XI

HERMANOS EN LA BATALLA

Me encontraba jugando con mi gatito en la sala de mis aposentos cuando un golpe me sobresaltó y miré a Destari. Habían pasado unos cuantos días desde que mi madre había venido a verme, y yo no esperaba ninguna visita. Asentí con la cabeza y él abrió la puerta. Un sargento de la Guardia de Elite entró en la sala.

—Majestad, he venido para sustituir a Destari como vuestro guardaespaldas —dijo, dirigiéndome una reverencia—. El capitán necesitaba hablar con él y no quiere que os quedéis sin protección.

Me incorporé rápidamente, invadida por la ansiedad ante la idea de que Destari fuera a marcharse. Observé rápidamente al hombre que Cannan había enviado como sustituto de Destari, mi guardaespaldas parecía un niño. Sólo era un poco más alto que yo, y enseguida supe que no podía sentirme segura con él. Necesitaba a Destari, en quien confiaba, en quien había aprendido a confiar, y cuyas habilidades eran incuestionables.

Destari se dio cuenta de lo que sentía y habló por mí:

—Tanto la Reina como yo preferiríamos que me quede aquí. ¿Ha dicho el capitán por qué me necesita?

El sargento me miró fijamente, inseguro de hasta qué punto podía hablar con claridad en mi presencia, y al final empujó a Destari a un aparte.

—Los exploradores han encontrado un caballo —le dijo en voz baja, aunque perfectamente audible.

—¿Un caballo? —preguntó Destari, inquieto.

No pude comprender el significado de las palabras del otro guardia. El sargento asintió con la cabeza.

—Uno de los nuestros, sin jinete, que vagaba por los campos. Lleno de sangre.

—¿Lo han podido identificar?

El sargento asintió con la cabeza y con expresión adusta, Destari bajó la vista, como si acabara de comprender que se trataban de las peores noticias.

—¿De quién era el caballo? —pregunté, atemorizada.

El guardia nos miró a Destari y a mí, dudando sobre si debía contestar, pero mi guardaespaldas estaba demasiado absorto en sus pensamientos, para prestarle atención.

—De London —respondió el sargento, que no se había atrevido a ignorar la pregunta de la Reina.

Se me hizo un nudo en el estómago y tuve que contener el vómito. Las piernas me fallaron y Destari me sujetó con el brazo. Pero yo lo aparté.

—Voy contigo a ver a Cannan —dije, casi sin voz.

Destari asintió rápidamente con la cabeza y salimos de mi aposento. Bajamos deprisa la escalera de caracol hasta la planta inferior; el sargento nos siguió. Al entrar en la sala del Trono desde la sala del Rey, nos encontramos con Galen, Casimir, Cargon y otros guardias de elite reunidos al lado hablando entre ellos. Steldor estaba sentado en el trono y se lo veía cansado. Cannan se encontraba de pie a su lado.

El Rey reaccionó con una expresión de sorpresa al ver que yo había llegado con Destari. Los demás hombres fruncieron el ceño al verme, pero enseguida retomaron la conversación. Steldor levantó una mano para hacerlos callar.

—Alera, sé que estás preocupada por London, pero esto es un asunto militar. Puedo hacer que alguien te acompañe a tu salón, o bien, puedes esperarme en mi gabinete.

Lo miré sin acabar de creer lo que acababa de oír, pues esperaba que me obligara a marcharme. Pero me estaba dando la oportunidad de escuchar la conversación. Nos miramos a los ojos y me di cuenta de que lo había hecho conscientemente.

—Iré a vuestro gabinete, mi señor —me apresuré a decir, mientras le dedicaba una rápida reverencia.

Me dirigí hacia la derecha del estrado y entré en la estancia. Dejé la puerta entreabierta para poder oír cada palabra que dijeran. Luego arrastré hasta ella uno de los sillones que había delante de la chimenea y me senté a escuchar.

