I

EL SUCESOR

Los guardias de palacio se alineaban a ambos lados de la sala del Trono en posición de firmes.

Iban vestidos con las túnicas de color azul real con una banda central dorada, y cada uno de ellos empuñaba en la mano izquierda una bandera de seda con los mismos colores. En el estrado de mármol, la Guardia de Elite del Rey, vestida con los jubones militares de color azul real, se había apostado formando un arco doble a cada lado de los tronos. Cannan, que llevaba el jubón, sin mangas y de piel negra, de capitán de la Guardia, se encontraba de pie a la derecha del trono del rey y era el que estaba más cerca del soberano.

Ante el estrado, y dispuestos en dos hileras y con un pasillo central, los bancos estaban ocupados por la nobleza de Hytanica, con sus atavíos coloridos y opulentos. Por las ventanas de la pared norte se filtraban los últimos rayos del sol de la tarde y creaban un resplandor en la parte frontal de la sala que era como una invitación. La estancia se encontraba en un silencio absoluto, roto solamente de vez en cuando por alguien que cambiaba de posición en el asiento, o por el chirrido de algún banco contra el suelo debido a algún movimiento involuntario. Todo el mundo esperaba a que empezara la ceremonia de la coronación.

Steldor y yo, al lado de los demás miembros de la familia real, permanecíamos también en silencio. Estábamos de pie a causa de la emoción, a pesar de que la antesala tenía muchos asientos. En cuanto una de las puertas que daban a la sala del Trono se abrió, nos dimos la vuelta a la vez y vimos a Lanek, el encargado de armas y secretario personal del Rey, que se acercaba a nosotros.

—El sacerdote está listo para empezar —nos informó.

Steldor y yo nos miramos brevemente, pero en su rostro no vi ninguna emoción parecida al nerviosismo que yo sentía.

Me sorprendió su compostura, pero inmediatamente me di cuenta de que el estrés que suponía esa ceremonia no debía de ser nada para él, comparado con las presiones o a las que tenía que enfrentarse en su calidad de comandante del Ejército al dirigir las tropas en la batalla.

El Rey asintió con la cabeza y los guardias de palacio abrieron la doble puerta para permitir que mis padres se colocaran el uno al lado del otro para atravesarla. Los heraldos de palacio los precederían: uno de ellos llevaría el estandarte del Rey, y otro, una bandera que lucía un bordado con el escudo de armas de la familia real. Las vestiduras de mi padre eran de color dorado y llevaba la capa del soberano, de terciopelo de color azul, con cuello de armiño. Sobre la cabeza de cabellos canosos lucía la corona real, de oro y diamantes con cuatro cruces con piedras preciosas engarzadas. El sello del anillo real mostraba dos espadas cruzadas y rodeadas también de piedras preciosas. Con la mano izquierda sujetaba el cetro, y llevaba la espada envainada en un costado. Mi madre lucía un vestido de brocado de oro y una capa de terciopelo de color azul sujeta a los hombros.

Su cabello dorado lucía la corona de la reina, también de oro como la del Rey, pero con una única cruz con piedras preciosas engarzadas en la frente.

Sonaron las trompetas, Lanek anunció al Rey y a la Reina, y los nobles reunidos en la sala se pusieron en pie. A pesar de que Lanek era un hombre bajito y de complexión robusta, lo cual hacía difícil distinguirlo en medio de la gente, siempre conseguía hacerse oír gracias a su atronadora voz.

—¡El rey Adrik y su reina, lady Elissia!

Los suaves ojos marrones de mi padre se posaron sobre los ojos serios y azules de mi madre. Vi que le apretaba la mano en un gesto de afecto antes de ofrecerle el brazo para efectuar la entrada. Entonces, con su esposa al lado, realizó su última aparición en la sala del Trono en calidad de dirigente de Hytanica.

El anciano sacerdote, que se encontraba delante del estrado esperando dirigir el juramento del sucesor del rey, se apartó hacia la derecha y se giró para observar cómo los monarcas subían al trono. Mi hermana, la princesa Miranna, con los azules ojos brillándole con vivacidad, fue la siguiente en entrar en la sala. Llevaba un vestido de brocado de oro y una diadema también de oro y perlas sobre el cabello rojizo.

Cuando llegó delante del soberano, hizo una reverencia y fue a colocarse de pie ante el más alejado de los tres sillones reales que se habían dispuesto a la izquierda de la reina.

Esperé a que mi hermana ocupara su sitio y entonces empecé mi lento y silencioso recorrido por el pasillo central de la sala. A pesar de todos mis esfuerzos, no podía evitar un temblor en las manos, pues sentía el corazón sombrío al pensar en el poder que Steldor iba a tener como rey. Yo llevaba el vestido de color crema y oro que había lucido en mi boda una semana antes, el 10 de mayo, pero en ese momento, además, lucía una larga capa de color carmesí sobre los hombros que barría el suelo a mi paso. Al igual que Miranna, también portaba una diadema de oro y perlas en la cabeza, y me había dejado el cabello castaño suelto sobre los hombros. Mientras me acercaba con solemnidad a los tronos, no pude evitar sonreír ligeramente al pensar, de repente, en el aspecto que habría tenido London de haberse encontrado entre los guardias de elite.

