Raina Granizo Negro se sentó en el borde del lecho de piedra y se ató los cabellos color castaño claro. Los mechones eran suaves y gruesos, y los familiares movimientos para realizar la larga trenza la tranquilizaban. A Dagro siempre le había gustado su cabello. «Suéltatelo para mí», le había musitado aquella primera noche en el campo de cebada en que se habían unido como hombre y mujer mientras su primera esposa agonizaba en esa misma habitación. Norala lo había querido, pues sabía que su esposo necesitaba el consuelo de una mujer y deseaba que escogiera a una digna de ser su nueva esposa. Con todo, Norala había muerto una semana más tarde, antes de lo esperado y entre terribles dolores, y Raina sabía que había sido el enterarse de su unión lo que la había matado. Escoger una nueva esposa para el marido esa una cosa; vivir sabiendo que la nueva pareja estaba enamorada y se entendía a la perfección era otra, y había sido incapaz de soportar aquella angustia.

Con un suspiro, Raina se incorporó. Todo parecía haber sucedido hacía una eternidad, y ella había sido tan criatura. ¿Cómo pudo creer jamás que el mundo era bueno y que todos los que lo habitaban la querían bien?

Introdujo afiladas peinetas de plata en los cabellos y enroscó la trenza alrededor de la cabeza. No sería apropiado para ella que la vieran con los cabellos sueltos o colgando sobre la espalda en una única trenza; era la esposa del caudillo, y había muchos a su alrededor que estaban ansiosos por encontrar algo que criticar. Los cuchicheos habían empezado ya. «Maza ya no duerme en su habitación. Ayla Varal dice que ella lo echó. ¿Quién puede culpar a un hombre por buscar en otra parte los favores que su esposa no quiere concederle?».

Una sonrisita severa que a Raina no le gustaba mostrar aparecía en su rostro cuando se miró en el espejo. «Él siempre tergiversa e intriga, y asesina la verdad». Era él quien había abandonado el lecho matrimonial. Maza, no ella. Los dioses sabían que a ella no le había gustado, pero había descubierto que su capacidad de resistencia era como un enorme espacio hueco en su interior, siempre capaz de engullir un poco más. Maza había hecho saber que ella se había tornado indiferente y frígida, y le había cerrado la puerta. Mentiras, todo mentiras, pero sonaban tan parecidas a la verdad.

Y debilitaban su posición en el clan. Las mujeres del clan eran su columna vertebral y su apoyo; ella ayudaba a nacer a sus hijos, enseñaba a sus hijas a ser mujeres, ofrecía consejo cuando sus matrimonios se tornaban tensos y dolorosos en épocas de aflicción. Siempre se había dicho de ella que era una buena mujer y esposa leal, y Maza Granizo Negro le estaba arrebatando lo único que le quedaba.

Si una se negaba a compartir el lecho con el esposo, significaba que había dejado de ser una esposa leal.

Era demasiado orgullosa para negarlo, pues no quería decir en voz alta lo que otras se deleitaban en murmurar, ni tampoco estaba segura de que creyeran tal negativa. Siempre se había mostrado fría con Maza y, sin duda, las mujeres lo habían observado, como hacían siempre las mujeres, y los rumores resultarían más fáciles de creer. «Al fin y al cabo —dirían—, ella no le ha demostrado nunca demasiado amor en el pasado. Era sólo cuestión de tiempo que se apartara de él».

Contrariada, Raina tiró del colchón relleno de paja de la cama y empezó a sacudirlo para airearlo un poco. Realmente tenía que confeccionar otro nuevo, pues aquel se había quedado fláccido, y sin duda muchas criaturas diminutas habían ido a anidar en su interior; además, ya no amortiguaba el contacto de su espalda con el lecho de piedra.

«Piedra, piedra, piedra». Estaba harta de los Granizo Negro y de su dureza; de su casa oscura y opresiva, y de sus cadáveres, que dejaban al aire libre para que se pudrieran. No había más que contemplar aquella estancia: cama de piedra, paredes de piedra desnudas, losas de piedra que las pisadas de dos mil años de caudillo habían desgastado. ¿Dónde estaba la frivolidad y la música? Durante su infancia en Dregg había habido bailes y mascaradas, la enorme sala había estado iluminada por la luz de las velas, los hombres habían hecho ondular sus kilts las mujeres habían adornado sus cabellos con romero. Sólo mirar sus paredes alegraba la vista; alisadas con yeso y pintadas de color ocre oscuro, y recubiertas de tejidos de confección casera, apenas parecían de piedra. Los Granizo Negro eran diez veces más ricos que los Dregg, así pues, ¿por qué no mostraban nada de su alegría de vivir?

