XVII

GUERRA Y TÉ

Después del regreso del Rey, y a la luz de lo que ahora sabíamos de la estrategia militar del enemigo, la actividad de palacio se aceleró de forma evidente. Los soldados llegaban contundentemente con informes sobre el campo de batalla, los exploradores traían información de sus expediciones de reconocimiento, y los comandantes de batallón de Cannan pronto se convirtieron en personas familiares en palacio. Marcail, el maestro de armas que estaba a cargo de la guardia de la ciudad, también iba y venía muy a menudo, pues le habían asignado la tarea de hacer acopio de comida y suministros ante la posibilidad de que sufriéramos un asedio.

La sala de la Reina, que se encontraba en el ala este, justo al final del pasillo que partía desde el vestíbulo principal, me ofrecía una posición inmejorable. El vestíbulo, debido a su proximidad al salón del Trono, al cuerpo de guardia y al gabinete del sargento de armas, se había convertido en el centro de todas las actividades. Si dejaba la puerta de la sala abierta, casi siempre podía oír si alguien importante llegaba para dar alguna información. Y a pesar de que Cannan y Galen acostumbraban a hacer pasar al personal militar a sus respectivas instalaciones por la antecámara para encontrarse con Steldor, yo siempre conseguía oír retazos de las conversaciones y podía hacerme una idea de lo que estaba ocurriendo. De esta forma supe que el ataque en el río estaba siendo intermitente, que había sido pensado para tenernos entretenidos mientras los cokyrianos se preparaban para lanzar un ataque con todas sus fuerzas por el norte.

Resultaba irónico pensar que la desaparición del Rey nos hubiera alertado fortuitamente de los planes del enemigo; eso nos permitía disponer del tiempo necesario para preparar las defensas.

Destari, hasta ese momento, continuaba siendo mi guardaespaldas, pero estaba segura de que él creía que podría ofrecer un servicio mejor en cualquier otra parte. También sospechaba que el capitán pensaba lo mismo, y que había sido Steldor quien había insistido en que el segundo oficial continuara en ese puesto. Pero no sabía si interpretarlo como una señal positiva por parte de mi marido, pues él sabía perfectamente que me sentía más segura con Destari que con cualquier otro guardia que no fuera London, o como una muestra de desconfianza, pues Destari también era uno de los guardias que mejor me conocía y podía, por tanto, mantenerme a raya. Fuera cual fuere la intención del Rey, me sentía relativamente satisfecha con esa situación, pues haría tiempo que el segundo oficial había abandonado la creencia de que los temas del reino no eran asunto mío, y me mantenía al día de nuestra campaña militar.

Gracias a él supe que Cannan había ordenado a las tropas que colocaran defensas a lo largo de la frontera norte, que empezaba en la orilla oeste del río Recorah y que se extendía a lo largo de la línea del bosque. El oficial creía que los cokyrianos, que no se habían dado cuenta de que habían perdido el elemento sorpresa, bajarían la montaña por la garganta del río, pus esa era la zona más fácil y segura. Nuestros mejores exploradores observaban al enemigo, y cuando llegara el aviso de que los cokyrianos estaban a punto de moverse, nuestros arqueros se colocarían a lo largo de la garganta para retener lo posible su avance. Además, Cannan aprovechaba el hecho de que nuestros hombres conocían esa zona del bosque mejor que nadie, y había ordenado que colocaran trampas por todos los caminos naturales que bajaban entre los árboles. Aunque esa táctica lograría retrasar al enemigo, el propósito real consistía en ganar tiempo para poner a punto nuestra primera línea de defensa. Los soldados hytanicanos y los aldeanos talaban árboles para construir una barrera en el punto por donde el enemigo saldría de la garganta del río. El plan consistía en limitar, al ejército cokyriano, y por tanto también la lucha, a un lugar concreto para impedir que las tropas enemigas se desplegaran por todas nuestras tierras. Lo que no estaba claro era cuánto tiempo conseguiríamos retenerlos.

