«Quemado», fue lo primero que pensó Raif. El rostro de Tanjo Diez Flechas era una mezcla de manchas rosas y tostadas, inhumanamente liso en ciertas zonas y espantosamente arrugado en otras. Toda la parte izquierda de la frente aparecía estirada y brillante, con el cuero cabelludo arrugado y mal alineado de un modo muy curioso. Partes sin cabello mostraban cicatrices circulares en los puntos donde se habían formado ampollas.
Raif recordó al viejo Granizo Negro, Audie Stroon. Borracho una noche en la Gran Lumbre y discutiendo con su esposa, Audie había alargado la mano para tomar una jarra de cerveza de la repisa, pero había cogido un cántaro de aceite para lámparas en su lugar. Cuando se llevaba el recipiente a la boca, una chispa del fuego saltó sobre él, y el aceite de lámpara se inflamó en su rostro. Los hombres habían corrido a apagar el fuego con pieles de oso, y las llamas quedaron sofocadas en cuestión de segundos; pero más tarde, cuando llegó el momento de apartar las pieles, la de Audie se desprendió con ellas, pues el calor las había fusionado. El hombre vivió durante un año, pero a decir de todos no fue un año feliz, pues cuando no padecía el dolor de las heridas, padecía la repugnancia del clan.
Repugnancia. Aquello debía formar parte de la historia de Tanjo Diez Flechas, pero no de toda ella. Un maestro arquero no acababa en un lugar como aquel a menos que no tuviera otra elección.
Raif echó una veloz mirada a Yustaffa, que presentaba a Tanjo Diez Flechas a la multitud con el zalamero regocijo de un proxeneta exhibiendo a su prostituta. ¿Cuánto de lo que decía podía considerarse como cierto? Raif no había oído hablar jamás de Sankang ni del monte Somi. El clan carecía de información sobre lo que se encontraba más allá del mar Impío, y lo poco que el muchacho sabía lo había averiguado de Angus Lok.
El llamado Tanjo Diez Flechas era delgado y de huesos finos, con la limitada musculatura del que sabe que disparar venablos tiene tanto que ver con la concentración como con la fuerza. Las zonas no quemadas de su piel tenían un color entre cobrizo y oliváceo, y brillaban debido a una combinación de falta de pelo y aceite friccionado. Los cabellos de la cabeza eran negros y lisos, y los ojos tenían el color de las ciruelas oscuras. Eran unos ojos impresionantes, elegantes y alargados, con la mirada fría y fija de un ave de presa.
Se detuvo en el claro y efectuó una profunda reverencia desde la cintura, sin apartar los ojos ni una sola vez de Raif. Llevaba diez flechas insertadas en la rígida banda de seda que le rodeaba el pecho y la caja torácica, lo cual producía la impresión de que le habían disparado a la espalda muchas veces. Las diez flechas lucían plumas de ganso de las nieves, y habían afilado con suma pericia las astas en dirección a la muesca, y luego habían laqueado la superficie hasta darles un brillante tono rojo. Cordones de hierba teñidos del mismo color sujetaban el copete de Tanjo en gruesas sartas de pelo. No se había realizado el menor esfuerzo por disfrazar las zonas quemadas del cuero cabelludo, y mechones de negro cabello descansaban, bien tirantes, sobre carne escaldada.
Raif le dedicó una inclinación. Por un momento, estuvieron solos: una isla de calma inmutable en el ruidoso e inquieto mar de la multitud. Segundos antes, Raif había puesto en duda las afirmaciones que Yustaffa había realizado respecto a Tanjo Diez Flechas, pero entonces no se sentía tan seguro; el hombre que tenía delante se erguía con el porte y la confianza en sí mismo de quien ha conseguido grandes cosas.
—Arqueros —dijo Yustaffa, inclinando la cabeza primero ante Tanjo y luego ante Raif—, coged los arcos y que empiece el torneo.
Raif fue el primero en romper el contacto ocular. La mirada de su oponente era firme y penetrante, y el joven reconoció la voluntad de victoria del hombre incluso en la cuestión de hacer bajar los ojos al contrincante. Debería haber sido una pequeña concesión, pero pareció algo más. «El primer asalto es para Tanjo Diez Flechas».
Yustaffa hizo una autoritaria seña para indicar a un muchacho que empujaba una carretilla cubierta con una tela que se acercara. La muchedumbre se sosegó, expectante, mientras los dedos gordezuelos del hombre descendían sobre la manchada tela impermeable de color amarillo.
—Raif Doce Piezas viene a nosotros sin arco y sin los medios para procurarse uno. Por lo tanto, he accedido a facilitarle tres para que elija. —Se produjo una pausa mientras Yustaffa aceptaba la gratitud de los reunidos—. Elige bien, hombre de Orrl, pues aunque un buen arco no puede hacer un arquero, un mal arco puede destruir a uno.
Con un gesto grandilocuente, el hombre apartó la tela.
Tres arcos, armados ya, descansaban uno junto al otro sobre las tablas de madera de roble: un arco recurvo del lejano sur, un arco de clan trabajado en madera de tejo y un arco plano de madera de olmo. Uno compuesto, y dos naturales. El recurvo era compuesto, hecho de asta y tendón pegados a un armazón de madera. Los otros dos eran arcos naturales, tallados de un único palo. El de clan, hecho de tejo, atrajo en primer lugar la mirada de Raif. Drey tenía uno similar; secado al horno y labrado a mano, tallado tan delgado como un látigo para doblarse como una barba de ballena en la mano. La última vez que recordaba haberlo visto había sido el día de la muerte de Tem. Desvió bruscamente los ojos hacia el arco plano de madera de olmo. El olmo era grueso y resistente, tallado en forma de tabla, y unos cuantos palmos por debajo de la longitud de un auténtico arco largo. Era el arma de los montañeses y los pastores; seguro y con pocas probabilidades de romperse, capaz de disparar una flecha con suficiente peso para detener en seco la carga de un lobo. Pero no era un arco para disparos a gran distancia. El recurvo del lejano sur sí lo era. Ligero y terriblemente curvado, el vientre de asta de buey mostraba una depresión en el centro para adoptar la forma denominada «dos colinas». Raif recordó que Ballic el Rojo había mencionado en una ocasión que tales arcos los utilizaban las hordas guerreras que habían invadido los vastos pastizales del lejano sur. Ballic nunca había sido dado a elogiar a los extranjeros, pero sentía respeto por los hombres que tensaban recurvos de dos colinas. «Saben cómo hacer volar una flecha», había dicho a regañadientes, y aquello, para él, era toda una alabanza.
¿Cuál debía elegir? ¿El arco plano, el largo o el recurvo?
Raif dirigió una veloz mirada a Yustaffa. El otro esperaba tal reacción, y alzó las palmas hacia el cielo en una aparatosa pantomima de «me es totalmente imposible decir nada».
Una segunda ojeada a Tanjo Diez Flechas le mostró al hombre quemado haciéndose cargo de su propia arma de manos de un niño pequeño que parecía ser su hijo. El chiquillo se inclinó ceremoniosamente mientras ofrecía el arco largo de metro ochenta a su padre sobre un almohadón de seda adornado con borlas y bordados. Era un niño hermoso, de piel tersa y rostro melancólico, con los enormes ojos vigilantes de alguien ansioso por aprender; le habían extirpado el lóbulo de la oreja derecha con suma pericia, y había quedado una cicatriz en forma de media luna en el lugar donde la mandíbula se une al cráneo. Raif comprendió al instante el significado de la cicatriz: era una mutilación piadosa. Si un padre no quitaba una libra de carne a su hijo, otro podría tomar un pedazo mayor más adelante; no se podía dejar a un hombre lisiado cerca de un niño entero.
