Effie Sevrance se acurrucó detrás de la enorme tina de cobre para destilar y contempló cómo Gat Murdock cataba los vinos inferiores. «Los vinos inferiores son el punto medio en el proceso de destilado», decía Cabezaluenga: demasiado flojos para considerarlos auténtica malta, pero con fuerza suficiente para hacer caer de rodillas a un hombre si los cataba a menudo y durante demasiado tiempo. Effie deseó que Gat Murdock cayera de rodillas… pronto. Hacía calor y estaba oscuro en el pozo de destilar, y los vapores que borboteaban del caldero lo tornaban todo pegajoso y húmedo. La chiquilla sentía la gruesa lana del vestido pegada a la espalda como si se tratara de avena remojada. «¡Vaya estupidez! ¿Por qué no se me ha ocurrido ponerme la ropa de lino?».
Gat Murdock cerró la espita de la tina en forma de campana y alzó la última cata hacia la luz de la lámpara. La copa de cristal marino despidió destellos verdes y mostró un líquido todavía turbio debido a los posos. Effie deseó que bebiera y acabara de una vez, pues estaba cumpliendo una misión para Granmazo y Grim Shank, y no quería decepcionarlos. La habían escogido a ella para que fabricara el zumo de hierro. Había una veintena de muchachos en la casa comunal que no hacían otra cosa que aguardar alrededor de la Gran Lumbre cada día con la esperanza de poder lijar el óxido de las cadenas de un macero o reparar la funda de lana virgen en la que se introducía el mazo. Sin embargo, en lo referente al tizne para los dientes de los maceros, Granmazo había decidido que Effie Sevrance lo haría mejor y sin armar tanto alboroto como cualquiera de ellos.
—Effie es vuestra chica —había dicho Bitty Shank a su hermano mayor Grim la noche anterior, mientras se encontraban en las secas y polvorientas sombras del establo—. Es hábil con las manos, sabe cómo guardar un secreto y además es hermana de un macero.
Granmazo y Grim habían asentido con severidad en tanto el apagado resplandor del farol centelleaba de un modo extraño en sus deslustradas corazas. Que fuera la hermana de un macero era suficiente para ellos.
Según le había explicado Granmazo, el zumo de hierro era tan negro como las lágrimas de los Dioses de la Piedra y sólo un ápice menos capaz de aniquilarte; además tenía que ser lo bastante potente como para teñir los dientes de un macero y mantenerlos en buen estado y negros durante una estación.
—No sirve de nada utilizar negro de humo o cenizas, pues la mancha apenas dura una semana. Y en cuanto uno empieza a lanzar espumarajos por la boca lo más seguro es que estos salgan negros.
Effie había asentido, comprendiendo. Si uno se teñía los dientes para parecer feroz en combate, entonces era mejor que el tizne no desapareciera en mitad de la batalla; de lo contrario, se corría el riesgo de acabar pareciendo un idiota.
El problema era que los maceros Granizo Negro no se habían tiznado los dientes desde que Gregor el Loco había conducido a trescientos hombres a la muerte en las crecidas aguas del Torrente Oriental. Todos, excepto una docena de ellos, habían sido maceros. Los cadáveres habían sido arrastrados río abajo por la crecida primaveral a través de los rocosos bajíos conocidos como las Costillas del Hombre Muerto, y habían sido arrojados por el altísimo y brumoso salto de las cataratas de la Luna. Effie había oído decir que las rocas del río habían arrancado la carne de los huesos y que lo único que les quedó a las viudas para envolver fueron blancos cráneos con una hilera de dientes negros.
La pequeña frunció el entrecejo. Tenía la impresión de que existían demasiadas historias del clan en las que aparecían calaveras y muertes violentas. De todos modos, resultaba interesante que, a partir de entonces, ningún macero Granizo Negro se hubiera tiznado los dientes por temor a irritar a los dioses y que la receta para preparar zumo de hierro se hubiera perdido.
