XXIX

LOS MUERTOS Y LOS MORIBUNDOS

Natilam había intentado decirme algo que estaba más allá de lo que era obvio, pero ¿Qué? Le di vueltas al tema durante horas. Repetí mentalmente todo lo que me había dicho con todos los detalles que fue capaz de recordar. Esa tarde, mientras Galen afilaba las armas, percibí que ese sonido estaba cargado de significado. Me penetraba los oídos, me distraía.

Me tumbé sobre las pieles de mi lecho e intenté ignóralo. «Emperatriz, hija, magia heredad, mellizos, el Gran Señor amargado, London capturado, torturado, dando una y otra vez…, la huida de London. Sin edad, prácticamente inmortales… » Empecé de nuevo, esta vez más despacio, prestando mayor atención a las palabras clave: « Emperatriz, hija, magia heredad, mellizos…»

Durante la negociación con la Alta Sacerdotisa, antes de la derrota de Hytanica, London había sido capturado de nuevo y se le habían llevado a Cokyria sin que el Gran Señor lo supiera. Lo habían escondido en el templo de la Alta Sacerdotisa…, ahora sabía por qué. Pero ¿en qué me ayudaba saberlo? « Emperatriz, hija, magia heredad… »

De repente, me senté, pues se me encendió una luz, me puse en pie y corrí hasta donde se encontraba la Alta Sacerdotisa sin hacer caso de la expresión de alarma de Halias.

—Si tuvieras una hija, ¿qué sucedería con vuestro podes y con el de vuestro hermano?

—Alera ¿Qué estáis…? —empezó a preguntar el guardia de elite, pero yo levante una mano, irritada, para que esperara un momento.

—Nadie lo sabe —respondió Nantilam, mirándome intensamente con sus ojos verdes, lo cual quizás era una señal de que me estaba acercado a la solución—. Nunca habido un caso como el nuestro. Pero sea como sea que se herede la magia, debería pasar a mi hija.

—Creéis…, es decir, vuestro hermano cree que cuando tengáis una hija, todo el poder que ambos albergáis irá hacia ella —dije, sonriendo.

No esperé su respuesta. Corrí al fondo de la cueva para coger un pergamino y una pluma.

—Alera ¿Qué está pasando?

Era mi padre quien había hecho la pregunta. Parecía abatido por mi comportamiento, tan poco apropiado para una dama.

—Tenemos que enviar otro mensaje al Gran Señor —anuncié, mirando a cada uno de los hombres a los ojos.

Galen todavía estaba sentado, con una espada afilada en la mano; Cannan se encontraba sentado al lado de su hijo, que había vuelto a poyarse en los codos para mirarme; Halias vigilaba a la Alta Sacerdotisa, y mi padre les ofrecía una manta a mi madre y a mi hermana, que tenia frío. Explique deprisa y detalladamente mi idea, hasta llegar a la conclusión final.

—Le diremos que su hermana está embarazada, y que a no ser que libere a los ciudadanos de Hyantica inmediatamente, incluido London, desapareceremos con ella.

—¿Lo creerá? —pregunto Halias.

—No tiene que creerlo —repuse, todavía con la pluma en la mano, úes había decidido que escribiría el mensaje yo misma—. Solo tiene que temerlo.

Cuando llegó el momento de decidir quién le llevaría el mensaje al Gran Señor, Termerson nos sorprendió a todos y se ofreció voluntario.

—Quiero ayudar —se limito a decir.

Permanecí en silencio, incomoda, y lo mismo hicieron los demás. Termerson todavía no era un hombre, su estabilidad mental estaba en cuestión y todos dudábamos de que fuera capaz de presentarse ante el dirigente que había asesinado a su padre delante de sus propios ojos.

—Chico, ya estás ayudando —le dijo Halias, expresando en voz alta lo que pensábamos todos.

—No. —El tono de voz de Termerson sonó inesperadamente estridente—. He visto demasiadas cosas para continuar siendo un chico. Y quiero ver la cara que se le pone a ese bastardo cuando lea lo que la reina Alera tiene que decirle.