Todo pensamiento desapareció de la mente de Raif en cuanto sus ojos se posaron en el arco de su oponente. El arma era compuesta, hecha con capas de madera y asta finas como obleas, dispuestas en tiras alternas. Fino como un junco y apenas recurvo, el arco mostraba una ligerísima traza de orejuelas en el punto donde los extremos se ensanchaban hacia fuera para aceptar la cuerda. La panza estaba teñida de azul oscuro, y se habían estampado dibujos en un tono plateado lechoso bajo el alzador.
Un arco sull.
Raif sintió un extraño hormigueo en el estómago. Deseaba aquel arco. Era más hermoso y estaba trabajado con más delicadeza que el que Angus Lok le había dado; aquel que había perdido en las laderas meridionales de las colinas de la Amargura. Casi sabía qué se sentiría al tensarlo: la tensión extrema en la cuerda, y el chasquido de la madera y el asta a medida que la panza se flexionaba bajo sus manos. Por un breve instante, imaginó que colocaba la flecha Varilla de Zahorí en la lengüeta y la disparaba…
Una vertiginosa sensación de desplazamiento le hizo tambalearse al frente, y se vio obligado a apoyar una mano sobre la horquilla de la carretilla para no caer. Un fuerte dolor procedente del dedo partido se abrió paso entre sus pensamientos. Algo, una sensación de conocimiento casi obtenido o de un futuro casi vislumbrado, huyó de él como una alimaña en la noche.
A su espalda, los hombres lisiados contenían la respiración y murmuraban en voz baja. Todos lo habían visto vacilar, y Raif no sabía si ello les complacía o disgustaba; sólo sabía que los excitaba del mismo modo que la primera gota de sangre excita a un cazador.
El hombre de Orrl era la presa.
Sin prestarles atención, se concentró en los tres arcos: arco plano, arco largo, arco recurvo. El arco de tejo era la elección obvia; Yustaffa tenía que saber que como hombre de clan sería por el que Raif se sentiría atraído en un principio. El recurvo era el más valioso y vistoso, y probablemente sería el favorito de la multitud, pero a Raif no le gustaba el aspecto de las marcas que otros disparos había dejado en el refuerzo de madera. Algunas parecían lo bastante profundas como para abrirse. Aquello dejaba sólo el arco plano de madera de olmo, que era un caballo de tiro, pero nada que emocionara a un tirador de fondo. De mala gana, Raif movió la mano hacia él.
Al hacerlo, se dio cuenta de que Yustaffa se quedaba muy inmóvil. Los ojos del gordo centellearon mientras el aliento flotaba, sin ser exhalado, en su boca.
«Quiere que lo elija —comprendió el muchacho con repentina certeza—. Adivinó cómo funcionaría mi mente, y apostó a que rechazaría los dos arcos de categoría superior».
Raif dejó que la mano permaneciera suspendida por encima del arco plano mientras estudiaba la madera. Sus ojos encontraron una superficie de olmo, lisa y bien aceitada. Pero ahí estaba; un nudo hundido en la parte posterior del arco, parcialmente oculto por el asidero envuelto en piel. Ballic el Rojo llamaba a tales nudos agujeros malditos y decía que cualquier arco fabricado con aquella madera defectuosa acabaría por romperse más tarde o más temprano. Mientras lo contemplaba, a Raif le pareció detectar una serie de diminutas muescas alrededor del borde del nudo. Yustaffa había estado muy ocupado con una aguja.
Con suavidad, el muchacho apartó la mano del arco plano y la dejó caer sobre el arco largo de tejo. La apenas perceptible crispación de los labios del hombre gordo indicaron a Raif todo lo que necesitaba saber. «Te vencí, Yustaffa».
Todo lo que le quedaba por hacer entonces era derrotar a Tanjo Diez Flechas.
—¡Se ha elegido! —proclamó Yustaffa, recuperando sin dificultad el buen humor mientras hacía una seña para que se llevaran la carretilla—. Arqueros, preparaos para los disparos de práctica.
El hijo de Tanjo Diez Flechas se colocó detrás de su padre y echó hacia atrás la corta capa de arquero del hombre, sujetándola de modo que quedaba plana contra la espalda como las alas de un escarabajo. Tanjo deslizó dos dedos por la cuerda del arco sull, para calentar el bramante y comprobar al mismo tiempo la tensión. Había dos colas de conejo atadas a la cuerda para suprimir el retroceso.
Raif desabrochó su capa, observando al hacerlo el breve destello de interés que apareció en los fríos y extraños ojos de su contrincante. La capa Orrl siempre atraía las miradas. Pensativo, Raif comprobó la curvatura del arco largo de tejo, y se sintió aliviado cuando un diminuto y anciano arquero depositó un estuche para arco con cinco docenas de flechas a sus pies, acción que hizo fruncir el entrecejo a Yustaffa. Aquello significaba que el hombre gordo no había tenido oportunidad de interferir en los proyectiles.
Mientras Raif llevaba a cabo los preparativos de última hora, el grupo que había ido a esperarle retrocedió para dar a ambos contendientes espacio para disparar. Yustaffa fue el último en alejarse, indicando a un muchacho que trazara la línea de tiza que marcaría el punto de inicio.
Todo estaba inmóvil, excepto el viento. Raif y Tanjo Diez Flechas se hallaban separados por una distancia de dos metros y medio, con los estuches de los arcos a los pies y los arcos erguidos como mástiles de barco a los costados. El sol naciente proyectaba sombras que se inclinaban hacia el oeste por encima de la Falla, y su luz caía sobre las estructuras de madera e iluminaba las rojas dianas pintadas a la altura de corazones humanos. Yustaffa hablaba a la multitud en aquellos instantes, explicando cómo se llevaría a cabo el torneo, pero Raif empezaba a estar harto de tanta palabrería. Temor y expectación se entremezclaban en su sangre y le hacían estremecerse, presa de una energía nerviosa. Sintió cómo el estómago se le pegaba a la columna vertebral al llenar de aire los pulmones. «¿Cómo voy a hacer esto?».
—Arqueros, haced los disparos de prueba.
Antes incluso de que Raif extrajera la primera flecha de la funda, Tanjo Diez Flechas ya disparaba. El hombre quemado era una mancha borrosa en movimiento, que sacaba a toda velocidad las decoradas flechas de la faja una a una para dispararlas hacia las alturas. Mientras Raif preparaba la primera flecha se inició la cuenta.
—¡Una! —salmodiaron los reunidos.
—¡Dos!
—¡Tres!
Cuando la muchedumbre llegó al «¡cuatro!». Raif supo cómo se había ganado su nombre Tanjo Diez Flechas. El hombre tenía la intención de tener a las diez flechas volando antes de que la primera aterrizara. Y lo iba a conseguir, además. El joven no había visto nunca a nadie disparar tan rápidamente. Los brazos de su adversario descendían y tiraban, descendían y tiraban, con la velocidad y eficiencia de una máquina de guerra. Las flechas hendían el aire y silbaban con suavidad mientras se dirigían hacia la diana. Tanjo había tenido en cuenta el viento en contra y había dirigido las flechas ligeramente al noroeste de la primera estructura, dejando que la fuerte corriente meridional corrigiera su vuelo. La corriente ascendente que surgía de la Falla lo ayudaba, ya que había elegido un momento en que el aire caliente subía y este sostenía cada flecha, manteniéndola en el aire durante unos preciosos segundos extra.
—¡Ocho!
—¡Nueve!
—¡Diez!
