XVI
AL DIABLO LA DISCRECIÓN
La ciudad estaba muy tranquila cuando cruzamos las puertas de hierro que protegían la entrada. La avenida también permanecía completamente vacía. Poco antes de que llegáramos a palacio, Cannan despidió a sus tropas para que pudieran regresar a su acuartelamiento. Luego ordenó a uno de sus hombres que llevara a Destari a la enfermería. Los otros guardias de elite continuaron con nosotros. Me pareció que el capitán intentaba evitar llamar la atención. Por primera vez desde que había abandonado el palacio esa tarde, pensé en Steldor y me di cuenta de que probablemente no sabía nada de esa acción militar. Destari, desde luego, no se lo habría dicho, sabiendo la posición en que me colocaba a mí, y pensé que lo mismo era aplicable a Cannan. Estaba claro que si Steldor se enteraba, tendrían problemas.
Por desgracia, los problemas nos esperaban, pues Steldor, Galen, Casimir y dos guardias de palacio se encontraban en el vestíbulo principal cuando llegamos. En cuanto las puertas se abrieron, los ojos de Steldor se dirigieron hacia mí con una expresión de frustración, enojo y preocupación a la vez. Vi que los guardias eran los que acostumbraban a vigilar en las entradas de palacio, y deduje que Cannan debió de haberlos alejado de su puesto para que Destari me pudiera sacar de palacio sin que se dieran cuenta. Al ver a esos cinco hombres juntos era fácil deducir de qué habían estado hablando y qué debían de haber averiguado.
Steldor, seguido por Galen, avanzó hacia su padre. La expresión de preocupación había desaparecido de su rostro.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó.
Los guardias de elite que se dirigían hacia sus habitaciones del ala este se detuvieron, repentinamente alertas.
—No es el lugar —repuso Cannan en tono cortés—. En mi gabinete.
Steldor lo fulminó con la mirada. No tenía ninguna intención de obedecer. Pero Galen lo cogió del brazo para darle un ligero empujón en esa dirección. Antes de que Cannan los siguiera, le dio una orden a Halias:
—Lleva a Alera a sus aposentos.
Steldor se detuvo en seco y se giró hacia su padre para contrarrestar su orden.
—No, llévala al gabinete.
Cannan miró a su hijo con expresión tranquila y seria, pero éste le devolvió una mirada furiosa y se mostró decidido:
—Es evidente que está involucrada en esto, sea lo que sea. Así que si vamos a hablar, va a venir todo el mundo.
Al cabo de un tenso momento, Cannan asintió y Halias condujo a Steldor y a Galen hacia delante. Con cierta inquietud me di cuenta de que les hacía una señal a Casimir y a los guardias que antes se iban a marchar para que vinieran también.
Cuando estuvimos todos en la estancia, el capitán se situó detrás del escritorio, pero permaneció de pie. Steldor se puso frente a él, y el resto de nosotros nos colocamos alrededor de las paredes de la habitación, como dejando inconscientemente cierto espacio a padre e hijo..
—¿Y bien? —preguntó Steldor con aire beligerante.
—Teníamos la oportunidad de capturar a Narian. Evidentemente, no ha salido como habíamos planeado.
—¿Porque no habéis capturado a Narian? ¿O porque yo me he enterado?
El capitán respiró profundamente con una actitud que parecía de resignación.
—No lo comprenderás ni lo aceptarás, pero era importante que…
—Oh, lo comprendo perfectamente. Era importante que el Rey no se enterara de que utilizabais a la Reina como cebo. Ése ha sido su papel en todo esto, ¿no?
Por primera vez desde que lo conocía, Cannan no supo qué contestar, incapaz de mentir directamente a su hijo, pero renuente a decir la verdad y culparme. Ese segundo de indecisión fue suficiente para poner a Steldor en alerta. Éste miró a su padre, y yo recé para que no juntara las piezas del puzle. Si lo hacía, no sabía qué me podía suceder.
—Ella iba a encontrarse con él —declaró por fin en tono abatido, pues se había dado cuenta—. Ella iba a encontrarse con él por decisión propia, y vosotros aprovechasteis su idiotez.
Lo único que me quedaba por esperar era que Steldor mantuviera la atención dirigida hacia Cannan, en el hecho de que él hubiera ocultado cuál era la situación. Yo tenía la boca seca e intentaba no respirar siquiera; deseaba que la Tierra me tragara. La única seguridad era sentir a mi lado a Halias, sólido y tranquilizador, a punto para protegerme si mi esposo perdía el control.
