferraban a la lápida como si fuera un chaleco salvavidas. Pero ninguno sostenía una brújula, nunca una brújula. Pero para una mujer que se había pasado la vida cartografiando secretamente los Túneles Caster estaba bien.

Debajo del ángel había una inscripción:

PRUDENCE JANE STATHAM
LA BELLA DEL BAILE

La propia tía Prue había escogido la inscripción. Su nota decía que quería cambiar la «a» de Bella por Belle. Puesto que, de esa forma, tendría un aire más francés. Pero mi padre alegó que siendo la tía tan patriota, no debería importarle que sus últimas palabras estuvieran escritas en un sencillo americano del sur. Yo no estaba tan seguro, pero tampoco quise entrar en el debate. Era solamente un punto más en las extensas instrucciones que había dejado escritas para su funeral, junto con una lista de invitados que, para poder cumplimentarla, requirió la presencia de un vigilante en la puerta de la iglesia.

Aun así, sólo verla me hizo sonreír.

Antes incluso de que tuviera la oportunidad de llamar, escuché el sonido de perros aullando y la pesada puerta delantera se abrió de golpe. La tía Prue estaba en el umbral, con su cabello todavía enroscado en rulos de plástico rosa y una mano en la cadera. Había tres Yorkshire Terriers correteando alrededor de sus pies, los tres primeros Harlon James.

—Bueno, ya era hora. —La tía Prue me cogió de la oreja con más rapidez de lo que nunca la había visto moverse cuando estaba viva, y tiró de mí hasta el interior de la casa—. Siempre fuiste muy cabezota, Ethan. Pero esto que has hecho no está bien. En el nombre del Misterio del Buen Dios, no entiendo qué se te metió en la cabeza, pero me están entrando ganas de sacarte por esa puerta para que me consigas una vara. —Era una encantadora costumbre de los tiempos de mi tía, dejar que un niño escogiera la vara con la que planeaba pegarle. Sin embargo, sabía tan bien como ella que nunca me pegaría. De haber querido hacerlo, lo habría hecho hacía años.

Aún seguía retorciendo mi oreja, obligándome a permanecer agachado, porque ella tan sólo me llegaba a media altura. Toda la tropa de Harlon James continuaba aullando, correteando detrás de nosotros mientras ella me arrastraba a la cocina.

—No tenía elección, tía Prue. Todo el mundo a quien quería iba a morir.

—No hace falta que me lo digas. Estuve presenciando todo el asunto, y llevaba puestas mis gafas buenas —resopló—. ¡Y pensar que la gente solía decir que yo era la melodramática de la familia!

Traté de no reírme.

—¿Acaso necesitas tus gafas aquí?

—Estoy acostumbrada a ellas, supongo. Me siento desnuda si no las llevo. No había caído hasta ahora. —Dejó de caminar y me apuntó con un huesudo dedo—. Y no trates de cambiar de tema. Esta vez has organizado un desastre mayor que el de un pintor de brocha gorda ciego.

—Prudence Jane, ¿por qué no dejas de gritar al chico? —La voz de un hombre mayor resonó desde la otra habitación—. Lo hecho, hecho está.

La tía Prue me arrastró de vuelta al vestíbulo sin soltar su mano de mi oreja.

—¡No me digas lo que tengo que hacer, Harlon Turner!

—¿Turner? No era ese… —Cuando me arrastró hasta el salón me encontré cara a cara no con uno, sino con los cinco maridos de la tía Prue.

Por supuesto, los tres más jóvenes —probablemente sus tres primeros maridos— estaban comiendo kikos y jugando a las cartas, con las mangas de sus camisas recogidas hasta los codos. El cuarto estaba sentado en el sofá leyendo el periódico. Levantó la vista y acogió mi presencia con un gesto de cabeza, empujando el pequeño cuenco blanco hacia de mí.

—¿Quieres una piedra de estas?

Negué con la cabeza.

De hecho, recordaba perfectamente al quinto marido de la tía Prue, Harlon, aquel en cuyo honor había llamado a todos sus perros. Cuando era pequeño, solía llevar siempre en el bolsillo algunas barritas duras de caramelo de limón ácido, y siempre me pasaba un par de ellas durante la misa. Yo me las comía con pelusas y todo. Era increíble lo que podías llegar a tragar en la iglesia, aburrido como estabas hasta lo indecible. Link una vez se bebió toda una muestra de colutorio Binaca durante una charla sobre la expiación. Y luego se pasó toda la tarde, y parte de la noche, expiando también por ello.

Harlon estaba exactamente igual a como lo recordaba. Lanzó sus manos hacia arriba en una clara señal de rendición.

—Prudence, creo que eres una de las personas más irascibles que he conocido en toda mi vida.