—Amargo como los meados —sentenció Gat Murdock contemplando la copa de catar entonces vacía—. Lo bastante bueno para un vasallo del clan, o su esposa.
Satisfecho, depositó el recipiente boca abajo sobre una rejilla de tilo y escupió para limpiarse la boca. Le faltaban dedos, al igual que a muchos de los hombres de más edad del clan, pero ello no restaba velocidad a sus movimientos, y selló las canillas y amortiguó la luz de la lámpara con la misma rapidez que lo habría hecho si hubiese poseído diez dedos en lugar de ocho. Effie lo observó mientras se alejaba y luego se detenía antes de alcanzar la escalera. El hombre se volvió para mirar en dirección al rincón exacto donde se ocultaba ella, y paseó la mirada velozmente de un lado a otro para comprobar si lo vigilaban. La niña contuvo la respiración al mismo tiempo que se imaginaba tan inmóvil como la misma piedra en la que estaba construido el pozo.
Transcurrieron largos segundos antes de que la mirada apagada del otro pasara justo por su lado sin verla. Convencido de que nadie miraba, Gat Murdock alargó el brazo hacia el estante elevado en el que Anwyn Ave guardaba su malta de veinte años y deslizó uno de los preciosos frascos sellados bajo el abrigo. Effie se olvidó de que se mantenía inmóvil como una piedra y permitió que su boca se desencajara de sorpresa. «¡La malta de veinte años de Anwyn! ¿No existía una maldición sobre ella? Anwyn juraba que cualquier hombre de clan que la bebiera sin su bendición se quedaría sin sus partes viriles al cabo de una semana». Lettie Shank se lo había enseñado todo sobre partes viriles, y cualquier hombre que las perdiera, sin duda, se sentiría sumamente disgustado.
Tras proferir un leve gruñido de satisfacción, Gat Murdock puso el pie en la escalera e inició la corta ascensión al exterior del pozo. Effie aguardó hasta escuchar el sonido de sus pies en el piso superior antes de salir del escondite de detrás de la tina.
Sentía el brazo entumecido y lo frotó con suavidad mientras se abría paso por entre cañerías de cobre. También le dolían otras partes del cuerpo, lugares donde el cuchillo de Cutty Verdín se había hundido profundamente para abrir heridas irregulares y difíciles de cicatrizar, que todavía rezumaban por la noche. No quería pensar en ellas entonces, no obstante; era una mujer del clan de casi nueve inviernos, y los hombres que regresaban de la guerra de los clanes tenían que soportar heridas peores.
Únicamente deseaba que el cuchillo de Cutty le hubiera respetado el rostro.
Detuvo la traicionera mano que iba a alzarse hacia la mejilla. «No habría sido una belleza ni siquiera sin las cicatrices, como me dijo Maza Granizo Negro».
Devolvió sin dilación los pensamientos al zumo de hierro. Necesitaba un licor bueno y potente para dar graduación a la pócima. La malta de veinte años de Anwyn era demasiado suave… y cargaba con una maldición demasiado terrible. Necesitaba algo que quemara las encías de un hombre, y posiblemente también el esmalte de sus dientes. Pensativa, escudriñó los frascos del estante más alto. El Fulgor Dhoone de Will Halcón, en su curioso frasco centelleante, se hallaba junto a la Malta del Caudillo de Dagro Granizo Negro y el Destroza-entrañas de Shor Gormalin, con sus espadas cruzadas grabadas al fuego en la madera. Se guardaban allí tantos licores de hombres muertos. Entonces lo vio, en el rincón más oscuro, con el frasco de cuero recubierto de telarañas y el tapón de madera casi fuera de sitio por la edad: el Licor Especial de Tem Sevrance. Sin duda, su padre lo había destilado él mismo.