Steldor cerró los ojos en un intento de controlar sus emociones. Puso ambas manos encima de la mesa del capitán y bajó la cabeza, pero todo su cuerpo estaba tenso. El silencio era espeso, pero parecía fácil de romper, frágil, amenazador.
—¿Cómo? —preguntó por fin—. ¿Cómo se acordó ese encuentro? ¿Cuándo hablaste con él? ¿Durante la negociación?
Me di cuenta de que se dirigía a mí, pero yo estaba demasiado asustada para contestar, pues tenía miedo de hacerle perder el control. A cada segundo que pasaba, su enojo aumentaba.
—N-Narian… —respiré profundamente deseando disimular el temblor de la voz.
Al ver mi dificultad, Cannan habló en mi lugar.
—De alguna forma, Narian consiguió entrar en palacio después de la negociación, mientras nosotros estábamos discutiendo en el vestíbulo principal. Él y Alera hablaron en tus aposentos.
La respuesta de Cannan me sobresaltó, pues no había esperado que hablara con tanta franqueza, dado el estado de ánimo de su hijo. Steldor no levantó la cabeza ni cambió de postura, pero el esfuerzo por controlar la furia hacía que todo su cuerpo temblara. Estaba peligrosamente a punto de pasar una frontera, y yo temía descubrir qué había más allá.
—En mis aposentos. Él ha estado en mis aposentos, y ella no dio la alarma. Él estuvo aquí, en palacio, y ella no llamó a la guardia, ni siquiera hizo el más mínimo ruido.
Parecía que no se dirigiera a nadie en particular, como si simplemente intentara aceptar lo que había sucedido. Prorrumpió en carcajadas, pero en ellas no había la más mínima alegría. Luego, se volvió hacia mí. Me acerqué un poco a Halias al ver que en sus ojos oscuros se escondía una furia más que inquietante.
—¿Lo besaste? —preguntó. La risa había desaparecido por completo.
Tartamudeé, sin saber a qué conclusiones podía llagar él si yo dejaba esa cuestión abierta.
—¿Lo besaste? —repitió Steldor con voz atronadora, y yo me encogí.
Me di cuenta de que en su mirada faltaba algo, ese algo que, en el fondo, era un recordatorio de que me quería, y de repente comprendí por qué Cannan había traído a tantos guardias con él. Sabía que, al no contestar, me pondría en un peligro mayor, pero también sabía que Steldor detectaría una mentira. Recé para que Halias y los demás fueran capaces de detenerlo si hacía falta.
—No… y sí. Es decir él me besó —dije, insegura e incapaz ya de disimular el temblor en la voz.
—Y tú lo rechazaste, ¿no es así?
—Bueno, no, quiero decir…, es decir… —Me quedé sin palabras y me ruboricé—. Pero ahora ya no importa…
—Importará cada día hasta que llegue el momento de que te vayas al Infierno por adúltera, pequeña…
—¡Steldor! —ladró Cannan, deteniendo a su hijo antes de que hablara más de la cuenta—. ¡Refrénate!
Sin embargo, Steldor no lo escuchaba. Con gesto furioso, lanzó al suelo todos los objetos que había encima de la mesa del capitán; luego cogió la silla de madera que tenía más cerca y la rompió contra el suelo de piedra con tanta fuerza que las astillas de madera salieron volando. Después lanzó una de as patas rotas contra uno de los armarios donde su padre guardaba las armas, y el cristal de la puerta se rompió. Me quedé sin respiración y me apreté contra la pared mientras Halias me protegía con su cuerpo. Casimir y los otros guardias de elite estaban en alerta. Pero Cannan se limitó a cruzar los brazos y a dar un paso hacia atrás mientras miraba estoicamente cómo su hijo destrozaba la habitación. Dudé de que Steldor fuera consciente de lo que estaba haciendo: ahora estaba rompiendo las estanterías, los libros caían al suelo y se oían ruidos de cristales rotos. Finalmente, el resto de los armarios de las armas también acabaron destrozados.
Por fin, el estropicio llegó a su fin y la habitación quedó en un silencio que parecía vibrar. Saqué la cabeza de mi escondite detrás de Halias y vi que Steldor estaba de pie delante del escritorio de Cannan. Respiraba agitadamente, y su cuerpo todavía expresaba furia, como si el único motivo de que se hubiera detenido fuera que se había quedado sin cosas que romper. El capitán lo escudriñó con atención, impasible y decididamente impávido.