Era cierto, y todos lo sabíamos. Los otros cuatro maridos levantaron la vista, con una expresión en sus rostros mezcla de simpatía y diversión.

La tía Prue soltó mi oreja y se volvió para encararse con el último de sus maridos difuntos.

—Bueno, no recuerdo haberte pedido que te casaras conmigo, Harlon James Turner. Así que, si estoy en lo cierto, debes de ser el hombre más loco que he encontrado en toda mi vida. —Las orejas de los tres diminutos perros se alzaron al oír pronunciar su nombre.

El hombre que estaba leyendo el periódico se levantó y dio una palmadita en el hombro al pobre y viejo Harlon.

—Creo que debes dejar que nuestra pequeña gruñona disfrute de algún tiempo para ella. —Bajó la voz—. O si no puede que acabes muriendo por segunda vez.

La tía Prue pareció satisfecha y se encaminó de vuelta a la cocina con los tres Harlon James y yo siguiéndole obedientemente. Cuando entramos en la habitación, me señaló una silla junto a la mesa mientras ella servía té frío en dos vasos altos.

—Si hubiera sabido que tendría que vivir con esos cinco hombres, me hubiera pensado dos veces lo de casarme.

Y allí estaban. Me pregunté por qué, hasta que decidí que era mejor no indagar. Cualquiera que fuera el asunto sin concluir que tuviera con sus cinco maridos y con sus distintos perros, estaba seguro de no querer saberlo.

—Bébetelo, hijo —indicó Harlon.

Bajé la vista al té que tenía un aspecto muy apetecible a pesar de que no me sentía nada sediento. Una cosa era que mi madre me preparara unos tomates fritos —en ese momento me hubiera zampado cualquier cosa que ella me ofreciera—. Pero ahora que había atravesado el cementerio para visitar a mi tía muerta, se me ocurrió pensar que no conocía las reglas, ni nada sobre la forma en que las cosas funcionaban aquí, donde quiera que fuera ese aquí. La tía Prue advirtió que estaba mirando fijamente el vaso.

—Puedes beberlo, pero no es obligatorio. Aquí es diferente que en el otro lado.

—¿Cómo? —Tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.

—Allí, en el reino Mortal no puedes comer ni beber, pero puedes mover cosas. Precisamente ayer escondí la dentadura de Grace. La metí dentro del bote de Postum. —Era muy propio de la tía Prue encontrar una forma de volver locas a sus hermanas desde la tumba.

—Espera. ¿Estuviste allí? ¿En Gatlin? —Si ella podía ir y ver a las Hermanas, entonces yo podría volver con Lena. ¿No es cierto?

—¿He dicho yo eso? —Sabía que ella tendría la respuesta. Como también sabía que no me diría nada si no quería que lo supiera.

—Sí. De hecho, acabas de decirlo.

Dime cómo puedo encontrar el camino de vuelta a Lena.

—Bueno, fue sólo durante un pequeño minuto. No es nada con lo que debas ilusionarte. Además, regresé rápidamente al Jardín, en un santiamén.

—Vamos, tía Prue. —Pero ella sacudió la cabeza y tuve que renunciar. Mi tía era igual de cabezota en esta vida como lo había sido en la pasada. Intenté cambiar de tema—. ¿El Jardín? ¿Estamos realmente en el Jardín de la Paz Perpetua?

—No lo dudes. Cada vez que entierran a alguien, una nueva casa emerge en la manzana. —La tía Prue volvió a resoplar—. No puedo hacer nada para impedir que sigan llegando, incluso aunque no sean gente de nuestro entorno.

Pensé en las lápidas en lugar de puertas, en todas las casas, en las sepulturas del cementerio. Siempre había creído que la distribución del Jardín de la Paz Perpetua era, en cierto modo, como nuestro pequeño pueblo, con todas las buenas sepulturas alineadas en un lado y las tumbas más cuestionables situadas en los extremos. Y, por lo que parecía, el Más Allá no era muy diferente.

—¿Entonces por qué yo no tengo una, tía Prue? Una casa, quiero decir.

—Los jóvenes no obtienen casa propia salvo que sus padres les sobrevivan. Y después de ver esa habitación en la que vives, no logro imaginar cómo podrías mantener toda una casa limpia.

En ese aspecto no podía discutirle nada.

—¿Es esa la razón por la que no tengo una tumba?

La tía Prue apartó la vista. Había algo que no quería contarme.

—Tal vez eso deberías preguntárselo a tu madre.

—Te lo estoy preguntando a ti.

—No estás enterrado —suspiró pesadamente—, en la Paz Perpetua, Ethan Wate.

—¿Qué? —Tal vez fuera demasiado pronto. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde aquella noche en el depósito de agua—. Supongo que todavía no me han enterrado.

La tía Prue estaba retorciendo sus manos, lo que me ponía aún más nervioso.