Zas. La primera flecha alcanzó el blanco mientras la décima abandonaba el elevador, y la multitud estalló en un frenesí de vítores y patadas contra el suelo. Zas, zas, zas…, se siguió escuchando a medida que cada una de las flechas restantes atravesaba la madera.
Tanjo Diez Flechas se quedó muy quieto, con el borde del arco apoyado sobre la roca, la quemada cabeza bien alta y la mirada fija en el blanco. Escuchó el reconocimiento de la muchedumbre, pero no respondió a ella de ningún modo. La única señal de que había sometido a su cuerpo a un gran esfuerzo era el violento modo como se ensanchaban las ventanillas de la nariz al expulsar el aire.
Raif no dejó de observar hasta que la última flecha golpeó la estructura de madera. Ninguna había alcanzado la diana ni siquiera el círculo interior, pero no era aquello realmente lo importante; socavar la confianza del contrincante sí lo era. Ningún arquero podía contemplar tal exhibición de tiro y permanecer indiferente. Allí había una auténtica pericia. Tanjo Diez Flechas había sido tocado por un dios.
Tal vez era ese el motivo de que se hubiera quemado.
Mientras la multitud se tranquilizaba y Yustaffa colmaba al arquero de elogios aún más fantásticos, Raif tensó el arco de tejo. El dedo meñique le obsequió con una terrible punzada de dolor cuando sujetó el arco con la dañada mano izquierda y tiró de la cuerda hacia la mejilla con la derecha. Pero no importaba; era como si nunca hubiera dejado de disparar flechas, de tan deprisa como recuperó la disciplina del ojo y la mano. ¿Cuánto hacía? ¿Desde mitad del invierno? Sin embargo, parecía como si no hubiera transcurrido el tiempo. Los músculos de los hombros estaban entumecidos, pero era un entumecimiento positivo, un recordatorio de que eran la fuente de poder del arco, y aunque no se habían usado en muchos meses, no habían olvidado su función.
Luego, todo desapareció. La mirada de Raif se clavó en el blanco, la roja diana, grande como una manzana, situada a cien pasos al oeste. Era el corazón. Todas las dianas en el tiro al arco eran el corazón; podían ser círculos o cruces, o incluso coles alineadas sobre una valla: para el arquero siempre eran el corazón.
Raif no intentó llamar al blanco. Era madera seca y no había nada, excepto aire y la segunda diana a cien pasos más atrás de la primera; no había vida ni corazón que pudieran responder a su llamada. En su lugar, obligó a su mente a concentrarse en el blanco, enviando un hilo invisible desde la retina al centro mismo de la diana; como un pescador que lanza el sedal. El círculo se destacó con toda claridad, y cuando el color rojo ocupó todo su campo visual soltó la cuerda.
El suave zas del retroceso fue todo lo que escuchó por un momento. A diferencia de su oponente, no había realizado ninguna modificación a gran escala para tomar en cuenta el viento, y la flecha viajó cerca del suelo, donde las peores ráfagas del viento en contra no podían capturarla. Las corrientes cálidas eran otra cuestión, y puesto que carecía de la capacidad para juzgarlas, se había limitado a esperar a que se produjera una interrupción en la corriente ascendente.
Además, se dijo tercamente, aquello no era más que un disparo de práctica: no era importante, al fin y al cabo.
Zas. La flecha se clavó, y las moteadas plumas de halcón revolotearon violentamente bajo la vibración del asta. La cabeza de metal se había hundido en la madera de pino empapada de brea de la estructura… rozando, de un modo increíble y milagroso, el borde de la diana.
Los hombres lisiados empezaron a abuchearlo. Yustaffa volvió al ataque, y empezó a proferir alabanzas en voz aflautada a favor del solitario hombre de Orrl, Raif Doce Piezas. El muchacho sintió deseos de asestarle un puñetazo. Mucho más allá de la faja de terreno donde estaban los blancos, dos mujeres empezaron a dar vueltas al espetón de hierro del que colgaba el cerdo entero sobre los rescoldos, y el muchacho olió el grasiento y carnoso aroma del cerdo asado mientras aceptaba la hostilidad de la muchedumbre. Al igual que Tanjo Diez Flechas antes que él, se obligó a no reaccionar; no deseaba traicionar su propia sorpresa ante el tiro de calentamiento. Era mejor dejar que pensaran que colocaba flechas de aquel modo todos los días.
Dos hombres situados en los bordes de la multitud lo observaban con suma atención. Raif volvió ligeramente la cabeza e intercambió una mirada con Mortinato. El enorme hombre lisiado de cuello grueso como un toro asintió con entusiasmo, con las cejas enarcadas y en movimiento. Por un instante, Raif se preguntó qué se había apoderado del hombretón para impulsarlo a ofrecerle su amistad. Era cierto que el hombre le había robado a Raif la pieza capturada, la espada y la flecha con nombre; sin embargo, el muchacho seguía pensado en él como un amigo. Era el único de todos los presentes que deseaba que venciera.
Traggis Topo no lo deseaba.
El caudillo Bandido era el otro hombre que contemplaba a Raif con atención. No parecía que se hubiera movido en todo el tiempo que Raif había permanecido sobre la roca del borde; no obstante, algo detrás de sus ojos había cambiado. No le había gustado el disparo del muchacho, pero no era sólo eso; de entre toda una multitud de tal vez seiscientas personas, él era el único que se dio cuenta de lo que había sido: un disparo afortunado. «Vuelve a hacerlo, Orrl —parecían decir sus ojos—. Te desafío a hacerlo».
Raif tragó saliva; luego, desvió la mirada. La multitud había vuelto a callar mientras Tanjo Diez Flechas se preparaba para el primer disparo oficial. El mismo muchacho que había empujado la carretilla estaba arrodillado entonces frente a la estructura en forma de colmena; arrancaba las flechas de prácticas de la superficie del blanco. Hilillos de brea rezumaron por los agujeros.
—Has matado lobos.
Raif volvió la cabeza al escuchar la voz de su oponente; este hablaba en tono bajo, disparado con la misma pericia que sus flechas. Las palabras estaban pensadas para que sólo el joven las oyera. Y no eran una pregunta.
—¿Qué te hace pensar tal cosa? —inquirió Raif, clavando de nuevo la mirada en el blanco.
—Tus ojos. —Tanjo sacó una flecha de su funda y la encajó—. Está el lobo en ellos.
Raif pensó en el enorme lobo de los hielos, el jefe de la jauría, ensartado en una estaca de sauce que le había partido el corazón. Cerró los ojos un instante, reviviendo aquel definitivo y desesperado golpe. La vida de Cendra había dependido de él.
—Mata un lobo, y los dioses alzan la vista.
Tanjo Diez Flechas soltó la cuerda y envió una flecha laqueada hacia las alturas. Las plumas de ganso atraparon los vientos glaciales que soplaban en dirección sur desde la Gran Penuria, y los utilizaron para inclinar el vuelo de la flecha igual que si siguieran pegadas al ave de la que procedían. Zas. El proyectil aterrizó en el blanco, a pocos milímetros del centro mismo.
—Mata a un lobo con un golpe al corazón, y los dioses jugarán con tu destino.
Raif mantuvo el rostro impasible. «Palabras, sólo son palabras». El hombre quemado intentaba romper su concentración. Aspiró con fuerza unas cuantas veces, luego sacó su flecha del estuche. Mientras introducía la cuerda en la muesca de la flecha, recordó algo que Yustaffa había dicho, y sin apartar la mirada del blanco, murmuró:
—¿Qué tal una apuesta, Tanjo? Entre nosotros únicamente.