—¿Has terminado? —le preguntó en un tono que dejaba claro que todavía estaba al mando de la situación, a pesar del alboroto—. Si no, tus aposentos te están esperando.
Padre e hijo se miraron a los ojos, y aunque Steldor todavía estaba tenso, se notaba que el agotamiento físico y emocional lo vencía. Para mi alivio vi que ya no estaba tan rabioso, aunque no estaba segura de estar a salvo si me acercaba demasiado a él. Cannan hizo un levísimo gesto de cabeza a Halias para que me llevara fuera de la pieza, y el guardia de elite, sin decir palabra, me cogió del brazo y me llevó hacia la puerta que quedaba a nuestra derecha y que daba a la sala de la guardia y, de allí, al vestíbulo principal. Dejé que me llevara escaleras arriba, hasta mis aposentos, sin decir palabra. Cuando llegamos, me dejó sola. Yo sabía que deseaba preguntarme si Narian había dicho algo sobre Miranna, pero se mordió la lengua y tomó su posición en el pasillo, respetando mi cansancio. Fui rápidamente a mi dormitorio y me senté en el borde de la cama, intentando encontrarle el sentido a todo lo que había sucedido. Estaba aterrorizada ante la faceta que acababa de descubrir en mi esposo. Todo el mundo sabía que tenía un carácter violento, pero nunca me hubiera imaginado que fuera capaz de tal comportamiento. ¿Cómo podría impedir una explosión similar la próxima vez que me encontrara con él? En el gabinete de Cannan no me había hecho daño, pero ¿y si estábamos solos? ¿Qué haría, entonces? A pesar del cansancio, no podía tumbarme, pues estaba demasiado agitada y asustada para dormir.
¿Y Narian? ¿Cómo había conseguido ese fuego en casa de Koranis? ¿Había sido un conjuro de Narian? Por ridícula que pareciera esa idea, era la única explicación que se me ocurría. Me esforcé por pensar en algo más, y empecé a darle vueltas a otra posibilidad. Quizás había utilizado pólvora, tal vez había trazado una línea de pólvora en el suelo antes de que nosotros llegáramos, quizás había previsto que necesitaría escapar. Pero era casi imposible. ¿Quién podría prever la necesidad de levantar un muro de fuego? Si alguien podía hacerlo, ése era Narian, pero eso no respondía la pregunta de cómo había conseguido encenderlo justo en el momento adecuado, y toda mi teoría se vino abajo. Entonces recordé la primera conversación que había mantenido con London sobre Cokyria, durante la cual me había dicho que nuestros soldados creían que el Gran Señor era capaz de matar a la gente con un gesto de la mano. ¿Era posible que Narian tuviera poderes similares? Y si era así, ¿de dónde los había recibido?
Me sentía mareada por toda la información que intentaba asimilar. Narian salvaba la vida de mi hermana cada vez que obedecía una orden; si no seguía las directrices de su señor, mi hermana moriría, pero eso no evitaría un ataque a Hytanica. Narian había dicho que el Gran Señor atacaría con o sin su ayuda, y que la lucha sería brutal. Parecía creer que para nosotros sería mejor que fuera él quien dirigiera la ofensiva contra nuestro reino, que él podría proteger mejor a las gentes de Hytanica si se convertía en nuestro conquistador. De alguna forma perversa, tenía sentido…, es decir, lo tenía si nosotros estábamos dispuestos a darnos por vencidos antes de que la guerra hubiera empezado.
Esa noche nada había salido bien: Destari me había traicionado; Narian me había dicho que olvidara todo lo que había sucedido entres nosotros y que continuara viviendo como si nunca nos hubiéramos conocido, y el hombre con quien estaba casada parecía deseoso de estrangularme.
Oí el ruido de la puerta al abrirse, y el portazo que siguió no dejó lugar a dudas de que Steldor había entrado en la sala. No me atrevía a respirar, tenía que viniera a buscarme o que me llamara. Pero él no hizo nada de eso. Lo siguiente que oí fue un violento portazo en su dormitorio. Suspiré, agradecida, y por fin me hundí entre mis almohadas.
Al día siguiente, el tiempo era el contrario a mi estado de ánimo. La brillante luz del sol se filtraba por la ventana de mi dormitorio y los pájaros cantaban de forma idílica justo al otro lado del cristal. Después de los sucesos del día anterior, esa felicidad resultaba irritante. Todavía me sentía cansada y tuve que obligarme a saltar de la cama. Mientras me vestía sin la ayuda de Sahdienne, mis movimientos eran lentos. Todavíano había asimilado lo que había sucedido.