Mi antiguo guardaespaldas todavía no había regresado de su viaje a las montañas en busca de Narian. Pero sabía que, si hubiera estado presente en la ceremonia, no habría llevado el uniforme reglamentario. La imagen que en mi mente se formó de London, de pie, con su jubón de piel, en medio de una compañía tan austera, me parecía cómica. Cuando llegué al estrado, hice una reverencia ante mis padres y subí para colocarme en el sillón que quedaba inmediatamente a la izquierda del de la Reina.

La emoción se apoderó de la sala en cuanto Steldor apareció por la puerta. Se le veía magnífico con su chaqueta negra sobre el chaleco de color dorado que remarcaba su complexión musculosa y contrastaba con sus ojos y su cabello, de un intenso color negro. En el costado izquierdo llevaba una vaina vacía, pero enfundada en su costado derecho estaba la daga que yo le había regalado tres meses antes, para su vigesimoprimer cumpleaños. La capa de color carmesí, sujeta a los hombros con fijaciones doradas, le colgaba hasta los talones. Cuando las trompetas sonaron, Steldor inició la larga marcha por el pasillo central. El sonido de sus botas sobre el suelo acompasaba su avance lento y rítmico. Steldor miraba fijamente hacia delante, indiferente en apariencia a la multitud que lo rodeaba, y su expresión era tan rígida como la de los antiguos reyes de los cuadros que colgaban de las paredes a ambos lados de la sala. A pesar de su actitud, supe, por la ligera inclinación de su cabeza, que saboreaba profundamente ese momento.

Cuando Steldor se acercaba a los tronos, el sacerdote se colocó al final del pasillo central y no habló hasta que mi esposo se detuvo a unos diez pasos de él:

—Señores y señoras de Hytanica —dijo, levantando el tono con su voz nasal y, hasta cierto punto, temblorosa, para que todo el mundo pudiera oírle—: Os presento a lord Steldor, hijo del barón Cannan y esposo de la heredera al trono, la princesa Alera, que se presenta ante vosotros para, según la ley, ser coronado rey de todas las tierras y gentes de Hytanica.

¿Estáis, los aquí reunidos este día, dispuestos a reconocerle como tal?

La sala del Trono resonó con un contundente «sí».

—¿Y estáis vos, lord Steldor, dispuesto a prestar el juramento de rey?

—Estoy dispuesto. —La voz de Steldor se oyó fuerte y segura.

El sacerdote observó un momento a la nobleza y cuando se hubo asegurado de que todo el mundo prestaba atención, asintió con la cabeza a Steldor, y éste se apoyó en el suelo sobre una rodilla.

—¿Juráis solemnemente que gobernaréis a las gentes del reino de Hytanica con justicia, piedad y sabiduría? —preguntó el sacerdote.

—Juro solemnemente que así lo haré.

—¿Juráis que defenderéis y mantendréis las leyes de Dios?

—Lo juro.

—¿Renovaréis aquello que se haya deteriorado, castigaréis y reformaréis aquello que se haya echado a perder y confirmaréis aquello que se encuentre en buen orden?

—Todo ello juro hacerlo.

—Entonces, levantaos y acercaos al trono.

Steldor se puso en pie y el sacerdote le cedió el paso. El joven saludó con un gesto de cabeza a sus soberanos y subió los escalones del estrado. Cannan se acercó a él para quitarle la túnica carmesí, que designaba que su hijo era el sucesor al trono.

Entonces mi madre quitó la capa de soberano de los hombros de su marido y esperó a que Steldor se diera la vuelta para situarse frente a la nobleza. En cuanto éste lo hizo, mi madre le colocó la capa sobre los poderosos hombros. Mientras mis padres se emplazaban al lado del capitán de la Guardia, Cannan le ofreció la capa carmesí a mi madre para que ella la pusiera sobre los hombros de mi padre.

Entonces Steldor dirigió la mirada hacia los nobles y se dispuso a realizar su última declaración.

—Lo que he jurado aquí lo cumpliré y lo mantendré. Que Dios me ayude —dijo en tono desapasionado.

Entonces me ofreció la mano; yo me coloqué a su lado.

Steldor me quitó la capa carmesí y se la dio a mi madre a cambio de la capa de color azul real de la reina, que me sujetó sobre los hombros. Luego, por primera vez, ambos ocupamos nuestro sitio en los tronos.

El sacerdote se colocó delante de nosotros con un pequeño frasco que contenía el aceite para la unción.

—Así sois ungido, bendecido y consagrado como rey sobre las gentes de Hytanica —declaró el sacerdote mientras hacía la señal de la cruz con los dedos untados de aceite en la frente y en las manos de Steldor—. Que nos gobernéis y nos mantengáis en la abundancia y en la paz, y que seáis sabio, justo y piadoso.

Entonces se acercó a mí y volvió a untarse los dedos con el aceite.