Esa afirmación nos dejo a todos perplejos, pues antes de lo últimos sucesos, la mera idea de que Termerson pudiera hablar así nos habría hecho reír a todos. Ahora, empeoro, no se oyó ni una risita. Al final, el capitán, como siempre el más decidido de todos habló:

—Galen irá con él. — « Por si acaso», pensé yo, pero era una idea practica, pues el sargento, que había ido a explorar, sabía dónde el Gran Señor había llevado a London— Esperará mientras Termerson entrega el mensaje.

Los dos hombres partieron temprano a la mañana siguiente. Termerson llevaba el pergamino que yo había firmado fuertemente sujeto en la mano. Querían llegar al lugar antes que el Gran Señor, pues tenían la esperanza de evitarle a London un día más de agonía. Supimos que la misión había tenido éxito antes de que regresaran, pues no oímos gritos procedentes de la montaña. Cuando Termerson y Galen volvieron a reunirse con nosotros, confirmaron que el mensaje había afectado profundamente al Gran Señor, pues se había retirado de inmediato a nuestra ciudad y se había levado a London con él. Ahora había que esperar.

Y fue una larga espera. Los días pasaban, la confianza disminuía, el mal humor aumentaba y la incertidumbre era constante. Halias ido a observar la ciudad, por sin el Gran Señor aceptaba nuestras demandas, pero no nos había llegado ninguna noticia. Todos sentíamos la inquietud de una posible derrota y si no sucedía algo muy pronto, no tendríamos otra opción que desaparecer, tal como habíamos amenazado con hacer.

—Está buscando alguna otra forma de conseguir mi liberación —nos dijo la Alta Sacerdotisa, que era la única persona en toda la cueva que parecía imperturbable—. Por supuesto, no tiene alternativa. Al final, hará exactamente lo que queréis.

—¿Por qué intentáis darnos confianza, precisamente vos? —le pregunto Galen, que se encontraba al lado de Steldor y no dejaba de juguetear con su daga. Parecía inquieto, como ya era habitual en los últimos días.

—En la guerra soy implacable —le informo Nantilam en tono suave—. Hago lo que tengo que hacer para asegurar la victoria. Pero tanto si lo creéis como si no, sé lo que es compasión. Si hubiera sido yo la conquistadora, vuestra gente no habría sufrido ningún daño. Eso es obra del Gran Señor; él disfruta infringiendo dolor. Mi mayor reto, cuando me liberéis, será controlarlo.

Galen la fulmino con la mirada, pues no le gustaba que hablaran de conquistar a sus compatriotas.

—Tenéis razón en una cosa —dijo, cortante—: no os creo.

Entonces salió de la cueva con Steldor, que todavía estaba débil, pero que, por suerte, ya podía ponerse en pie. Mi esposo, que era de naturaleza inquieta, había tomado la costumbre de salir cada día fuera de la cueva un rato en busca de la luz del sol y el aire fresco, pero nunca se alejaba demasiado, pues todavía no tenía fuerzas para llevar armas.

Fuera Galen y Steldor quienes anunciaron la llegada de Halias.

— ¡Ya está aquí! —exclamaron a media mañana, entrando en la cueva. Termerson se encontraba fuera, vigilando, y Cannan custodiaba a la Alta Sacerdotisa. Los demás estábamos reunidos alrededor del fuego—. ¡Halias viene hacia aquí!

Todos nos pusimos en pie y miramos hacia la entrada. Pareció que ninguno de nosotros respiraba mientras esperábamos las noticias que Halias traía. Por fin había llegado el momento en que sabríamos si habíamos conseguido esa pequeña victoria. El segundo oficial no tardo mucho en entrar y jadeaba a causa del esfuerzo que había hecho para regresar a toda prisa.

—Ha abierto las puertas —anuncio Halias, mirándonos—. Ha hecho lo que le hemos pedido, y nuestras gentes caminan libremente.