Raina dejó que el colchón de paja cayera sobre la cama. «Todavía soy joven. Sólo han transcurrido treinta y tres inviernos. Entonces, ¿por qué esta casa comunal me hace sentir vieja?».

Era una pregunta para la que carecía de tiempo. Inigar Corcovado le había pedido que acudiera a la casa-guía, y ella no quería ir, aunque sabía que debía hacerlo. Ya le estaba haciendo esperar.

Su aposento estaba situado en la pared occidental de la casa comunal, tan lejos como era posible estar de la piedra-guía y de la casa-guía, y aquel día daba la impresión de que la caminata hasta allí era especialmente larga y agotadora. Algunas de las mujeres Scarpe habían instalado una sala de cocinar en el viejo granero, donde la humedad había crecido con demasiada fuerza para continuar almacenando grano. Raina olió los fuertes y extraños aromas de la cocina de otro clan, y sintió cómo la bilis ascendía por su garganta. «¿Cómo la soportamos esta lenta invasión de los Scarpe?». En ese momento atisbó a Anwyn Ave, que cruzaba el vestíbulo de entrada en dirección a la cocina, y por un momento, pensó en detener a la madura mujer para preguntárselo; pero observó que tenía la espalda extrañamente encorvada y demasiados cabellos sueltos en el moño. «Ella también sufre», pensó, y se preguntó cómo debía sentirse Anwyn Ave al ver que unos forasteros se habían apoderado de sus limpios y bien ordenados dominios. Se podía luchar y luchar, pero se obtenía muy poco al final. Maza Granizo Negro acabaría saliéndose con la suya.

Mientras se aproximaba al estrecho túnel que conducía a la casa-guía, Raina se alisó el vestido y comprobó que sus botas no estuvieran enlodadas. Era una estupidez, pero no pudo evitarlo. Se libraría un combate allí —lo intuía— y hacía mucho tiempo que había aprendido a luchar con aquellas armas de que disponía. Inigar la vería como la esposa del caudillo, no como a una jovencita asustada a la que podía amedrentar y persuadir con artimañas.

Dotándose de compostura como si fuera una máscara, penetró en la casa-guía de los Granizo Negro.

El frío fue lo primero que la afectó, su terrible intensidad y la devastadora sensación que producía. ¿Cuánto tiempo hacía que había helado? ¿Diez días? Sin duda, entonces ya no quedaba ni rastro. Justo el día anterior había abrevado a Cari en la Filtración, y estaba segura de haber percibido el primer soplo primaveral. Sin embargo allí, en la casa-guía, el tiempo parecía haberse detenido en pleno invierno. Tiritando, se frotó los brazos, mientras deseaba haber pensado en traer un chai.

A medida que sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra, la enorme masa de la piedra Granizo Negro empezó a emerger de entre las sombras como algo traído de otro mundo. Su tamaño y poder la humillaron, y no obstante todos sus esfuerzos por disciplinar las emociones, sintió despertar viejas sensaciones de temor sobrenatural.

Entonces, vio que la piedra desprendía vapor.

Un miedo, instantáneo y tan concentrado que paladeó su gusto salobre, le saltó de la garganta a la boca. La piedra Granizo Negro desprendía vapor igual que si se tratara de un pedazo de carne congelada.

—Sí, Raina Granizo Negro. Los amuletos del águila siempre saben cuándo sentir miedo.

Sobresaltada por la voz del guía del clan, pero decidida a no demostrarlo, la mujer irguió la curva de la espalda.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —dijo.

Inigar Corcovado salió de entre las sombras y el humo. «Ha envejecido», pensó ella mientras ambos se contemplaban mutuamente. Los ojos del guía del clan seguían tan negros y duros como siempre, pero el cuerpo parecía haberse encogido y secado, como si se hubiera quedado sin sangre. Raina intentó no mostrar su sorpresa, pero el anciano no era persona a la que se engañaba fácilmente.

—¿Me encuentras cambiado, Raina? —preguntó, y su voz sonó tan cortante como siempre—. Entonces, tal vez deberías haber venido aquí antes.