—Por la cantidad de sangre que tenía el animal en el pelaje, debemos pensar que London sangraba profusamente mientras cabalgaba hacia Hytanica. —La voz de Cannan llegaba con facilidad hasta el estudio—. Es probable que cayera de su montura estando en nuestras tierras, pues el animal casi llegó a la ciudad. Los hombres de Cargon han estado explorando la zona donde encontraron el caballo, pero no han hallado ningún rastro de London. La cuestión, ahora, es si debemos, o no, enviar a un grupo de exploradores. —El capitán hizo una pausa y, finalmente, terminó el análisis de la situación—: Francamente, es probable que London esté muerto.

Las palabras de Cannan me sentaron como una patada en el estómago, pero me obligué a continuar escuchando.

—Debe de haber recibido una herida grave, y es imposible saber cuándo le hirieron, pues no sabemos cuánto tiempo llevaba vagando el caballo. Enviar un equipo de exploración implica poner la vida de esos hombres en peligro.

Steldor fue el primero en reaccionar a la afirmación de Cannan.

—Pero si London está vivo, la información que pueda proporcionarnos será vital para actuar respeto al rapto de Miranna, o para defendernos ante un ataque cokyriano.

—Se podría explorar nuestro lado del Recorah sin poner la vida de nuestros hombres en un gran peligro —señaló Galen.

—Es verdad —dijo un hombre cuya voz no reconocí—. Pero si no lo encontramos en nuestras tierras, ¿será conveniente enviar a los hombres a territorio cokyriano?

—Eso los pondría ante un peligro importante, y yo no estoy a favor de corre ese riesgo, dadas las pocas posibilidades de que London esté con vida —respondió Galen.

—Parece que, por lo menos, sí vamos a explorar nuestras tierras de este lado del Recorah —decidió Steldor, cerrando el tema. Luego se dirigió a Destari—: Todavía no has dicho qué opinas sobre explorar el otro lado del Recorah.

—Sea cual sea la decisión que se tome aquí, yo iré a buscarlo —repuso Destari sin contemplaciones, en un alarde de absoluta lealtad que tenía hacia su amigo y camarada—. No pido que venga nadie más conmigo, pero debo ir, simplemente por el hecho de que nada le podría impedir a London hacer lo mismo si las circunstancias fueran las contrarias.

—Sospecho que hay otros que acompañarían gustosamente a Destari —dijo Cannan—. ¿Alguien?

Se oyó un coro de voces, y Steldor tuvo que acabar con la discusión.

—La decisión está tomada, entonces. No ordenaré a ningún hombre que cruce el Recorah para buscar a London, pero tampoco impediré que un pequeño número de voluntarios lo haga.

—Solamente necesitaré uno o dos hombres —anunció Destari—. Cuantos menos seamos, más posibilidades tenderemos de entrar en territorio enemigo sin ser vistos.

—Entonces, permitidme ir —dijo Galen, inesperadamente. Se hizo un silencio, e imaginé que todas las miradas se habían posado en el sargento de armas. Así fue pues cuando Galen volvió a hablar, su tono de voz era defensivo—: He recibido el entrenamiento necesario para llevar a cabo esta misión, soy joven y, por tanto, puedo creer en el éxito de ésta, y si tengo que convertirme en capitán de la guardia algún día, no podré esperar que los hombres me sigan como siguen a Cannan a no ser que tengan alguna experiencia en primera línea del frente.

—Entonces, queda decidido —sentenció Steldor, poniéndose de lado de su amigo, a quien siempre había considerado su hermano.

Cannan delegó en Destari la organización del grupo de exploradores a territorio hytanicano. Si no encontraban a London, esos hombres regresarían, y solamente Destari y Galen se aventurarían en tierra cokyriana para continuar con la misión.

Puesto que la discusión había terminado, volví a colocar el sillón en su sitio y, en ese momento, Steldor acabó de abrir la puerta del gabinete.