Tanjo Diez Flechas se quedó en silencio. Raif no lo veía, pero percibió el interés de su adversario. Tras un momento, el hombre respondió:
—Di que quieres.
—Tu arco.
Dos palabras, y Raif comprendió que las había pronunciado con demasiada rapidez, pues había revelado hasta qué punto deseaba el arco sull. A su lado, Tanjo Diez Flechas permanecía muy quieto. Transcurrieron los segundos. Raif sujetó con fuerza tanto flecha como cuerda y tensó el arco de tejo al máximo; sólo cuando consiguió toda la tensión posible del arma habló el otro, pero él estaba preparado para ello y mantuvo el arco tensado. Que el hombre quemado intentara distraerlo, que lo intentara.
—¿Qué ofreces a cambio?
El hombre hablaba el común con la solemne precisión de quien lo ha aprendido como una segunda lengua, y a Raif le costó determinar su grado de interés.
«Bailar el hielo». Así era como lo había denominado Angus cuando su caballo había puesto a salvo a Cendra pasando sobre las aguas congeladas del Rebosadero Negro. Raif tuvo la impresión de estar haciendo lo mismo allí, al negociar con Tanjo Diez Flechas. Era una danza, y la oportunidad lo era todo. Había que completar la negociación antes de que lanzara el primer disparo, mientras la flecha de su adversario era la única clavada en el blanco; el hombre quemado no se arriesgaría a apostar el arco si creía que existía una posibilidad de perderlo.
—La capa Orrl.
Raif efectuó un breve movimiento con la cabeza para indicar la zona despejada a su espalda donde la irisada capa blanca yacía desplegada sobre la roca. Era un trofeo valioso, un tesoro para cualquiera que cazara en la nieve y el hielo, pero para un arquero, nada tenía más valor que su arco.
Resultó difícil mantener la cuerda tensada mientras aguardaba para oír la respuesta de Tanjo, y los músculos de los hombros de Raif empezaron a temblar, y el pulgar y el dedo que sujetaba el arco se tornaron blancos a medida que la presión impedía el riego sanguíneo. Tanjo lo vio, y Raif hubiera jurado que su oponente contó hasta cien antes de anunciar:
—Hecho.
Raif soltó la cuerda.
La flecha salió disparada de la lengüeta, provocando un retroceso que hizo chasquear el arco contra el dedo vendado. Hizo una mueca de dolor, y ello le impidió ver dónde había ido a parar la flecha; pero el dolor era tan intenso que apenas le importó.
La multitud le contó lo que los ojos no pudieron. Las mujeres sisearon, y los hombres mascullaron, descontentos. Yustaffa profirió un suspiro gutural, disfrutando enormemente con todo aquello. El proyectil de Raif se había clavado en el blanco. Aquello empezaba a resultar interesante.
Mientras el muchacho de la carretilla se adelantaba corriendo para medir y recuperar las flechas, Raif echó una ojeada a Tanjo Diez Flechas. El hombre mostraba sólo el perfil a su adversario; tenía la mirada puesta a lo lejos. La piel quemada se crispó por un instante; luego, permaneció inmóvil.
Cuando hubo terminado con el palo de medir, el muchacho hizo una seña a Yustaffa.
—¡Raif Doce Piezas ha sido el mejor! —declaró el hombre gordo, con el rostro enrojecido por la emoción—. Suyo es el primer disparo por un margen de… ¿Cuánto, chico?
El muchacho sostuvo el palo de medir por encima de la cabeza. Confeccionado con caña hueca y con marcas hechas al fuego a intervalos cortos, el bastón parecía una flauta. Unos dedos sucios señalaron el punto.
—Dos muescas.
Raif no esperaba lo que sucedió a continuación. Tanjo Diez Flechas se volvió hacia él y le dedicó tan profunda reverencia que la cola de su moño alto tocó el suelo de roca. Cuando se irguió, el muchacho vio que sonreía; como un tiburón.
—Y ahora veremos quién es el auténtico maestro.
Raif consiguió impedir que los músculos reaccionaran, pero no pudo hacer nada para no palidecer. Se había sentido tan satisfecho al hacer fracasar el intento de engañarlo de Yustaffa que no se había dado cuenta de que alguien más lo engañaba. El primer disparo de Tanjo Diez Flechas había sido un fraude.
Tanjo parecía muy satisfecho. Con un único y elegante movimiento sacó una flecha de la funda y la insertó en el arco, y sin apenas aguardar a que el muchacho de la carretilla se apartara del blanco, disparó el proyectil. Zas. La flecha se clavó en el centro mismo de la diana.
«Por los dioses». Raif apenas se dio cuenta de las aclamaciones de la multitud. En el límite más lejano de su campo visual, vio cómo Traggis Topo se movía. Un tenue movimiento, ejecutado con suficiente velocidad como para engañar a la vista, condujo la mano derecha del hombre a la empuñadura de su cuchillo. «No veré el golpe que acabe conmigo».
Raif insertó su segunda flecha, sintiendo cómo su concentración se posaba como una mosca sobre el arco. Cualquier cosa, por insignificante que fuera, la desviaría en otra dirección. Lo mejor sería que efectuara el disparo deprisa, mientras el blanco seguía en su campo visual y antes de que los brazos empezaran a temblar.
En cuanto sus dedos soltaron la cuerda, supo que había cometido un error, pues el arco retrocedió lentamente, y la cuerda chasqueó sin fuerza contra el elevador. Una racha de viento en la parte inferior de la barbilla le indicó que las corrientes ascendentes regresaban, y su flecha fue lanzada en la trayectoria de los meridionales vientos que soplaban en contra. Raif bajó los ojos. Las turbulencias bamboleaban el asta de la flecha, y no necesitó verla completar el vuelo para saber que no iba a dar en el blanco.
Zas. Se produjo un estallido de aclamaciones a favor de Tanjo Diez Flechas.
Raif clavó los ojos en la superficie rocosa bajo sus pies, a la espera de escuchar el sonido del muchacho de la carretilla mientras arrancaba flechas del blanco. El próximo disparo sería el último de aquella diana. Ganar el primer asalto no era vital para ganar el torneo, pero el joven había presenciado suficientes competiciones de tiro con arco para saber que una vez que se empieza a perder resulta difícil parar. Respiró profundamente, en un intento de clarificar las ideas. De pie, a su lado, vio cómo Tanjo Diez Flechas rascaba un defecto imaginario de su arco con uñas tan largas como alubias enceradas.
La tercera flecha disparada por Tanjo penetró en el agujero abierto por la segunda, y un chorro de brea roció el aire y salpicó el suelo de piedra mientras goteaba por el blanco como almíbar frío. Raif concentró su campo visual en las plumas blancas de ganso de las nieves que sobresalían del centro del blanco. Las corrientes ascendentes subieron y bajaron, y entonces, Raif disparó.
Fue un buen disparo, y la flecha dio en el interior del blanco, pero lejos del centro donde el proyectil de su adversario se erguía recto como una aguja en un reloj de sol. Los hombres lisiados lanzaron vítores mientras Yustaffa declaraba al hombre quemado vencedor de la primera tanda. Un puñado de niños pequeños se precipitó a la pista de tiro para ayudar a sacar la primera estructura y dejar así el terreno libre para la segunda diana. La segunda estructura estaba colocada a una distancia de doscientos pasos, con una diana que apenas era un punto en el campo visual de Raif.