Ella no respondió. «Soy la esposa de un caudillo y no pienso excusarme ante este hombre».

El guía sabía lo que ella pensaba, estaba segura, y por un momento ambos se contemplaron como adversarios: la esposa del caudillo y el guía del clan, cada uno con la mirada fija en los ojos del otro e hirviendo de cólera. Entonces, bruscamente, Inigar se encogió de hombros. Sin un motivo aparente, el hombre se quitó los guantes de piel de cerdo que llevaba puestos y se los tendió.

—Tómalos. Toca la piedra.

Molesta por haber perdido el control de la situación, pero afectada también por la severidad de la voz de Inigar, la mujer vaciló.

—No puedes tocar la piedra sin ellos —insistió él, ofreciéndoselos de nuevo—. Te quedarías sin piel.

«¿Cómo es posible?», quiso preguntar, pero temía aquella pregunta más que tocar la piedra, de modo que tomó los guantes que le ofrecía y se acercó a la cara oriental de la roca. Un aliento helado se elevaba del monolito, y sus dientes castañetearon como los de una niña pequeña. A tan corta distancia, distinguía la superficie viva de la piedra, los valles, las fisuras y los agujeros chorreantes. Por lo general, estaba húmeda y rezumaba, pero entonces una capa de escarcha la recubría como una lámina. Alargó la mano con cautela y posó los enguantados dedos sobre ella.

«¡Oh, dioses!». Era como tocar a un moribundo. En todas las ocasiones en que la había tocado con anterioridad —al final de su pubertad, tras sus dos matrimonios y tras la muerte de Dagro—, su poder había saltado hacia sus dedos en forma de calor. Entonces estaba fría, y todo poder había desaparecido de la superficie. Lo percibió enterrado en lo más profundo, y al apartar la mano notó una débil agitación, como si algo intentara llegar hasta ella…, pero no lo consiguiera.

La sensación de pérdida la dejó aterida.

Inigar Corcovado permanecía silencioso, observando. Al cabo de unos momentos, dijo:

—Los dioses han enviado hielo al corazón de la piedra. Se hará pedazos antes de que finalice el año.

Raina acarició su porción de piedra-guía, guardada en una bolsa bordada que pendía de su cintura. Había oído los relatos sobre piedras-guía que se partían, pero siempre le habían parecido más leyendas que verdades. En voz baja, inquirió:

—¿La víspera de la Ruptura?

—La noche en que Stanner Halcón arrojó un perro al fuego —contestó él, asintiendo.

La mujer inclinó la cabeza. Le era imposible enfrentarse a toda la información que se leía en su rostro.

Retrocedió despacio, buscando con la mano una pared en la que apoyarse. La casa-guía estaba desordenada; la fogata que creaba las columnas de humo se había apagado casi por completo, granos de arena y cenizas cubrían el suelo y había escoplos desperdigados por el suelo como si fueran estacas. Incluso las ropas del guía del clan aparecían descuidadas, y sus exquisitas pieles de cerdo estaban manchadas y rotas. De improviso, sintió lástima de él, aunque sabía muy bien que no debía demostrarla.

—¿Se lo has dicho a Maza?

—Sabes que no lo he hecho. ¿De qué serviría crear el temor en el clan?

—Sin embargo, no demuestras los mismos escrúpulos conmigo.

—Eres una mujer y no luchas.

Quiso golpearle por su arrogancia. ¡Cómo se atrevía! Ella luchaba. Los dioses sabían cómo luchaba por aquel clan.

—Me pregunto por qué me has hecho venir aquí ya que parece que me tienes en tan poca estima —inquirió temblando, y se dio la vuelta para marcharse.

—Quédate —ordenó él, manteniendo la voz serena con experta autoridad—. He dicho únicamente que no luchas; no, que no poseas poder.

Cansada de juegos, la mujer arrojó los guantes de piel de cerdo al suelo.

—¿Qué quieres de mí? La piedra está rota, y yo no puedo arreglarla. Tendría que ser un dios para hacerlo.

Aun así, el anciano no permitió que la cólera de la mujer lo arrastrase. Se adelantó para recoger los guantes y respondió:

—¿Sabes que todas las piedras tienen vida? Pregunta a cualquier granjero. Pueden aparecer piedras en sus sembrados de la noche a la mañana, arrojadas por la inquieta tierra. Las montañas las paren y las mueven, los ríos y los glaciares las transportan, y el calor y el hielo las destruyen cuando todo lo demás ha finalizado. Cada vez que una piedra-guía muere hay que encontrar otra que ocupe su lugar.