Todos gritamos de alegría, y alivio nos invadió como una brisa de primavera. Mire a Nantilam, la Alta Sacerdotisa, que tenía expresión satisfecha, y luego dirigí la atención de nuevo hacia Halias, que meneaba la cabeza con incredulidad mientras intentaba recuperar el resuello con las manos sobre los muslos. No era capaz de imaginarme a miles de personas —casi todos nuestros conciudadanos— saliendo por las puertas como un ejército en dirección al campo.

— ¡Milagroso! —exclamo mi padre, levantando la voz en medio de las exclamaciones de los demás.

Pero el guardia de elite tenía que decirnos otra cosa más.

—El Gran Señor ha enviado a unos hombres que nos esperan en el claro; London está allí. Su dirigente se encontraba con ellos cuando nosotros nos reunamos con ellos y llevemos a la Alta Sacerdotisa.

— ¿Esta London vivo todavía? — pregunté, con el corazón acelerado.

—Eso creo. —Halias miro a Cannan, para saber cuál sería su reacción a lo que iba decir—: Quizá podamos salvarlo.

El capitán reflexiono un momento, y yo espere, nerviosa, a saber cuál era su decisión.

—Si puedo aguantar un poco más, quizá podamos hacerlo —dijo por fin—. Pero creo que será mejor que no nos reunamos con el Gran Señor hasta que la mayoría de nuestros ciudadanos hayan abandonado nuestras tierras. —Entonces, mirando a Nantilam, añadió —: Para evitar que se eche atrás.

Halias asintió con la cabeza. Entonces Cannan envió a Galen a que vigilara la evacuación y que designara a algunos líderes para que se llevaran a la gente hacia el oeste. A Steldor le hubiera gustado acompañar a su mejor amigo, pero no necesitaba que su padre le dijera que todavía no estaba preparado para un trayecto a campo abierto.

Las horas pasaban y todavía no había habido tiempo suficiente para que todo el mundo se pusiera fuera del alcance del Gran Señor, pero el pensar en London, que todavía estaba en su poder, hacía que nos sintiéramos cada vez más inquietos. Por fin, cuando Cannan pensó que ya habíamos apurado al máximo la paciencia del Gran Señor, Halias le ato las manos a la Gran Sacerdotisa y le vendó los ojos. Si las cosa salían mal, el capitán, siempre prudente, no quería que Nantilam pudiera guiar a nuestros enemigos hacia nuestro escondite. Luego Halias tomó las riendas del caballo en que llevaría a la Gran Sacerdotisa, Cannan y yo subimos a nuestras monturas, e iniciamos el trayecto para llevar a nuestra cautiva hasta su hermano. Steldor nos vio partir, pues no solo reconocía sus limitaciones físicas, sino que también sabía que era yo quien había iniciado todo eso y qué, por tanto, era yo quien debía terminarlo. No habíamos hablado mucho desde su recuperación, pero por sus actos supe que ahora me miraba con un respeto nuevo.

Ese trayecto pareció ser el más largo de todos los que habíamos hecho, incluso más largo que el que nos llevó hasta la cueva al principio de todo. Cada paso que dábamos estaba cargado de miedo y de una desconfianza inevitable, pues sabíamos que los cokyrianos eran conocidos, sobre todo, por sus engaños. Pero también teníamos fe y estábamos expectantes, pues aunque íbamos a abandonar nuestras tierras, nuestra gente estaría libre, y eso abría la posibilidad de fundar una nueva Hyantica.

Cuando llegamos al claro, el Gran Señor ya nos esperaba. La nieve había empezado a derretirse y noté una cálida brisa que me revolvía el pelo, señal de que se acercaba la primavera. La presencia del Gran Señor proyectaba una sombre sobre todo lo que se encontraba a nuestro alrededor y sentí que me arrancaba la esperanza de lo más profundo del alma. Narian estaba al lado de su señor y sujetaba a London por los brazos. Observe el joven en busaca de alguna señal que me dijera que continuaba siendo el mismo chico de quien me había enamorado. Cuando sus ojos azules se clavaron en los míos supe cual era la respuesta, pues la preocupación que vi en ellos era incuestionable. No sabía si Narian estaba del lado de Cannan o del Gran Señor, pero continuaba estando conmigo.

