CAPÍTULO 7

BRYONY no podía quitarse de encima la sensación de ser observada, más aún, de que alguien la seguía. Se detuvo y echó un vistazo alrededor, intentó escuchar entre los sonidos nocturnos de la calle pero ella no tenía el fino oído de su mentora.

Se estremeció, prefería no pensar en la posibilidad que pasó fugaz por su mente, sin embargo su cuerpo encontraba la idea de lo más atrayente a juzgar por cómo se le humedecía la entrepierna. Se lamió los labios, aferró con fuerza el asa de la maleta y tiró de ella con renovadas prisas.

—Este no es un buen momento para jugar a las hormonas salidas —murmuró para sí—. Concéntrate en el Plan A: Poner tierra de por medio.

Una opción sin duda muy apetecible, especialmente si podía llevarla lejos de allí a la velocidad de la luz. Sin embargo, la velocidad tuvo que adecuarse a la que podían imprimir sus pies sobre los tacones de sus nuevas botas, sumado al lastre de la pequeña maleta que llevaba con ella.

—Mochila, Bry, la próxima vez piensa en comprar una jodida mochila —rezongó, arrastrando el trolley. Las ruedas traqueteaban contra el suelo de adoquín provocando un ensordecedor sonido que empezaba a crisparle los nervios.

Acabó por llevar el equipaje en volandas, apurando el paso todo lo que podía y rezando a todos los dioses, ángeles o bichos raros que quisieran escucharla, que le dejasen alcanzar su destino sin incidentes.

Estaba claro que esa noche debían estar en huelga, pues el primer escollo se presentó ante ella en la forma de un hermoso, impresionante y jodidamente aterrador lobo pardusco que saltó desde la esquina provocándole un susto de muerte.

—¡Oh, joder! —clamó, incapaz de ahogar el grito que emergió de su garganta mientras soltaba la maleta de golpe y dada un inmediato paso atrás.

Para completar la absurda secuencia propia de una peli de Serie B, su siempre confiable equipaje —nótese la ironía—, decidió abrirse allí mismo, mostrando su contenido como si se tratase del puesto de restos de boutique en un mercadillo.

—Fantástico —siseó, entrecerró los ojos y fulminó al lobo—. ¡Mira lo que has hecho, chucho estúpido!

El enorme can se limitó a mover las orejas como si le importase más bien poco —o nada— su ropa, se lamió el húmedo botón que tenía por nariz y aposentó sus cuartos traseros en el suelo.

Quédate ahí quietecita y no te muevas. Eso era lo que parecía estar diciéndole sin necesidad de emplear una sola palabra. En otro momento y en otras circunstancias, posiblemente estaría gritando, suplicando y sollozando por su vida, pero dada la terapia de shock a la que la había sometido Sharon durante el último año, lo sorprendente era que no lo hubiese mandado ya a la mierda.

La mujer había considerado un hábito de lo más divertido el despertarla por las mañanas en su forma lupina, y cuando un animal de casi ochenta quilos se lanza sobre tu cama, te ladra y llena la cara de babas, empiezas a ver esos enormes dientes que podrían destrozarte enterita, como la sonrisa de un payaso. Si a eso le sumaba tener una manta de pelo gris pegada a ella mientras veían alguna película o una enorme cabeza peluda sobre su regazo mientras se enfadaba y gritaba al mundo la injusticia de su propia vida, al final o te morías del susto o terminabas acostumbrándote.

Y oh, sí. Ella se había muerto del susto muchísimas veces, Sharon había sido fiel testigo de ello.

«Si vas a lloriquear como un bebé cada vez que me veas en forma de lobo, tendremos un verdadero problema. Yo soy la hembra de mi especie, mucho algo más pequeña que los machos y bueno, tú misma has podido comprobar que tu compañero, nuestro alfa, no es precisamente un pigmeo».

No, no lo era. Ni. Mucho. Menos. El alfa era un pedazo bicho que, en circunstancias normales, haría que te hicieses una bolita en el suelo y rodases de lado a lado suplicando que no te coma.

Dejó a un lado toda esa tormenta cerebral y tras respirar profundamente se dedicó a recoger las cosas e intentar cerrar de nuevo su maleta.

—No te conozco —comentó entonces—, aunque puedo tener una ligera idea de dónde has salido o mejor dicho, de quien es el gilipollas que te ha enviado.

El chucho se limitó a lamerse una vez más la nariz, no parecía estar muy interesado en nada más que permanecer allí sentado.

—¿Dónde está él? —preguntó, al tiempo que luchaba por recolocar la cremallera de aquella inservible cosa—. Está ahí fuera, lo sé.