Se distribuyeron pucheros de arcilla llenos de cerveza y bandejas cargadas de grasientas tortas de avena y cebollas asadas enteras entre la multitud durante el intervalo. Las mujeres situadas alrededor de la hoguera donde se asaba el cerdo se arremangaron las mangas y aflojaron las cintas de los corpiños, sudorosas debido al calor de las llamas. El cerdo estaba negro ya, con la piel exterior agrietada y cayendo a pedazos, y cuando una de las mujeres le atravesó el vientre con una horca brotó de él un surtidor de jugos. Raif desvió la mirada. La celebración lo dejaba indiferente. Se sentía ansioso por empezar la segunda vuelta, y cada minuto extra que tenía que esperar era una tortura. Nervioso, deslizó una mano por el arco de tejo. A cien pasos, un arquero podía disparar en línea recta, pero a doscientos pasos necesitaba altura. No habría modo de esquivar el viento en contra en aquella ocasión.
—Arqueros, realizad vuestros disparos de práctica.
Raif estaba listo con su flecha, y no aguardó a ver si Tanjo iba a iniciar otro espectáculo con diez flechas. Rápidamente, lanzó una flecha exploratoria hacia las alturas. El viento la atrapó y curvó con suavidad su vuelo hacia el sur, clavando la punta en el extremo más alejado de la estructura, a una distancia de unos dos palmos de la diana. Lanzó un suspiro de alivio. «Al menos le he dado».
Tanjo Diez Flechas eligió lanzar sólo una flecha de prueba, disparada con suma pericia para beneficiarse del viento. Incluso a doscientos pasos de distancia, Raif escuchó el agradable sonido de una flecha que perfora el centro de la diana.
—Creo que me gustará llevar tu capa, hombre de clan —manifestó Tanjo mientras aflojaba la presión sobre el arco sull—. Seguro que me traerá mucha suerte en las cacerías.
Raif no tenía una respuesta que darle. Se estaba quedando sin disparos y sin tiempo. Sabía que era un buen arquero, pero haría falta un maestro como Ballic el Rojo para igualar los disparos del hombre quemado. Había creído que los cien pasos extras podrían igualar las cosas, pero el último disparo de su oponente le había demostrado que se equivocaba. Su única esperanza entonces era vencer por pura suerte.
Tanjo realizó su siguiente disparo con facilidad, colocando la flecha unos milímetros por encima del centro mismo. Raif casi lo igualó, y las plumas de halcón y las de ganso de las nieves tijeretearon a la vez las flechas que se habían clavado tan juntas. Yustaffa efectuó una corta danza jubilosa mientras aguardaba a que el muchacho de la carretilla hiciera su declaración, y Raif se preguntó qué cantidad habría apostado el hombre gordo a favor de su adversario.
Los dos disparos siguientes fueron muy rápidos. Las dos flechas de Raif quedaron bien colocadas —una firmemente hincada en el blanco y la otra rozando el borde—, pero las de su adversario fueron mejores.
La muchedumbre había enloquecido ya. «¡Tan-jo!», aullaban. «¡Tan-Jo! ¡Tan-jo!». Se había consumido mucha cerveza, y los hombres lisiados se apelotonaban cada vez más cerca desde todos los lados. Raif los olía y veía sus armas. La embarazada con la placa de pizarra sujeta al pecho lo miró y se mofó:
—Será una noche larga y fría en la Falla.
«Las puertas del infierno». Raif se estremeció al rememorar las palabras de Yustaffa. Desde donde estaba, a veinte pasos del borde de la repisa rocosa, distinguía la enorme brecha abierta en la tierra. El cielo sobre su cabeza era de un azul transparente y perfecto, y la única señal de que el mundo no era como debía ser allí era el sol, que brillaba demasiado pálido y pequeño, y con todo su calor y la mitad de su luz engullidos por la Falla. ¿Para qué lanzar hombres al vacío? Muertos o vivos, ¿de qué servía?
Raif apenas oyó el sonido producido por la segunda estructura cuando la apartaron.
El tercer y último blanco era el más grande de los tres. Construido con tablas de pino, tenía forma de tambor y era tan alto como un caballo. Tenía que serlo. A trescientos pasos pocos arqueros buscaban alcanzar a un hombre, y la mayoría se darían por satisfechos si tocaban sólo a la montura. No obstante, la diana estaba allí: un círculo rojo a la altura del corazón de un garañón.
Detrás del blanco, la hoguera donde se asaba el cerdo rugía alimentada por la grasa del animal. Raif se dio cuenta de que le costaba concentrarse en el blanco, y en los torneos de tiro con arco todo se decidía en la última tanda de disparos. Si vencía allí, podría forzar un empate con Tanjo; aunque no iba a resultar fácil. El viento en contra soplaba entonces a rachas, y por lo tanto, resultaba mucho más difícil de determinar. La distancia entre arquero y blanco era tan grande que la diana resultaba apenas una mota roja a lo lejos. Raif dirigió una ojeada a su contrincante. El hombre quemado estaba profundamente ensimismado en el blanco, con los ojos entrecerrados y la desfigurada carne que los rodeaba tensada al máximo.
Se lanzaron los disparos de práctica, y por vez primera Raif recibió la impresión de que la flecha de Tanjo era más de exploración que no un disparo directo al blanco. El hombre disparó su flecha apenas unos grados por debajo de la posición vertical, y los vientos en contra pugnaron con su arco y le arrebataron fuerza. El proyectil aterrizó en la superficie del blanco, a casi un metro por debajo de la diana. La muchedumbre soltó un murmullo de sorpresa. El disparo de Tanjo había quedado corto. Raif se apresuró a corregir el error de su adversario, y dirigió el arco más abajo y le dio más fuerza, tensando la cuerda hasta hacerla zumbar. Su flecha se clavó en lo alto, chocando contra la estructura con un fuerte golpe sordo, lo que dejaba bien claro que aún le sobraba fuerza. Alguien entre la multitud lanzó una aclamación; probablemente, Mortinato.
Raif estuvo a punto de sonreír. Hacía falta osadía para aclamar a un hombre odiado.
Tanjo tuvo más suerte con el siguiente disparo, pero en su impaciencia para replicar a la exhibición de fuerza de su oponente, dio demasiada potencia a su flecha, y esta salió disparada de la lengüeta como una exhalación. Al igual que la flecha del joven momentos antes, la de Tanjo se clavó alta, a un palmo de la diana. Para ser un disparo efectuado a trescientos pasos de distancia, resultaba excelente, pero Tanjo Diez Flechas no se regocijó en absoluto, sino que apretó el puño y lanzó una mirada de intenso odio a su contrincante.
Raif se dijo que probablemente se estaba volviendo loco, ya que aquella mirada lo llenó de esperanza. Tensó el arco con suavidad, entrecerrando los ojos para enfocar el lejano blanco. Soltó la cuerda con dulzura, y contempló con atención cómo la flecha luchaba contra vientos en contra y corrientes ascendentes hasta clavarse en el borde de la diana.
Una energía maligna ondeó por encima de los hombres lisiados como una nube de tormenta cruzando el cielo, y Raif sintió sus miradas siniestras y murmullos de hostilidad, como si se tratara de mosquitos que se posaran para alimentarse. Lo habrían destrozado allí mismo de no haber sido por la presencia inmóvil de Traggis Topo. El caudillo Bandido parecía controlar a la muchedumbre mediante la inmovilidad. Nadie deseaba ser el primero en hacer que se moviera.
—¡El primer disparo es para Raif Doce Piezas! —gritó Yustaffa, rompiendo la tensión mientras se abanicaba con una mano gordezuela por debajo de la barbilla como si el aire se hubiera tornado repentinamente muy cálido—. Quedan dos disparos más. Que los dioses me ayuden a sobrevividos.