Le pregunté a Destari sobre la batalla en el río, y él me explicó que nuestra posición militar en el este y el sur había sido reforzada y que la naturaleza hacía que esas fronteras fueran más fáciles de defender. La rápida corriente del río Recorah amenazaba con convertirse en una tumba de agua, y las tierras abiertas que quedaban del lado del enemigo ofrecían poca oportunidad de esconderse. El terreno del este era especialmente inhóspito, pues daba al desierto cokyriano que se extendía hacia el pie de la cordillera. Hacia el sur, el número de soldados que protegían el único puente que salvaba el río había sido aumentado considerablemente, y las tropas se habían colocado a intervalos regulares a lo largo del puente. Un día me di cuenta de que el aire olía a humo, y el guardia de élite me explicó que el capitán había ordenado que los arqueros incendiaran los árboles que crecían en el extremo más alejado del río para que el enemigo no encontrara madera para construir balsas.

Me sentía agradecida de poder conocer las medidas que Cannan estaba tomando, pero no era tan inocente como para creer que podrían asegurar nuestra victoria. Si la leyenda decía la verdad, Hytanica caería bajo el ataque dirigido por Narian; y él dirigiría el ataque siempre y cuando el enemigo tuviera a Miranna en su poder. Por tanto, me parecía que la forma de proteger Hytanica no era construir defensas, sino rescatar a mi hermana. Destari se mostró más que sorprendido cuando le conté esa teoría. Primero me dijo que tenía una buena mente para la estrategia militar, y luego me contó que Cannan, Steldor y el comandante de la unidad de reconocimiento ya estaban intentando formular un plan de rescate, pero que la ausencia de London les era un gran impedimento, puesto que él era el único hytanicano que había estado en Cokyria el tiempo suficiente para conocer el mapa de la ciudad... y que había vivido para traer la información a casa.

Al cabo de tres días, la lucha se inició en el río; el ataque empezó por el norte. Destari continuaba siendo mi fuente de información, y me aseguró que la estrategia de Cannan en el nuevo frente estaba funcionando, pues los cokyrianos tenían dificultad en avanzar por la garganta del río.

También me contó con orgullo que nuestros arqueros estaban siendo muy efectivos por toda la frontera del río, que disparaban al enemigo desde unas plataformas de madera que habían construido sobre los árboles y que también acosaban a los cokyrianos disparando desde el suelo, protegidos del fuego del enemigo detrás de trincheras y de montículos de tierra. Por primera vez me di cuenta del ingenio de quienes habían planificado nuestra defensa, y comprendí el motivo por el que se había atribuido a Cannan, que entonces, a los veinticuatro años, acababa de ser nombrado capitán de la guardia, el haber rechazado a los cokyrianos durante la última guerra. En la sala de estrategia se reunían a menudo el capitán, el Rey, los capitanes, el sargento de armas, el maestro de armas, el oficial de reconocimiento y varios comandantes de batallón.

Steldor y yo no habíamos hablado desde su regreso, así que además de la ansiedad por la guerra, estaba el hecho de que no habíamos tocado el tema de mi encuentro con Narian. Aunque me sentía una imprudente y estaba arrepentida, tenía miedo de abordar el tema con él. También me pregunté si dejar ese asunto de lado no sería más importante para él que para mí, pues Steldor debía enfrentarse a temas más urgentes, entre los cuales se incluía el de arreglar su relación con Galen. Yo había experimentado brevemente lo que era vivir en un reino en guerra, cuando Cokyria había hecho los primeros intentos de reclamar a Narian, un año antes, pero eso había sido más que una muestra de a lo que nos enfrentábamos en esos momentos. Esta vez, los hombres pocas veces sonreían, y las mujeres perdían a sus esposos, hermanos e hijos. Me di cuenta, sin que nadie me lo dijera, de que los enfrentamientos eran cada vez más brutales. Pero el pueblo no estaba corriendo de lo que nosotros, en palacio, en el círculo íntimo sabíamos. Aunque nadie quería reconocerlo, reinaba la creencia de que la leyenda podía ser cierta, de que quizás ese fuera el principio del fin de Hytanica.

En el punto álgido de esa tensión mi madre vino a verme para hacerme una sugerencia. Acudió a buscarme al salón de la Reina, que entonces era mi centro de operaciones y que había sido el suyo durante treinta años. Me senté a su lado, en el sofá, delante de la gran ventana, sin saber de qué querría hablar. Vi con tristeza que su hermoso cabello rubio había perdido el brillo, y que sus ojos azules ya no tenían la misma luz.

—Me alegro de verte, madre —le dije, pero ella miraba hacia el patio este, distraída, y me pregunté si era capaz de ver otra cosa más allá del cielo nublado, los inhóspitos árboles y las flores marchitas.