—Así sois designada reina de Hytanica, para que apoyéis y ayudéis a vuestro rey en el cumplimiento de los deberes de su cargo —dijo mientras hacía también la marca de la cruz sobre mi frente y mis manos.

Cuando hubo terminado de administrar su bendición, el sacerdote se colocó al final de los tronos y se sentó en una silla que le habían preparado a tal efecto. Había llegado el momento de que mi padre renunciara a su autoridad como rey e invistiera a su sucesor, así que dio un paso hacia delante y Steldor se puso en pie para aceptar los símbolos de la monarquía.

—Recibid el emblema de la sabiduría —dijo mi padre en tono firme mientras depositaba el cetro real en la mano izquierda de Steldor—. Honrad a los fieles, proveed a los débiles, apreciad a los justos y conducid a vuestras gentes por el camino por el que deben ir.

Luego le entregó la espada real.

—No empleéis esta espada en vano, utilizadla solamente para aterrorizar y castigar a los hacedores del mal, y para proteger y ensalzar a aquellos que hacen el bien.

Steldor aceptó la espada y la mostró un momento ante todos antes de enfundarla en la vaina. Entonces el Rey se quitó el anillo real y se lo colocó en el dedo anular de la mano derecha.

—Recibid el anillo de la dignidad real, para que todos reconozcan vuestra soberanía y para que recordéis los juramentos que habéis hecho este día.

Había llegado el momento del acto final. Observé con cierta tristeza a mi padre quitarse la corona de la cabeza y sostenerla en alto para que todos la vieran. Entonces realizó una última y ferviente declaración.

—Recibid esta corona como símbolo de la majestad real en calidad de rey de Hytanica.

Mi padre colocó la corona sobre la cabeza de Steldor. Entonces, todos los allí reunidos exclamaron emocionados:

—¡Dios salve al Rey! ¡Dios salve al rey Steldor!

Mi padre, que ya no era el gobernante de Hytanica, esperó a que todos se callaran y se arrodilló con humildad ante su rey para jurarle lealtad.

—Seré leal a vos, mi señor soberano, rey de Hytanica, y a vuestros sucesores.

Después de besar el anillo real, mi padre se puso en pie y se situó delante de la silla que inicialmente había sido destinada para mí. Me puse en pie, me quité la diadema y se la di a mi madre, que se había colocado delante de Steldor para que éste le retirara la corona de reina. Mi madre hizo una reverencia y fue a colocarse al lado de su esposo y de su hija pequeña.

—Conforme a la ley, quedáis coronada como reina de Hytanica —declaró Steldor mientras me ponía la corona de oro en la cabeza.

Las ancianas piedras y las vetustas vigas de la sala retumbaron con las exclamaciones de los asistentes, pero un gran peso se depositó sobre mí al tiempo que la corona tocaba mi cabeza. De repente sentí que dieciocho años era una edad demasiado temprana para asumir un cargo como ése. Sobrecogida por el pánico, miré a mi madre, que me ofreció la única ayuda que podía prestarme: una sonrisa reconfortante. Steldor y yo ocupamos nuestros tronos, y el resto de la familia real, así como todos los miembros de la nobleza, tomaron asiento. Cannan se adelantó y se arrodilló delante de su hijo para jurarle su lealtad.

—Yo, barón de Cannan, capitán de la Guardia y jefe del Ejército de Hytanica, seré vuestro hombre ante cualquier peligro, y siempre os seré leal, y viviré y moriré en vuestra defensa, enfrentándome a cualquier amenaza.

El capitán, después de besar el anillo real, regresó a su posición a la derecha del Rey. Yo lo seguí con la mirada y me pregunté qué debería de estar sintiendo en ese momento; pero, como siempre, su rostro se mostraba impasible.

Los homenajes se sucedieron. Cada miembro varón de la nobleza avanzó para arrodillarse y ofrecer lealtad al nuevo rey. Cuando el último de ellos se hubo retirado a su asiento, Steldor y yo nos pusimos en pie. Todos los ocupantes de la sala nos imitaron. Steldor, con el cetro real en la mano derecha y mi mano en su izquierda, asintió con la cabeza mirando a Lanek, y éste anunció al nuevo gobernante de Hytanica.

—Dios salve a Su Majestad el rey Steldor y a su reina, lady Alera.

Las trompetas sonaron, y los heraldos, que llevaban los estandartes de la familia real y del reino, nos precedieron por el pasillo para salir de la sala de los Reyes. Detrás de nosotros salieron Cannan con los guardias de elite, mis padres y Miranna.

Cuando entramos en la antesala, mis ojos se encontraron con los de Steldor un instante y el brillo casi enfebrecido que vi en ellos me dejó perpleja. Sabía que seguramente él había imaginado esa coronación desde que nos conocimos, casi diez años antes, y a pesar de ello yo no era capaz de comprender la satisfacción que sentía al haber conseguido por fin su codiciado trofeo. Pero no nos entretuvimos: seguimos a los heraldos y, acompañados por los guardias, atravesamos la puerta hacia el vestíbulo principal y luego subimos por el ramal derecho de la escalera principal. Mis padres y mi hermana se quedaron abajo. Cuando llegamos arriba, entramos en la sala de baile y salimos al balcón al tiempo que sonaban las trompetas para llamar la atención de la gente que se había reunido al otro lado de los muros del patio.