Resopló, se puso en pie y comprobó de nuevo la maleta. En esta ocasión optó por llevarla del asa. Sin embargo, estaba claro que el dulce y colmilludo animalito no tenía la menor intención de dejarla avanzar ya que le mostró una impresionante piña de dientes cuando lo intentó.

—Vuelve a hacer eso, chucho y te tiro todos y cada uno de los dientes de una patada —lo amenazó, apuntándolo con el dedo.

El can se limitó a levantarse, su mirada pasó entonces más allá de ella y supo sin lugar a dudas quién estaba a su espalda.

—A ver qué adivino —soltó en voz alta—. Grande, feo y malo. ¡Es el Lobo Feroz!

«¿Grande, feo y malo? Tendré que llevarte al oculista, compañera».

Se estremeció al escuchar su voz en la cabeza. Sharon había hecho aquello muy a menudo, sobre todo cuando estaba en forma lupina, pero no tenía nada que ver con lo que la voz masculina provocaba en ella. Le temblaban las piernas, se le puso la carne de gallina y se vio obligada a apretar los muslos al sentir como se excitaba con su sola presencia.

Maravilloso, ese lobo era como un paquete de feromonas concentrado.

Giró muy despacio en su dirección, preparándose mentalmente para el shock que suponía reconciliar esa voz con su forma lupina. Ambos sabían que nunca podría ganar un concurso de mentirosos. Sí, él era grande, enorme de hecho y con esa perfecta y blanca dentadura al desnudo, podía parecer amenazante y malo pero, ¿feo? La criatura que tenía frente a ella era un hermoso lobo blanco, con unos intensos y raros ojos azules, una mutación genética que no hacía sino aumentar la magnificencia de ese ser. Unos pocos pelos grises le salpicaban las orejas y el lomo, como si fuesen hilos de plata, el espeso pelaje actuaba como una incitante alfombra en la que te morías por hundir las manos; eso cuando se te pasaba el susto de encontrarte ante tremendo animal. Si Sharon le había parecido enorme en su forma lupina, Adam no se quedaba atrás.

Sacudió la cabeza, miró a su alrededor y se echó a reír. Sí, la situación era motivo de risa. Allí estaba ella, con una maleta rota a su lado y dos lobos flanqueándola en medio de una calle iluminada y decorada con motivos navideños.

—Y ahora solo falta que aparezca Santa Klaus —declaró.

Ese episodio debía ser grabado para el programa de La Otra Dimensión, pensó muriéndose de la risa. No podía estar sucediendo aquello, era demasiado bizarro, especialmente cuando un grupo de borrachísimos Santa aparecieron abrazados y cruzando la calle cantando a voz en grito “A Mi Manera”.

—Luke, ¿estás viendo lo mismo que yo?

—Una chica y dos perros.

—Sí, vale. Estás viendo lo mismo que yo.

—¡Feliz Navidad, señorita! ¡Feliz navidad, perros!

—Will, todavía falta un mes para navidad.

—¿Y por qué vamos vestidos de Santa?

—La despedida de soltero del cabrón de tu cuñado.

—Ah, ya… vale, vale…

El quinteto siguió un serpenteante camino, al tiempo que agitaban la campana y entonaban ahora el Adeste Fideles. Mañana iban a despertarse con una enorme resaca.

—Adam, creo que a tu compañera le ha dado un ataque.

Una desconocida voz masculina penetró a duras penas el brote de risa psicótica que había crecido en su interior y que la mantenía ahora arrodillada y abrazada a su maleta sin poder dejar de reír y llorar al mismo tiempo.

—Esto no está pasando, esto no está pasando, esto no está pasando —musitaba sin parar, intentando convencerse a sí misma de ello.

—Créeme, no sería la única. —La voz masculina sonó ahora totalmente clara, emitida por una garganta humana. De hecho, fueron sus manos —y no sus patas— las que se cerraron sobre sus hombros y sus labios los que le acariciaron el oído—. Acaban de desearnos feliz navidad y llamarnos perros.

—Lo sois, unos malditos chuchos —se las ingenió para articular entre risas. Le dolía el estómago de reírse y sentía el rostro mojado por las lágrimas—. Por qué tienes que aparecer justo ahora, ¿por qué? Yo estaba bien sin ti, lo estaba haciendo jodidamente bien.

—No, no lo estabas haciendo nada bien —le reprochó él, tirando de ella, intentando separarla de la maleta—. Te estabas limitando a sobrevivir. Eso no es estar haciéndolo bien, Bryony.

Sacudió la cabeza, se aferró con más fuerza a la maleta como si esa fuese su mejor ancla.

—Márchate y déjame en paz.