Era tarde. La casa comunal había quedado silenciosa, y Effie comprendió que era mejor que se diera prisa; sin embargo, no pudo evitar alargar el brazo para coger el frasco de su padre. Olía como él: a cuero y a caballo. Y cuando extrajo el tapón estuvo a punto de soltar una carcajada. Aquello sí serviría. Sin duda, sería incapaz de matar a nadie —no, después de tanto tiempo—, y su padre había sido un macero también. Él le ayudaría a ennegrecer los dientes de sus antiguos compañeros.
La chiquilla empezó a sentir una picazón detrás de los ojos, de modo que volvió a colocar el tapón en el frasco con un fuerte empujón e inició el corto ascenso al exterior del pozo.
Era una noche singular en la casa comunal, que aparecía silenciosa y oscura con tan sólo la mitad de las antorchas encendidas en preparación para la Festividad de la Ruptura. Le había parecido una buena idea reunir los ingredientes para el zumo de hierro aquella noche, pues a muy pocos les gustaba deambular por los pasillos la noche en que los Dioses de la Piedra recorrían la tierra. No obstante, mientras se movía por los medio desmoronados pasillos inferiores de la casa comunal, empezó a sentir un cosquilleo de inquietud. Sentía el amuleto frío sobre la piel.
La pequeña piedra de granito volvía a estar colgada alrededor de su cuello, pesada como un huevo recién puesto. Inigar Corcovado la había encontrado dentro de una mano cortada. El guía del clan había sido el encargado de reunir los restos de Cutty y Nelly Verdín, y con la encorvada espalda doblada aún más contra el viento y un cesto de mimbre en la mano, había arrancado la carne congelada de la nieve. Effie había oído murmurar que no quedaba nada entero, que los perros habían devorado los ojos y la lengua de Nellie, y que habían desgarrado el bazo de Cutty, y supuso que había sido una suerte que ninguno de los animales se tragara el amuleto. Inigar no permitió que se lo colgara al principio. En lugar de dárselo, se lo había llevado a la casa-guía, donde había pronunciado palabras de poder sobre él, y luego lo había depositado sobre la piedra-guía para que extrajera energía y se renovara.
Entonces tenía un tacto distinto: más viejo, más maduro. Inigar le había dicho que los amuletos crecían junto con sus portadores; ¿quería aquello decir que ella era mayor y más dura también?
Al acercarse a la escalera ennegrecida por el aceite que ascendía en espiral hacia la herrería del clan, la pequeña aminoró el paso. Por lo general, le gustaba aquella zona de la casa comunal, con sus techos bajos y pasillos estrechos. El lugar estaba más oscuro que de costumbre, pero no le importó. Ningún Sevrance había tenido miedo jamás a la oscuridad. No obstante, había algo más…, algo que vigilaba y aguardaba. Y su amuleto no se movió, ni empujó, pero algo en su interior se removió como si una gota de mercurio líquido se hubiera endurecido de golpe en su parte central. Se detuvo. Escuchó. Casi oyó algo, pero probablemente no eran más que imaginaciones; no se puede oír el sonido de un hombre que contiene el aliento.
«Retrocede, Effie —dijo una vocecita en su interior—. Corre a tu habitación y cierra la puerta con pestillo».
No; realizaba una tarea encomendada por Granmazo y Grim Shank, y no saldría corriendo como un conejo cada vez que se sintiera asustada. Además, las cosas eran distintas desde que iba armada. Bitty Shank le había dado un cuchillo, al que había llamado «protector de doncellas».
—El mejor pedazo de pedernal que puedas hallar atado al muslo de un ama de casa.