Lo que más deseaba era que todo eso terminara. Quería que Miranna y London regresaran, y que volviera también la paz de que habíamos disfrutado dos años atrás. Quería no estar casada, y así librarme de los celos y la ira de Steldor, y quería que Narian… A partir de ese punto no supe continuar. Para hacerlo más simple, podía desear no haberlo conocido nunca, tal como parecía desear Narian. Pero cuando pensaba en él, no podía desear eso, no podía desear otra cosa que no fuera que estuviéramos juntos sin todos esos problemas que nos habían asaltado como una plaga. Quería escapar de esa desastrosa vida, pero no tenía más opción que soportarla con la tenue esperanza de que, de alguna forma, todo terminara bien. Salí a la sala y me senté en el sofá mientras despedía a Sahdienne. El silencio absoluto procedente del dormitorio de Steldor me decía que ya se había marchado, lo cual me complacía. Me hundí en el sofá, sin querer marcharme de allí, preocupada por lo que ese día podría traerme. Al final, unos golpes en la puerta me sacaron de mis pensamientos.
—Adelante —dije, pensando que Sahdienne se habría olvidado algo.
Me levanté con dificultad. Los músculos me dolían todavía de la actividad del día anterior, y dormir no me había sido de gran ayuda. Pero me quedé consternada al ver que era Cannan quien entraba. El capitán me dedicó un breve saludo con la cabeza y echó un rápido vistazo a la sala.
—¿Steldor está en su dormitorio? —preguntó.
—Creo que se ha marchado, aunque supongo que es posible que todavía esté ahí. Si es así, no ha hecho ningún ruido.
No podía mirar a Cannan a los ojos, pues estaba segura de que en ellos encontraría una expresión acusadora. Pocos meses atrás, cuando él se enteró de mi relación con Narian, yo me había sentido profundamente preocupada por la opinión que pudiera tener de mí. Pero en ese momento me parecía que no podría soportarla. Cannan se acercó a la puerta de la habitación de su hijo y dio tres fuertes golpes.
—¡Steldor! —llamó, pero no obtuvo respuesta.
—Yo pensaba que estaba en la sala del Trono, que se encontraba con vos.
El capitán me miró un momento. Luego abrió la puerta del dormitorio y, en cuanto entró, se detuvo en seco.
—¿Qué sucede? —pregunté, asustada de repente.
Sin hacerme caso, Cannan dio media vuelta y cruzó la sala.
—¡Halias, Casimir!—llamó.
Los dos guardias, que vigilaban el pasillo, entraron con expresión de alarma.
—La ventana está abierta —dijo Cannan en tono brusco mientras se presionaba en puente de la nariz y cerraba los ojos un momento—. Se ha marchado.
—¿Hay señales de pelea, capitán? —preguntó Casimir inmediatamente—. Seguro que la Reina o los guardias de palacio que vigilaban hubiera oído…
—No ha habido ninguna pelea —replicó Cannan con voz cansada y con cierta exasperación—. La habitación está en orden, pero faltan algunas de sus armas. Se ha marchado por voluntad propia. ¿Qué hizo anoche después de que habláramos en mi habitación?
—Se fue directamente a sus aposentos, señor —contestó Casimir, pues fue él quien estuvo con el Rey.
—Eso de da ocho horas de ventaja con respecto a nosotros, si es que ha abandonado la ciudad —calculó Halias.
—Ha salido de la ciudad —confirmó Cannan.
Halias y Casimir se miraron con las cejas arqueadas, preguntándose cómo había llegado su capitán a esa conclusión.
—¿Señor? —preguntaron al mismo tiempo.
—Esta mañana faltaba un caballo en el establo de mi casa de la ciudad. Supuse que se trataba de un ladrón, pero Steldor habrá sido listo y no se habrá llevado su propio caballo. Cualquiera lo hubiera reconocido. Y no se hubiera llevado un caballo a no ser que tuviera intención de abandonar la ciudad.
Cannan dejó atrás a sus guardias y salió al pasillo a paso vivo. Casimir lo siguió, pero Halias no pudo hacerlo, pues debía quedarse conmigo para protegerme. No tardé en seguir a ambos hombres, y mi guardia no puso ninguna objeción. Me apresuré por el pasillo mientras me debatía entra la culpa y la preocupación. ¿Tanto lo había hecho enojar? ¿Era yo la causa de que se hubiera marchado, o había sucedido alguna otra cosa esa noche?