London permanecía completamente inmóvil, y la cabeza le caía sobre el pecho. Me pregunté si no estaríamos ofreciendo a Nantilam a cambio de un cuerpo sin vida. Cannan había empujado a la Alta Sacerdotisa para ponerla delante de él y utilizarla de escudo contra el poder del Gran Señor, y le apoyaba una daga en la garganta. Estaba dispuesto a matarla si era necesario, y no quería que su hermano tuviera ninguna posibilidad de impedirlo.

—He cumplido mi parte del trato —afirmo el Gran Señor en un tono frio como el hielo—. Devolvedme a mi hermana.

—Primero London —contesté de inmediato con voz firme—. Nosotros cumplimos más con nuestra palabra de lo que se puede decir de Cokyria.

El Gran Señor me miró con desdén, enojado de sentirse atrapado de nuevo, pero le hizo una señal a Narian para que llevara al segundo oficial hacia adelante.

—Déjalo caer —le ordeno cuando Narian ya hubo recorrido la mitad de la distancia hacia nosotros.

Aunque seguramente Narian se hubiera esperado a que Halias se acercara para ofrecer un trato mejor a London, obedeció a su señor sin dudarlo un momento. London cató al suelo con todo el peso de su cuerpo, y Narian retrocedió unos pasos. Halias llegó donde se encontraba el cuerpo de su amigo lo levanto sujetando por debajo de los brazas y se lo llevó hasta los arboles que quedaban a nuestras espaldas.

—Y ahora, mi hermana — exigió el Gran Señor.

Cannan apartó el cuchillo y cortó las cuerdas que sujetaban las manos de Nantilam. Luego le quito la venta que le cubría los ojos y la empujo hacia adelante. Nantilam recuperó el equilibrio de inmediato y avanzo, tan digna como siempre, hacía el bando al que pertenecía. Narian se dio la vuelta y la siguió.

—Ya hemos terminado aquí — anunció el capitán, tenso, pues ahora ya nada impedía que el Gran Señor nos atacara.

Él y yo empezamos a retroceder en dirección a los arboles donde Halias nos esperaba con London.

—¿Ah, sí? —El Gran Señor se había llevado las manos a la espalda y sonreía con una expresión inquietante, amenazándonos en silencio—: Había pensaba que podíamos conocernos mejor mutuamente.

—Alera, marchaos —me ordeno Cannan en tono de urgencia—. Ahora.

Noté que el capitán se ponía en tensión, esperando problemas. Mire a Narian, que también había cambiado ligeramente de actitud, lo cual significaba también se había puesto en alerte.

—Sí, Alera, marchaos —me provocó el Gran Señor—. Huid como una cobarde y abandonad a vuestro capitán, al igual que él huyó y abandono a su hermano. O demostrad que sois la reina digna y quedaos aquí para plantarme cara.

A pesar de que sabía que debía hacer caso a Cannan, permanecí donde estaba. Temblando de miedo, pero sentía el corazón hinchado de rabia. Pensé en Baelic y en Destari, y en nuestros soldados caídos. Pensé en Mirannan y en mi madre, en sus heridas tanto como físicas internas. Miré a Narian a los ojos, consciente del buen corazón que conservaba, a pesar de los esfuerzos del Gran Señor por pervertirlo. También recordé el valor de London al enfrentarse a ese hombre maligno. Entonces erguí la espalda y miré al Gran Señor a los ojos, sin ningún deseo de huir y cansada de esconderme.

—Habéis sido una molestia para mí —me dijo en tono bajo y amenazador—. Me he divertido con los demás, los he castigado a todos…, he destruido vuestro ejército y he torturado al hermano de vuestro capitán. El segundo oficial que os ha acompañado hoy hasta aquí ha soportado más cosas de mis manos de que nunca será capaz de expresar. Mate al padre del chico que se esconde con vos. Y London ha sentido un dolor cien veces más profundo del que vos pudierais imaginar nunca. Pero vos… habéis escapado de momento.

—He sentido el dolor de cada uno de mis compatriotas —respondí; la rabia que sentía escondía mi temor.