—Dios salve a Su Majestad el rey Steldor y a su reina, lady Alera —volvió a anunciar Lanek en voz alta.

Los guardias de palacio, apostados delante de la puerta, repitieron el anuncio, y pronto oímos un estruendoso aplauso y gritos de «Dios salve al Rey». Steldor, que se encontraba completamente en su elemento, saludaba con la mano a los ciudadanos.

No hubiera podido decir cuánto tiempo estuvimos en el balcón, pero a causa de la larga ceremonia de coronación, de mis altos niveles de ansiedad y del tiempo que hacía que no había comido, me sentía exhausta. Steldor, por el contrario, estaba eufórico, parecía ser capaz de quedarse disfrutando de las aclamaciones de la gente para siempre. Ahí, de pie, me di cuenta de que ahora estaba casada con el rey de Hytanica, y esa noción me provocó una ligera sensación de mareo que me obligó a apoyarme en el hombro de Steldor. Él me miró, sorprendido, y me rodeó con los brazos para que pudiera descansar la cabeza sobre su pecho.

—Parece que ya has tenido bastantes emociones por hoy —me dijo con suavidad.

Steldor me condujo de nuevo al interior de la sala de baile, despidió a mi padre y a los guardias con un gesto de la mano y, luego, me llevó en brazos hasta nuestros aposentos.

Una vez allí, me dejó encima de la cama y me quitó la corona y la capa, luego desató los lazos del vestido y empezó a quitármelo por los brazos. Me di una vuelta a cada lado, sobre la cama, para ayudarlo, y me quedé con la ropa interior. Me sentía demasiado cansada para resistirme. Cuando hubo terminado, me izó las piernas sobre el colchón, me quitó los zapatos y me cubrió con una sábana. Al terminar, y para mi sorpresa, me besó en la frente.

—Relájate y duerme. Luego te traeré un poco de comida para que recuperes las fuerzas.

Me acarició suavemente la mejilla, se dio la vuelta y salió de la habitación. Yo sentía los párpados pesados y cerré los ojos. Como siempre, el recuerdo de Narian invadió mis sueños.

Estábamos de pie en el claro del bosque, en la finca de su padre. Sentía el calor del sol en mi espalda y oía el canto de los pájaros, en los árboles. «Mira. ¿Ves? Lo he traído —le dije, mostrando un pantalón a Narian para que lo examinara—. Ahora no tienes ningún motivo para oponerte a enseñarme defensa personal.» «Puedo oponerme porque no lo llevas puesto.» El tono de su voz era firme, pero resultaba agradable.

El viento le revolvía el pelo rubio. Entonces apareció otra imagen: yo llevaba puesto el pantalón y una camisa blanca, y me encontraba al lado de un oscuro caballo castrado. «No creo que las mujeres de Cokyria monten a caballo», dije. «La mujer que me crió es una de las mejores amazonas del reino», respondió Narian, que se encontraba delante del caballo. Lo miré a los ojos y noté que la capacidad de resistirme a él me abandonaba. Narian vino a mi lado e hincó una rodilla en el suelo para que yo utilizara su pierna de estribo y pudiera subir al caballo. Así lo hice, torpemente, y él levantó el rostro, sonriendo. Tenía las mejillas ruborizadas de felicidad, y la expresión de sus ojos era completamente confiada. Entonces subió al caballo y se colocó detrás de mí.

Ahora cabalgábamos por la oscura ciudad. A veces, los cascos del caballo resonaban sobre la piedra; otras, emitían un ruido sordo al pisar las calles de tierra. La luna y las estrellas se reflejaban sobre los restos de nieve, en el suelo. Yo apoyaba el cuerpo contra su pecho, disfrutando de su calor, y noté que nuestras respiraciones se iban acompasando. Me sentía en paz con el mundo. Dimos una larga vuelta en dirección a las caballerizas de palacio. Al llegar, Narian desmontó y me miró, expectante. Me dejé caer entre sus brazos. Mientras me sujetaba, vi que sus ojos reflejaban amor. Nuestros labios se encontraron y se fundieron en un beso, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

La escena volvió a cambiar. Nos encontrábamos en mi sala, sentados delante de la chimenea, y contemplábamos las ascuas encendidas del fuego. Yo estaba entre sus brazos, me sentía segura, y escuchaba su voz tranquila mientras él me describía la belleza de Cokyria, la tierra en que había crecido. Entonces London entró y separó a Narian de mí. «Te mantendrás alejado de Alera o te las tendrás que ver conmigo», le dijo en tono amenazador. Luego me miró: «No podemos controlar nuestro corazón, Alera, pero debemos controlar nuestro cuerpo y nuestra mente. No podéis casaros con él. Es mejor que os mantengáis lejos de él, para que estos sentimientos se apaguen poco a poco». Miré a London. Todo mi ser me dolía y las lágrimas me caían por las mejillas.