—Supongo que lo has oído —dijo al entrar.

—Sí.

Parecía exhausto, a pesar de que últimamente regresaba a nuestros aposentos a una hora razonable para charlar conmigo y de que luego parecía que se iba a la cama. Supuse que, a pesar de que yo había estado durmiendo hasta muy tarde, su trabajo había aumentado de forma significativa. Al pensarlo, otro motivo se añadió a los muchos que ya tenía para sentirme culpable.

—Probablemente no tendremos noticias durante unos días. Se te asignará otro guardaespaldas, o tres, o los que tú quieras. Cualquier cosa que necesites para sentirte segura en ausencia de Destari…

—Quiero un arma.

Se me escapó sin pensar, en cuanto me imaginé a ese delgado guardia que me había enviado para sustituir a Destari, y pensé en el incidente de un año atrás, con Narian, en el río, en el que Tadark estaba demasiado lejos para impedir que él me cortara la parte baja de la falda, supe que ésa era la única forma en que me sentiría segura. Los guardaespaldas eran efectivos solamente hasta cierto punto. Si Halias hubiera ido con Miranna hasta la capilla y se hubiera quedado esperando en el pasillo, ella se habría encontrado sola igualmente y no habría podido defenderse. Si alguien a mi lado sacaba una daga e intentaba hacerme daño, necesitaría poder hacer algo más que gritar.

—¿Un arma? —preguntó Steldor arqueando las cejas y con indicios de ese tono de condescendencia que últimamente y por suerte había desaparecido en él—. De verdad, Alera, sé que estás asustada, pero acabarías haciéndote daño, o puede que sólo consiguieras que esa arma se volviera en tu contra. No sabes manejar…

En ese momento se interrumpió y yo bajé la vista al suelo, incómoda. Sabía que acababa de recordar las breves lecciones de defensa personal que Narian me había dado y que él, de alguna forma, había descubierto. Desde luego, no estaba muy entrenada en ese arte, pero sí sabía cómo empuñar un arma, y eso rebatía el principal argumento de Steldor. Además, todo lo referente a Narian era un tema delicado, y yo no sabía cómo iba a reaccionar mi marido.

—Será mejor que continúes con tus actividades cotidianas —dijo en un tono de voz muy controlado.

Salí de la habitación sin decir nada más, contenta de haber logrado escapar indemne de la situación. Dos guardias de elite, que Steldor debía de haberme asignado poco antes, se unieron a mí. Salí de la sala del Trono, y dejé que Casimir esperar al Rey.

Durante los días siguientes, toda esperanza y la mínima alegría que había conseguido mantener desaparecieron. Continuaba echando de menos la voz de mi hermana, la alegría de su sonrisa, sus rizos rojizos que le caían sobre la espalda. Pero además, pensaba en London, que, aunque estuviera vivo, se encontraba solo y gravemente herido en alguna parte. Y, además, el miedo se había apoderado de mí y se había convertido en una segunda piel, pues los guardaespaldas que me habían asignado no me hacían sentir segura en absoluto.

Cannan ya había dado su permiso a Destari y a Galen para que cruzaran el río y se adentraran en territorio cokyiriano en busca de London. Puesto que las posibilidades de encontrarlo cada vez eran menores, mi preocupación acabó convirtiéndose en un duelo prematuro. London se había arriesgado muchas veces, y muchas veces había sobrevivido, pero su suerte no podía durar siempre. Quizás el destino ya le había dado el hecho de que nunca lo encontrarían, de que tal vez nunca sería enterrado por aquellos que le amábamos, de que quizá nunca llegáramos a saber que le había sucedido. Dado mi estado de ánimo, esperaba con un ansia casi desesperada la compañía de Steldor cada noche, pues cuando estaba con él me sentía protegida. Pero él se mostraba cada día más irritable; era evidente que la amenaza de la guerra, la preocupación por Miranna, por London y ahora por Galen se estaban cobrando su precio. A pesar de que yo lo comprendía, no podía evitar cierta indignación cada vez que él perdía la paciencia conmigo sin motivo alguno, especialmente en lo referente a Gatito, con quien Steldor parecía tener cada vez más problemas.