—Siempre ha sido el deber de la Reina facilitar que las jóvenes nobles del reino se reúnan —me contestó ella, mirándome por fin. Me sentía desconcertada—. El último encuentro de ese tipo fue antes de tu boda, así que quizás ha llegado el momento de que ofrezcas una reunión de este tipo. Estaba pensando en que otro encuentro para tomar el té sería adecuado.

Mi madre había hecho de anfitriona muchas veces en ese mismo espacio que en ese momento observaba, el más elegante de los tres patios. Su zona central, pavimentada con piedras de muchos colores que formaban círculos concéntricos alrededor de una gran fuente de dos caños, había sido diseñada para ese propósito y había dado albergue a muchas fiestas en el jardín, celebraciones de compromiso, picnics y fiestas de verano. A pesar de ello, no se me pasaba por alto lo incongruente que resultaba celebrar una fiesta en tiempos de guerra, así que no pude evitar preguntarme si la tristeza no la habría trastocado. O quizás el ligero alivio al saber que Miranna estaba recibiendo un trato humano en Cokyria le había subido los ánimos hasta el punto de que una actividad como esa le resultaba adecuada. Como si me leyera los pensamientos ofreció una explicación.

—Las mujeres no pueden hacer nada respecto a la defensa de nuestras tierras, pero sí podemos ofrecer consuelo de otras maneras. En tiempos como estos, todo el mundo necesita reunirse con los amigos y con los seres queridos.

La verdad era que no había visto a ninguna de mis amigas desde antes del rapto de mi hermana, y me pareció que era el momento adecuado para preparar un encuentro como ese, pues muchas de ellas ya estaban prometidas, ya que después de que Steldor dejara de ser soltero había habido una suerte de contagio de compromisos de boda.

—Lo pensaré, madre —le aseguré.

Ella permaneció en silencio un momento y, al fin, se puso en pie para marcharse.

—No todas las batallas se dirimen con armas, querida —terminó, esta vez con el tono cantarín que hacia tanto que no escuchaba en su voz.

Reflexioné sobre lo que me había dicho mi madre, y me di cuenta de que celebrar esa reunión me permitiría solucionar el tema del montón de correspondencia que tenía por contestar. Desde la desaparición de mi hermana me habían escrito muchos conocidos expresando su preocupación, y yo todavía no me había atrevido a comunicarme con ninguno de ellos. Todavía no tenía grandes deseos de encontrarme en un evento social, pero una reunión para tomar el té me parecía la forma adecuada para manejar esa situación. Además, también parecía ser un buen momento por otro motivo. En el pasado, durante el mes de octubre, todo el reino estaba emocionado por el Torneo y el Festival de la Cosecha, pero puesto que estábamos en guerra, este año no celebraríamos esa fiesta. Iba a ser el primer otoño de mi vida sin gozar de tan popular festejo.

Preparé las invitaciones para la reunión, escribí una breve disculpa por mi silencio y pedí al escribiente que la añadiera al final de cada una de las invitaciones. Dediqué una semana a los preparativos, y durante ese tiempo intenté convencerme de que una actividad social sería buena para mí y para todas las personas que asistieran, pues nos ofrecía una grata distracción y una ocasión para ofrecer consuelo.

Cuando llegó el momento, fui a recibir a mis invitadas en la sala de té del ala oeste, donde se habían instalado varias mesitas cubiertas con manteles de lino. Era un día soleado aunque frío, y el fuego crepitaba en la chimenea, alrededor de la cual se habían reunido la mayoría de las invitadas. Me resultaba extraño asistir a un acto como ese sin mi hermana, así como ser la anfitriona en lugar de mi madre. Lanek anunció mi llegada, y las chicas (o mujeres, pues supongo que ya lo éramos) me dedicaron unas respetuosas reverencias en cuanto entré. Observé sus rostros y me maravillé al darme cuenta de lo distintos que parecían. Mis amigas más cercanas, Kalem y Reveina, se encontraban presentes: las dos habían crecido un poco y habían perdido el poco peso extra de su juventud. Reveina, en especial, se había convertido en una impresionante belleza, aunque vi que parecía tener un moratón en la mandíbula y alrededor del ojo izquierdo. Reveina se había casado tres meses antes, y Kalem llevaba un anillo de prometida, aunque yo no sabía quién era el afortunado.