También le enseñó cómo manejarlo. No era como traspasar a alguien con una espada, pues la fuerza de un cuchillo de pedernal estaba en la hoja, no en la punta, y a menos que se quisiera que la punta se partiera en cuanto tocara hueso era más sensato cortar que clavar. Effie había practicado acuchillando pieles de ovejas mohosas y apolilladas en la tintorería, hasta reducir a tiras las inútiles pieles de carnero. Habían descantillado el borde del cuchillo hasta darle una agudeza mayor que el acero, y en algunos puntos era tan fino que el sol brillaba a través de la piedra. «Es parte de un botín —le dijo Bitty— incautado a un grupo de tramperos de Ule Espadón que pescaron colocando trampas en tierra Ganmiddich».
Effie se llevó la mano a la cintura, para palpar la suave funda de asta que guardaba el cuchillo. Adoraba a Bitty Shank. Él y sus hermanos no querían ni oír hablar de que ella fuera una bruja.
Tras decidir que no iba a dejar que sus pensamientos siguieran adelante por aquellos derroteros, la chiquilla empezó a subir los peldaños. Todo estaba en silencio, a excepción del crujido de los viejos maderos y la piedra. Por lo general, la herrería del clan funcionaba toda la noche, y aunque Brog Widdie, herrero jefe y exiliado Dhoone, no permitía que nadie que no hubiera hecho su juramento trabajara con el hierro al rojo, herreros no juramentados y trefíleros se ocupaban de engastar cabezas de flecha y remachar cotas de mallas.
Pero aquella noche era diferente. La víspera de la Ruptura. Todos los hombres del clan, tanto si habían hecho su juramento como si no, estarían reunidos alrededor de la Gran Lumbre, entonando las viejas canciones. La Ruptura estaba consagrada a los Dioses de la Piedra, y si no se cumplía con ellos esa noche podían enviar una helada tan terrible y prolongada que crecería hielo en el corazón de todas las piedras-guía y los clanes se convertirían en polvo. La piedra-guía de Cuajomurado se había helado hacía casi dos mil años, y aquel antiguo y venerable clan —que había sido tan poderoso que había llegado a desafiar a los Dhoone para obtener la soberanía— había ido declinando desde entonces. Se habían perdido muchas historias de los clanes, incluso les había sucedido a los Withy y a los miembros de la casa del Pozo, que conservaban todas las crónicas, pero la historia de la rotura de la piedra de Cuajomurado, de cómo las mujeres del clan habían recogido los fragmentos en sus faldas y los habían llevado a un lugar que sus hombres jamás sabrían, provocaba escalofríos a todo hombre de los clanes. Todos sabían que si las mujeres no hubieran ocultado los pedazos, los hombres los habrían usado para arrancarse el corazón.
Effie acarició la pequeña bolsa de piedra-guía pulverizada para rendir homenaje a los Dioses de la Piedra.
Bajo sus pies, los peldaños de piedra resultaban resbaladizos, engrasados por el grafito y el aceite de sesos de ternero procedentes de los pies del herrero. El aire era cada vez más cálido y seco; apestaba a sudor, azufre y mineral fundido. Al frente, las enormes puertas recubiertas con planchas de plomo estaban cerradas. Toneles llenos de agua almacenados a ambos lados del umbral indicaban el gran temor al fuego que sentía el clan. La herrería sobresalía de la cara norte de la casa comunal, escudada de la construcción principal por un sofocante túnel oscuro llamado el Paso Seco. La entrada principal a la herrería estaba tallada en la pared exterior que daba al norte; era una arcada imponente, tan alta como dos hombres, y estaba protegida por puertas endurecidas con agua salada y tachonadas de puntas de acero para rechazar las hojas de las espadas. La fragua de un clan era su riqueza y su fuerza; allí se almacenaban materiales en bruto, se forjaban espadas y puntas de flecha, y botines de guerra que aguardaban a ser fundidos y rehechos se apilaban en grandes montones a lo largo de las paredes.
