CAPÍTULO 11

BRYONY no dejaba de sisear toda clase de improperios mientras se sujetaba el tobillo con gesto de dolor. Los malditos tacones de sus botas decidieron contribuir a esa disparatada carrera hundiéndose en un agujero del pavimento y lanzarla al suelo. Dos solicitas mujeres, que habían visto su accidente, se habían apresurado a auxiliarla, pero le dolía demasiado incluso para articular una palabra coherente.

¿Qué diablo se le había metido en el cuerpo para escapar de esa manera?

Tonta, tonta, tonta y mil veces tonta.

—¿Estás bien, querida? ¿Quieres que pidamos una ambulancia? Ay, Gertrudis, ¿has traído el teléfono ese pequeñito contigo?

Luchó con las lágrimas que le picaban ya tras los ojos y sacudió la cabeza.

—No… no se preocupen… estoy bien… —respondió entre dientes, aguantando el dolor que no dejaba de atravesarle el tobillo—. Ha sido una caída estúpida… creo… creo que solo es una torcedura.

—¡Bry!

Su voz llegó acompañada del sonido de apresurados pasos, se giró, al mismo tiempo que las dos atentas mujeres para ver a Adam, deteniéndose junto a ella tan fresco como una lechuga, mientras a ella la sofocante carrera casi le hace soltar los pulmones por la boca.

—Bryony, de todas las estupideces que llevas cometidas desde que te conozco, esta se lleva la palma —rumió él, agachándose a su lado. Sus ojos azules la examinaron de los pies a la cabeza—. ¿Estás bien? ¿Qué te duele?

Apretó los labios, luchando con las lágrimas y sacudió la cabeza. No quería hablar, no quería decir una sola palabra, pues sabía que en el momento en que abriese la boca, saldría todo.

—Ay, parece que la niña se ha torcido el tobillo —comentó la tal Gertrudis—. Debería ir al médico a que le miren esa pierna.

—Es esta maldita calle, está llena de agujeros —chasqueó la otra mujer, señalando el lugar—. Si le pasa a una persona joven, que no podría pasarnos a nosotras. Mínimo, rompernos la cadera.

Adam se giró a la mujer y le dedicó una amable sonrisa.

—Tienes usted toda la razón —aseguró. Entonces se giró de nuevo hacia ella y la levantó en brazos sin esfuerzo—. Les agradezco mucho su ayuda, señoras, no quiero pensar que le habría pasado a mi mujer si no llega a tener quien la socorriera.

Gertrudis no tardó en hinchar el pecho y cloquear como una gallina, halagada por el tono masculino.

—No deberías bajar corriendo la calle —comentó entonces, dirigiéndose a ella—. Podrías haberte roto algo, cariñito.

Le temblaron los labios y antes de que pudiese contenerse, se encontró hipando. No quería llorar, no quería que él ni nadie la viesen llorar, pero el tobillo le dolía horrores y el estar en sus brazos, acunada y cuidada de esa manera, con ese conocido calor y aroma envolviéndola terminó con sus defensas.

—Ha sido una estupidez que no volverá a cometer, ¿no es así, amor? —murmuró, con voz suave, tierna y terminó por esconder el rostro contra su hombro.

—Será mejor que la lleve al médico —sugirió la otra mujer—. Que le miren ese pie.

Él asintió, lo supo por la manera en que se movieron sus músculos.

—Gracias, una vez más.

—Cuidaos hijos e id con cuidado.

Escuchó los pasos de las dos mujeres alejándose, el murmullo casi a voz en grito de sus impresiones ante lo sucedido y las lágrimas empezaron a picarle en los ojos al tiempo que lo escuchaba a él suspirar.

—No vuelvas a hacer otra estupidez igual, Bryony —la amonestó, pero su trato era tierno, moviéndola con mucho cuidado—. Podrías haberte roto el cuello.

No respondió. Necesitaba de todas sus fuerzas para retener las lágrimas.

—¿Ahora vas a optar por el silencio, Bry? ¿No me has castigado ya lo suficiente?