También acudieron Tiersia, que estaba prometida con Galen; su hermana pequeña, Fiara, casada con el primo de Steldor, Warrick, y embarazada, y varias otras jóvenes nobles recién comprometidas o recién casadas. No pude evitar mirar el vientre abultado de Fiara, e intenté imaginar cómo sería llevar un hijo dentro. Era consciente de que todo el reino esperaba el día en que Steldor y yo anunciáramos que esperábamos un heredero.

Desde luego, suponía que todo el mundo querría ver un hijo de Steldor.

Esperarían que fuera igual a su padre y a su abuelo. Sentí que se me hacía un nudo en el estómago a causa de los nervios, pues tomé conciencia de la presión invisible que los ojos del pueblo ejercían sobre mí. Recordé las palabras que me había dicho Steldor en nuestra noche de bodas: «Quieras o no, tienes la obligación, como esposa y como reina, de darme un heredero». Aparté esos pensamientos de mi cabeza de inmediato, decidida a pensar cada cosa a su tiempo; me pregunté si llegaría el momento, en el futuro, en que no sintiera tanta aversión por acostarme con Steldor, o en que no tuviera otra opción que permitirlo.

Saludé con amabilidad a cada una de nuestras invitadas y finalmente me senté a una de las mesas. Las demás jóvenes hicieron lo mismo, después que hube tomado asiento en la ornada silla que había sido dispuesta para mí. Había decidido colocar a Reveina, a Kalen Y a Tiersia en la mesa de la Reina, y mientras tomábamos el té y comíamos unas galletas, me di cuenta de que las dos primeras habían cambiado bastante desde el día de mi boda.

La vivaracha Kalem, que siempre hablaba sin parar sobre cualquier hombre disponible (y a veces no disponible) del reino, ahora hablaba solamente del hombre con quien se iba a casar. Cuando me enteré de quien era, no pude hacer gran cosa por disimular la sonrisa que me provocó, pues no podía comprender que alguien pudiera enamorarse así de Tadark. Reveina, por otro lado, se mostraba extrañamente callada. Ella siempre había sido la más atrevida del grupo, siempre dirigía la conversación y a veces, la llevaba hacia temas que ninguna de nosotras nos hubiéramos atrevido a abordar. Era ella quien nos animaba de alguna forma a hablar de temas escandalosos, y yo esperaba que nos ofreciera un relato completo y poco discreto sobre la experiencia de su noche de bodas.

Pero permanecía callada y sumisa, y me pregunté otra vez cómo se habría hecho esos morados en la cara.

—Sí, y Tadark ha planeado muchas cosas bonitas para nuestra vida de casados —decía Kalem, con las mejillas sonrojadas y una expresión soñadora en los ojos—. Está en la Guardia de Elite, ¿sabéis?, y tiene una buena posición económica, así que ha elegido una hermosa casa para los dos, para nuestra familia. Quiere tener tantos niños como sea posible.

Está acostumbrado a una familia numerosa: tiene ocho hermanos mayores, ¿os lo podéis imaginar?

—Os deseo toda la suerte del mundo a la hora de mantenerlos a raya. — Tiersia rió—. ¡Y espero, por tu bien, que no gemelos! Me temo que nunca seré capaz de distinguir a las hermanas de Galen: él siempre me está corrigiendo, ¡y me siento tan tonta!

—¿Y qué te parece a ti la vida de casada, Reveina? —pregunté, tomando la iniciativa, puesto que mi amiga se comportaba de forma tan extraña.

—Oh, va bien, de verdad, gracias.

—¿Y en qué trabaja tu esposo?

—Lord Marcail es militar.

—¿Marcail? ¿El maestro de armas?

Aunque Reveina respondía con educación, el tono de su voz era triste y no me miraba a los ojos. Al ver la resistencia que tenía a hablar de su matrimonio, no insistí en el tema aunque no me creí en absoluto esa felicidad de la que ella nos quería convencer. ¿Cómo era posible que un hombre hubiera reducido a ese estado a la chica audaz y encantadoramente segura de sí misma con quien me había criado?