Cuando abrí los ojos ya había anochecido. Me habían despertado unos ruidos procedentes de la sala y enseguida noté que la almohada y mis mejillas estaban ligeramente húmedas.

Contemplé la luz que se filtraba por la puerta, entreabierta, y decidí investigar. Me puse la bata encima de la ropa interior.

La sala de los aposentos no había cambiado mucho de cuando mis padres vivían en ellos, pero Steldor había dejado su huella en ese espacio de forma clara e inconfundible. Los sillones tapizados de brocado color crema que tanto gustaban a mi madre todavía estaban al lado de la ventana y permitían sentarse ante una espléndida vista del jardín. Detrás de éste, el bosque Kilwin se extendía en dirección a la cordillera Niñey - re, en el norte. Pero el sofá había sido sustituido por otro de piel marrón, muy en consonancia con el gusto de Steldor. La chimenea, que se encontraba en la pared este, rodeada por estantes de libros, además del banco que tenía delante, ahora calentaba también un grupo de sillones de piel dispuestos alrededor de una mesa de juego. Un escritorio que mi padre raramente había utilizado, ahora se encontraba en la parte sur de la habitación, y mi esposo lo había llenado de plumas, pergaminos, tinta y libros de cuentas. Cerca del escritorio había un aparador de madera elaboradamente tallada y más sillones.

Las paredes continuaban adornadas con tapices, y los suelos, cubiertos de alfombras. Las lámparas de aceite ofrecían una luz suave. Lo único que parecía faltar en esa habitación era mi toque, y me resultaba extraño sentirme, de alguna manera, ausente de mi propia casa.

En esos momentos, Steldor colocaba una bandeja encima de una mesita baja que había delante del sofá. Enseguida me vio aparecer.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó en tono cordial mientras se servía una copa de vino.

Asentí con la cabeza. No sabía si acercarme a él o no.

—Entonces ven. Te he traído algo para comer.

A pesar de su invitación, permanecí donde estaba. Él llenó una copa de vino para mí. Luego levantó la cabeza y, al notar mi resistencia a acercarme, se dirigió a la chimenea. Su chaqueta, su jubón y sus armas reposaban encima del banco.

—Te prometo que te dejaré comer tranquila —dijo con una carcajada, mientras hacía un amplio movimiento con el brazo para señalar la comida.

Sentí que me hervían las mejillas. A pesar de ello, avancé hacia la chimenea. El olor de la comida era irresistible. Steldor se sentó relajadamente en uno de los sillones con la copa y la jarra de vino. Yo me acomodé en el sofá dispuesta a devorar la carne, el pan y la fruta. Cuando por fin dejé de sentir ese agujero en el estómago, miré a mi esposo y la expresión risueña con que me observaba volvió a hacerme sonrojar.

—No te detengas por mí —dijo, al darse cuenta de que me incomodaba—. Hace una hora, yo he comido con la misma voracidad que tú.

Tomé unos cuantos bocados más, aunque un poco más despacio, y luego dejé los cubiertos encima de la mesa.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —pregunté.

—Por fin oigo tu dulce voz —bromeó Steldor. Era evidente que estaba de muy buen humor. Se sirvió otra copa de vino antes de responder—: Has conseguido dormir, por lo menos, tres horas.

Lo miré, sorprendida y asustada ante la posibilidad de haber fallado en el cumplimiento de mi deber como reina de Hytanica.

—Así pues, ¿la celebración ya ha terminado?

—Sí, a no ser que deseemos continuar celebrándolo en privado. —Steldor se puso en pie con una sonrisa de engreimiento y me acercó el vino—. Pero no te sientas culpable.

Sospecho que he disfrutado más del jolgorio de lo que lo habrías hecho tú.

Dejó su copa y la jarra en la bandeja que había encima de la mesa, cogió mi copa y me la ofreció. Yo di unos cuantos sorbos de vino, nerviosa, consciente de su mirada sobre mí e insegura acerca de cuáles eran sus intenciones. Al cabo de un momento de gran incomodidad por mi parte, Steldor rodeó la mesa y se sentó a mi lado. Inmediatamente, me puse en pie.

Fue como si el peso de su cuerpo me hubiera propulsado hacia arriba.

—Creo que voy a retirarme ya a dormir. Por favor, excúsame, mi señor.

Él soltó una breve y cínica carcajada.

—Dormir…, comer…, beber… Seguro que ya te has recuperado y que podrías hacerme un poco de compañía.

—Si así lo deseas.

Me volví a sentar, tensa, en el borde del sofá y con la copa de vino entre las manos. Sin decir palabra, él cogió la copa y la dejó en la bandeja. Luego me sacó las horquillas del pelo, que me cayó sobre los hombros.

—Hace una semana me pediste que fuera despacio, y yo accedí y me mantuve a distancia —dijo, reprendiéndome—. Incluso he dormido en el suelo, sobre el jergón de mi soldado, durante las pasadas noches, en la habitación de invitados. —Hizo una pausa y se entretuvo enrollando un mechón de mi pelo con el dedo—. No llego a comprender cómo conseguirás sentirte cómoda conmigo si ni siquiera dejas que te bese, por no hablar de tocarte. —El tono de su voz era ligero, pero percibí el deseo en sus ojos.