Tanjo Diez Flechas hizo caso omiso de las maneras teatrales del gordo y tensó lentamente la cuerda del arco. Había ganado las dos primeras tandas, pero la tercera contaba más. Si Raif vencía allí, entonces habría un empate, y se colocaría un cuarto blanco. Mientras aguardaba una pausa en el viento, el hombre mantuvo el arco sull totalmente tensado con la misma facilidad que si se tratara del primer arco de un niño. El anillo de arquero de jade que usaba para proteger las largas uñas centelleó bajo los rayos del sol naciente, y cuando soltó la cuerda, el silencio fue tal en la repisa que se pudo oír el vuelo de la flecha. Raif comprendió de inmediato que el disparo era bueno, pero no se dio cuenta de hasta qué punto lo era hasta que sus ojos enfocaron el lejano blanco… y vieron cómo el proyectil penetraba en el rojo territorio de la diana. No dio en el centro mismo, pero sí lo bastante cerca como para provocar exclamaciones de sorpresa en la multitud.
El muchacho obligó a su rostro a mostrar una tranquilidad que no sentía. Cualquiera que pudiera realizar un disparo como aquel era digno de respeto, pero sabía que no podía permitirse admirar a su oponente. Había que odiar a un hombre que poseía el poder de poner fin a tu existencia. Raif sacó una flecha de su estuche. Le había aparecido una pulsación en el cuello, y tuvo la impresión de que había demasiadas cosas que se inmiscuían en sus pensamientos. Mientras apuntaba, aguardó la llegada de la calma; curiosamente, todos los vientos habían cesado y por primera vez desde que se había despertado oyó los sonidos de la ciudad en sí. Gemía. En las profundidades de sus cavernas talladas por el hombre, el lecho de roca se movía, y sordos lamentos y crujidos apenas audibles se elevaban de las huecas órbitas de sus muchas cuevas para producir un sonido parecido al de algo que se desgarraba.
Un recuerdo acudió a la mente del muchacho de modo espontáneo: los estallidos de los géiseres de gas mientras él y Cendra se aproximaban al territorio de los tramperos de los hielos. El terreno sobre el que se hallaba había dejado de ser estable.
Con un roce brevísimo, soltó la cuerda. Mientras se preparaba para soportar el retroceso se dio cuenta de que había sostenido la tracción demasiado tiempo y que había aflojado la tensión inconscientemente. La flecha había salido despedida al frente con poca fuerza. Enojado consigo mismo, contempló cómo el proyectil volaba demasiado bajo y alcanzaba el cénit demasiado pronto. Indolente, la flecha descendió hasta la parte baja de la diana, sin llevar apenas velocidad suficiente para perforar la madera.
—¡Segundo disparo para Tanjo Diez Flechas!
Una pequeña sonrisa de satisfacción tensó por un instante la carne rosada y tostada del rostro del hombre. No miró a Yustaffa ni a la multitud que lo aclamaba; sólo a Raif.
—¿Creías que te permitiría ganar, hombre de clan?
Alzó el arco sull de modo que reflejara la luz, lo que provocó unas ondulaciones sobre el asta teñida que recordaban al cristal fundido; las marcas plateadas que antes habían aparecido como tenues líneas resaltaron repentinamente con toda nitidez: la luna y las estrellas. Y un cuervo, un cuervo que chillaba a la noche.
—Antes moriría.
Dicho aquello, Tanjo Diez Flechas efectuó su último disparo. La flecha describió exactamente el mismo arco que la anterior, casi como si siguiera un rastro. La única diferencia fue una fracción de tirón extra hacia la derecha que condujo la punta de hierro aún más cerca del centro de la diana.
Raif se encogió al clavarse flecha. Los hombres lisiados empezaron a golpear la roca con los mangos de las armas y las botas que cubrían sus pies, y entonaban una palabra que el muchacho tardó un instante en captar. Por un momento, creyó que gritaban su nombre, y se preguntó qué había sucedido para alterar su lealtad; pero entonces se dio cuenta de que lo que pronunciaban era su sentencia de muerte.
—¡Falla! ¡Falla! ¡Falla!
Sombrío, insertó su flecha. Una especie de tranquilidad siniestra empezó a descender sobre su persona, y la vena del cuello comenzó a latir con la tranquila fuerza de un segundo corazón. Conocía la muerte; había estado con ella. «¿Creían que podían asustarlo amenazándolo con enviarlo de vuelta?».
La flecha salió disparada con violencia de la lengüeta. Cualquiera que fuera la energía que se había apoderado del cuerpo de Raif se había transferido al arco, y el retroceso golpeó con fuerza su mano. Apenas notó el dolor. Había lanzado la flecha demasiado alta, y toda su fuerza se desperdiciaba en su ascenso casi vertical hacia el cielo. Raif se maldijo. Todo había terminado. Flechas como aquellas alcanzaban la altura máxima y luego caían. Servían para arrancarle un ojo al adversario en el campo de batalla, pero no para alcanzar dianas. Los hombres lisiados empezaban ya a rodearlo, y su cántico aumentó de volumen mientras la flecha descendía.
—¡Falla! ¡Falla! ¡Falla!
Y entonces, las corrientes ascendentes regresaron. De repente, el aire se movió, alzando los repulgos de las capas y los cabellos de las cabezas, e hinchando también las faldas de las mujeres hasta inflarlas como campanas. Raif percibió un calor seco en los globos oculares, y entonces su cola de guerrero se levantó de los hombros como un banderín.
Columnas invisibles de fuerza surgieron del agujero abierto en la tierra, ondulando el aire como si se fundiera, y capturaron las plumas del asta de la flecha del muchacho. Sucedió en un abrir y cerrar de ojos, pero a Raif le pareció que veía cómo el curso de su proyectil cambiaba de minuto en minuto. El aire sostuvo el asta y empujó la punta hacia arriba, de modo que el vuelo pasó de caída en picado a caída en arco. Todo quedó silencioso por un momento mientras la flecha viajaba hacia el oeste a lomos de las corrientes cálidas. Ochocientos rostros se alzaron hacia el cielo, y todos contuvieron el aliento. Las corrientes ascendentes siguieron soplando a velocidad constante durante tal vez otro segundo, y luego se extinguieron.
La flecha cayó con el viento.
Zas. En el mismo centro de la diana.
Silencio. Una quietud se apoderó de los hombres lisiados. Era como si ninguno quisiera ser el primero en moverse o hablar en el vacío creado por el viento al retroceder.
Desafiante, Raif apoyó el arco e hizo que la madera golpeara ligeramente contra la roca. No comprendía qué acababa de suceder, pero percibía peligro, y sabía que sería un estúpido si mostraba a aquellos hombres su temor. Manteniendo la calma, se volvió hacia el hombre gordo.
—Anuncia al vencedor.
Toda animación se había esfumado de Yustaffa, que aparecía entonces simplemente gordo y sin atractivo. Las costuras de su túnica estaban tirantes, y la grasa en sus cabellos repeinados había atraído filamentos vagabundos de las plumas estabilizadoras de las flechas. Carraspeó, y a Raif no se le escapó la rápida mirada que dirigió a Traggis Topo antes de atreverse a abrir la boca.
—La tercera y última tanda se la adjudica Raif Doce Piezas.
La muchedumbre se precipitó al frente, con las bocas contraídas y los dedos crispándose en el vacío. Alguien arrojó una piedra.
Yustaffa alzó las palmas hacia lo alto y se apresuró a decir, con voz que era casi un chirrido:
—Vamos, camaradas de la Falla, no debemos precipitarnos. El torneo no ha finalizado aún. En el caso de un empate recurrimos a esa muy gloriosa y peligrosa tradición: la muerte súbita. Sí, amigos míos. La muerte súbita. Una diana, un disparo por persona. El mejor disparo gana.