Cannan ya había desaparecido por la esquina en dirección a la escalera principal. Aceleré el paso, pero cuando llegué al rellano, él ya estaba en el primer piso y llamaba a Galen. El sargento de armas salió de su cuarto justo a tiempo de ver a Cannan alejarse, y él y Casimir se apresuraron a seguir a su superior por la sala de la guardia que daba a la oficina del capitán. Tuve que esperar a que volvieran a aparecer, con la esperanza de poder oír partes de la conversación. Me senté en el escalón más alto de forma poco elegante, y Halias tomó su puesto detrás de mí, con la espalda contra la pared.
Lo que al final conseguí deducir fue lo siguiente: Steldor enfundado en una capa con capucha, había abandonado la ciudad sin ser reconocido en uno de los caballos del capitán y mostrando un pase con el sello real, lo cual, por supuesto, no le había sido difícil de conseguir. Esto le daba una ventaja considerable. Cannan decidió que Galen y Casimir dirigieran un discreto equipo de búsqueda en las montañas y que Galen lo conduciría a todos los lugares que él y Steldor habían frecuentado en su juventud. El sargento había insistido en que su amigo no debía de haber ido a ninguno de esos lugares, puesto que no quería que lo encontraran, pero Cannan se mostró decidido en que ésa era la forma más lógica de proceder.
Cuando el grupo de búsqueda hubo partido, me dirigí a la sala de la Reina, desde donde podría oír si los hombres regresaban y entraban en el vestíbulo. Cannan vino a verme un momento para asegurarse de que yo cumpliría con mi agenda habitual: no estaba seguro de que en la ciudad no hubiera espías cokyrianos, y tenía miedo de que si corría la noticia de que no se conocía el paradero del Rey, la búsqueda se convirtiera en una carrera. También le recordó a Halias que debía quedarse conmigo, a pesar de que era evidente que el guardia de elite deseaba formar parte del equipo de búsqueda.
Las horas pasaron sin tener ninguna noticia; poco a poco, empecé a sentirme desesperada por saber algo. Decidí pasar por la sala del Trono con la excusa de que tenía que ir a buscar un chal a mi habitación, con la esperanza de encontrarme con mi suegro. Pasé por el vestíbulo, que estaba extrañamente silencioso, y luego subí las escaleras a un paso irremediablemente lento. Incluso, al llegar arriba, fingí que se me había caído el zapato y pasé un minuto largo volviéndomelo a poner, por si, mientras estaba allí, sucedía algo importante. Halias, que todavía no había pronunciado ni una palabra, finalmente rompió el silencio.
—No creo que encontremos vuestro chal aquí, alteza.
Suspiré y me di la vuelta con el ceño fruncido, pues él había adivinado mis verdaderas intenciones. Así que abandoné cualquier fingimiento y me apoyé en la barandilla. Ya empezaba a ser tarde, y me pregunté si el equipo de búsqueda regresaría ese día. Pero estaba segura de que alguien vendría a informar a Cannan, incluso aunque parte de las tropas se quedaran en las montañas.
Es ese momento, un soldado entró por la doble puerta de palacio y cruzó el vestíbulo cojeando. Tenía el rostro cubierto de polvo y sudor, y llamaba al capitán. Los guardias de palacio apostados en la entrada permanecieron en su sitio. Me puse en tensión y Halias se colocó a mi lado. Todos esperábamos a Cannan.
—Informe —ordenó el capitán mientras salía de la sala de la guardia y observaba al destrozado soldado que, a pesar del evidente agotamiento, se puso firme.
—Señor, los cokyrianos están en el río. Necesitamos refuerzos.
Los guardias de palacio empezaron a hablar en voz baja al oírlo, y a mí el estómago se me hizo un puño. La guerra había empezado de nuevo. Me pareció que la marcha de la muerte acababa de comenzar y que la única pregunta era quién iba a morir y cuándo.
—Se mandarán—respondió Cannan, breve, que puso una mano encima del hombro del soldado—. Descansa y cuéntame cómo estaban las cosas cuando te fuiste.
—No esperábamos el ataque, señor—admitió el soldado sin vergüenza—. Estábamos desorganizados. —El capitán frunció el ceño y quedó claro que cuando él se había marchado, las cosas no estaban así—. Los cokyrianos, probablemente, nos hubieran vencido si hubieran empleado todas sus fuerzas. Pero cuando me marché para pedir refuerzos, nuestras tropas los estaban rechazando. Para seros sincero, creo que nos están poniendo a prueba, señor; su segundo ataque será mucho peor.