Effie recorrió el Paso Seco y luego apoyó la mano en la puerta de plomo. No estaba ni cerrada con llave ni tenía el pestillo corrido —tampoco había esperado que lo estuviera—, y media tonelada de madera se balanceó con suavidad sobre bisagras que Brog Widdie había forjado personalmente. El resplandor anaranjado del horno iluminaba el cavernoso espacio de la fragua. Un círculo de yunques dominaba la estancia; astados, calzados y agujereados, proyectaban extrañas sombras que parpadeaban a los pies de la niña. Baños para dar temple llenos de salmuera y sebo purificado se calentaban cerca del horno, y más allá se encontraban las mesas y los bloques de trabajo repletos de martillos, tenazas y otras herramientas de aspecto malévolo. Más allá estaban los materiales: tinas de aceite, cribas y sangre de cerdo, sacos de carbón de leña, arena y mineral en bruto; también había varas de hierro apiladas con tanto cuidado como si fueran de oro, y cuerdas de leña partida se amontonaban como una hoguera hasta los travesaños del techo.
Effie dio un paso al frente y vaciló.
—Mensaje para Brog Widdie —dijo en voz baja luego.
Nadie respondió. Algo en el extremo más alejado, junto al banco de herrero donde Mungo Kale trabajaba el cobre y el bronce, crujió y después quedó en silencio. «Una rata tras el sebo», pensó la niña, que se sentía más valiente a medida que pasaban los minutos. Letty Shank y Florrie Asta serían capaces de chillar ante la sola mención de los roedores, pero Effie era incapaz de sentir el menor temor por cosas tan pequeñas. En silencio, cruzó el círculo de yunques y se encaminó hacia los materiales. Uno de los baños de sebo había engullido una rata, y a medida que la temperatura del horno descendía y el sebo se congelaba, el roedor había ido quedando rebozado en grasa. Al día siguiente por la mañana, uno de los hombres de Scarpe lo recogería sin duda, lo asaría en el horno y se lo comería. Todos sabían que a los Scarpe les gustaba comer ratas.
Al pasar junto a uno de los bancos de clavetear, hizo una pausa para sacar los clavos guardados en un cuenco de latón. Mientras las pequeñas púas de hierro caían sobre la madera, le pareció oír que algo chirriaba en el Paso Seco a su espalda, pero cuando se volvió para mirar todo estaba inmóvil. Probablemente no sería más que una viga que se acomodaba; no obstante, se movió algo más deprisa después de aquello.
Los sacos de carbón de leña resultaban fáciles de identificar, ya que la tarima sobre la que estaban colocados tenía una capa de hollín. La marca del carbonero era un árbol sobre una llama; Effie lo advirtió cuando desenvainó el cuchillo y apoyó el pedernal contra el cáñamo. La tela del saco se rajó con facilidad y un grueso chorro de carbón se derramó al suelo. La pequeña se apresuró a recoger el fino polvo en el cuenco, mientras se maravillaba ante la suntuosidad del carbón…, sin duda la cosa de un negro más oscuro que había visto jamás. Si aquello no tiznaba los dientes de los maceros, entonces tendría que probar a embotellar el cielo nocturno, ya que no existía nada más negro.
Cuando el cuenco quedó medio lleno, lo retiró y dejó que el contenido del saco se derramara hasta nivelarse. El amuleto se removió de un modo inquieto contra su piel, pero ella estaba demasiado emocionada para prestarle atención. ¿Y si probaba a hacer una poción entonces? ¿Necesitaba hierro el zumo de hierro? ¿O se trataba acaso sólo de un nombre? Sí, probablemente necesitaría ácido para fijar el carbón en los dientes de los maceros, pero no haría ningún mal probarlo primero…, y podría salvarle las encías a alguno. «Y lo probaré —pensó, sintiéndose más excitada aún—, en uno de los perros de Shank esta noche. A Viejo Pulgoso no le importará. Tiene los dientes tan amarillos y descascarillados que realmente podría resultar una mejora».