Balanceó la cabeza a un lado y a otro en busca de un blanco apropiado; estaba claro que no se había preparado ninguno porque nadie había pensado que el forastero pudiera ganar.
Raif desvió la mirada. Por algún motivo que no comprendía empezó a pensar en Cendra. ¿Dónde estaba ella en aquel momento? ¿Se preguntaba ella alguna vez si haberle dejado había sido un error?
—Que disparen al cerdo.
La aguda y bronca voz de Traggis Topo lo devolvió al presente, y cuando alzó la mirada vio que los negros ojos del caudillo Bandido estaban puestos en él, lo que casi agradeció. Se sintió contento porque aquello apartaba sus pensamientos de Cendra.
Un silencio intenso siguió a las palabras de Traggis Topo. Los hombres lisiados retrocedieron despacio, pero no parecieron sosegarse. La voz de su jefe los excitaba, y Raif vio con claridad la necesidad de violencia que se reflejaba en sus ojos. «No son hombres de clan». Se lo había dicho Tem, Angus y una docena de otras personas que conocía, y tres noches atrás Mortinato le había dicho lo mismo. Sin embargo, había escuchado sin oírles en realidad. Entonces sabía que tenían razón. Los hombres lisiados parecían y hablaban como un clan, la mayoría de ellos al menos, pero no habitaban dioses en aquella ciudad de piedra y no había otra cosa más que desesperación compartida para mantenerla unida.
—Cedo el primer disparo al hombre de clan —dijo Tanjo Diez Flechas, que dedicó una reverencia a Raif mientras hablaba. El rostro resultó la viva imagen de la educación mientras sus omóplatos hendían el aire.
Raif no devolvió el cumplido. Era una farsa. El cerdo se encontraba quizá a unos trescientos cincuenta pasos, muy apartado de la faja central y suspendido sobre un lecho de llamas. El calor distorsionaba el aire, y el humo lo nublaba. Tanjo no había renunciado al primer disparo por bondad. No se permitían disparos de práctica en la muerte súbita, y el hombre que lanzara la flecha primero lo haría a ciegas. ¿Cuánta tensión y altura serían necesarias? ¿Era el calor del fuego lo bastante como potente para afectar a la flecha? Cualquier arquero experimentado era capaz de realizar tales apreciaciones, pero las decisiones resultaban mucho más fáciles cuando se podía aprender de los errores de otro. El arquero había decidido ceder la primacía y dejar que su adversario cometiera unos cuantos.
Raif no podía hacer otra cosa que disparar, de modo que flexionó el arco largo y aguardó a que las mujeres se apartaran de la hoguera. Habían girado el cerdo para que mostrara el ijar a los arqueros, y aunque era un animal grande, el invierno lo había dejado sin comer y era todo huesos. Raif se preguntó de dónde habría salido, pues Mortinato había dicho que los hombres lisiados andaban escasos de carne. ¿Efectuarían incursiones al sur para arrebatar ganado a miembros de clanes vasallos? ¿Cómo cruzaban la Falla?
Insertó una flecha en el arco. El cuerpo del animal resultaba horrendo. El calor había encogido los tendones, y las cuatro patas estaban alzadas y encogidas; además, la cola tenía un aspecto tan rígido que un niño podría columpiarse de ella. El hocico se había partido y vuelto a partir, y se distinguían atisbos de carne rosada bajo la piel chamuscada. Raif intentó no estremecerse cuando fijó la mirada en el ijar.
«Muerto». Algo en lo más profundo de su interior, en el lugar donde el cerebro se fusionaba con la columna vertebral, centelleó oscuramente como un único rayo de luz de luna moviéndose sobre aguas negras. La saliva humedeció la boca del joven, y las asadas cámaras grises del corazón del animal lo atrajeron con fuerza. De improviso, sintió que no podía respirar, y que estaba rodeado de carne apestosa. No quedaba allí nada de vida, sólo una masa esponjosa de células reventadas y arterias obturadas con sangre hervida. «Muerto». E incluso a pesar de que el interior de la cámara estaba caliente, una inmensa y despiadada frialdad yacía en el interior, aguardando.
El miedo hizo que Raif sintiera un nudo en el estómago. Tenía que salir de allí. Ya. La muerte se acercaba, sus zarcillos se desenroscaban como hilillos de humo mientras alargaba los brazos para alcanzar su mente. «Las puertas del infierno». Sentía cómo tiraban de él: la absorbente negrura del agua cenagosa, los vapores y la corrupción de la muerte. La ciénaga carecía de fondo, sólo un vacío eterno y sin vida. Una vez que se hundiera ya no dejaría de caer jamás.
No había forma de liberarse. El corazón del cerdo era una trampa tendida, en la que no debería haber entrado. Un corazón palpitante era una fuerza de la naturaleza; uno sin vida era un portal a la muerte. Y tiraba, tiraba de él. Un rugido inundó sus oídos, y los pensamientos empezaron a retorcerse sobre sí mismos a medida que el tirón incrementaba su fuerza. El olor a carne asada se desvaneció, reemplazado por el efervescente olor azul del hielo. Unas sombras se movieron en la periferia de su campo visual. Algo suspiró. El peso de la carne descompuesta, blanda y líquida por la putrefacción lo abrumó.
Sin embargo, se le seguía haciendo agua la boca, y en lo más profundo del tronco cerebral, algo se estimuló. Sintió que se le dilataban las pupilas. Aquel territorio le era conocido. Llegar allí era como regresar a casa.
Más tarde no recordó haber disparado. Recordaba únicamente el sobresalto al emerger de la oscuridad y el mareante desconcierto que le produjo sentir la luz del sol en el rostro. Su respiración surgía veloz y entrecortada, y sentía el viento gélido con la misma fuerza que si estuviera desnudo. Parpadeó como alguien a quien han despertado violentamente con una sacudida, y los ojos le mostraron una visión que su mente tardó unos instantes en comprender.
Una muchedumbre, tan quieta y silenciosa que podría haberse tratado de una serie de estatuas vestidas, miraba con fijeza más allá de él al cuerpo ensartado sobre el fuego. Una flecha —su flecha— estaba profundamente clavada en el corazón del animal. La violencia del impacto había partido la tostada carne en forma de estrella, y colgajos de carne ennegrecida se balanceaban a impulsos de la brisa, arrollándose hacia atrás para dejar al descubierto los sebosos aros de la caja torácica y un pedazo de hueso destrozado. Era como si alguien hubiera golpeado con un martillo las costillas situadas justo encima del corazón y las hubiera triturado como si fueran piezas de cerámica. Por debajo de los fragmentos se podía ver la humeante masa gris del corazón del cerdo, partido limpiamente por la mitad.
Raif tragó saliva y notó un sabor amargo en la boca. Sostenía el arco largo de tejo en posición vertical como un bastón, pero no recordaba haberlo colocado así. Pensó que tal vez debería actuar, obligar a Yustaffa a declarar bueno el disparo, aceptar el temeroso silencio de la multitud con un suave ademán, dedicar una elegante reverencia a Tanjo Diez Flechas y decir: «Tu turno, me parece». Sin embargo, fue incapaz de moverse.