Chasqueó la lengua, un gesto que sabía tenía mucho que ver con su pérdida de paciencia.

—No iremos mañana a primera hora —anunció, dejándole claro que su decisión era inamovible—. Ahora, suelta la maleta y deja de llorar.

—¡No estoy llorando! —exclamó y se aferró incluso más al equipaje. Sorbió por la nariz y recostó la mejilla contra el duro plástico—. No estoy llorando… me estoy muriendo de la risa, que no es lo mismo. Dios… esto es de locos. Quiero irme a casa. Quiero que todo vuelva a ser como antes. Quiero que nana esté allí, quiero…

Las lágrimas que decía que no estaba derramando volvieron en tropel a sus ojos.

—Pero ella no va a estar allí, ¿verdad? —continuó rumiando—. Ella ya no va a volver a nuestro apartamento… se ha ido y me ha dejado…

—Bryony… —su voz era suave y profunda, paciente.

—La extraño —musitó—. La extraño muchísimo y solo hace una semana que ella… que ya… y no voy a volver a verla. Estaré… estaré sola otra vez…

Unas fuertes manos la obligaron a soltar la maleta, en un instante su ancla se perdió para siempre y al siguiente, tenía otra mucho más cálida y firme, con un delicioso aroma a campo y hombre.

—Se ha ido, Adam —musitó, ocultando el rostro contra su pecho, aspirando el aroma de su colonia en el jersey de cachemira que llevaba puesto y sintiendo como todo su mundo se desmoronaba poco a poco a su alrededor—. Ella se ha ido.

—Lo sé, Bry —sintió sus brazos rodeándola, apretándola contra él—. Todos vamos a extrañar a esa vieja loba. Pero no vas a estar sola, compañera, me tienes a mí, tienes un clan entero deseando tenerte en casa.

Sus palabras la hicieron temblar. Su cercanía, todo en él resultaba tan familiar y al mismo tiempo tan extraño, su presencia hacía tambalear cada una de sus decisiones, cada uno de sus deseos pues había otros mucho más fuertes que querían ser antepuestos. Su corazón quería regresar con el hombre que se había adueñado de él en el transcurso de una navidad, pero su mente, esa quería que huyese, que se evitase mayores complicaciones.

—Deja que me vaya, Adam —musitó entonces, apretando las manos en la tela de su jersey—. Deja que recoja mi maleta y me vaya.

Perdió el calor de su cuerpo solo para encontrarse con el de sus ojos.

—Cometí ese error una vez, Bryony —le dijo con firmeza—, pero no ocurrirá de nuevo. Eres mía, compañera, tu lugar está a mi lado, en Toronto, en casa.

Ella sacudió la cabeza.

—Ese es tu hogar, no el mío.

La enorme palma masculina le cubrió la mejilla.

—No Bry, es también el tuyo —declaró—, pero te niegas a verlo como tal.

Se lamió los labios y tembló, pero no sabía si por el frío o por su proximidad.

—No puedo escapar, ¿verdad? —se las ingenió para preguntar algo que sabía en lo más profundo de si misma—. De esto… de todo… jamás he podido escapar, ¿no?

Le acarició la mejilla con el pulgar.

—Tendrás que preguntarte a ti misma si tan siquiera has querido hacerlo —le dijo—, pues eres la única que puede dar respuesta a esa pregunta.

Una respuesta para la que todavía no estaba preparada.

—¿Puedo quedarme con mi maleta?

Adam asintió en silencio y permitió que abandonase sus brazos, recuperando su propio espacio.

—Mañana volaremos a Toronto —le informó sin dejar de mirarla—, por esta noche, nos quedaremos en mi hotel.

Asintió, ya no tenía fuerzas para seguir luchando, por esta noche, al menos, él ganaba la batalla. Miró a su alrededor y vio entonces al dueño de esa otra voz, un joven bastante atractivo y con una amable sonrisa en el rostro.

—¿Y tú eres…?

—Ruan es el beta del clan que rige el territorio de la región Noroeste de los Estados Unidos —se adelantó Adam—. Es nuestro… enlace político en la zona.

Entrecerró los ojos y lo observó atentamente.

—¿No nos hemos visto antes?

El joven se sonrojó, dando así respuesta a la pregunta formulada. No necesitó mirar a su compañero para saber que él tenía algo que ver con ello.

—Me has vigilado —declaró, sin mirarle—. Dime, ¿alguna vez estuve realmente fuera de tu alcance?

—Eres mi compañera, tengo un deber para contigo…

Levantó la mano, interrumpiéndole.

—No quiero saberlo, ahora no —murmuró. Respiró profundamente y recogió su maleta—. Y bien, ¿dónde vamos a quedarnos?