Sonriendo ante la idea de un perro con los dientes manchados de negro, la niña dejó en el suelo el cuchillo, sacó el frasco de su padre, lo destapó y, a continuación, vertió la mitad del contenido en el cuenco. Luego, se agachó junto a los sacos de carbón y removió la mezcla con un trozo de madera que halló en el suelo. El licor especial de su padre se oscureció al instante, y un fino polvo negro se elevó del cuenco a modo de vapor, sólo que este era del color opuesto. Mientras removía el líquido vio mentalmente filas y más filas de maceros Granizo Negro, armados y a caballo, con las cadenas de los mazos tintineando bajo las ráfagas del viento y con los labios tensados hacia atrás para mostrar dientes negros como la noche. Drey sería también uno de ellos. Y tal vez si ella hacía el zumo de hierro lo bastante oscuro y él parecía lo bastante feroz, su hermano no tendría que luchar. A lo mejor los hombres de Bludd darían media vuelta y huirían en lugar de alzar sus hachas contra él.
Pareció que los hombres surgían de la nada. Un grito bronco hizo que Effie alzara la cabeza; una puerta de plomo fue enviada a estrellarse contra una pared, y a continuación, hombres del clan se precipitaron al interior de la herrería. Con respiración entrecortada y envueltos por el centelleo de las armas desenvainadas, rodearon la habitación. Effie había contemplado en una ocasión cómo un grupo de cazadores rodeaban a un jabalí herido antes de matarlo, y reconoció la misma excitación nerviosa; las mejillas hundidas y los labios húmedos. Era el temor a acercarse demasiado a la presa.
—No te muevas, bruja.
La chiquilla reconoció al que hablaba como Stanner Halcón, hermano de Will y tío de Bron, que habían perecido en la nieve frente al cobijo de Duff. Alto y pálido como su hermano, Stanner no sentía ningún afecto por nadie que llevara el nombre de Sevrance. Algo se endureció en el interior de Effie cuando él la miró. Raif había peleado para salvar las vidas de Will y Bron; sin embargo, aquel hecho había sido tergiversado y enterrado. Para entonces, lo único que se recordaba sobre aquella noche frente al cobijo de Dugg era que Raif Sevrance había hablado en contra de su clan.
Effie alzó la barbilla. Tenía a un cobarde ante ella. Todos lo eran. Dos docenas de hombres para capturar a una pobre niña. Ni siquiera tenían el arrojo de hacerlo a pleno día y en campo abierto; en su lugar, habían vigilado, habían avanzado a hurtadillas y habían aguardado, como las comadrejas tras los huevos.
No había un solo macero entre ellos. Ningún hombre que empuñara un mazo alzaría la mano contra uno de los suyos; pero sí estaban los compinches de Maza Granizo Negro: el viejo y duro Turby Flapp, que empuñaba una espada tan mal equilibrada que no conseguía mantener la punta lejos del suelo; el enjuto y moreno Craw Bannering, ataviado con las pieles curtidas y las plumas de cisne del clan Harkness, conocido como Medio Clan, y con los largos dedos tatuados posados tranquilamente en un arma. Arlan Varal e Icor Corzo se movieron con experimentada cautela para ocupar posiciones detrás de Effie. Muchos de los hombres eran Granizo Negro de una cierta edad, que llevaban demasiado tiempo enjaulados en una casa comunal en guerra y estaban ansiosos por cualquier clase de derramamiento de sangre.
Y también había hombres de Scarpe. Uriah Scarpe, Wracker Zorro y otros que no conocía. Eran hombres cenceños, vestidos con las negras prendas de cuero y pieles de comadreja de los Scarpe, que la observaban como si tuvieran algo que temer. «Realmente creen que soy una bruja». La idea se materializó en su cabeza en un instante y con ella vino otra. «Esta trampa la han tendido con sumo cuidado». No se había informado a ningún Shank ni a ningún macero, a nadie que fuera amigo de Drey.
—Levántate, bruja.