Inigar Corcovado se quedó silencioso, y Raina se preguntó cuándo había acabado el anciano de hablar de piedras para empezar a hablar sobre sí mismo.

—Quiero a Effie Sevrance, Raina. Dime dónde está.

Así pues, era aquello lo que quería. A Effie. Debería haberlo adivinado.

—No puedes protegerla, Inigar.

—Soy el guía del clan. Yo velo por el clan, y velaré por ella.

«Sin embargo, no velaste por ella la noche en que Stanner Halcón intentó quemarla en la herrería». Y entonces a su mente acudió la terrible conclusión: «Ninguno de nosotros lo hizo». Y la rabia ante su propio fracaso la tornó mordaz.

—Eres sólo un hombre, Inigar Corcovado, uno entre miles. Effie ya no está a salvo en este clan.

La nariz aguileña del anciano palideció en la zona del caballete.

—Se la necesita aquí. La he elegido para ser el siguiente guía.

Raina se contuvo para no dar una respuesta hiriente. Contemplando la casa-guía, las paredes ennegrecidas por el humo, las piletas de piedra y los austeros bancos, comprendió que Inigar no veía el lugar con sus mismos ojos. De nuevo, la embargó la compasión. «Está enfermo y morirá un día de estos, y no hay nadie para ocupar su puesto».

—Tienes que elegir a otro, Inigar —repuso con suavidad—. Effie no tardará en estar lejos de aquí; la voy a enviar al sur, a casa de mi hermana, en el clan Dregg.

—¿De modo que la niña es más importante para ti que el clan? —Una fría cólera ardía en los ojos del guía.

No era justo que le hiciera aquella pregunta, y ella no podía responderla. Todo lo que sabía era que cuando Bitty Shank corrió a buscarla la víspera de la Ruptura, y le contó cómo había encontrado a Effie frente a las perreras, tiritando de frío y miedo, ella creyó que se le partiría el corazón. Ninguna criatura había perdido tanto como Effie Sevrance. Raina estaba decidida a que no perdiera nada más.

—He buscado durante cinco años a alguien a quien adiestrar para sustituirme —dijo Inigar, hablando por encima de sus pensamientos—. Cada vez que nacía un muchacho sentía nuevas esperanzas. En cuanto una criatura mostraba un interés especial por la casa-guía yo observaba y soñaba…, pero nunca apareció un nuevo guía. Y entonces Effie empezó a venir aquí y a sentarse debajo de ese banco. Ninguna criatura ha perturbado mis sueños como ella. Existe poder en su interior, Raina; poder que este clan puede usar. Es joven todavía, pero crecerá y aprenderá más cosas. Yo mismo la enseñaré.

»Sé que tú sólo ves la desolación de este lugar. No lo niegues porque está escrito con toda claridad en tu rostro. Lo que no ves es la vida que se oculta tras él. Cuando me coloco aquí y acerco un escoplo a la piedra-guía, me estoy ocupando de las almas de las personas. Cada hombre y mujer de este clan posee acero fundido por Brog Widdie y polvo de piedra-guía que he triturado yo. ¿Qué es más poderoso, Raina? Dímelo: ¿lo que mata o lo que concede gracia?

Hizo una pausa, no para que ella respondiera, sino para darle tiempo a pensar. Entretanto, la piedra Granizo Negro siguió humeando a su espalda, un gigante que se extinguía lentamente, congelándose.

—No sería una mala vida para ella: limitada y solitaria, sí, pero ordenada y llena de significado, también. Creo que si fueras honrada dirías que le vendría bien. Venía aquí muy a menudo por su propia voluntad. Ya sabes que se siente más feliz en lugares cerrados y oscuros. Deja que me haga cargo de ella y la enseñe. Puede dormir en uno de los bancos y comer conmigo.

Casi la convenció, pues había mucho de verdad y de sentido común en sus palabras. A Effie le daban miedo los espacios abiertos, y sólo los dioses sabían cómo conseguiría llevarla hasta Dregg. Pero desde luego la llevaría allí. Lo que Inigar ofrecía era una especie de media vida, vivida entre oscuridad, silencio y humo. Había criado a la niña como si fuera su propia hija, le había enseñado a hablar y a sujetar la cuchara, y deseaba una felicidad sencilla para ella. Quería que bailara en Dregg.