—¿Es que no vas a ponerle un nombre? —me dijo, exasperado, una noche, mientras colgaba sus armas en la panoplia de encima de la chimenea.

—¿Qué tiene de malo llamarlo Gatito? —pregunté, sentada en el suelo, mientras jugaba con esa bolita de pelo.

—Pues que le quita la fuerza, eso es lo que tiene de malo —respondió Steldor, que se sentó en el sofá y puso los pies, enfundados en las botas, encima de la mesita—. Este gato necesita un nombre antes de que se convierta en una gallina.

—No creo que a Gatito le preocupe mucho ser o no gallina —repliqué—. ¿Por qué te molesta tanto?

—¡No me molesta! —exclamó, cortante y pasándose una mano por el pelo.

Steldor intentaba mantener la frustración bajo control. Cerró los ojos y respiró profundamente. Luego se puso en pie y, aunque acaba de llegar, se volvió a colgar el cinturón de las armas.

—Tengo que irme —dijo, sin mirarme—. Necesito desahogarme.

Fue hasta la puerta con intención de marcharse, pero en cuanto la abrió vio a Casimir, que lo esperaba en el pasillo. Soltó un gruñido de frustración y la volvió a cerrar de un portazo. Entonces se retiró a su habitación y cerró la puerta con la misma violencia.

—Estamos muy irritados —dije en un murmullo, pero empecé a sentirme preocupada por el estado de ánimo de Steldor, pues los difíciles sucesos que estaba manejando le provocaban una gran tensión.

Dos noches después, mientras sufría un sueño irregular, pues tenía las mismas extrañas pesadillas que ya se habían convertido en mis compañeras nocturnas, me sobresaltaron unos golpes sordos y repetitivos. Me levanté de la cama, me puse la bata y abrí la puerta. En la sala vi a Steldor, que hablaba de prisa con un guardia de elite. No llevaba puesta la camisa lo cual significaba que también lo acababa de despertar. El guardia se machó y Steldor dio se dio vuela y me vio.

—Destari y Galen han regresado —dijo directamente mientras cruzaba la sala para entrar en su habitación. Al cabo de unos segundos regresó completamente vestido.

—¿London está con ellos? —pregunté con el corazón acelerado.

—Sí, aunque no sé en qué condiciones se encuentra.

—Pero ¿está vivo?

Steldor asintió con la cabeza mientras se colocaba el cinturón. Un alivio instantáneo me invadió.

—¿Dónde está? ¿Puedo verlo? —exclamé en un tono de voz que ponía de manifiesto de mi alegría.

—Se lo han llevado a una habitación de invitados de la planta superior. Pero, Alera… —Se interrumpió y me miró con gravedad—. Seguro que no está bien, Alera. Tienes que comprender… Que lo hayan traído a casa no significa que la muerte no se lo pueda llevar.

Asentí con la cabeza y repetí la pregunta con tono sereno y decidido:

—¿Puedo verlo?

Steldor me observó mientras evaluaba las opciones. Yo no tenía ni idea de qué esperaba al ir a ver London, no sabía cuán terribles podían ser sus heridas ni cómo me sentiría al ver en qué condiciones se encontraba. Pero sabía que debía ir a verlo.

—Te aconsejo que no lo hagas, pero no te lo voy a prohibir —dijo Steldor finalmente.

Le di las gracias antes de que saliera al pasillo. Luego entré en mi habitación para ponerme otra ropa adecuada. Cuando estuve vestida, subí corriendo la escalera de caracol que la familia real utilizaba, seguida por mis guardaespaldas, hasta la planta superior. Cuando llegué, oí unas voces y vi una tenue luz procedentes del lado contrario de los aposentos de mis padres. Me acerqué rápidamente y entré sin llamar.

