CAPÍTULO 1

—¿ESTÁS bien?

Bryony levantó la mirada del ramo que estaba preparando y la dirigió a su compañera de trabajo. Sierra llevaba en la floristería poco más de un mes, era una muchacha reservada, pero capaz de conectar con la gente. Se limpió las manos en el delantal verde que protegía la ropa de la suciedad y le dedicó una sonrisa.

—He tenido días peores —respondió con una mueca, al tiempo que levantaba el pulgar por encima del hombro y señalaba la cortina que separaba el mostrador de la trastienda—. Al menos la mercancía ha llegado a su hora.

Los sagaces ojos, demasiado viejos para un rostro tan joven, se clavaron en ella con escepticismo.

—No me refiero a eso y lo sabes —puntualizó, dándole la espalda para volver a sus quehaceres.

Resopló para sus adentros. Sabía muy bien a que se refería Sierra, pero no quería pensar en ello. Si lo hacía, se echaría a llorar allí mismo y se había prometido casi un año atrás, que no volvería a derramar ni una sola lágrima delante de nadie.

—A veces es necesario llorar a las personas que queremos cuando estas nos dejan —continuó la muchacha, en apenas un susurro de voz—, es nuestra forma de decirles adiós y seguir adelante.

Sharon se había ido. El fugaz recordatorio hizo que los ojos se le empañasen los ojos y le picasen con las lágrimas.

—Voy a desempaquetar las nuevas flores que llegaron —anunció con voz queda—, hazte cargo del mostrador.

Sin una palabra más desapareció tras la cortina, una solitaria lágrima se escurría ya por su mejilla, la primera de muchas más que sabía le seguirían.

La vieja loba se había ido durmiendo. Esa certeza era lo que la había despertado en medio de la noche, eso y un sonoro aullido resonando en su alma fue lo que la sacó de la cama y la catapultó a través del coqueto apartamento que compartían en Boston. Tenía un rostro tan pacífico, tan dulce, durante unos breves instantes se negó a plantearse la posibilidad, una que podía sentir a un nivel primario.

Pero ella se había ido. Su mentora durante ese último año, la mujer que la había acogido bajo el ala cuando todo se desmoronó a su alrededor un año atrás, acababa de morir dejándola nuevamente sola.

¿Cuánto daño más podía hacerle el destino? ¿Cuántos escollos deseaba ponerle en el camino?

Las lágrimas brotaron sin nada que las detuviese, se llevó la mano a la boca y ahogó un sollozo que amenazaba con reverberar en el reducido lugar. Deseaba gritar, desgañitarse hasta dejar la garganta en carne viva, pero no podía permitirse tal flaqueza.

«Eres la compañera de un alfa, tienes que ser fuerte, pues de tu fortaleza, él extraerá la suya y tus debilidades se convertirán en sus debilidades».

Se llevó las manos a los oídos como si así pudiese acallar esa trillada frase que Sharon nunca dejaba de repetirle. La loba —parecía mentira que por fin se hubiese acostumbrado a ese término— había caído en su destartalada vida una semana después de que él le hubiese concedido aquella breve libertad. Sharon la arrancó de la habitación de hostal en la que se había instalado provisionalmente para alojarla en su actual vivienda, un departamento de nueva construcción en un bonito y seguro barrio de Boston.

De qué manera había protestado. Cómo le había gritado y rogado que volviese con él y la dejase en paz. La loba no le hizo el menor caso, por el contrario, la obligó a sentarse en el maldito sofá y escuchar cada una de las historias que guardaba de la niñez de su compañero.

Un compañero.

Un maldito lobo.

El alfa de su clan.

Un jodido engendro.

Se llevó la mano a la mejilla con gesto instintivo, recordando el dolor y la laceración en el interior de la boca que le impidió comer algo más que sopa durante una semana. Una mujer tan menuda como Sharon y de su edad, le había girado la cara de una bofetada. Sus palabras habían sido tan serenas y llenas de emoción cuando la miró que había terminado llorando a moco tendido.

«El que no comprendas su mundo, no te da derecho a insultarlo. Ahora tú también formas parte de él, así que en vez de quejarte y lamentarte, intenta aprender de él. Escucha tu interior y piensa que cuando le insultas, te estás insultando a ti misma».

Lo había hecho, incluso a regañadientes, dejó que la mujer la llevase de la mano a través de un mundo que hasta esa mañana después de Acción de Gracias, ni siquiera sabía que existía.

—¿Por qué has tenido que irte ahora, nana? ¿Por qué?

Nana. Así era como le había pedido que la llamase. Cómo había llegado a verla. Como esa cariñosa y paciente nodriza que velaba por ella en todo momento, incluso cuando se ponía de luna.

Se abrazó a si misma durante unos instantes, sorbió por la nariz y miró a su alrededor con nostalgia. No necesitaba que nadie se lo dijese, el tiempo de gracia que le fue concedido estaba llegando a su fin y él la reclamaría de nuevo.

«Tu lugar está a su lado. Tú lo sabes y yo lo sé. Así como también él. Nada se interpondrá entre un lobo y su compañera, recuerda mis palabras, Bryony. Nada».

Se estremeció. Tendría que renunciar a este trabajo, a la ciudad de Boston y marcharse a cualquier otro lugar en el que él no pudiese encontrarla.

Adam.

El hermano mayor de su —entonces— mejor amiga. Incluso eso había perdido con ese fatídico encuentro.

Eve la había invitado a pasar unos días con ella en la casa familiar. Le aseguró una y otra vez que sería bienvenida, durante más de una semana parloteó una y otra vez de lo bonita que era la ciudad, de lo diferente que era, de la gran casa en la que vivía y lo bien que estarían las dos.

«¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte de nuevo sola en esa choza? Ven conmigo a Toronto, pasaremos Acción de Gracias juntas».