—Sin duda. ¿Eso es todo?
—Sí, señor.
—Entonces, puedes retirarte. Ve a la enfermería y que te examinen la pierna.
—Pero señor, debo volver…
—Te he dado una orden—replicó Cannan con brusquedad, pues la tensión empezaba a hacerse evidente—. No nos serás de ninguna utilidad si estás cansado o herido—. Hubo un breve silencio y el capitán recuperó su habitual actitud impasible—. Yo mandaré más hombres. Ve.
—Sí, señor.
El soldado lamentaba haber hecho enojar a su capitán, y se alejó, cojeando e intimidado, por la puerta principal en dirección al acuartelamiento.
Los refuerzos que Cannan envió al río fueron innecesarios, pues el soldado que había traído la noticia del ataque cokyriano tenía razón sobre las intenciones del enemigo: solamente nos estaban poniendo a prueba, casi jugaban con nosotros, y su ataque no había sido completo. Los sirvientes y los guardias incluso bromeaban diciendo que nuestras tropas pasaban de pelear a dormir en el campo de batalla. Al final, me vi obligada a preguntarme si era Narian quien intentaba despreciarnos y fastidiarnos con esa estrategia.
Todavía no teníamos noticias de Steldor, y se estaba haciendo más difícil fingir que no pasaba nada. Cuando, a la tarde siguiente, Galen regresó sin el Rey y sin tener ni idea de dónde podría encontrarse, empecé a pensar que quizá Steldor hubiera desaparecido de verdad. Todo el mundo había dado por sentado que a esas alturas ya habría regresado, y a pesar de que Cannan había mandado a varios grupos de búsqueda en todas direcciones, no se había encontrado ningún indicio de su paradero. Galen señaló que era posible que Steldor, un militar perfectamente entrenado, hubiera borrado sus huellas para que nadie lo encontrara hasta que decidiera regresar. Pero Cannan ordenó a sus hombres que buscaran una y otra vez, pues decía que cualquier hombre, por bien entrenado que estuviera, siempre dejaba un rastro. Me di cuenta de que el capitán no había pegado ojo desde que su hijo había desaparecido.
Esa misma tarde, a última hora, me encontraba dando vueltas por la sala de mis aposentos, sola. Deseaba desesperadamente que Steldor entrara de repente, y que estuviera a salvo. Cuando me cansé de dar vueltas, fui a la capilla. Era la primera vez que lo hacía desde que habían raptado a Miranda. Aunque cruzar esa puerta me resultó doloroso, buscaba el consuelo que siempre había encontrado entre esos muros. El altar había sido reparado, y no había ni rastro de la tragedia, aparte del hecho de que otro sacerdote ofrecía el servicio a mi familia. Me senté en uno de los bancos y dejé que el miedo me invadiera. Pensaba en Steldor, solo, en alguna parte, otra noche, quizás herido, seguramente en peligro. «Vuelve a casa—recé en voz baja y con los ojos cerrados—. Que no te pase nada. Por favor, que no te pase nada y vuelve a casa.»
Cuando salí de la capilla para regresar a mis aposentos, Destari me estaba esperando en el pasillo. Había retomado su puesto como guardaespaldas.
—Alteza—me saludó, educado, sin dirigirse a mí por mi nombre, lo cual me parecía bien—. El capitán cree que estoy lo suficientemente bien y que puedo volver a vuestro servicio. Pero buscaré otro puesto si esto no es de vuestro agrado.
—Nunca he cuestionado tu habilidad como guardaespaldas—respondí con frialdad y aliviada de que su herida no hubiera sido grave—. Es tu amistad lo que cuestiono.
Él esbozó una sonrisa triste y yo pasé por delante de él. Todavía estaba resentida por su engaño, la noche en que me había encontrado con Narian. Pero ¿de verdad podía culparlo por lo que había hecho? En parte comprendía que tenían razón al considerar a Narian un adversario. ¿Me hubiera molestado su actuación si ese adversario hubiera sido la Alta Sacerdotisa o el Gran Señor? No. Pero, a pesar de todo, no podía perdonarlo, simplemente porque hacerlo significaría que yo abandonaba toda esperanza de que Narian todavía fuera ese joven que me prometió que nunca me haría ningún daño. Y todavía no estaba preparada para hacerlo.
A la mañana siguiente me levanté temprano y bajé a la planta inferior. Esa noche no había conseguido más que tener un sueño ligero a causa del nerviosismo. Necesitaba saber si había noticias, así que llamé a la puerta del gabinete del capitán.