Cannan, Galen y Destari, un poco apartados del guardia de elite, estaban hablando. Me bloqueaban la visión de la cama donde se encontraba London, lo cual quizá fuera bueno dadas las graves heridas que tenía. Al oír que me acercaba. Steldor se dio la vuelta y me hizo un gesto para que me sentara en un sillón que había al lado del fuego de la chimenea, en el otro extremo de la habitación. Desde allí vi a Bhadran, el médico de palacio, que se inclinó sobre la cama.

—Está vivo, pero varias flechas lo han atravesado —me dijo Steldor en voz baja y con expresión de inseguridad respecto a cómo me iba a tomar yo la noticia—. Ha perdido gran cantidad de sangre y se encuentra débil. El médico está decidiendo si se puede intentar quitarle las flechas.

Palidecí al oírlo y, automáticamente, traté de acercarme hasta él.

—Será mejor que no lo veas —me dijo Steldor mientras me sujetaba por el brazo—. Siéntate aquí. De todas formas, London no se daría cuenta de que estás a su lado… Está inconsciente a causa del dolor y de la conmoción.

Obedecí e intenté controlar mis emociones. Si tenía la oportunidad de hablar con London, debía mostrarme fuerte por él, tal y como él siempre se había mostrado conmigo. Steldor regresó junto a los demás hombres y retomó la conversación, que se había convertido en un susurro desde que yo había llegado. Esperé, igual que los demás, a oír la decisión de Bhadran. La inmovilidad y el silencio de London hacían que esa situación me resultara irreal, como si fuera una farsa. Casi como si me hubiera leído el pensamiento, London habló con voz débil, esforzándose:

—¿Es que nadie me va a sacar esas malditas flechas del cuerpo?

Me levanté del sillón, deseando verlo, pero Steldor levantó una mano para impedírmelo. Destari acababa de colocarse al lado de London en ese momento y yo me volví a sentar a regañadientes, pero lo hice en el bode del sillón. Estaba segura de que el hecho de que se hubiera despertado era una buena señal.

—No te muevas —le dijo Destari a su amigo—. El médico va a decidir qué hay que hacer.

Cannan también se acercó a la cama, pero con una intención diferente.

—¿Qué noticias hay de Cokyria? —preguntó, directo como siempre.

—Siempre un hombre de pocas palabras —repuso London, pronunciando despacio y con gran esfuerzo—. Supongo que tiene miedo de que muera. Quiere conseguir la información cuanto antes.

London soltó una carcajada débil que se convirtió en un ataque de tos. Alarmada, me di cuenta de que al respirar emitía un ruido extraño, como si hubiera líquido en sus pulmones. Al cabo de unos momentos, cuando dejó de toser, continuó:

—Los cokyrianos están reuniendo sus tropas. Se preparan para un ataque con todas sus fuerzas. Nos superan ampliamente en número… y tienen a Narian. Él dirigirá el ataque.

—¡No! —grité si querer.

Me puse de pie y corrí hacia London. Sus palabras eran demasiado terribles para ser ciertas. Steldor me cogió en cuanto me acerqué a la cama y me atrajo hacía sí, pero no consiguió evitar que viera las heridas. London estaba tumbado sobre la espalda. Tenía el rostro pálido, sudoroso y cubierto de polvo. Le habían rasgado la camisa, pero no tenía todo el torso al descubierto. A pesar de ello, vi, entre la sangre seca y el polvo, tres flechas rotas: una en el hombro, otra en el pecho y la última en el estómago. Sobresalían de su pecho formando unos ángulos extraños. Alrededor de las flechas, la piel se veía hinchada y amoratada, y colgaba de la madera de las flechas como tela de araña.

