CAPÍTULO 10

UN mes después…

Las calles empezaban a despertar en esa fría mañana de diciembre, el sol se afanaba por surgir entre las nubes y calentar el nevado paisaje que ofrecía la Avenida Augusta. Dos niños pasaron corriendo a su lado, riendo y disfrutando de las vacaciones invernales, para desaparecer tras unos coches aparcados a un lado de la estrecha calle. A ellos no les molestaba el frío.

Unos pocos pasos más adelante, resaltando entre dos edificios, con un llamativo tono mostaza, el logo verde y las letras blancas delataban el supermercado que buscaba esa mañana. El escaparate estaba lleno, al igual que los de otros comercios y locales, con ofertas y decoración navideña.

Adam se rebujó en su abrigo e hizo una mueca al ver como el aliento que escapaba de entre sus labios formaba una nube blanquecina, si bien era un lobo acostumbrado al clima invernal de Canadá, le gustaba el calor.

—Y de todos los lugares posibles, tenías que acabarás aquí —musitó, echando un vistazo a su alrededor, contemplando la humilde vecindad, a más de media hora del lujoso barrio de Lawrence Park.

Su pequeña compañera había hecho honor a sus intenciones abandonándole veintinueve días atrás, incluso antes de que saliese el sol. Fue perfectamente consciente del momento en que su suave y cálido cuerpo abandonó la cercanía del suyo y dejó la cama para escabullirse en la oscuridad.

Bryony había volado. Estaba decidida a obligarle a cumplir con su previo pacto y agotar hasta el último minuto que le concedió en su momento.

Pero así como ella estaba dispuesta a continuar huyendo, él también lo estaba a darle caza. De hecho, había estado haciendo eso desde el mismo momento en que abandonó sus brazos un mes atrás, siguiéndola siempre de cerca, aprendiendo unos hábitos, disfrutando de la visión de esa díscola mujer que le había tocado como compañera y deseándola cada día más.

Después de visitar un par de ciudades más cálidas, lo había sorprendido recalando en Toronto una semana atrás; de entre todos los lugares posibles, aquel era sin duda el menos esperado, ¿sería posible que ella quisiese regresar también a casa?

Echó un nuevo vistazo al supermercado y sonrió para sí. Había llegado temprano. Bryony pasaba por allí cada mañana para comprar un café y unas galletas, los cuales degustaba mientras paseaba por la calle de camino a un parque cercano. Solía sentarse en un banco y contemplar absorta las plantas, cuando no sacaba un cuaderno y se ponía hacer garabatos.

Nunca había sido consciente de que a su compañera le gustase el dibujo, más aún, que se le diese bien.

Esa última semana le había aprendido más de ella que en todo el tiempo que la conocía, los reportes que le habían llegado en el último año, las conversaciones con Sharon, no eran ni la mitad de reveladores que lo visto con sus propios ojos.

Sharon. Pensó en la loba. En la despedida que llevó a cabo el clan y lo solo que se sintió ante la ausencia de Bryony. En silencio había rogado al espíritu de la vieja loba que siguiese protegiéndola allí desde dónde se encontrara. Los miembros más cercanos de su manada no habían pronunciado palabra alguna sobre su ausencia, pero en sus rostros se reflejaba claramente la pena o el disgusto por su falta.

Como alfa y cabeza del clan, se esperaba que fuese el pilar más fuerte, cada una de las acciones de las personas que lo rodeaban debían demostrar su fuerza, su sabiduría y su capacidad de liderazgo y el que su propia compañera se hubiese dado a la fuga, hacía tambalear todo eso.

«¿Por qué no la has traído contigo? Su lugar está a tu lado, Adam».

Eve lo había sermoneado hasta quedarse afónica, su propia culpabilidad demasiado presente en sus palabras como para pasarla por alto. Su hermanita seguía culpándose a sí misma por cómo habían salido las cosas, echaba de menos a Bryony, aunque no se atreviese a decirlo y se sentía responsable de que su invitación hubiese derivado en ese incansable juego del gato y el ratón.

Pero mañana se cumpliría el plazo que le había dado, el año que le pidió llegaría a su fin y él tendría a su mujer de vuelta en casa; así tuviese que atarla y amordazarla para llevársela.

Sí, sin duda ese sería un bonito regalo de navidad.

Contempló la calle con aburrimiento, intentó no pensar en el frío y se distrajo repasando cada uno de los locales de aquella zona. El pequeño restaurante de tapas en que se detuvo un par de días atrás había sido todo un descubrimiento. Comida casera, ambiente hogareño y un vino cosechero delicioso.