Inigar lo leyó todo en su rostro, y ella estaba preparada para su rabia, aunque al final sólo expresó resignación.

—Llévatela, entonces —indicó—. No importa si acaba en Dregg o en las Tierras Yermas más lejanas, no puedes cambiar su destino. Nació para la piedra, Raina Granizo Negro, la lleva colgada al cuello. Tú eres un águila y puedes ver con claridad y darte cuenta de que digo la verdad.

Raina asintió, y como no había nada más que decir, dejó al anciano allí, en la oscuridad. Era un hombre destrozado con una piedra rota.

Abandonó la casa-guía a toda velocidad, y, corriendo, recorrió el túnel y salió al vestíbulo de la entrada. La gente la vio y la saludó, pero ella no prestó atención a nadie. Necesitaba luz, viento y verdor, y corrió a los establos para ensillar a Cari.

Jebb Onnacre, con el rostro sudoroso, sacó al trote a su yegua.

—Pensé que saldrías a dar un paseo —le dijo Jebb—. Ten cuidado en los alrededores del lago Yerto, pues el hielo se pudre ya allí. —Y mientras ella se hacía cargo de las riendas, sus miradas se cruzaron—. Diré a todo el que pregunte que te encaminaste al sur, en dirección a la Cuña.

Le dio las gracias, contenta interiormente por aquel pequeño detalle. Jebb era un Shank por matrimonio, y la lealtad de los Shank hacia Effie permanecía inalterable. Orwin Shank sabía dónde estaba oculta la niña, y Jebb había adivinado, sin duda, que Raina se encaminaba hacia allí. Bueno, eso era cierto, pero antes dejaría un rastro falso. Maza la tenía vigilada y debía ser cauta.

«Ratoncitos con colas de comadreja».

Sacudiéndose de encima la inquietud, Raina dio rienda suelta a Cari.

¡Oh, resultaba espléndido cabalgar! ¡Notar los músculos de la yegua bajo su cuerpo, y el viento azotando su pecho! Sonrió, jubilosa, mientras hacía galopar a Cari por encima de una serie de arbustos sin que existiera una buena razón para ello.

«Primero al sur; debes tener cuidado —se aconsejó, temerosa en cierto modo de que su júbilo pudiera volverla descuidada—. Gira al oeste sólo cuando llegues a los árboles».

Habían intentado encontrar a Effie, claro está. Maza, Stanner Halcón y Turby Flapp. Sospechaban que Raina y los Shank la habían ocultado, pero tanto estos últimos como todos los maceros Granizo Negro habían cerrado filas: la niña era uno de los suyos, y nadie iba a encontrarla, y que los dioses los castigaran si no era así. Maza había interrogado a Raina al respecto; le había preguntado, como sin darle importancia, adonde cabalgaba tan a menudo aquellos últimos diez días, en especial con aquella helada. El caudillo sabía que ella mentía, pero no podía presionarla. Al fin y al cabo, su interés por Effie debía parecer absolutamente honorable: el interés de un jefe por una chiquilla. Pero no engañó a Raina. La mujer sabía qué mano se ocultaba tras la quema del perro. Ella misma había oído la amenaza.

Tras aminorar la marcha a un medio galope, Raina giró en dirección al lago Yerto. A su alrededor, las coníferas y los abedules negros mostraban huellas de la repentina helada. Diez días atrás la temperatura había descendido tanto y tan deprisa que se podía oír el estallido de los árboles. La semana anterior a la helada se había iniciado un deshielo, y los árboles, hambrientos tras el invierno, habían empezado a absorber agua. Cabezaluenga decía que la helada no podía haber llegado en peor momento, ya que el agua de las coníferas se había convertido en hielo y había partido en dos los troncos. Se habían perdido más de quinientos árboles adultos sólo en la Cuña; era la peor catástrofe sucedida en una única estación que la gente recordaba.

«Más malos presagios», pensó Raina, sombría, mientras torcía hacia un camino muy poco usado que se dirigía al lago. Transcurrieron dos horas mientras Cari se abría paso por un lodazal de juncos medio congelados y barro, y Raina no pudo evitar pensar con ansia en el excelente sendero que conducía directamente desde la casa comunal a la orilla del lago y que podría haber recorrido en menos de una hora. «¡Malditos juncos!». Le desgarraban los tobillos, y sólo los dioses sabían si había tierra firme o agua bajo ellos. Cuando por fin atisbó la fea y pequeña construcción situada sobre el lago, dejó escapar un suspiro de alivio.

