CAPÍTULO 3

BRYONY estaba segura de que ese hombre tenía la capacidad de hacerle papilla el cerebro. Todo su cuerpo había reaccionado ante la presencia masculina, poniéndose a bailar como una bailarina en la barra de una discoteca a pesar de lo que su mente se esforzaba en advertirle.

No lo hagas. No dejes que te embauque otra vez. No sucumbas.

Pero era mucho más sencillo decirlo que hacerlo, especialmente cuando la tenía entre la espada y la pared; o lo que era lo mismo, entre ese magnífico y apetitoso cuerpo y la estantería. Sabía que tenía que odiarle, resistirse con uñas y dientes, pero todas las neuronas de su cerebro parecían haberse fundido al unísono convirtiéndola en una muñeca de trapo.

—No tienes derecho a hacerme esto —se encontró farfullando, luchando por escapar de sus labios y esas manos que la dejaban temblando y deseando más—. No puedes aparecer y pretender que… que…

Le puso los dedos sobre los labios y se inclinó hasta que sus miradas quedaron a la misma altura.

—Tengo el derecho que me da el que seas mía —aseguró, sus ojos azules más oscuros que de costumbre, casi sobrenaturales—, el que me da el haber estado lejos de ti durante estos malditos meses que me obligaste a darte. He sido todo lo paciente que he podido, Bry, pero nunca he sido un santo y no voy a empezar ahora, ni siquiera por ti.

Volvió a besarla, acallando cualquier respuesta que su vapuleado cerebro hubiese podido conjurar. Para su propio asombro, se encontró apretándose más contra él, devolviéndole los besos y luchando al mismo tiempo por recuperar el espacio que su sola presencia le arrebataba.

¿Podía acaso caer más bajo? Durante meses y meses se había prometido que no caería en sus garras, intentó incluso citarse con otros hombres pero el resultado había sido más que desastroso. Los besos de otros no la hacían arder como los de Adam, las caricias de esos otros la enfermaban más que la encendían, había sido incapaz de ir más allá, rompiendo en descontrolado llanto después de cada episodio. Él la había contaminado, la había marcado para siempre y ya nunca volvería a tener libertad.

«Estás marcada, ¿qué esperabas? Eres su compañera, los lobos se emparejan de por vida. Le perteneces como él te pertenece a ti, no habrá otro igual en todo el universo, nadie que te llene y te haga sentir de esa manera. ¿Fidelidad? Los lobos llevan esa palabra al extremo una vez encuentran a su pareja, pequeña, no hay nadie más para ellos».

Sharon le había dado aquella charla una noche, después de que volviese a casa echa un mar de lágrimas y maldiciendo a todos los hombres existentes en la faz de la tierra. Había estado tan enfadada y se había sentido tan herida que nada podía consolarla.

«Estás reaccionando igual que una loba furiosa, posiblemente me haría gracia si no sintiese tanta pena por lo que tú misma te estás haciendo. Vuelve con él, Bry, vuelve con tu compañero. Deja de sufrir».

No lo había hecho, como tampoco volvió a salir con ningún otro hombre y ahora, aquí estaba él, despertándola de un largo letargo al que él mismo la había sometido con su reclamo aquella noche de navidad.

—No es justo —musitó, sin saber muy bien si lo decía para consigo misma o para él—. No es justo.

—La justicia está sobrevalorada en nuestros días —le susurró al oído, entonces le mordió suavemente la oreja—, a estas alturas deberías ser más que consciente de ello.

Sacudió la cabeza, intentó apartarse solo para que él la sometiese de nuevo, empujándola contra la estantería.

—No luches contra mí, Bryony, no vas a ganar.

Se mordió el labio inferior, solo para sentir como sus manos obraban por si solas, empujándole.

—No puedes hacer esto —declaró con firmeza, al menos toda de la que fue capaz—. No puedes aparecer así y pretender…

La silenció con un nuevo beso.

—Sí, puedo —aseguró, totalmente complacido consigo mismo.