Muchos lo consideraban un sibarita por vivir dónde vivía, por trabajar dónde trabajaba, pero eran muy pocos los que lo conocían realmente, los que sabían que tras el hombre de negocios y el jefe de clan de la región, se encontraba un lobo casero. Le gustaba estar en su hogar, disfrutar de su familia, de las pequeñas cosas y en eso, Bryony era como él.

Después de todo, su emparejamiento podía no haber sido tan desastroso.

—Solo un poco más —se recordó a sí mismo—, solo un poco más y estarás de nuevo a mi alcance, Bry.

Bryony no podía quitarse de encima aquella sensación de fatalidad. No sabía si se debía a la maldita noche de insomnio que había pasado, a que mañana se terminaba su indulto o a lo cerca que se encontraba de él. ¿En qué universo paralelo pensó que volver a Toronto sería el lugar perfecto para esconderse de Adam? Había llevado al extremo el dicho “no hay mejor escondite que el que está bajo las narices de aquel que te busca”. Ni siquiera estaba segura de si se trataba de un dicho, pero sin duda ocurría a menudo en las películas.

«Te encontraré, lobita y reclamaré mi regalo de navidad».

No. Definitivamente su nerviosismo tenía mucho que ver con el inesperado mensaje de voz que encontró esa misma mañana en su teléfono.

Era su voz. Profunda y risueña. Y encerraba una promesa que la había puesto caliente y temblorosa al mismo tiempo.

¿Qué había hecho ese lobo con su cabeza? ¿Con su vida entera?

Le abandonó incluso antes de que hubiese salido el sol, después de pasar la noche juntos en la lujosa habitación de hotel. La habitación, la bañera, la terraza y un sinfín de lugares que era incapaz de eliminar de su cabeza.

¿Y a que lo pasaste de película? La aguijoneó su mente.

Apretó los ojos y soltó un resoplido. Necesitaba borrarlo de su mente, pero era incapaz de hacerlo. Cada vez que intentaba distraerse y no pensar en él, el recuerdo de esa noche la inundaba hasta hacerla estremecer. No podía quitárselo de encima, su presencia, incluso sin estar a su lado, se hacía insoportablemente palpable, ese último encuentro la marcó de tal manera que apenas si era capaz de vivir.

«Te cazaré».

Se lo había advertido, durante esa última noche de pasión se encargó de dejarle perfectamente claro que si bien haría honor a su palabra, una vez se agotase el plazo, le daría caza.

Y lo haría, ambos lo sabían.

Dejó escapar un pesado suspiro y giró en la esquina, dispuesta a entrar en el supermercado y comprar su adorado café.

—Necesito una dosis de cafeína —murmuró al mismo tiempo que abría el bolso y empezaba a hurgar en su interior en busca del monedero—. Soy insoportable sin mi dosis de cafeína matutina.

Y lo gracioso era que ella misma lo admitiese. Sharon no hacía más que recordárselo una y otra vez mientras vivían juntas. Había sido una adición que adquirió tras su llegada a Boston, una que había traído a la loba de cabeza.

«Esta es una penitencia que debería padecer tu compañero, sería una venganza perfecta cada vez que te llevase la contraria».

Sharon. El pensamiento de la vieja loba la llenó de tristeza. Sabía que Adam se había llevado sus cenizas para darle la despedida que se esperaba entre los miembros del clan, una despedida a la que no acudió por su necesidad de escapar de él y de todo aquello a lo que se resistía con uñas y dientes.

Conocerle, había cambiado su mundo por completo.

Encontró por fin el monedero perdido en el fondo de su bolso y lo sacó con una triunfal sonrisa. Algunas mujeres se conformaban con poquita cosa para ser feliz, pensó con cierta ironía, refiriéndose a sí misma y a ese capricho matutino.

—Café, café, café —canturreó—. Y un paquete de esas deliciosas galletas de mantequilla. Solo uno.

—¿Será suficiente un único paquete, compañera?

Se detuvo en seco, el monedero acabó rápidamente estrujado entre sus dedos mientras giraba la cabeza hacia el sonido de la inesperada voz. Apoyado despreocupadamente contra el costado del portal del edificio, vestido con un atuendo más informal que el que había visto antiguamente en él, su compañero no pasaba desapercibido.

Adam Blake estaba allí, frente a ella, un día antes de que se cumpliese el plazo.