Binny la Loca estaba de pie en el muelle, esperándola, tan tranquila como si hubiera sabido de antemano que la mujer iba a ir a visitarla. La vieja solterona del clan iba vestida de negro y sostenía un mallete de madera en las manos.

—Para los peces —explicó, a modo de saludo, al ver que la mirada de Raina se posaba en él—. Ascienden a la superficie junto a los postes y son muy lentos en esta época del año.

A Raina no se le ocurrió nada que responder a aquello, si bien sí observó la presencia de varias truchas de buen tamaño que bailoteaban a los pies de la solterona. Desmontó y echó una mirada a la curiosa y pequeña casucha que Binny la Loca había hecho suya.

Levantada sobre pilotes por encima del agua, dominaba la orilla más meridional del lago, y había sido construida por Ewan Granizo Negro en la época de las guerras del Río, en que cada caudillo de un clan digno de su piedra-guía había estado obsesionado con el agua corriente y la necesidad de defenderla. Al pasear la mirada a su alrededor, Raina no consiguió comprender la ubicación del edificio, ya que ninguno de los cursos de agua que alimentaban el lago parecía lo bastante ancho como para que pudiera pasar un bote. De todos modos, los hombres eran hombres, y si otros clanes construían puestos de defensa, entonces, por los dioses, que eso harían también los Granizo Negro.

El problema era que aquel no había sido construido correctamente —los Granizo Negro no eran gentes de río y, por lo tanto, no estaban familiarizados con el desafío que supone la construcción sobre el agua—, y cuarenta años más tarde la construcción se había convertido en una ruina. El tejado se combaba, y lo habían reparado aquí y allá con juncos y pieles de animales; los marcos de las ventanas estaban podridos y rotos, y toda una pared de dependencias exteriores se había hundido a medias en el lago. Sólo los dioses sabían qué había bajo las aguas. Era un milagro que la construcción se mantuviera aún en pie.

—Querrás ver a la chiquilla, ¿verdad? —Binny la Loca se acuclilló y golpeó a una de las saltarinas truchas con el mallete—. Está dentro, aprendiendo cómo hacer un caldo para hervir pescado.

Raina empezaba a acostumbrarse a quedarse sin habla en presencia de aquella mujer. Resultaba difícil creer que aquella mujer extraña y huesuda había sido en el pasado una gran belleza, comprometida en matrimonio con Orwin Shank. Birna Lorn era su nombre, y algunos ancianos de la casa comunal recordaban todavía el día en que Orwin y Will Halcón habían peleado por su mano en el pastizal. Poco después la habían tildado de bruja, pues había pronosticado acertadamente que el niño que Norala llevaba en el vientre nacería muerto. «Si alguna vez me convierto en profeta —pensó Raina con frialdad—, me guardaré las malas noticias para mí».

—Deberías aprender cómo matar un pez, Raina Granizo Negro —comentó Binny la Loca mientras golpeaba otra trucha—. Es un buen adiestramiento para matar hombres.

La luz se reflejó en unos brillantes ojos verdes, y Raina no supo decidir si veía locura o inteligencia en ellos.

—Llévame hasta Effie.

—Ve tú misma. La puerta está justo ahí; lo que queda de ella. Entraré en cuanto haya descabezado la trucha.

Totalmente segura de que aquello era algo que no deseaba ver en absoluto, Raina ascendió por la desvencijada escalera y se introdujo en la casucha. La estancia en la que penetró estaba en penumbra y caliente, perfumada con el testarudo aroma de la podredumbre que causa la humedad, e iluminada por una diminuta estufa de hierro. Effie se hallaba junto a la estufa, de espaldas a Raina, removiendo un pequeño puchero. Cantaba mientras lo hacía; la canción contaba cómo los perros de Shank habían salvado a un bebé de la nieve. De pie en la entrada, Raina se dijo que nunca antes había oído cantar a la pequeña Sevrance; pero entonces, una tabla crujió bajo el pie de la mujer, y la niña dio un respingo y derramó un poco de caldo.