Y aceptó. Habiendo sido abandonada a las puertas de un hospital nada más nacer y pasar la mayor parte de su infancia entre hogares de acogida, dónde se sentía más una extraña que parte de la familia, la idea de poder celebrar esa significativa fiestas en compañía de alguien querido, fue un aliciente poderoso.

Pero todas sus ilusiones y fantasías cambiaron de la noche a la mañana en el preciso momento en que posó sus ojos sobre Adam Blake.

«Bienvenida a Canadá, señorita Evans».

Desde el mismo momento en que cogió su mano y se la llevó a los labios, su vida cambió. La atracción fue inmediata, el deseo ocupó todo el espacio, uno nacido de la necesidad y que la atraía irremediablemente hacia él. Debía haberle hecho caso a su amiga, Eve la previno en cuanto se dio cuenta de lo que ocurría, pero, ¿por qué escuchar a su mejor amiga cuando un hombre como Adam se fijaba y mostraba tanto interés en alguien tan simple como ella?

A sus ojos, él había sido entonces su caballero de brillante armadura. Un hombre adulto, seguro de si mismo, elegante y educado, uno que mostraba abiertamente su atracción por ella y que la conquistó con tan solo un chasquido de los dedos. No importaba que fuese casi once años mayor que ella, él la quería e hizo todo lo que estuvo en su mano para seducirla y retenerla a su lado… y en su cama.

—Maldito seas, Adam Blake —masculló en voz baja, borrando el rastro de lágrimas del rostro con los puños de la camiseta.

Adam había cambiado su vida por completo, la ató a él sin preguntarle siquiera si estaba de acuerdo, la persiguió sin dejarle saber quién era en realidad y cuando finalmente sucumbió, vertió sobre su cabeza toda una vida de tradiciones y de rarezas que estuvo a punto de hacerla perder la cabeza.

Ella, una insulsa humana de veinticinco años, acabó emparejada con un lobo, miembro de una antigua raza sobrenatural que solo existía en el folclore y los mitos, y que aún encima, tenía sobre sus hombros el peso de ser el jefe del clan lupino que custodiaba la región este de Canadá.

Sí, su vida se había ido al infierno en el transcurso de la noche de Acción de Gracias, una que no podía borrar por más que quisiera.

—Mierda, mierda, mierda, ¡mierda! —empezó a mascullar en voz baja, al tiempo que se ensañaba con el cordón de tanza que envolvía uno de los paquetes de rosas que recibieron a primera hora—. ¡La culpa es toda de ese maldito lobo!

Siguió rezongando en voz baja, maldiciendo aquellas fechas y los tempraneros villancicos que no habían dejado de sonar desde hacía casi una semana, algo de admirar teniendo en cuenta que faltaba casi un mes para navidad; una cantidad de tiempo considerable para volverse loca.

—¡Bry! ¡Tienes visita!

Hizo una mueca, ¿otra vez el idiota del departamento de videojuegos? ¿Cuántas veces tenía que decirle que no estaba interesada en salir con él?

—En horario laboral no atiendo a nadie que no sea un cliente —respondió, alzando la voz—. Dile que vuelva con sus juguetitos y me deje en paz o la próxima vez que le vea, le presentaré al Lobo Feroz.

No escuchó la respuesta, pues continuó rezongando al tiempo que se deshacía del envoltorio y se tomaba un momento para aspirar el delicioso aroma de las rosas.

—Quizá debiese hacerlo —murmuró para sí, pensando en el Lobo Feroz que ella conocía—. Oh, Caperucita, pero que mala leche tienes…

—Algo de lo que sin duda, yo puedo dar fe.

Se quedó helada, apretó con fuerza el tallo que tenía en las manos y solo reaccionó cuando se clavó la espina en la palma.

—Mierda… joder… —gimió, dejando caer la flor para llevarse la mano a la boca al mismo tiempo que alzaba la mirada y lo veía—. ¿Qué diablos haces tú aquí?

De pie, vestido con traje y corbata y un caro abrigo, con el pelo negro revuelto y esos profundos y vivos ojos azules clavados en ella, su atractivo compañero era sin duda el vivo retrato del Lobo Feroz.

—He venido a buscarte, Caperucita —declaró, al tiempo que sacaba las manos de los bolsillos del abrigo y tras cogerle la palma y examinar por si mismo el daño, se la llevó a los labios y lamió la herida—. Ha sido un año muy largo, Bryony, ¿lista para volver a casa?

Retiró la mano de inmediato de la suya, la apretó contra su pecho y retrocedió.

—No se ha cumplido el plazo —replicó, sin saber qué otra cosa decir en ese momento. Su presencia ya era de por si bastante perturbadora.

Había esperado verlo en el funeral de Sharon, se había mentalizado para ello, pero él no solo no había aparecido si no que había enviado en su lugar a Eve. Su amiga la había saludado y se había quedado después a su lado sin decir nada, como si fuesen dos extrañas y no las mejores amigas que habían sido un año atrás. Ese distanciamiento le había dolido, pero no era tan egoísta como para no saber que ella tenía también parte de culpa. Si hubiese escuchado sus palabras, si hubiese estado dispuesta a sentarse con ella y hablar… Sí, Eve le había ocultado la verdad, pero era una verdad que no habría sido fácil de explicar y que, si era sincera consigo misma, no era más importante que perder a una buena amiga.

—Acordamos un año —le recordó, sintiendo como le temblaban las piernas al tenerlo por fin ante ella. Su corazón empezó a latir con fuerza, como si se alegrase de verle, como si fuese todo lo que había estado esperando durante esos largos meses.

Él se limitó a encogerse de hombros, sus ojos siempre fijos en ella, impidiéndole escapar.

—Me he cansado de esperar.