—Entonces vuestro sufrimiento debe haber sudo intolerable —repuso él con una sonrisa burlona—. La muerte será un gran alivio.

Percibí la alarma de Narian segundos antes de que un fuego infernal me envolviera, me abrasara, me fulminara. Pero la sentía debajo de la piel, y no podía tocarlo ni apagarlo. La visión se me nublo y lo único que sentía era el fuego, el fuego… Gritar era fútil, pero inevitable, y a pesar de ello parecían gritos ahogados, lejanos, como si pertenecieran a otra persona. De alguna manera me pareció que la tierra se había abierto y que me había precipitado al Infierno.

Entonces, ese dolor intenso cesó y me quede débil, y temblorosa. Estaba tumbada sobre el frío suelo; Cannan estaba a mi lado, arrodillado, y me di cuenta de que había intentado protegerme y que solo había conseguido sufrir lo mismo que yo.

Me senté con grandes dificultades y me esforcé con aclararme la vista y ver a mi adversario para averiguar por qué no me había matado, o si lo oba hacer y me estaba permitiendo un breve descanso antes de la ejecución. Pero no fue el Gran Señor quien atrajo mi atención, sino Narian, pues se había interpuesto entre su señor y yo para bloquear el ataque.

El Gran Señor bajó la mano, porque no tenía intención de matar al joven que protegía. Narian continuaba de pie, pues era más fuerte que nosotros y los breves momento de tortura que había sufrido no habían sido suficientes para hacerlo caer al sufrido no habían sido suficientes para hacerlo al suelo. Enderezo la espalda, retando a su señor, y vi que este lo miraba con incredulidad y con ira.

—Aparta —le ordeno.

Narian negó con la cabeza y apretó los puños. Enojado, el Gran Señor se adelanto, levanto del suelo a si comandante y lo lanzo a un lado con un gruñido terrorífico. Narian cayó al suelo, y Cannan, al ver nuestro enemigo se disponía a reanudar su tortura, se colocó delante de mí para protegerme.

Sin embargo, no fui yo quien grito, sino el Gran Señor.

Narian, utilizo el poder que le habían enseñado, había hecho que el hechizo de su señor se volviera contra si mismo. Pero no duro mucho pues el Gran Señor desvió la magia con la misma facilidad con que había apartado a mi protector, y el grito que emitió fue más de sorpresa que de dolor. A pesar de ello, el joven que había prometido que nunca me haría daño había cumplido su palabra, pues el rostro amenazador de su señor ya no se dirigía hacia mí.

Narian lo había enfurecido, eso estaba claro, y ya no utilizaba magia, si no la fuerza bruta. Alcanzo hacia él, lo agarro por la perchará de la camisa y lo levanto del suelo. Entonces le dio un terrible golpe en la cara y Narian volvió a caer. No pude reprimir un chillido de terror.

—Ya no te necesito, Narian —gruño el Gran Señor—. Éste es motivo suficiente para matarte. Si vuelves a interferir lo haré.

Vi que Narian tenía la mejilla llena de sangre a causa de la herida que le había abierto el anillo de su señor, y pensé que se le debía de haber quitado a London.

—¡Entonces será mejor que acabéis de una vez, porque no voy a permitir que la ataquéis!

El Gran Señor, sin decir ni una palabra, desenfundo la espada.

—¡Trimion!

El tomo de la Alta Sacerdotisa era incredulidad y furia. Su hermano volvió la cabeza hacia ella y Narian aprovecho el momento para quitarle de una patada la espada, que cayó entre los matorrales. El joven se puso en pie inmediatamente.

—No necesito ninguna espada para acabar contigo, chaval —se burlo el Gran Señor, apretando el puño.

Entonces soltó un terrible grito y dirigió su magia invisible contra su díscolo pupilo. Éste soltó a un lado y rodo por el suelo para no caer victima de los poderes de su señor.

—Sin espada —dijo Narian, que se apoyaba en una rodilla para poder moverse deprisa si hacía falta—, necesitáis mantener a distancia con vuestra magia.