Intentó desembarazarse de él, se revolvió en sus brazos pero todo lo que consiguió fue sentir la dureza de su cuerpo contra el suyo.

—No, no puedes —insistió, fulminándole con la mirada—. Estamos en un establecimiento público, hay una jodida cortina que separa la zona principal del almacén y…

—Y hablas demasiado —aseguró, devorando una vez más su boca, arrancándole un gemido de frustración—. Tengo hambre de ti, tanta como tú tienes de mí y no soy tan caballeroso como para retirarme ahora, no sin una satisfacción.

Resopló y descansó ambas palmas contra su pecho. La tela del traje era suave al tacto y él olía tan bien que su mente se encontró naufragando por momentos.

—Sierra podría entrar en cualquier momento… por favor —cambió de táctica.

Él gruñó, se separó lo justo de ella para mirarla a los ojos y no pudo hacer otra cosa que contener el aliento cuando vio como estos reflejaban al lobo. Si bien no era la primera vez que veía algo así, gracias a la compañía y enseñanzas de Sharon, sí que era la primera que lo contemplaba en los de Adam.

—No entrará —murmuró, su voz era muy profunda, casi animal—, es una muchacha inteligente y sabe captar una indirecta sin mucho esfuerzo.

Sus palabras la pusieron alerta, no pudo evitar indignarse al pensar en este maldito hombre avasallando a su compañera.

—¿Qué le has hecho? —siseó—. Como la hayas asustado, juro por dios que…

Se rio en voz baja.

—Dudo mucho que una manada entera de lobos consiguiese asustar a esa criatura —aseguró y había verdadero orgullo en su voz—. Si hace que te sientas mejor, te diré que amenazó con castrarme si te hacía daño.

La sorpresa que implicaba tal afirmación la noqueó. ¿Sierra haciendo amenazas? ¿A él? Si no fuese porque sabía que no le estaba mintiendo, se habría reído de buena gana ante tal absurdo.

—Y ahora, si dejas de hablar y respondes como debes hacerlo —insistió, acariciándole el cuello con la nariz—, nos harás a los dos mucho más felices.

—¿Quién dijo que tengo la más mínima intención de contribuir a tu fel…?

A duras penas pudo ahogar un gemido cuando le acunó los pechos. Los pulgares rozaron los pezones por encima del delantal endureciéndose aún más bajo sus caricias.

—Hay demasiada tela entre mis manos y tu piel.

Las grandes manos se hicieron eco de sus propias palabras y atacó su ropa, pero para su sorpresa, lo hizo con tranquilidad y no con el frenesí que proclamaba cada uno de sus movimientos. El delantal terminó encima de la mesa, los botones de la blusa fueron cediendo uno tras otro hasta dejar a la vista el sujetador de algodón y la suave piel de sus pechos los cuales no se privó en amasar.

—Ah, esto está mucho mejor —murmuró, deslizando los dedos por la cálida piel expuesta.

Gimió y se aferró a las solapas de la chaqueta del traje al tiempo que apretaba los muslos bajo la falda.

—No puedo creer que estés haciendo esto —musitó, luchando por mantener los sonidos del deseo a raya—. No puedo creer que yo te lo esté permitiendo.

De nuevo esa profunda risa resonó en sus oídos.

—Si es lo que quieres creer, no seré yo quien lo desmienta.

Cada una de sus palabras estuvo acompañada por caricias, su boca pronto abandonó su rostro para prodigarle pequeños besos y lametones a los hinchados pechos, llegando incluso a morderla con suavidad a través de la tela.

—Eres despiadado —rezongó.

—Soy el Lobo Feroz, ¿no fue eso lo que murmurabas?

—Es una verdadera pena que esta Caperucita no tenga un arma a mano en estos momentos —repuso, con un resoplido.

Como respuesta, apretó su pelvis contra ella, haciéndola plenamente consciente de la gruesa erección que ocultaba el pantalón.

—Yo puedo ponerte una…

—Eres un ca…

El aire se esfumó, dejándola jadeando cuando deslizó una de las manos por encima de la falda de lana y apretó sin compasión su sexo por encima de la tela.