Bajé la cabeza, desolada. Sabía que él tenía derecho a esperar algo más, que yo no tenía ninguna excusa que poner. Steldor se acercó más a mí y me cogió la barbilla con los dedos.

Entonces se inclinó hacia delante y unió sus labios a los míos con ternura y sensualidad. A pesar del deseo que sentía de escapar, me atrajo su manera de acercarse, sorprendentemente amable, y, como siempre, su provocativo olor me atrapó. Steldor se apartó un poco de mí para evaluar mi reacción y luego me abrió la bata. Sin apartar sus ojos de los míos, me puso la punta de los dedos en la base del cuello, me acarició la parte de la clavícula y fue bajando poco a poco hasta la hendidura entre mis pechos.

—Por favor, no —dije casi sin respiración, incapaz de controlar el sonrojo y los rápidos latidos de mi corazón.

—Debes aceptar mi contacto —murmuró, y recorrió con los labios el mismo trazado que había dibujado con los dedos.

—Detente —insistí, pero él apretó los labios contra los míos, ahogándome la voz.

Steldor recorrió todo mi cuerpo con las manos, y yo sentí que un fuego me invadía. Me molestó no poder evitar que él tuviera ese efecto sobre mi voluntad, así que lo empujé para apartarlo. Durante un terrible instante temí que él no se dejara, pero por fin se incorporó y dejó reposar las manos sobre mi cintura. Me miró con el ceño fruncido y cara de exasperación.

—Tus labios responden favorablemente a los míos, así que quizá sea tu corazón el que no quiere —dijo, mientras volvía a atraerme hacia él lenta pero decididamente—. Como esposo, tengo derecho sobre tu cuerpo, con o sin tu corazón.

—Si me quieres, y si tienes alguna esperanza de que yo algún día te quiera, no debes hacer esto —supliqué, consciente de lo indefensa que me encontraba ante él.

Él me retuvo unos momentos, mirándome insistentemente con sus ojos profundos y marrones. Luego me soltó, se levantó y se acercó al fuego de la chimenea. A pesar de que el corazón todavía me latía con fuerza, al ver que él cogía el jubón del banco y se lo ponía sentí una profunda sensación de alivio. Steldor cogió después sus armas y se las colocó descuidadamente alrededor de las caderas. Entonces caminó hasta la puerta sin dirigirme ni una palabra ni una mirada.

—¿Adónde vas? —grité, repentinamente frustrada.

—Fuera —respondió, cortante.

Y, tras dirigirme una última mirada fulminante, desapareció por la puerta que daba al pasillo. Yo me quedé allí, pensando en su personalidad caprichosa y en los contradictorios impulsos de mi cuerpo y de mi corazón.

Al día siguiente, y antes de tener ocasión de encontrarme con él, supe que el enojo de Steldor no había remitido. Si habitualmente abandonaba los aposentos en silencio antes de que yo me despertara, esa mañana se ocupó concienzudamente de molestarme y dio un portazo al salir. Suspiré, me vestí y desayuné. Luego abandoné la habitación para empezar mis deberes en mi primer día oficial en calidad de reina.

Me dirigí hacia la escalera principal con una ligera sensación de que algo fallaba, pues me faltaba mi guardaespaldas personal. Mi padre, durante su reinado, ordenó que, además de mi madre, tanto mi hermana como yo estuviéramos constantemente vigiladas, posiblemente a causa de la desconfianza que la guerra contra Cokyria le había hecho sentir. Pero Steldor había decidido que no había necesidad de tomar tales medidas mientras nos encontráramos dentro del palacio, que estaba fuertemente protegido, así que Cannan había destinado a otros puestos a los hombres que hasta el momento habían cumplido esa función. Sin embargo, y para tranquilizar a mi padre, Steldor había dejado a Halias, el guardia de elite que había protegido a mi hermana desde el día en que nació, como guardaespaldas de Miranna.

Mi primera tarea consistía en reunirme con el personal de servicio en la sala de la Reina, que se encontraba en el primer piso del ala este de palacio. Después de elaborar el menú para los próximos días con la cocinera y de decidir qué habitaciones habrían de limpiarse esa semana, la gobernanta me informó de que había que reemplazar a dos de las criadas y de que tenía varias candidatas para mi consideración. Me alarmé, pues nunca había pensado que tendría que contratar a alguien, y mi madre nunca me había instruido acerca de los criterios en los que tenía que basarme para tomar una decisión como ésa.

—¿Qué funciones tendrán que desempeñar esas dos criadas? —pregunté al final.

—Una se encargaría de la limpieza general, alteza —respondió la gobernanta inmediatamente—. La otra serviría como doncella a la princesa Miranna, ya que Ailith se ha marchado para casarse.

—¿Y esas mujeres están contigo?

—Sí, señora, están en el pasillo.