La conversación continuó y supe que se había fijado una fecha a finales de noviembre para celebrar la boda de Galen y Tiersia. Ella nos contó con alegría los preparativos que debían llevarse a cabo, y nos dijo que Steldor sería el padrino de Galen, igual que este lo había sido de él. No parecía tener noticia de la desavenencia que había estallado entre los dos amigos, y me pregunté si no se habría enterado de su pelea reciente o si, quizás, ellos habían arreglado las cosas tan deprisa que no había habido tiempo de que ella reparara en la existencia de ninguna tensión entre ambos. No me podía imaginar que esos dos hombres estuvieran enojados el uno con el otro durante mucho tiempo y, desde luego, Steldor continuaba marchándose de nuestros aposentos casi todas las noches para ir a relajarse a otra parte. Parecía que lo último que faltaba era que el Rey y la Reina hablaran el uno con el otro de nuevo.

—Debes de estar viviendo una especie de sueño, Alera —dijo Kalem, pero pronto corrigió la manera en que se había dirigido a mí—. ¡Disculpadme! Alteza. Debéis estar muy feliz, alteza, majestad. ¡Ahora sois una reina! Y lord Steldor es, sin duda, todo un rey.

Había un sugerente brillo en sus ojos, pero la ingenuidad que percibí fue suficiente para que no me sintiera incómoda.

—Lo que sucede entre Su Alteza y yo queda entre nosotros dos —repliqué, siguiendo el juego.

Encontré extrañamente grato fingir durante unos minutos que disfrutaba de un matrimonio normal, y pareció que mi respuesta la dejaba un tanto aturdida.

—No es justo que te lo guardes para ti sola y que no nos cuentes algunos secretos —dijo ella con expresión traviesa.

Sonreí ante el atrevimiento que tenía al decirme esas cosas, y me volví a sentir una jovencita en edad de cortejo.

—Muy bien, un secreto —repuse e, inclinándome hacia delante y bajando la voz, continué—: Todas sabemos que su Alteza es extremadamente hablador y encantador, pero solamente yo sé qué hay que hacer exactamente para que cierre esos hermosos labios.

Kalem reprimió una exclamación, encantada de que hubiera dicho algo tan escandaloso. Me dije a mí misma que no mentía: muchas veces Steldor acababa saliendo de la habitación enojado y se negaba a hablar conmigo durante días. Si eso no era hacerle cerrar la boca, ¿qué era?

Tersia, siempre correcta, no parecía encontrarse muy cómoda con el curso que había tomado nuestra charla, pero a pesar de todo sonreía ligeramente. Incluso Reveina soltó una carcajada al final. Kalem, que disfrutaba con nuestro nuevo juego, pidió que el resto de nosotras también contara un secreto a cambio del suyo, que, juró, valdría la pena. Revenia mostró muy inquieta ante esa idea, pero Tiersia se sentía bastante intrigada para continuar.

—Si os cuento algo, no debéis decírselo ni a un alma —murmuró, y todas asentimos con la cabeza—. Muy bien, entonces. Galen es terriblemente sensible a las cosquillas.

Había dicho «terriblemente», pero por el tono de color de sus mejillas era evidente que le parecía una cualidad encantadora. Todas nos reímos y le tomamos un poco el pelo. Luego miramos a Revenia, y esta se negó de inmediato.

—Oh, no debo, no puedo. A mi señor no le gustaría que hablara de él.

Se hizo un silencio incómodo durante el cual Reveina miró a su alrededor; luego bajo la vista hasta el mantel de lino de la mesa.

—Muy bien —dijo por fin Kalem en tono alegre, intentando normalizar el ambiente—. Ahora el mío —Sonrió con malicia y nos hizo un gesto para que nos inclináramos hacia adelante—: Tadark tiene un tatuaje en el omoplato izquierdo —nos contó, pues sabía que todas nos sorprenderíamos de que le hubiera visto la espalda desnuda—, pero eso no es lo mejor. A ver si adivináis quién lo convenció de que se lo hiciera. — Esperó un instante para hacer el suspense mayor y luego dijo en voz baja—: ¡El Rey y el sargento de armas!

Fruncí el ceño, perpleja, y me pregunté en qué momento Steldor y Galen habrían pasado un rato con Tadark. Entonces supe, de repente, por qué Steldor siempre había sabido tantas cosas sobre mis actividades durante nuestro cortejo. Era evidente que el que había sido mi guardaespaldas le había estado pasando información, probablemente con la intención de congraciarse con los jóvenes más admirados de Hytanica.

—Una noche fueron juntos a la cantina —continuó Kalem, disfrutando sin ninguna vergüenza de la masculinidad que eso le confería a su prometido—. Y al final, Steldor y Galen empezaron a hablar de sus tatuajes. Convencieron a Tadark de que se hiciera uno idéntico: el mismo diseño, en el mismo lugar, todo.