—¿Tía Prue?

Dio un sorbo a su té frío, tratando de ganar tiempo. Al menos eso hizo que sus manos estuvieran ocupadas.

—Amma no está llevando muy bien tu desaparición, y tampoco Lena. No creas que no tengo vigiladas a esas dos. ¿Acaso no le di a Lena mi viejo collar de rosas para poder sentir su contacto de cuando en cuando?

La imagen de Lena sollozando y de Amma gritando mi nombre justo antes de que saltara, regresó durante un segundo a mi mente. Mi pecho se tensó.

La tía Prue continuó hablando.

—Nada de esto se suponía que debía suceder. Amma lo sabe, y ella, Lena y Macon están teniendo muchos problemas para aceptar tu desaparición.

Mi desaparición. Las palabras me sonaron extrañas.

Un terrible pensamiento afloró en mi mente.

—Espera. ¿Estás diciendo que no me han enterrado?

La tía Prue se llevó la mano al corazón.

—¡Por supuesto que te han enterrado! Lo hicieron inmediatamente. Lo que pasa es que no estás en el cementerio de Gatlin. —Suspiró, sacudiendo la cabeza—. Me temo que ni siquiera tuviste un funeral en condiciones. Sin encargados de sala ni sermones. Sin salmos o lamentaciones.

—¿Sin lamentaciones? Desde luego sabes cómo herir a un chico, tía Prue. —Estaba bromeando, pero ella se limitó a asentir, tan sombría como una tumba.

—Sin programa. Sin patatas de funeral. Ni tan siquiera una galleta del supermercado. O un libro de firmas. Casi podían haberte guardado en una de las cajas de zapatos de tu dormitorio.

—Entonces, ¿dónde me enterraron? —Empezaba a tener un mal presentimiento.

—Allí en Greenbrier, junto a las viejas tumbas de los Duchannes. Te sepultaron bajo el barro como a un gato mordido por una zarigüeya.

—¿Por qué? —La miré, pero ella apartó la vista. Definitivamente me estaba ocultando algo—. Tía Prue, contéstame. ¿Por qué me enterraron en Greenbrier?

Ella me miró directamente, cruzando los brazos sobre el pecho con gesto desafiante.

—Ahora no te pongas tan gallito. Fue sólo una pequeña excusa para no celebrar el servicio. Nada sobre lo que escribir a casa. —Resopló—. Teniendo en cuenta que ninguna de las personas del pueblo sabían que habías desaparecido.

—¿De qué estás hablando? —No había nada que le gustara más a la gente de Gatlin que asistir a un funeral.

—Amma le dijo a todo el mundo que se había producido una emergencia con tu tía en Savannah, y que habías tenido que ir hasta allí para ayudarla.

—¿A todo el pueblo? ¿Están fingiendo que aún estoy vivo? —Una cosa era que Amma intentara convencer a mi apenado padre de que aún estaba vivo, y otra muy distinta que pretendiera convencer a todo el pueblo. Era una locura, incluso para Amma—. ¿Y qué pasa con mi padre? ¿Acaso no sospechará que pasa algo cuando no vuelva a casa? Es imposible que crea que voy a quedarme para siempre en Savannah.

La tía Prue se levantó y se acercó hasta la encimera, donde una caja de bombones Whitman estaba abierta. Levantó la tapa inspeccionando el dibujo en el que figuraban los distintos tipos de bombones envueltos en papel celofán marrón. Finalmente escogió uno y le dio mordisco.

—¿Licor de cerezas? —La miré.

Ella sacudió la cabeza, mostrándomelo. «El mensajero». La chocolatina rectangular con la figura del heraldo carecía ahora de cabeza.

—Nunca entenderé por qué la gente se gasta el dinero en bombones sofisticados. En mi opinión, estos son los mejores chocolates en este lado y en el otro.

—Sí, señora.

Tras una conveniente dosis de azúcar de los bombones del supermercado, me reveló la verdad.

—Los Caster han lanzado un hechizo sobre tu padre. Él no sabe qué estás muerto. Cada vez que parece que estuviera empezando a barruntarse la verdad, los Caster doblan el hechizo hasta que no distingue su cabeza de los pies. En mi opinión no es natural, pero nada de lo que sucede en Gatlin lo es. Todo allí está patas arriba. —Cogió la caja de bombones medio vacía—. Toma algo dulce. El chocolate hace que las cosas se vean mejor. ¿Un caramelo de melaza?

Estaba enterrado en Greenbrier para que Lena, Amma y mis amigos pudieran mantener el secreto con todo el mundo, incluso con mi padre —que estaba bajo la influencia de un hechizo tan poderoso que ni siquiera sabía que su propio hijo había desaparecido—, justo como me había dicho mi madre.

No había suficiente chocolate en el mundo que pudiera mejorar las cosas.