Me quedé sin respiración y me aferré a Steldor, desesperada al ver las heridas de London. Mi esposo me abrazó con más fuerza, y yo apreté el rostro contra su hombro, pues no quería ver nada más.

—Solamente digo lo que vi —añadió London, y supe que sus palabras iban dirigidas a mí.

Cannan retomó rápidamente lo que le interesaba de todo aquello, sin hacer caso a mi reacción. —¿Cuánto falta para que estén preparados para atacarnos?

Levanté la cabeza y procuré mirar a London a la cara. Él estaba intentando cambiar de posición en la cama, pero soltó un grito y abandonó el intento. Se quedó pálido y estuvo a punto de perder el conocimiento otra vez. Al cabo de unos momentos en los que se esforzó por recuperar la respiración, respondió:

—Se estaban preparando para mover las tropas cuando me fui —dijo, con mayor dificultad que antes—. Me costó un poco marcharme sin que me siguieran. Nos queda poco más de una semana antes de que lleguen al otro lado del Recorah.

Se hizo un silencio y los militares reflexionaron sobre esas palabras. Al cabo de un momento, Cannan le hizo un gesto al médico para que se acercara a él en un aparte, pero London los detuvo:

—Dejad que diga lo que piensa. Tengo derecho a saber cuán graves son mis heridas.

Bhadran se mostró inquieto y miró a Cannan con una expresión casi de súplica. Era evidente que no deseaba dar las malas noticias al moribundo.

—London tiene razón —dijo el capitán con voz ronca—. ¿A qué conclusión has llegado?

El anciano doctor suspiró y se frotó la nuca. Por fin, nos dijo cuál era su opinión.

—Una de las flechas le ha destrozado el omóplato izquierdo, y ha perdido la capacidad de mover el brazo; la segunda le ha perforado el pulmón, por eso le cuesta respirar, y la tercera le ha provocado una gran hemorragia interna en el abdomen. Está vivo porque ninguna de las flechas le ha dado en un órgano vital. A pesar de ello, debería haber muerto desangrado, pero las heridas se han cerrado alrededor de las flechas y eso ha impedido que continuara perdiendo sangre. De todas formas, la infección está creciendo por dentro, lo que se ve por la hinchazón y la rojez de las heridas, y por la fiebre. —Bhadran miró a London con expresión profundamente triste y terminó su explicación—: Dos de las flechas no pueden ser extraídas. La única forma de sacarlas sería volver a abrir las heridas, lo cual causaría más daño y un dolor insoportable. Hacerlo no tendría sentido, porque se desangraría. El mejor consejo que puedo dar es que procuremos que esté lo más cómodo posible mientras sucumbe a la infección, al sangrado interno o al tétanos.

Se hizo un silencio. Al final, London esbozó una sonrisa torcida:

—Parece que está de acuerdo contigo, Cannan. Cree que voy a morir.

Yo no podía respirar y me di cuenta de que tenía las mejillas mojadas de lágrimas. Apreté los dientes, pues me sentía débil y patética. Sabía que no podía hacer nada. London me miró con sus ojos índigo, esforzándose por mantener la vista enfocada.

—Quiero que me saquéis estas flechas ahora —ordenó de repente con una resolución sorprendente.

El doctor lo miró con incredulidad y se volvió hacia los hombres.

—Intentad hacerle entrar en razón. Le daré algo para el dolor y para que pueda descansar, pero no soy un hombre cruel. Eso es todo lo que estoy dispuesto a hacer.

Bhadran colocó una botellita encima de la mesilla de noche, hizo una reverencia hacia a Steldor y hacia mí y se marchó. Steldor me llevó de nuevo al sillón que había al lado de la chimenea. Caminé apoyada en él, pues mis piernas se negaban a sostenerme. Me senté y me concentré en respirar despacio para aclarar la mente. Me sentí agradecida de que él se quedara a mi lado sin quitarme la mano de encima del brazo.