Tiersia me miró con expresión interrogadora y supe que ella tampoco estaba al corriente de que su esposo tuviera tatuaje alguno. Por supuesto, era posible que Galen tuviera uno y que ella no lo supiera, porque no era probable que ella le hubiera visto la espalda. Pero yo conocía el físico de Steldor, a pesar de que no hubiéramos compartido cama, pues lo había visto sin la camisa muchas veces. Nunca había visto que tuviera ninguna marca, por no hablar de un tatuaje, en la espalda. Me encogí, pues supuse que Tadark nunca había visto esos tatuajes, y deseé fervientemente que los hombres con quienes Tiersia y yo teníamos relación, hombres que muchas veces tenían un comportamiento revoltoso, no se hubieran aprovechado de la ingenuidad de su compañero. A pesar de que Tadark me parecía casi insoportable, no se merecía que Steldor y Galen lo engañaran o que le tomaran el pelo. Lo irónico de todo aquello era que durante la época en que sucedió lo que Kalem nos contaba, Tadark tenía un rango superior a los dos.

—¿Y qué tatuaje es? —preguntó Tiersia.

—Es una palabra latina: virgo.

Yo sabía perfectamente que ni Steldor ni Galen se hubieran tatuado esa palabra en ninguna parte del cuerpo. Tadark no había sido educado como un noble y, por tanto, probablemente nunca había aprendido los rudimentos del latín. Por otro lado, Kalem nunca había prestado atención a las clases. Era poco probable que ella comprendiera lo que su amado se había tatuado en la espalda.

—Creo que significa «hombre», o «masculino» —dijo Kalem con orgullo, como colofón a su relato.

Aunque Reveina permanecía callada, Tersia y yo nos tapamos la boca para disimular la risa. El error de Kelem era sencillo y poco afortunado. viro significaba «hombre». Virgo significaba «virgen». Steldor y Galen lo sabían perfectamente, al igual que lo sabíamos Tersia y yo.

—Maravilloso —dijo Tersia finalmente, que fue la primera en mencionar y en recuperar la compostura.

Estaba claro que no le parecía adecuado corregir el mal entendido de Kalem. Yo tampoco dije nada. Me puse de pie y, al hacerlo, di permiso a mis invitadas para que se desplazaran por la sala a su gusto. Mientras conversaban, me fui dirigiendo a unas y a otras para ofrecer mis felicitaciones por alguna boda o algún compromiso y para preguntar por sus familias. Cuando empecé a sentirme cansada, le indiqué a Destari que deseaba poner fin a la reunión. El fue a buscar a Lanek, y este entró en la habitación y anunció mi partida a las invitadas.

—Señoras, su Majestad la Reina Alera se despide y reza una plegaria por vuestro bienestar.

Las mujeres me despidieron con una reverencia y me retiré. Al salir al pasillo le di instrucciones a Destari y luego me dirigí hacia la sala de la Reina, en el ala este. Al cabo de diez minutos, Revenia apareció por la puerta.

—¿Deseabais hablar conmigo, majestad?

—Sí, pensé que podíamos charlar más cómodamente en privado.

Rodeé mi escritorio e hice un gesto hacia la zona de descanso de la ventana. Nos sentamos la una al lado de la otra en el sofá.

—Habéis cambiado —dije, sin saber cómo continuar.

—Lo siento, alteza, si mi actitud no os ha complacido —contestó, bajando la mirada hacia el regazo, donde había juntado las manos.

—No os disculpéis —repuse, sinceramente preocupada por ella—. No hace falta. Es solo que me gustaría saber el motivo de ello.

—Ahora estoy casada —dijo, como si ese hecho lo explicara todo—. Llegó el momento de dejar de ser una niña.

—Por supuesto, pero estar casada no significa que tengáis que ser infeliz.

Ella se sorprendió por la sencillez de mi afirmación y dirigió los ojos hacia el patio que se veía desde la ventana, como si deseara escapar.

—¿Qué os hace pensar que soy infeliz? —preguntó finalmente.

—¿Me equivoco?

Empezó a juguetear con la falda, un signo de nerviosismo que me era extremadamente familiar. Me invadió una pena tremenda, pues ya no veía en ella ni rastro de la chica que había sido unos meses antes.