—Adelante—respondió él con voz ronca.
Había arreglado la estancia después de que ésta hubiera sido víctima de la ira de Steldor. Habían cambiado los cristales de los armarios donde guardaban las armas y habían vuelto a colocar en su sitio las estanterías. Incluso habían traído otra silla para sustituir la que Steldor había destrozado. El capitán, sentado ante el escritorio, me dirigió un gesto para que me sentara.
—Nada—me dijo, simplemente, mientras se frotaba la mandíbula, que mostraba una barba incipiente.
Me senté en la silla que me indicaba.
—¿Lo encontraremos?—pregunté, temerosa, pues no quería oír otra respuesta que no fuera sí.
—Sí.
—¿Estáis seguro?
—Tengo que estarlo.
No supe qué entender exactamente con esa afirmación, así que esperé un momento en un silencio incómodo. Empezaba a preguntarme si esas palabras significaban que debía marcharme, pero al fin Cannan se recostó en la silla y se explicó.
—De joven, Steldor era difícil, a veces. Se escapó, como esta vez, en alguna ocasión. Conoce el territorio y es un soldado bien entrenado, así que desde este punto de vista no me preocupo por él. Lo que no comprende es la diferencia entre ser un chico que necesita escapar y ser el rey de Hytanica. Ahora corre un riesgo mayor, y también nosotros, a causa de su responsabilidad. Si el enemigo no lo descubre, o bien lo encontraremos nosotros, o bien regresará por voluntad propia. Si lo han descubierto, o si lo descubren…—Cannan se encogió de hombros. Ese gesto me hubiera parecido despiadado si no me hubiera dado cuenta de que el capitán no podía dormir por las noches—. Bueno, entonces, no lo sé. —Hizo una pausa y terminó—: Es más fácil continuar si creo lo primero.
De repente, el ruido de una conmoción procedente de la entrada me sobresaltó, y Cannan se puso en pie. Nos miramos brevemente y salimos de la sala de la Guardia para averiguar qué sucedía. Me tomé la libertad de seguirlo. Galen y otros hombres se encontraban allí y todos tenían la respiración agitada, como si hubieran estado galopando.
—¿Qué sucede?—exigió saber Cannan, acercándose al sargento de armas.
—Es una estrategia, señor—dijo Galen sin resuello mientras se secaba el sudor de la frente. Tenía un aspecto desolado y abatido.
—¿El qué?
El capitán, impaciente, esperó que el sargento recuperara la respiración y se pasó la mano por el pelo en un gesto extraño en él.
—En el puente, donde los cokyrianos nos están atacando. Solamente están desviando nuestra atención. Hemos subido por el río hasta las montañas en busca de Steldor, y nos hemos encontrado con unas tropas cokyrianas que han cruzado a nuestras tierras. Están juntando sus tropas y se preparan para bajar de la montaña y atacarnos, resguardados por el bosque.
—Ve a buscar a mis comandantes de batallón—ordenó Cannan, secamente—. Tenemos que levantar las defensas en el norte. —Miró a su alrededor, a sus agotados soldados, y añadió—: Y haz que tus hombres descansen un poco.
—Atención—dijo Galen, y los soldados se pusieron firmes—. Regresad a vuestras habitaciones. Tenéis seis horas.
Luego Galen entró en la sala de la guardia para ordenar a quienes se encontraban bajo su mando que fueran a reunir a los comandantes de batallón. Miré a Cannan, pues supe que la posibilidad de que nuestro rey cayera preso de los cokyrianos no era tan remota.
Los soldados se marcharon, algunos en dirección a sus barracones de la base militar y otros hacia sus habitaciones del ala este. Unos cuantos de ellos fueron a cumplir las órdenes de Galen. Cuando el vestíbulo quedó vacío, Cannan volvió a dirigirse a su sargento.
—Al diablo la discreción—dijo. El mero hecho de que hubiera soltado un juramento era expresión más que elocuente del peligro que creía que existía—. Debemos encontrar a Steldor, ¡ahora! Ha llegado el momento de desplegar las tropas.
—¡Alteza!
Al oír esa exclamación me di la vuelta inmediatamente, pero no pude averiguar quién requería mi atención. En cuanto las puertas de palacio se abrieron, me di cuenta de que el grito provenía de fuera y que no se había dirigido a mí.