El miedo se transformó en reconocimiento en un instante, y Effie corrió hacia Raina con los brazos extendidos.

—¡Raina! ¡He estado preparando caldo! ¿Sabías que se le echan zanahorias y cebollas, y luego se las hace hervir hasta que casi desaparecen?

La mujer asintió. Veía aún el sobresalto atemorizado de la pequeña en su mente y sentía una opresión demasiado grande en el pecho para hablar.

—Binny dice que no estará listo hasta que traiga las truchas y yo hierva sus cabezas en él. ¿Ha regresado ya Drey?

Raina había visitado a Effie tres veces en nueve días, y cada vez que lo hacía era recibida con la misma pregunta: ¿dónde estaba Drey? Desenredándose del abrazo de la chiquilla, pensó en lo que debía decir. «A Maza le conviene tener a Drey lejos en estos momentos mientras decide cómo ocuparse de ti. Por ese motivo, no deja de pensar en cosas que tu hermano pueda hacer y que lo mantengan lejos de la casa». No, aquello no servía, así que respondió en voz alta:

—He recibido información del hijo de Paille Trotter. Vio a Drey hace diez días en Ganmiddich y piensa que regresará a casa pronto.

El forzado optimismo de la mujer no engañó a Effie, que regresó desanimada al caldo.

Raina no deseaba otra cosa que consolarla, pero sabía muy bien que no se debían contar mentiras a una criatura.

—Y dime, ¿qué te ha estado enseñando Binny la Loca?

—Muchas cosas. A cocinar. Las hierbas. ¿Sabías que los gusanos se comen el pus de una herida y consiguen que cure más deprisa? ¿Y que las almorranas encogen cuando se les echa vinagre?

Raina lanzó una carcajada. En muchos aspectos, el guía del clan había estado en lo cierto: Effie necesitaba aprender. Repentinamente cansada, la mujer se sentó en una vieja canasta de gallinas, contenta simplemente con contemplar a Effie cortando cebollas y removiendo el caldo. Tenía que creer que había hecho lo correcto. La casa-guía no era lugar para aquella niña encantadora e inteligente.

Bajo aquella luz apenas se distinguían las cicatrices. La larga melena brillante de la niña cubría la mayoría de ellas, y la de la mejilla había sido cosida con tanta pericia por Laida Luna que parecía como si hubiera una bonita pluma posada allí. Algunos podrían considerarla hermosa. Raina realmente lo pensaba.

—Ya estamos aquí. Truchas. Effie, pon esas cabezas en el puchero. Sí, tienen ojos. Es una lástima que no los usaran.

Binny la Loca tomó bajo su mando la estancia, y empezó a detallar cómo debía prepararse el caldo y cocinarse el pescado, al mismo tiempo que enviaba a Raina al montón de leña en busca de troncos para el fuego y a Effie al arcón de las provisiones donde se guardaba el licor fuerte. Resultó un alivio dejar que otra persona se hiciera cargo de todo por una vez —incluso, aunque se tratara de una demente—, y Raina descubrió que le hacía sentirse sorprendentemente feliz que alguien le dijera qué hacer.

Una vez hubieron dado cuenta de una buena y sencilla comida a base de trucha en su propio caldo y pan moreno de centeno recubierto de miel, Binny la Loca indicó a Effie que saliera fuera y probara a aturdir las truchas que pasaran con el mallete.

—Pero si casi ha oscurecido —protestó la niña.

—Mejor aún, entonces. Estarán ya medio dormidas.

Effie carecía de argumentación para aquello, de modo que tomó el utensilio y salió. Raina apostó por los peces.

—Bien —empezó Binny la Loca mientras servía a su visitante un trago doble de malta—, ¿ha intentado ya ese viejo aguafiestas de Inigar Corcovado hacerse con la chica?

Raina no pudo impedir que sus ojos se abrieran, asombrados.

—No hace falta que pongas esa cara de cordero despellejado, Raina Granizo Negro. ¿Por qué crees que me arrojaron a este basurero de lodo?

—Yo… la verdad…

—Sí; soy o una loca o una bruja. Posiblemente ambas cosas a la vez. —Binny la Loca golpeó con fuerza la mesa con el frasco de licor, aplastando una mosca—. Te diré esto, Raina: esa chica no puede quedarse en Granizo Negro. Y si tú no lo sabes es que eres una estúpida.

Raina asintió, aturdida todavía por el giro que había dado la conversación.