—Estoy... casada —repitió, y tuve la impresión de que esa era la respuesta definitiva—. Así soy ahora.

—¿Es por vuestro esposo? —insistí, cogiéndole ambas manos.

Al notar el contacto de mis manos, la respiración se le aceleró y se hizo más superficial. Se esforzaba por controlar las emociones. La abracé con suavidad y ella perdió la batalla: estalló en lágrimas. Se cubrió el rostro con las manos y yo le acaricié el pelo mientras esperaba a que se le pasara. Cuando se hubo tranquilizado, volví a intentarlo, pues sabía que lo que le estaba preguntando era delicado.

—¿Vuestro esposo os maltrata?

—Me disciplina —dijo, incorporándose, con la respiración entrecortada—.

Yo intento... ser obediente, pero siempre hay más normas, y no las puedo recordar todas. Es demasiado, no puedo hacerlo. Nunca lo consigo.

Alera..., lo siento.

—¿Lo sentís?

Me sentía perpleja, asustada y enfurecida. ¿Cómo era posible que un noble, un militar, o cualquier hombre, tratara tan mal a su esposa? Casi todos los hombres creían que sus esposas merecían de vez en cuando un cachete, pero ¿eso? De repente sentí un gran aprecio por mi esposo. A veces no conseguía mostrarme respetuosa con él, pero él nunca me había puesto la mano encima.

—Reveina, no digáis que lo sentís. Eso no es disciplina. Es crueldad.

—No sé como complacerlo. Cuando vuelve a casa estoy aterrorizada, cuando debería sentirme feliz y darle la bienvenida. No es un mal hombre: es muy respetado en el Ejército, y provee de todo lo necesario. Sé que si yo fuera mejor esposa, no me trataría de esta manera.

Sus palabras me revolvieron el estómago, pues pensar que ella pudiera merecer ese trato resultaba odioso. La chica me miró con una expresión desolada, y deseé desesperadamente protegerla de ese hombre.

—Os pido perdón, majestad. Pero de verdad que debería irme, debo estar en casa antes de que lord Marcail regrese al final del día, Asentí con la cabeza, pues no quería provocarle más problemas. Me puse en pie y la invité a que hiciera lo mismo.

—No sé que puedo hacer, pero intentaré encontrar la manera de ayudaros, Reveina. No deberíais vivir de esta forma.

—Oh, por favor, no lo hagáis —imploró ella, cogiéndome con fuerza del brazo mientras caminábamos hacia la puerta—. Creerá que me he quejado de él.

Le cogí la mano con suavidad y la aparté de mi brazo.

—Os juro que no os pondré en peligro.

Permanecí en la sala de la Reina durante mucho rato después de que Reveina se hubo marchado. Reflexionaba sobre su terrorífica confesión. Le había dicho que haría todo lo posible por ayudarla, pero ¿qué podía hacer exactamente? ¿Ofrecerle mi hombro para que pudiera llorar? ¿Un refugio ocasional? Una ayuda así era poca cosa en el mejor de los casos, y no cambiaba el hecho de que ella no podía abandonar a su esposo, pues su reputación quedaría arruinada. Detestaba haber formulado una promesa vacía.

Pensé en si habría alguien que pudiera ayudarme. ¿A quién había yo pedido consejo en el pasado? ¿London? Pero no estaba en el reino, estaba encerrado en algún lugar de Cokyria, lo cual era preocupante, a pesar de las palabras tranquilizadoras de Narian. ¿A mi madre? Pero ella no había vuelto a ser la misma desde el rapto de Miranna, y, de todos modos, no podría ayudarme gran cosa en ese asunto. ¿A mi padre? Él y yo todavía no teníamos muy buena relación, y sus ideas sobre la mujer harían que se pusiera de parte del hombre en una disputa marital. Entonces se me ocurrió la solución y salí al pasillo corriendo.

Atravesé la antecámara de la sala de los Reyes, luego giré a la derecha y llamé a la puerta del gabinete del capitán. Cuando oí su voz dando permiso para entrar, sentí un gran alivio. Estaba sentado ante su escritorio, con la pluma en la mano, y escribía apresuradamente en un pergamino que tenía delante. Había tenido mucha suerte de encontrarlo solo. El capitán levantó la vista y me preguntó:

—¿Puedo hacer algo por vos, alteza?