Curiosamente, le vino entonces a la memoria una historia que le había contado Angus sobre cómo las gentes que vagaban por el agreste y rojo desierto del lejano sur daban nombre a sus hijos. El padre elegía un nombre, pero no contaba a nadie, ni siquiera a la esposa, la decisión tomada, y el niño crecía hasta llegar a ser adulto sin saber jamás qué nombre le había puesto su padre. La madre, los hermanos y las hermanas se dirigían a él usando apelativos cariñosos, hasta que se convertía en un hombre lo bastante fuerte y valeroso como para desafiar al padre a un combate. Las peleas eran enconadas, según había dicho Angus, ya que el orgullo de la gente del desierto era algo terrible, y ningún padre quería perder ante su hijo. Para vencer, el hijo debía ser despiadado y derribar al padre; luego, de pie ante el progenitor, debía decir: «Reclamo mi nombre. Dame lo que es mío». Y entonces, se pronunciaba el nombre, y el hijo se alejaba, dejando al padre sobre el suelo del desierto para que las mujeres lo atendiesen, mientras él abandonaba el campamento para ir de caza. Había magia en aquella primera noche, le había explicado Angus, y los animales se arrojarían sobre la lanza del hijo y los dioses enviarían visiones para guiarlo.
Raif no esperaba visiones ni una fila de animales aguardando el honor de ser abatidos por él. Pero de todos modos…
«Reclamo mi nombre».
Al contemplar el cuerpo, la flecha que había hendido el asado corazón, Raif comprendió que de algún modo había reclamado su nombre. Mor Drakka, vigilante de los muertos. ¿Cuántas flechas había lanzado contra corazones palpitantes? No lo sabía. Pero aquella…, aquella era la primera flecha que había clavado en uno muerto.
Apartó los ojos, y miró a la piedra del suelo sin verla. Desde lo que parecía una distancia enorme, le llegó la voz de Yustaffa.
—Bien. Un acierto, un acierto, desde luego un acierto. Le deja a la Vieja Bessie unos cuantos huesos menos que trinchar. —Efectuó un sonido parecido a un hipo—. Bien, supongo que será mejor que pongamos fin a esto. Tanjo, cuando estés listo.
La muchedumbre empezó a agitarse mientras el arquero se preparaba para disparar. Los hombres lisiados murmuraron, y las prendas de cuero y de metal chirriaron a medida que estiraban las extremidades entumecidas y se libraban de los calambres del cuello. Raif oyó cómo se insertaba una flecha en la placa de metal, y alzó los ojos a tiempo de ver cómo su rival tensaba el arco. El rostro quemado de Tanjo Diez Flechas se tornó dorado bajo la luz de la mañana, y el arco sull relució, poderoso, mientras se curvaba en sus manos. El hombre lanzó el aliento una vez sobre la cuerda y luego apartó el aro de jade del arco.
Fue un disparo hermoso, y Raif lo recordaría siempre: el modo como Tanjo soltó el proyectil, la perfección de la postura y el particular sonido —la vibración de la flecha disparada— indicaban que era un disparo impecable. Voló alta y luego descendió como un halcón sobre el cuerpo del animal. Casi igualó la flecha de Raif. Trescientos cincuenta pasos a través de humo y aire revuelto, y fue a clavarse en la aorta en forma de bulbo que salía del corazón del cerdo.
Incluso antes de que los hombres lisiados tuvieran tiempo de reaccionar, Tanjo Diez Flechas se volvió hacia Raif y le dedicó una inclinación. El orgullo mantenía tirantes los músculos de su rostro cuando irguió la espalda y le tendió el arco sull. Con el rabillo del ojo, Raif vio cómo el hijo de Tanjo se abría paso hacia la primera fila para dirigirse apresuradamente hacia su padre. Alguien, un enorme jorobado de cabellos rubios, alargó una mano para detenerlo. El chiquillo pateó y forcejeó, pero el jorobado lo sujetó con firmeza. Una anciana situada cerca de la primera fila entregó al hombre su capa de lana y le indicó que cubriera con ella el rostro del niño.
Raif sabía que su contrincante se daba cuenta de lo que le sucedía a su hijo, pero el hombre quemado no demostró ninguna reacción y mantuvo la mirada fija en Raif.
—Toma el arco. Me ha servido bien.
Yustaffa había empezado a hablar —la voz elevada en tonos dramáticos—, pero Raif no escuchó las palabras. El arco sull ya no era algo que deseara; sin embargo alargó la mano hacia él igualmente. «Reclamo mi nombre». Y entonces le pareció que comprendía por qué los hijos de los habitantes del desierto se iban y dejaban a sus derrotados padres en el suelo. La vergüenza ardía en ambos hombres, pero ninguno podía dejarla traslucir. Raif devolvió al orgullo de Tanjo su propio orgullo, y las manos de ambos se rozaron por un instante en la panza del arco.
«Te debo mi respeto —quería decirle Raif—. Tú eres el mejor arquero». Sin embargo, eran palabras que jamás se pronunciarían. En su lugar, Raif le dedicó una profunda inclinación, a la vez que tomaba posesión del arma y fingía no ver la siniestra sombra en movimiento de Traggis Topo deslizándose hacia ellos ni el breve destello de miedo en los ojos de Tanjo Diez Flechas.
—¡Falla! ¡Falla! ¡Falla!
El cántico se inició al mismo tiempo que Traggis Topo sacaba el cuchillo de su funda de madera fosilizada. Tanjo irguió la espalda y se volvió de cara a él. El miedo había desaparecido entonces, y el orgullo que permanecía hizo llorar a las mujeres.
—Destapadle el rostro a mi hijo.
Mientras oía aquellas palabras, Raif notó el contacto de una mano sobre el hombro.
—Vamos, muchacho. Apártate. Es mejor que les des la oportunidad de olvidarse de ti.
Mortinato sujetó el brazo del joven y tiró de él hacia atrás. Raif pensó por un instante en rebelarse, pero el hijo de Tanjo permanecía entonces muy quieto y con libertad de movimientos, con el rostro descubierto y el menudo cuerpo estremecido por el esfuerzo de igualar el orgullo demostrado por su padre. El niño era más pequeño que Effie, y Raif dejó que Mortinato lo apartara de allí.
—¡Falla! ¡Falla! ¡Falla!
El grito de la muchedumbre se tornó frenético cuando Traggis Topo cayó sobre Tanjo Diez Flechas. Se produjo un movimiento demasiado veloz para seguirlo con la vista, y entonces el caudillo Bandido atrajo bruscamente al arquero contra su pecho. Una violenta torsión partió los huesos del cuello y la espalda de Tanjo, y a continuación, dos chorros de sangre cayeron sobre la roca del suelo cuando el cuchillo del jefe cortó los párpados de su víctima. El cuerpo del hombre quemado se relajó y dio una sacudida en manos de Traggis, mientras las blancas órbitas de los ojos caían al frente, con las córneas cubiertas por un velo de sangre. La mano de Raif descendió hacia la cintura en busca de la porción de piedra pulverizada, que no estaba allí. «Por favor, dioses, lleváoslo ahora». Pero el caudillo Bandido había roto únicamente los huesos necesarios para paralizarlo, no para matarlo, y cuando la multitud se abalanzó al frente para tomar posesión del cuerpo, Raif vio con claridad cómo la mirada de Tanjo se concentraba en su hijo.
Los hombres lisiados cayeron sobre él. Raif había visto en una ocasión cómo un par de caballos destrozaban a un hombre en Estridor, y las mismas fuerzas que entraron en acción para arrancar las extremidades de las articulaciones y la pelvis de la columna actuaron sobre el cuerpo del hombre quemado. La turba lo hizo pedazos. Lo arrastraron hasta el margen del saliente de piedra, lo alzaron con fuerza sobre muchos hombros y luego lo arrojaron por el borde.
Los ojos de Tanjo Diez Flechas estaban abiertos y su caída no provocó ningún sonido.
Raif se estremeció y dio media vuelta.