—Tengo intención de trasladarla a Dregg.

—¿Cuándo?

—Cuando regrese su hermano. No se irá sin verle.

Binny la Loca levantó el frasco de licor y examinó la mosca despachurrada.

—Bien, marchará pronto, entonces, ya que Drey Sevrance viene de camino hacia aquí esta noche.

Su visitante sintió una oleada de satisfacción y alivio, pero enseguida se dijo a sí misma que era una idiota.

—Lo estás inventando.

—¿Tú crees? Bueno, ya veremos. Entretanto, voy a decirte lo que debes hacer con esa niña, y tú te quedarás aquí sentada y me escucharás.

La mujer hablaba con la tranquilidad de alguien a quien casi nunca se le lleva la contraria, y Raina supuso que era una de las ventajas de vivir solo.

—Effie Sevrance debe ser confiada al cenobio de la cuenca de la Lechuza. Se halla en las montañas, al este de la ciénaga del Podenco; los lugareños podrán indicarte dónde. Allí enseñan las viejas artes populares: las relacionadas con hierbas y con animales, las que sirven para ver el futuro y hablar con los que están lejos, invocaciones y compulsiones, y otras magias arcanas. La niña posee la agilidad mental necesaria para ello, y no necesito decirte que también posee el poder. Las hermanas apreciarán su valía, y ella crecerá para convertirse en una de ellas, aceptada por lo que es.

Raina se puso en pie. Estaba harta de que la gente le dijera qué hacer con Effie. Era de una niña de lo que hablaban, no de un animal peligroso que se debía enjaular o adiestrar.

—No pienso enviar a Effie a un lugar lleno de extraños que no pertenecen a un clan. ¿Quién la querrá? Desde luego no una hechicera de mirada fría que sólo busque controlarla. No. Dregg será bueno para ella. Yo sólo tenía un año más que ella ahora cuando me enviaron a vivir allí desde mi clan de nacimiento; no será distinto para ella. Hará amistades, y toda esa tontería sobre hechicería se olvidará.

A causa de la excitación, Raina volcó su copa.

Binny la Loca la atrapó antes de que rodara al suelo.

—Es una lástima ver cómo una mujer tan inteligente como tú se engaña a sí misma. Mírame. Treinta años sola aquí. ¿Deseas lo mismo para esa criatura?

No, Raina no lo quería. Las dos mujeres se miraron, la de más edad tranquila, la otra temblando. Raina casi sabía lo que su interlocutora iba a decir a continuación y no quería oírlo.

—Los Dregg son un clan joven —siguió Binny con voz sosegada—. Sus guerreros son feroces y empuñan las pesadas espadas de hojas anchas. A sus mujeres se las considera moderadamente hermosas y se visten con ropas de colores que tejen con sus propias manos. Se dice que su caudillo es un buen hombre y que su casa comunal está bien asentada y construida. Todo esto es bien sabido; sin embargo, el clan es el clan. Dime, ¿cuándo fue la última vez que estuviste allí, Raina? ¿Hace diez años? ¿Veinte? —Los ojos verdes de la solterona brillaban con perspicacia y podría incluso haber habido compasión en ellos—. ¿Realmente crees que tratarán a Effie de un modo distinto a los Granizo Negro una vez que averigüen el poder de su amuleto?

Raina hizo un leve gesto con la mano para apartar aquellas palabras. «Estará mejor en Dregg —se dijo—. Allí no hay un Maza Granizo Negro». Sin embargo, el pensamiento le proporcionó poco consuelo, y su mente regresó otra vez a la mañana que siguió a la huida de Effie. En su precipitación por huir, la niña había dejado caer el cuenco con el líquido que había usado para amenazar a los hombres, y este había ido a aterrizar en el gran patio, justo frente a la puerta del clan. Effie había contado luego a Raina que el líquido negro no era más que carbón vegetal mezclado con licor de malta, y la mujer la creía… No obstante, la mezcla había perforado limpiamente la piedra.

Raina se estremeció. Sentía miedo y se había quedado sin palabras para discutir con aquella mujer. Se sintió aliviada al oír la voz de Effie procedente del exterior.

—¡Drey! ¡Raina, es Drey!

Binny la Loca tuvo la decencia de mostrar una expresión sólo levemente triunfal.

Raina Granizo Negro la dejó y salió fuera a dar la bienvenida a Drey.