—Bueno, supongo que tengo que hablar con ellas.

—Sí, mi señora.

Esperé, incómoda, ante el escritorio que mi madre siempre había utilizado, a que la gobernanta acompañara a las solicitantes.

Cuatro mujeres. Cada una de ellas de una edad, una corpulencia y una talla distintas. Entraron en la habitación y se colocaron formando una hilera delante de mí. Yo formulé la única pregunta que se me ocurrió.

—¿Habéis ocupado alguna vez el puesto de criada?

Por desgracia todas negaron al mismo tiempo. Se hizo un momento de tensión durante el cual me esforcé por pensar en otra pregunta. Al final me dirigí a la más joven y mejor vestida de las cuatro.

—¿Cómo te llamas?

—Ryla, majestad —respondió ella con una sonrisa que le iluminó el rostro. Mi intuición me dijo que su carácter congeniaría con el de mi hermana.

—¿Piensas que serías capaz de cumplir los deberes de una doncella?

—Sí, alteza. Aprendo deprisa y me sentiría muy honrada de ocupar un cargo como ése.

—Muy bien, pues. Estarás al servicio de la princesa Miranna.

A continuación, y como no sabía cómo diferenciar a la una de las otras tres candidatas que quedaban, miré a mi gobernanta pidiéndole auxilio.

—Te dejo las últimas decisiones a ti —dije, con la esperanza de parecer más segura de mí misma de lo que me sentía—.

Sin duda, tú eres más capaz de juzgar las habilidades de estas mujeres que yo.

La gobernanta asintió con la cabeza con un gesto amable e hizo salir a las cuatro mujeres de la habitación. Despedí al resto del servicio para que prosiguieran cumpliendo sus tareas y me instalé en uno de los sillones de terciopelo rosa al lado de la ventana para que me sirvieran la comida. Mientras comía, mis pensamientos divagaron hacia la primera reunión oficial que iba a preparar en calidad de reina: sería una pequeña celebración para el cumpleaños de Miranna, el 19 de junio.

La jefa de cocina volvió por la tarde con el escribiente de palacio y empecé a hablarle de las ideas que había tenido para la cena de celebración. Pasé dos horas elaborando el menú y la lista de invitados. Entre ellos se encontraban mis padres; lord Temerson, el joven que era el favorito de mi hermana, y sus padres; lady Semary, la mejor amiga de mi hermana, y sus padres; Cannan y su esposa, la baronesa Faramay; el mejor amigo de Steldor, lord Galen, y su acompañante; y lord Baelic, el hermano pequeño de Cannan, con su esposa y sus dos hijas mayores, pues éstas formaban parte del círculo de amigas de mi hermana.

Más tarde cené con mi familia, y al terminar me sentía tan agotada por las tensiones de ese día que me hubiera gustado regresar a mis aposentos, pero dudaba en hacerlo a causa del mal humor que Steldor me había mostrado esa mañana.

Él no se había reunido con nosotros para cenar, así que supuse que su humor no había mejorado y yo temía encontrarme con él en nuestra sala. Así que me fui a la biblioteca.

Al cabo de una hora, sin embargo, dejé el libro con la esperanza de esquivar a mi esposo y su actitud hostil dirigiéndome directamente a la cama.

Por desgracia, en cuanto entré en la sala me encontré con que Galen y Steldor estaban sentados en los sillones, el uno frente al otro, inmersos en una partida de ajedrez. Hacía poco tiempo que Galen había sido designado sargento de armas, pues Kade había depositado con gusto la responsabilidad de dirigir todo el palacio en manos del joven. Galen pronto se dio cuenta de que eso también lo colocaba en la posición de lacayo y criado oficial de Cannan, y resultaba necesario que pasara largos días, e incluso noches, en palacio. Observé rápidamente a los dos amigos y percibí hasta qué punto su aspecto era parecido. Galen solamente tenía un año más que Steldor, su altura y constitución física eran similares, e incluso tenía los mismos gustos en la forma de vestir. Yo siempre había creído que también sus caracteres eran parecidos, pero hacía poco tiempo que había empezado a pensar que la personalidad de Galen, al igual que sus ojos y sus cabellos marrones, no era tan oscura como la de Steldor.

Galen miró en mi dirección, pues se había desconcentrado al cerrar yo la puerta, e inmediatamente se puso en pie.

—Mi reina —dijo, dedicándome una breve reverencia.

En ese momento, Steldor dirigió su atención hacia mí, aunque no se levantó. Saludé al sargento de armas con una inclinación de cabeza y, al mismo tiempo, miré de reojo a mi esposo sin saber si era o no era bienvenida.

—Quizá debería irme —dijo Galen al percibir la tensión que se había creado en la habitación—. Ya terminaremos nuestra partida en otro momento.

—Siéntate —le ordenó Steldor con brusquedad—. A Alera no le molestará. Le gusta que cualquier cosa o cualquier persona se interponga entre ambos.

No hice caso del comentario del Rey y, cogiendo mi libro, me dirigí a Galen con dulzura:

—Por favor, quédate. De todas maneras, pensaba leer.