London iba a morir. Esas horribles heridas que los cokyrianos le habían infligido, esas heridas que yo deseaba no haber visto, le provocarían la muerte. Un profundo sentimiento de desamparo me invadió. Pronto, mis dos compañeros de la vida me habrían abandonado: primero Miranna, y luego London. Además, el hombre a quien hacía tiempo que amaba se había marchado hacía mucho y ahora iba a luchar para su despiadado señor. Quería chillar, soltar una maldición: todo mi mundo había desaparecido de forma horrible.

—Destari —dijo London, y su amigo se acercó—: Destari, si el médico no me las va a sacar, debes hacerlo tú.

El enorme guardia de elite retrocedió un poco, renuente.

—El dolor será insoportable —arguyó Destari negando con la cabeza—. London, lo siento, no puedo ser la causa de…

—El dolor bajará cuando me las hayas sacado y, a pesar de la opinión del médico, tengo intención de recuperarme —gruñó London—. No puedo…, voy a perder la conciencia pronto así que no me enteraré mucho. Necesito que hagas esto por mí.

Destari dudó un momento, debatiéndose ante el horrible dilema que se le planteaba: o bien tenía que provocar una agonía insoportable a su amigo, o bien ignorar su petición, quizá la última que le haría nunca.

—No tiene sentido esperar —dijo London, adusto—. Si tengo que morir, déjame hacerlo intentando vivir.

Destari, tenso, aceptó.

—Así sea. —Y dirigiéndose a Cannan, dijo—: Señor, necesitaré mucho alcohol y paños para parar la hemorragia. También precisaré que un par de hombres lo sujeten…, pues tendré que extirpar las puntas de las flechas. Si consigue sobrevivir a eso, necesitaré vendas y ropa de cama limpia.

—Galen y yo te ayudaremos —se ofreció Steldor. Aunque Galen lo miró con las cejas arqueadas, el sargento no puso ninguna objeción. Steldor miró a su padre y añadió—: Y deberías llevarte a Alera de la habitación.

—Yo me encargó de todo —contestó el capitán, dirigiéndose tanto a los guardias de elite como a su hijo.

Ya me había puesto de pie cuando Cannan se acercó a mí, y caminé hasta el pasillo. Al llegar a la puerta me detuve para dejar que él me precediera y enviara a Casimir a buscar todo lo que necesitaban. Cuando salí me dejé caer en el suelo, pues no me decidía a marcharme. Me apoyé en la pared, al lado del al puerta. Si regresaba a mis aposentos no sería capaz de dormir, y quería estar cerca de él cuando le llegara la hora de la muerte. Cannan me miró, comprensivo, y bajó las escaleras con Casimir para ir a buscar todo lo que le había pedido.

Al cabo de poco, Casimir regresó con una sirvienta. Entre ambos llevaban todas las cosas que Destari necesitaba. Pero solamente el guardaespaldas del Rey entró en la habitación y, luego hizo un segundo viaje a buscar otras cosas. La sirvienta se marchó apresuradamente, dejándome sola en el pasillo con Casimir y mis guardaespaldas, que permanecieron a cierta distancia para facilitarme un poco de intimidad.

Oí que London gemía y pensé que Destari debía de estar desinfectándole las heridas antes de comenzar. Luego se hizo un silencio pesado. Al cabo de un momento se oyó un grito medio ahogado y deseé que aquel silencio nunca hubiera terminado. Me abracé las rodillas contra el pecho y me mordí el labio inferior hasta que me sangró, pero conseguí resistir la tentación de meter la cabeza entre los brazos para no oír nada más. Otro grito agónico, y luego otro más, tantos que al final no era consciente de mis propios sollozos. Deseaba que ese tormento terminara, pero, cuando por fin los gritos se apagaron, el miedo me atenazó, pues no supe si Destari había interrumpido la carnicería o si London, finalmente, había sucumbido a ella.