—Esa boquita… —le susurró al oído, al tiempo que arrugaba la tela con los dedos, tirando de ella, izándola hasta hacerla sentir el aire sobre sus piernas desnudas—. Veo que sigues teniendo la misma inclinación al insulto que cuando nos conocimos.

Bufó, no merecía otra respuesta, menos cuando su mano estaba incursionando en territorio hostil.

—Cuando nos conocimos no te insulté —le recordó, luchando por meter aire en sus pulmones y hablar al mismo tiempo—, lo hice después… cuando… cuando… joder…

—Prefiero el término hacer el amor.

—Nosotros no hicimos el amor, follamos —replicó enfurruñada. La manera en que se enrollaron sobre la alfombra no podía considerarse hacer el amor, había sido un encuentro carnal intenso y bestial en toda regla—. Te recuerdo que me mordiste.

—Me dejé llevar —aceptó, recogiendo la tela alrededor de la cintura—, es lo que suele provocar el hambre entre compañeros.

—Yo no te mordí —siseó en respuesta.

—No, me pegaste en el hombro con la base de la lámpara —le recordó oportunamente—, todavía tengo la cicatriz.

—Estaba apuntando a tu cabeza.

—Por suerte para mí, tu puntería no es muy buena —gruñó en voz baja, frotándose contra su cadera, haciéndola partícipe de su propia excitación—, pero ya habrá tiempo para hablar… después. Ahora… separa las piernas.

Deslizo los dedos entre sus muslos, acariciándole la delicada piel de la cara interior mientras le mordisqueaba el cuello.

—Hazlo, Bry —susurró con dulzura—, muéstrame que estás tan excitada por mí como yo lo estoy por ti.

Se estremeció, sus palabras eran como un dulce néctar en sus oídos, pero se negó a caer de nuevo en esa red. Apretó los muslos y lo dejó fuera.

—Será mejor que lo dejemos aquí y…

Le cogió la barbilla, enfrentándola una vez más.

—Se me está agotando la paciencia contigo —aseguró, su voz espesa y demasiado profunda—. Estoy intentando ser comedido, pero no me lo estás poniendo nada fácil.

—No te he pedido que lo fueras, no te he pedido que vinieses, no te he pedido… ¡nada!

—Lo sé, por ello, es una suerte que yo tenga mucho mejor criterio y sea lo suficiente egoísta como para desear tenerte a mi lado a pesar de todo —concluyó con fiereza—. Ahora puedes elegir, lo hacemos a tu manera o lo hacemos a la mía.

Apretó los labios y lo fulminó con la mirada, no estaba dispuesta a ceder ante él, si lo hacía ahora, estaría perdida.

—De acuerdo, que sea entonces a la mía.

Atravesó la barrera de sus labios y se sumergió en su boca con una intensidad tan fiera como la de su primera unión. Su sexo respondió en consonancia, humedeciéndose todavía más, dispuesto para recibirle y disfrutar con sus atenciones.

¿Por qué su cerebro y su cuerpo no podían ponerse de acuerdo por una sola vez? ¿Por qué no podía rechazarle con el mismo ímpetu que lo hacía en su mente? El caer de nuevo en su red no traería nada bueno, no le reportaría si no nuevos dolores de cabeza.

Eres su loba.

¡No soy una loba!

Eres su compañera.

No lo soy.

Le deseas.

Maldita sea, conciencia. Cállate la boca.

Cuando él rompió el beso ambos jadeaban, sus ojos volvieron a encontrarse y tuvo que luchar por contener las lágrimas que ya le picaban. No iba a llorar delante de él. Nunca. Jamás.

—Déjame tenerte, Bry —le susurró, seduciéndola con su voz—. Sé que lo necesitas tanto o más que yo, déjame darnos a ambos lo que necesitamos.