—Créeme —añadió Steldor mientras señalaba el tablero de ajedrez—. Éste será el mejor momento de la noche.

A pesar de que mi intención inicial no había sido quedarme en la sala, decidí hacerlo, pues sabía que mi presencia molestaría a Steldor y, así, lo castigaría por sus rudos comentarios.

Galen, incómodo al verse atrapado entre dos fuegos, se sentó y los dos hombres retomaron la partida. Me dirigí hacia el sofá, esquivé la mesa que se encontraba delante de éste y me senté al lado de las habituales copas de vino y la jarra. Me quité los zapatos, me senté sobre el sofá de piel con los pies debajo de mi cuerpo y empecé a leer. Pero, al cabo de veinte minutos, Steldor me sacó de mi lectura.

—Alera, tráenos un poco de vino —ordenó en tono despreocupado.

Sentí una ola de indignación al ser interrumpida de esa forma, y me pregunté por qué no era capaz de ir él mismo a buscar el vino, o por qué tenía la necesidad de darme una orden en lugar de hacerme una petición. Mientras dudaba, Galen se puso en pie y se fue hasta la mesa sin dirigirnos ni una palabra. Llenó una de las copas y me la dio.

—Gracias, amable señor —dije, devolviéndole la gentileza con una sonrisa y disfrutando inmensamente de la irritación que se traslucía en el rostro de mi esposo, que fruncía el ceño.

—De nada —repuso Galen con una insinuación de sonrisa.

Luego llenó dos copas más, se colocó la jarra entre el brazo y el cuerpo y regresó al lado de Steldor. Con una expresión de disculpa, ofreció una de las copas a su mejor amigo.

—Siempre siento la necesidad de auxiliar a una dama en apuros —explicó en tono informal mientras volvía a sentarse.

Para mi sorpresa, Steldor se rió. Galen colocó la jarra sobre el suelo para poder continuar la partida.

Al cabo de unos minutos deposité la copa, todavía casi llena de vino, encima de la mesa de delante del sofá, pues aún no había desarrollado el gusto por el vino. Me levanté y me acerqué a los dos amigos.

—Buenas noches, caballero —dije intencionadamente, y miré a Galen antes de dirigir mi atención hacia Steldor—. Y buenas noches, esposo. Creo que voy a retirarme. —Ambos levantaron la mirada hacia mí, y yo me dirigí con calidez a nuestro invitado—: Me he alegrado de verte otra vez. Sin duda, has sido también la mejor parte de la noche para mí.

Dirigí una última mirada a Steldor y desaparecí hacia mi dormitorio, complacida con la expresión consternada con que acababa de dejar a mi marido.

—Es un poco guerrera, ¿no? —oí que decía Galen en tono casi de aprobación, mientras yo cerraba la puerta. Permanecí pegada a ella para oír la respuesta de mi esposo.

—Sí, se puede decir que es todo un reto. La reprendería por su insolencia, pero me temo que quizás esa sea su mejor cualidad.

Los dos hombres se rieron y yo me apoyé en la puerta, enojada con Steldor por hablar de mí en ese tono de desprecio ante su amigo, y decepcionada conmigo misma por el hecho de que eso me importara. Me preparé para meterme en la cama mientras maldecía las circunstancias en que me encontraba.

Si no hubiera sido por el egoísmo de mi padre y por su obstinación en verme solamente como una herramienta en los planes de los hombres, yo no me hubiera casado con Steldor.

El anterior rey había decidido hacía mucho tiempo que el hijo del capitán de la Guardia sería su sucesor, pues él no tenía ningún heredero varón, sin preocuparse por mi felicidad y sin tener en cuenta el hecho de que yo había entregado mi corazón a otro hombre.

Me sentía terriblemente vacía. Me senté en la cama y cometí la indulgencia de permitir que mis pensamientos se dirigieran hacia Narian, el misterioso hijo del barón Koranis y de la baronesa Alantonya. Mi padre había tenido miedo de ese joven y había albergado dudas acerca de su lealtad, pues Narian había sido secuestrado de niño y había crecido en Cokyria, el despiadado reino de las montañas que era enemigo nuestro desde hacía un siglo. Diez meses atrás, Narian había regresado al lado de su familia de Hytanica y pareció que los únicos ojos que no estaban empañados por el odio y la intolerancia eran los míos. Yo había sido capaz de ver a Narian tal como era: un joven con coraje y una mente independiente que había tenido que pagar el precio de muchas cosas que se encontraban fuera de su control. Él no podía hacer nada con respecto a su pasado, al igual que no podía evitar que sus intensos y profundos ojos azules me atravesaran y me tuvieran cautiva. Yo confiaba en él tanto como él confiaba en mí y me respetaba.

Suspiré profundamente, pues sentía un gran peso en el corazón. Me metí debajo de las sábanas con intención de leer un rato más para evitar que los pensamientos me invadieran. Y, a medida que la vela de la lámpara se iba fundiendo, mis párpados fueron cerrándose hasta que me quedé dormida con el libro entre las manos.