Pasó un ahora. Los guardias y las sombras del pasillo en penumbra eran mi única compañía. Temblaba de frío, pues esa parte del palacio sólo estaba caldeada por el calor que subía de las habitaciones de abajo y yo no había pensado en coger un abrigo. Pero ese frío, en el fondo, casi me sentaba bien, pues me ayudaba a combatir el mareo.

Al final, la puerta se abrió y Galen salió al pasillo seguido de Steldor. Ambos tenían las manos, los brazos y las camisas manchadas de sangre. El sargento cruzó el pasillo con paso torpe y se apoyó con la mano en la pared de enfrente, que manchó de sangre, y se dobló hacia adelante para vomitar sobre el suelo de madera. Me puse en pie inmediatamente justo en el momento en que Galen se tapaba la boca con la mano y me di cuenta de que tenía el rostro de un extraño todo verdoso. Steldor se acercó a su amigo y le puso una mano en el hombro. Luego me miró con pesar.

—Alera, no deberías haberte quedado aquí. No hacía falta que lo oyeras.

—¿Cómo está?

Justo en ese momento Destari salió al pasillo. No tenía manchas de sangre, como los otros dos, sino que estaba tan completamente de ella que sentí náuseas; tuve que cerrar los ojos para no imitar a Galen. Cuando por fin mi estómago se hubo calmado, Destari se quitó la camisa y se limpio la sangre de los brazos y de las manos con ella. Estaba pálido, todo su cuerpo, tenso, y parecía haber olvidado que yo estaba allí. Seguramente, lo que había visto y hecho durante la última hora y media era demasiado para preocuparse por mi sensibilidad.

—Destari, ¿cómo está? —pregunté, pues él era quien mejor podía responderá mi pregunta.

El guardia de elite interrogó con la mirada a Steldor y a Galen, pero ninguno de ellos dijo nada.

Frustrada, quise abrirme paso entre ambos para entrar en la habitación de London.

Steldor me agarró por la cintura y me apartó de la puerta.

—Alera, no.

—Dentro está hecho un asco —me dijo Destari, mirándome como si acabara de regresar de los infiernos—. Por lo menos, dejadnos limpiar un poco.

Asentí con la cabeza, y Destari y Galen volvieron a entrar en la habitación. Steldor no quería dejarme sola en el pasillo, con la única compañía de unos guardaespaldas a quienes casi no conocía.

—¿Por qué no vas a buscar una sirvienta para que limpie la habitación? —sugirió finalmente, pues quería darme una ocupación—. Ahora mismo la única cosa que se puede hacer es esperar.

Me dio un beso en la mejilla y luego entró también en la estancia. Bajé por la escalera de caracol para ir a buscar a una sirvienta, y mientras tanto me di cuenta de que estaba amaneciendo. Luego regresé al pasillo delante de la habitación de London y empecé a caminar arriba y abajo mientras la sirvienta fregaba el suelo. Deseaba que hubiera alguna otra forma de ser útil. Me pareció que pasaron horas hasta que Steldor abrió la puerta y me hizo un gesto para entrara.

London estaba inconsciente en la cama, y el pecho bajaba y subía casi imperceptiblemente al ritmo de su respiración. Le habían quitado la camisa y tenía el torso envuelto en vendas casi del mismo color que su piel. También le habían cambiado la ropa de cama, y el fuego de la chimenea consumía los restos de las viejas sábanas.

Me acerqué a él. Destari puso una silla al lado de la cama para que me sentara. Toqué la frente de London y el calor que noté me sorprendió, pues por la palidez de su piel había esperado encontrarla fría. El doctor tenía razón cuando dijo que London tenía la fiebre muy alta. Le aparté unos mechones plateados de los ojos, sabiendo que, tuviera donde tuviera la mente en esos momentos, no era consciente ni de su cuerpo ni del hecho de que cuando despertara, si es que lo hacía, el dolor sería mil veces más intenso.