Sus palabras la obligaron a abandonar su refugio y mirarle. Su visión se vio distorsionada por la humedad, aclarándose un poco solo cuando las lágrimas decidieron caer por si solas.

—¿Castigarte? —hipó—. ¿Quién está castigando a quién? Yo no pedí esto, no lo pedí… no lo pedí… y aquí estoy… metida hasta el cuello… y ya no sé qué hacer.

Él suspiró, sacudió la cabeza y clavó los ojos en los suyos.

—Ay, amor, qué voy a hacer contigo —murmuró, secándole las lágrimas con una mano libre—. Bry, ya. Deja de llorar.

Hipó y sacudió la cabeza antes de ocultarla una vez más contra su cuello. Quería llorar, quería desgañitarse y ponerle de rodillas, quería hacerle daño, quería decirle lo mucho que lo quería incluso sin comprender el motivo, quería decirle que para ella no era suficiente con ser una posesión, quería más… Quería…

—No —negó, sus palabras ahogadas en la tela de su abrigo—. Me duele y no pienso dejar de llorar por que tú me lo digas. No puedes darme órdenes. No soy una de tus propiedades. Soy de carne y hueso y tengo sentimientos, unos que tú no entiendes. Todos los hombres sois iguales, nunca entendéis nada.

—¿Cómo?

La sorpresa era tan palpable en su voz que se enfadó, haciendo que su silencioso llanto creciese en sonido.

—No has dejado de repetirme que te pertenezco, que soy tu compañera, que mi lugar está a tu lado —se quejó, entre lágrimas—, pero… eso no es suficiente, ¿no lo entiendes? Quiero más… quiero… quiero que me quieras.

—Bryony…

—No —se quejó de nuevo, revolviéndose en sus brazos, deteniéndose solo cuando el dolor le atravesó la pierna—. Ay, dios. Mierda… joder… duele…

La movió en sus brazos, estabilizándola, impidiéndole moverse y obligándola al mismo tiempo a enfrentarle, a mirarle a la cara.

—Bry, ¿qué te hace pensar que no te quiero?

El tono de ironía presente en su voz la molestó hasta el punto de llevarla a pegarle en el hombro con el puño.

—¡Porque nunca me lo has dicho! —se quejó—. Todo lo que he oído de ti o de cualquiera de esa maldita manada es la palabra “pertenecer”. ¡Y no soy un jodido objeto! Dios, te odio. Te odio, te odio, te odio, ¡te odio!

Se echó a llorar, ya no podía más. Se había enamorado de un lobo, durante todo ese tiempo, su estúpido corazón se había encaprichado de ese maldito felpudo.

—Te odio… no quiero volver a verte en mi vida —se desgañitó, llorando a moco tendido por primera vez en mucho tiempo.

Para su consternación, él respondió con una sonrisa, parecía tan satisfecho que le entraron unas enormes ganas de pegarle o morderle.

—No es verdad, y lo sabes —declaró con plena confianza—. Me amas. Por eso has echado a correr en cuanto me has visto. Por eso has huido de mí todo este maldito año.

—No es verdad —hipó, pero ya no tenía fuerzas ni para llevarle la contraria.

Él chasqueó la lengua.

—¿Qué te tengo dicho sobre las mentiras, compañera?

Volvió a hipar y escondió el rostro en su hombro con un estremecimiento.

—Maldita sea, me duele mucho.

Su cuerpo se apretó más contra el suyo, buscando algún tipo de ancla en aquella demencial locura en la que se hallaba sumida.

—Son pequeñas heridas de guerra —le dijo él en cambio—, podrás exhibirlas ante la manada cuando volvamos a casa.

Negó con la cabeza, sin apartar el rostro de su refugio.

—No voy a ir contigo.

—Claro que lo harás. —Empezaba a irritarla tanta seguridad, especialmente cuando ni siquiera le había contestado—. Volverás a casa conmigo y entonces planearemos una bonita boda.

Resopló, ¿y ahora elegía burlarse de ella?

—Ni lo sueñes.

Él se echó a reír, se inclinó sobre su oído y le susurró.