Dejó la pluma encima del escritorio y se recostó en la silla sin dejar de mirarme.

—Sí —dije, y caminé hasta su escritorio—. Necesito consejo... y quizás ayuda.

—Por supuesto.

Se levantó, indicó una silla y yo me senté mientras él retomaba su asiento.

—El maestro de armas, lord Marcail —empecé, sin perder el tiempo, pues era plenamente consciente de la suerte de tener la atención del capitán de la guardia en esos momentos tan difíciles para el reino—. Es un hombre severo.

—Es un buen militar. ¿Os habéis peleado con él?

—No —respondí automáticamente, pero luego corregí—: Bueno, sí. No personalmente, pero... sí.

Bajé la vista hasta el regazo, insegura de cómo continuar. Tal como Cannan había insinuado, Marcail era un miembro muy apreciado del Ejército. Yo no quería ofender al capitán con lo que tenía que decir, pero no había ninguna garantía de que no lo hiciera. A pesar de todo, tenía motivos para esperar que pudiera simpatizar con la situación de Reveina: después de todo, Baelic me había dicho que su padre «había empleado ese método de forma demasiado generosa».

El capitán no me apremió, sino que me esperó con paciencia a que ordenara mis ideas, a pesar de que, seguramente, hubiera preferido estar haciendo otras cosas.

—Lord Marcail se casó a principios de verano con mi amiga Lady Reveina —dije finalmente, pues sabía que él apreciaba que hablara con claridad—.

Estoy preocupada con respecto a cómo la trata. Creo que es demasiado duro con ella.

—Comprendo ¿de qué forma?

—La acabo de ver hace una hora. Tenía moratones en la cara, y cuando le pregunté si todo iba bien, se mostró muy inquieta. No deseaba hablar mal de su esposo, pero me contó que está asustada y que teme que él regrese a casa al final del día. La golpea más de lo que debería, lo sé. Quiero ayudarla pero no sé cómo. —Hice una pausa y luego continúe—: ¿Podrías voz...?

—Comprendo la situación en que se encuentra —dijo Cannan, inclinándose hacia delante y apoyando un codo sobre el escritorio—. Pero no puedo interferir en cómo otro hombre lleva las cosas de su casa.

Su respuesta se me clavó como una flecha, y tuve que esforzarme por no llorar. Buscaba mentalmente la manera de hacerle entender la gravedad de la situación, la absoluta necesidad de ayudar a Reveina.

—Ella ya no es la que era, él la está destruyendo por completo. No puedo hacer nada yo sola, y ella no tiene a nadie a quien acudir. Seguro que habrá algo que vos podáis hacer.

Cannan negó ligeramente con la cabeza sin apartar sus ojos oscuros de mí.

—Lo siento, pero están casados; es su familia, y la manera en que lleva sus asuntos en casa es cosa suya. No es asunto mío, ni vuestro, interferir en ello.

—Sé que es su familia, y que es su casa, pero también es la casa de ella.

¿Por qué tiene que vivir con miedo? Ella recibirá sus golpes cada día, y sufrirá cada día, mientras nosotros permanecemos sentados y decidimos que no podemos interferir en ello. Lord Marcail es el señor de la casa; tiene derecho a castigar a su esposa. Pero si ella es perfecta y obedece, ¿por qué la continúa pegando? No os es estoy pidiendo que lo arrestéis ni que lo releguéis de su puesto. Lo único que os pido es que penséis de qué manera podríais aliviar la situación de mi amiga. Por favor, os lo suplico.

Me quedé en silencio después de ese sentido discurso. Esperaba alguna reacción de su parte, y me pareció detectar cierta expresión comprensiva en su rostro, pero me fue imposible decidir si era hacia mí o hacia Reveina.

—Alera —dijo, en un tono tan suave que delataba sus intenciones—. No apruebo el trato que me estáis describiendo, pero sobreestimáis mi poder en este asunto, no puedo hacer nada.

Yo quería discutírselo. Deseaba decirle que él era el capitán de la guardia y, por tanto, el superior de Marcail, y que él tenía recursos para manejar esta situación. Pero su actitud me dejó claro que daba el tema por zanjado, y no tuve otra opción que aceptarlo. Me puse en pie y crucé la puerta.

Sentía un gran pesar en el corazón, me sentía derrotada. No podía comprender la injusticia de un mundo que ponía a mi amiga en manos de un hombre como ese.