Steldor entró y pasó por delante de nosotros hacia la escalera principal dirigiéndonos un mero saludo con la cabeza como única respuesta a nuestra mirada de incredulidad. Esa repentina llegada parecía tan irreal que casi pensé que yo era la única que podía verlo, y que Cannan y Galen continuarían su discusión sobre cómo encontrarlo en cuanto él desapareciera escaleras arriba.
Me quedé inmóvil, esperando a que Cannan detuviera a su hijo, pero para mi sorpresa no fue el capitán quien se dirigió a Steldor. Fue Galen.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Galen, a unos metros del pie de la escalera, esperaba una respuesta y miraba a su mejor amigo con enojo. Steldor se dio la vuelta y regresó hacia nosotros lentamente. Creí que Cannan intervendría para impedir que el sargento fustigara al Rey, pero no parecía dispuesto a hacerlo.
—Voy a donde diablos me place—repuso Steldor, visiblemente irascible y agotado.
—No me hables así. —Galen, igual de agotado, se había ofendido por la respuesta de Steldor. Apretaba los puños y la mandíbula con una furia mal disimulada—. No me importa cómo hables a los demás, pero no lo hagas así conmigo, no después de todo lo que nos has hecho pasar.
—Oh, perdón—concedió Steldor sin un ápice de sinceridad en el tono de voz—. ¿Y eso por qué? Ahora puedes irte.
Esas palabras, una vez dichas, ya no podían retirarse. Si Steldor lamentaba haberlas pronunciado o no, no quedaba claro, pues, a pesar de que Galen se había quedado tan tenso que parecía estar clavándose las uñas en las palmar de las manos, el Rey continuaba mirándolo con expresión beligerante. Cuando la tensión aumentó hasta el punto de que parecía amenazar con derrumbar las paredes del vestíbulo, Galen explotó:
—¡Cabrón!—gritó y, sin reflexionar, le dio un puñetazo a Steldor en la mandíbula y lo tumbó al suelo.
Aguanté la respiración y miré, frenética, a Cannan, que contemplaba la escena con una ceja arqueada. Galen jadeaba, como si el esfuerzo por contener la rabia fuera excesivo, y se acercó a su amigo. Steldor se frotó la mandíbula con expresión de incredulidad: estaba demasiado conmocionado para decir nada.
—No eres capaz de pensar en nadie más que en ti, ¿verdad?—dijo Galen con voz atronadora. Para mi sorpresa, Steldor no intentó levantarse y lo miraba con la boca abierta—. Huyes cuando las cosas se ponen un poco más complicadas de lo que te gustaría, y haces que tengamos que cubrirte para que el valle entero no se entere de que Hytanica ha perdido a su maldito rey; mientras, los cokyrianos se están infiltrando en nuestras tierras por el norte, así que es muy posible que te hayas metido directamente en su campamento. Todavía hay hombres ahí fuera buscándote, hombres que deberían estar ayudándonos a cerrar la frontera norte, ayudándonos a que la semana que viene todavía tengas un reino que gobernar. ¡Y tienes el atrevimiento de llegar y comportarte como un cerdo! ¡Si no necesitáramos a alguien para que se sentara en ese trono, acabaría contigo con mis propias manos!
Los dos antiguos amigos se miraron: Galen desafiaba a Steldor a que respondiera, pero Stledor estaba demasiado conmocionado para hacerlo. Al final, el sargento levantó las manos al aire en un gesto de exasperación y entró en su cuarto dando un portazo.
Durante el silencio que se hizo después de la partida de Galen, llegué a comprender el verdadero sentido de la palabra «incómodo». Steldor no se ponía en pie, y tenía una extraña mirada vacía en los ojos. Sentí que mi presencia allí no era necesaria en absoluto, pero no tenía forma de salir delicadamente. Los guardias de palacio, a quienes el deber obligaba a permanecer allí, miraban las paredes, el suelo, el techo, en busca de cualquier cosa por la que pudieran mostrar interés, evitando mirar directamente al Rey. Al fin, Cannan se acercó a su hijo y le ofreció la mano para ayudarlo a ponerse en pie. Steldor se adelantó a la posibilidad de que el capitán hablara primero.
—Voy a cambiarme de ropa—anunció en un tono verdaderamente arrepentido—. Me reuniré contigo en el salón del Trono dentro de media hora.
Cannan asintió con la cabeza en un claro signo de aprobación ante el cambio de actitud de su hijo. Steldor me miró un instante, pero no dijo nada y se dirigió hacia las escaleras. Decidí no seguirlo, así que fui a la sala de la Reina. Estaba segura de que yo era la última persona del mundo con quien deseaba hablar.