El Gran señor, con los labios apretados y los ojos entrecerrados, se acerco a él para demostrar que no era un cobarde. Narian volvió a ponerse en pie y desenvaino la espada, observando a su contrincante y evaluando los pros y los contras de la pelea que se le avecinaba. Para mi sorpresa, en lugar de utilizar la espada para atacar, la clavo en el suelo delante de él, como si abandonara el arma consideración a que su señor no blandía ninguna. El Gran Señor, son una sonrisa burla por la ventaja a que renunciaba su comandante, así lo entendió, pues el joven lo pillo desprevenido: Narian, agarrándose a la empuñadora de la espada, saltó, le dio una fuerte patada en el pecho con los dos pies.

Aterrizó con agilidad y arranco la espada del suelo, pero el Gran Señor ya se había recuperado del golpe y se estaba poniendo de rodillas. Entonces Narian descargo la espada contra él. Su movimiento fue decidido y su expresión era de absoluta concentración, y me di cuenta de que tenía miedo de lo que podía pasar si perdía la ventaja de que en esos momentos disfrutaba. El Gran Señor paró el golpe con la muñequera de hierro que llevaba en el antebrazo izquierdo y desvió la espalda mientras le daba un puñetazo a Narian que lo tumbó en el suelo, bocabajo.

El Gran Señor que ya se había levantado, puesto un pie sobre la espalda de Narian para impedir que se incorporara.

—Ahora vamos a ver si eres capaz de desafiarme con la espalda partida, chico —anuncio, burlón, disfrutando al ver que el joven se esforzaba por soltarse.

Yo me había cubierto la mano con la boca para no chillar y miraba con el corazón acelerado. « Oh, Dios, no, no. Levantare, Narian, levantarte de alguna forma, por favor… » El Gran Señor separo ligeramente el pie, disponiéndose a descargar un golpe hacia abajo, y eso fue lo único que Narian necesitó: expendio el brazo derecho y dirigió contra su señor la magia que la leyenda de la luna sangrante le atribuía. Su contrincante se tambaleo hacia atrás y Narian se puso de pie, escupiendo sangra y sin prestar atención a la que le salía por la nariz.

A pesar de que Narian había reservado su poder como último recurso el Gran señor estaba furioso. Después de haber provocado a su señor llamándolo cobarde, se había comportado como un hipócrita y había utilizado la magia. Al ver la sonrisa que el Gran señor le dirigía me di cuenta de que Narian se encontraba en un apuro todavía mayor en ese momento. Narian también lo sabía, pues había evitado utilizar la magia todo lo que había podido.

El Gran señor alargo el brazo. Narian volvió apartarse y consiguió, de alguna forma, esquivar esa corriente invisible. Volvía a estar muy cerca de él, así que le di una patada en las piernas y le hizo perder pie. Luego desenvaino la daga que llevaba en el antebrazo y se lanzo contra él para apuñalarlo donde pudiera. Pero el Gran señor, muy rápido teniendo en cuenta su corpulencia, le cogió la mano. Se oyó un grito y un crujido; le había roto la muñeca.

Narian rodo por el suelo, pero volvió a ponerse en pie mientras sujetaba la muñeca. Me pregunto cuánto tiempo más podría dura esa pelea, cuantos golpes más podría aguantar un hombre. Entonces, mientras el Gran señor se acercaba de nuevo a su adversario, la Alta Sacerdotisa llamo a su hermano por segunda vez.

—Trimion, déjalo. Ya no puede luchar contra ti. Se ha terminado.

—¡No! —Respondió el Gran Señor que se dio la vuelta hacia su hermana con actitud enfurecida, y por un momento pensé que le haría daño—. Habrá terminado cuando este muerto. —Entonces volvió a dirigir su terrible mirada a Narian—. Me ha desafiado por última vez; lo que ha hacho repetidamente, pero ya no volverá a hacer. Su sangre hytanicana correrá por el suelo, y él se dará cuenta de lo poco que le ha servido.