No pudo sostenerle más la mirada, las lágrimas seguían allí, torturándola. Terminó por ocultar el rostro en el hombro de su abrigo, su cuerpo se aflojó contra el suyo y le permitió deslizar la mano entre las piernas. Se mordió los labios y cerró los ojos con fuerza cuando sintió sus dedos acariciarla por encima de la empapada ropa interior. En maldita buena hora se le ocurrió ponerse un tanga.

—Suave y mojada —musitó. Su sola voz la hacía estremecer—, tan dulce…

Un rápido tirón y el sonido de la tela rasgándose fue el único aviso de que el lobo había decidido tomar el control. Se estremeció y para su mortificación se mojó incluso más, todo su cuerpo se licuó de necesidad.

—Mía. —Un gruñido más que una palabra. Sus dedos la penetraron sin más, obligándola a alzarse de puntillas ante la repentina invasión—. Eres mía, Bry. Solo mía. ¿Lo entiendes?

Apretó los labios incluso más, casi podía sentir como se quedaba sin sangre.

—¿Lo entiendes, Bryony? —insistió, penetrándola una vez más con los dedos, con fuerza, tan profundo que resultaba molesto y a pesar de todo seguía encendiéndose por él—. Eres mi loba, mi compañera… dilo.

Gimió, las lágrimas se escurrieron de sus ojos, absorbidas de inmediato por la tela del abrigo, pero mantuvo el silencio.

—¿Conseguiré algún día que lo admitas? —suspiró, tratándola ahora con mayor suavidad un instante antes de abandonarla.

Se lamió los labios y se separó lo justo para poder hablar.

—No soy una loba.

Sintió, más que escuchó, como suspiraba. Su pecho se expandió bajo ella y notó sus manos entre ellos, haciéndose cargo de la cremallera de su pantalón.

—No, Bry, no lo eres —respondió, acariciándola ahora una vez más con la dura longitud de su pene—. Eres loba.

La penetró muy lentamente, llenándola con su miembro y su presencia al mismo tiempo. Desde la primera vez que estuvieron juntos, cada nueva unión había resultado incluso más intensa y no solo en el terreno sexual. Había algo que los conectaba, algo que iba mucho más allá de lo que podía entender, una conexión mística que la unía irremediablemente a ese hombre, la misma por la que había necesitado huir.

—Sí, justo así —gruñó él, enterrándose profundamente en ella, manteniéndola en ese borde que rozaba el cielo y el infierno, sin moverse todavía—, la funda perfecta. La única para mí.

Gimió, dejó de luchar, su cuerpo se había rendido hacía ya tiempo y la inmediata posesión no hacía más que recordárselo. Ahogó las quejas de su mente, retuvo las lágrimas y enlazó los brazos alrededor de su cuello al tiempo que él la levantaba y la instaba a cruzar las piernas en su cintura.

No la soltó ni siquiera cuando barrió el contenido de la mesa, lanzando las rosas, cintas y demás utensilios al suelo. La posó sobre el borde, inclinándose sobre ella y buscar su mirada.

Quería que la follase sin más, que bombease en su interior como un loco mientras la hacía gemir y se retorcía bajo él, quería que borrase ese momento y al mismo tiempo lo hiciese eterno.

No quería desearlo, no quería anhelarlo y sin embargo, durante todos esos meses separados, se había estado muriendo sin él.

—Dilo, pequeña —insistió, sus ojos azules presos de los de ella—, di que no está todo perdido.

Se lamió los labios y respiró hondo antes de apretarse contra él y reclamar ella misma su boca en un hambriento beso.

—Eso tendrás que preguntárselo a Santa —musitó, rompiendo el beso, sus ojos encontrándose con los suyos—, él fue el culpable de todo.

Sonrió, una sonrisa abierta y sincera. Entonces chasqueó la lengua y se retiró solo para volver a penetrarla.

—No volveré a ponerme ese maldito traje ni por todo el oro del mundo.

No la dejó responder, se limitó a poseerla como la primera vez, con hambre y fiereza, acallando sus gemidos con su boca y llevándolos a ambos a una liberación febril que le dejó la cabeza dando vueltas.