—Bry, ¿de verdad crees que habría pasado por tantos problemas para retener a una mujer a mi lado, a mi compañera, si no la quisiera? —argumentó, de buen humor.

Dejó de ocultarse para mirarle.

—¿Y por qué no me lo has dicho nunca? ¿Por qué nadie me lo ha dicho?

Sus ojos se encontraron, él le sostuvo la mirada para finalmente sacudir la cabeza y depositar un beso en la punta de su nariz.

—¿Volverás conmigo a casa? —preguntó y se apresuró en añadir—. Sin condiciones.

Sorbió e hizo un puchero. ¿Es que no iba a ganar nunca una maldita batalla con él?

—Quiero oírlo —insistió, esperando, buscando la verdad a esas palabras que quería oír en sus ojos.

—¿Te duele mucho el tobillo?

Ella se frustró.

—¿A quién le importa el maldito tobillo?

—Pues a mí —se rio él—, quiero que mi novia vaya caminando hacia el altar, no con muletas.

Bufó y sacudió la cabeza.

—¿Quién ha dicho que voy a casarme contigo?

—Supuse que querrías hacerlo legal —le dijo—, a mi manera, llevamos casi un año casados, amor.

Apretó los labios y sorbió una vez más por la nariz. ¿Se estaba burlando de ella?

—¿Lo estás haciendo a propósito?

Él se hizo el inocente.

—¿El qué?

—¡Adam!

Sonrió abiertamente y se inclinó sobre ella, apretándola entre sus brazos.

—Te quiero, mi pequeña y huidiza loba —declaró, con fervor—. Te quise desde el primer momento en que te vi sola y perdida en el recibidor de mi casa. Eras la mujer que me estaba destinada, mi compañera, era imposible que no me enamorase de ti.

Parpadeó varias veces, dejando que esas palabras se filtrasen en su mente, aliviando cada uno de sus temores solo para llevarla a rezongar.

—¿Y por qué diablos no lo has dicho antes? —protestó. Eso, posiblemente, les habría ahorrado a ambos muchos problemas.

Él puso los ojos en blanco.

—Bry, no he dejado de hacerlo en cada oportunidad que hemos estado juntos —le aseguró, y parecía genuinamente sorprendido ante su previa pregunta—. ¿No lo entiendes, Bryony? Los lobos, cuando nos emparejamos, lo hacemos de por vida y es a nuestra compañera, a nuestra loba, a la que entregamos todo lo que somos. Eres mía, mi compañera, mi pareja y mi amor. Siempre.

—No soy una loba —no pudo evitar rezongar, pero esta vez tal afirmación no salió con la seguridad de siempre. Ambos sabían que estaba mintiendo.

—Lo eres, amor mío —aseguró, todo lleno de razón—. Pero dejaré que sigas negándolo… hasta mañana.

Hizo un mohín y negó con la cabeza.

—Mañana es navidad.

—Y hará exactamente un año que nos conocimos —le recordó—. Eso lo convierte en nuestro primer aniversario. Así que dime, compañera, ¿qué es lo que deseas para navidad?

No necesitaba pensarlo, sabía lo que deseaba, lo que había deseado desde el primer momento en que sus ojos se encontraron. Un deseo, del que había huido hasta que él le dio caza.

—A ti —le dijo, separándose un poco para mirarle los labios—. Quiero un lobo para navidad.

Sus ojos cayeron también sobre los suyos y sonrió.

—Eso, compañera, es algo que sin duda puedo entregarte —sonrió, bajando sobre su boca—. Soy tuyo, eternamente, Bryony. Eternamente.

Acarició sus labios con los suyos un instante antes de que dejase escapar un inesperado quejido.

—Mierda… —gimió, dolorida—. Esto duele.

—¿El beso?

Negó con la cabeza.

—No, felpudo, el beso no, el tobillo.

Él parpadeó y se echó a reír.

—¿Acabas de llamar felpudo al alfa de tu clan y compañero?

Ella ladeó la cabeza y sonrió.

—Sí, creo que he hecho exactamente eso.

—Sí, sin duda, tendrás un lobo para navidad.