Ver a Narian en esa situación era una tortura para mí, pero yo, que me encontraba en la retaguardia, todavía estaba más indefensa que él. De alguna manera sabia que, aunque tenía a mi lado a un hombre tan poderoso como el capitán, intervenir no serviría de nada. El joven, a pesar del agotamiento y el dolor, se negaba a rendirse. El Gran Señor se acechaba peligrosamente a él, y Narian se agacho y se lanzo contra él hasta hacerle perder el equilibrio y tumbarle al suelo. Entonces se alejo tan deprisa como le fue posible, pero el Gran Señor fue más rápido; se puso en pie inmediatamente y alargo su brazo hacia su presa. Esta vez Narian se encontró aprisionado, incapaz de escapar de la magia. Lo había atrapado, y no lo soltó ni siquiera cuando su presa cayó al suelo chillando y revolcándose. Yo había sufrido ese mismo ataque durante unos pocos momentos y había querido morir; no podía desearle la muerte a Narian, pero tampoco podía verlo sufrir, así que estaba dispuesta a suplicar si tenía que hacerlo. Pero Cannan me sujetaba, aunque ya había dejado de intentar dejado de intentar alejarme de allí, también el absorto en la batalla que se desarrollaba ante nuestros ojos. Cuando Narian hubiera muerto, nos sentiríamos como unos idiotas por haber desaprovechado la oportunidad de huir; pero resultaba imposible hacerlo en esos momentos.

El Gran Señor se acerco a su presa, con el brazo todavía alargaba hacia él, y se detuvo justo al lado. Sonrió al ver que el joven se retorcía de agonía a sus pies. Yo sollozaba, casi sin darme cuenta, y cuando ya iba a suplicar piedad, Cannan me tapo la boca con la mano impidió que llevaba a cabo un acto tan ir reflexible como inútil.

Finalmente, el Gran Señor bajo el brazo y Narian se hizo un ovillo en el suelo.

—No deberías haberme desafiado, chico —dijo con desdén mientras empujaba al joven con el pie para que se volviera boca arriba.

Agarro a Narian del cabello y lo levanto del suelo mientras desenvainaba una daga. Luego dirigió sus ojos hacia mí, que todavía me encontraba entre los brazos de Cannan, y se dirigió por última vez a Narian:

—Por desgracia, tu muerte te impedirá presenciar la que sufrirá ella.

Estaba convencida de que le clavaria la daga en el cuello, y no podía apartar la vista. Pero, de repente, fue el Gran Señor quien se quedo inmóvil. Algo había sucedido, algo le estaba haciendo dudar, pero los contrincantes estaban demasiado cerca el uno del otro para saber que era. Entonces soltó el cabello de Narian y cayó de rodillas al suelo mientras agarraba la empuñadura de la daga que su adversario le acababa de clavar en el vientre; el Gran Señor se había equivocado definitivamente.

Narian cayó al suelo y se alejo arrastrándose, en un intento de poner distancia entre él y su señor. Consiguió avanzar unos metros y se desmayo. El Gran Señor permaneció donde estaba y se arranco el cuchillo del vientre con un gruñido de dolor; la sangre la manchó las ropas y las manos.

—Hermana —grito, luchado contra la debilidad que lo empezaba a vencer—, sáname.

Nantilam camino hacia el con un paso firme y decidido y le quito la daga sangrienta que le había causado la herida. Le puso una mano en el hombro y el cerro los ojos, esforzándose por sobreponerse al desfallecimiento que le provocaba la herida y confiando en que ella lo curaría. No la vio ponerse a su espalda ni sospecho lo que iba a hacer.

—Llorare por ti, hermano —dijo ella en voz baja, pero el tono de su voz no era de arrepentimiento.

Nantilam, con un gesto fluido, le corto la garganta. El Gran Señor abrió los ojos de un modo exagerado y se llevo ambas manos al cuello; la sangre fluyo por entre sus dedos. Intento hablar, pero lo único que consiguió fue emitir un sonido gutural. Se ahogaba. Despacio, cayó al suelo y quedo tumbado de espaldas. Sufrió unas cuantas convulsiones antes de quedar inconsciente.la sangre continuo manándole de las heridas y manchado el suelo a su alrededor hasta que su cuerpo yacía sin vida.