La voz de Stanner Halcón era impasible, y por primera vez Effie se preguntó si no tendría algo más que la idea de capturarla en su cabeza. Con la mano derecha, el guerrero hizo un gesto a Craw Bannering, y el moreno arquero fue hacia el montón de leña y seleccionó una cuerda de troncos.
—He dicho que te levantes, bruja.
Stanner Halcón lanzó una violenta patada y estrelló contra el suelo una cuba de salmuera. El agua salada salpicó el rostro de Effie.
La niña sintió que la serenidad la abandonaba. El amuleto empezó a golpear contra su piel y se dio cuenta de que Uriah Scarpe, con sus ojos de lince, echaba una veloz mirada a la lana que rodeaba su garganta. La pequeña desvió los ojos, y su mirada fue a posarse en el cuchillo de pedernal, que descansaba en el suelo de piedra junto a la tarima, apenas a tres pasos de su pie. Uriah Scarpe seguía observándola, de modo que apartó la mirada rápidamente y, muy despacio, empezó a levantarse, tras depositar el cuenco de zumo de hierro en el suelo.
Craw Bannering se había puesto los gruesos guantes de piel de vaca de uno de los hombres que trabajaban con metal al rojo. La cuerda de madera yacía entonces, desatada, junto al horno, y el mesnadero usaba ambas manos para tirar hacia atrás de la puerta de hierro forjado que protegía el agujero de carga. El calor de la fragua se precipitó al interior de la estancia en cuanto el agujero absorbió el aire. Craw alimentó el fuego que ardía abajo, eligiendo únicamente la madera más seca y tupida.
Los hombres de más edad se removieron en sus puestos, aunque Effie no pudo saber si ello lo provocaba la inquietud o la excitación.
—Acciona los fuelles, camarada Craw —indicó uno de los Scarpe.
Los ojos de Stanner Halcón centellearon con tonalidades anaranjadas en el creciente resplandor de la hoguera.
—Se te acusa de ser una bruja, Effie Sevrance. Confiesa ahora y recibirás el veloz juicio de mi espada.
—Sería un acto de clemencia para ti, criatura, al fin y al cabo —susurró alguien a su espalda.
Veinticuatro pares de ojos la observaban. Turby Flapp apartó una mano de su mal fabricada espada para limpiarse la saliva de los labios. Effie paseó la mirada por cada uno de ellos; hombres Granizo Negro, Scarpe y desconocidos por igual. Temblaba y se sentía incapaz de hablar, de modo que todo lo que podía hacer para mostrar su inocencia era mirarlos a la cara y sostener sus miradas. Uno o dos tuvieron la decencia de volver la vista hacia otro lado. Arlan Varal encontró algo que merecía estudiarse en el guardanudillos de su espada.
—Habla, bruja. —Stanner Halcón actuaba entonces para la galería y daba la espalda a la pequeña mientras recorría el círculo de yunques—. Conseguiré que digas algo antes de poner tus pies en el fuego.
Effie escuchó el sordo estallido de las burbujas de barro que se iban formando a medida que la artesa llena de lodo que rodeaba el horno empezaba a hervir. Ridículamente, aquello le trajo a la mente los perros de Shank, que realizaban sonidos parecidos cada vez que se les daba verdura en lugar de carne. Pensar en los perros la ayudó y, de improviso, recuperó la voz.
—Stanner Halcón, mi padre decía que en una ocasión le robaste una pieza de caza al cambiar tu lanza por la suya, de manera que pudieras reclamar la osa como tuya. Mi padre jamás mentía, y yo tampoco lo haré. Los perros de Shank me salvaron porque me quieren y me son leales. Harían lo mismo por su amo, Orwin Shank, del mismo modo que los podencos del infierno de Maza Granizo Negro lo salvarían a él.
Resonaron varios gruñidos de asentimiento en la herrería, ya que muchos hombres criaban perros, y todos se enorgullecían de la ferocidad y lealtad de sus animales.
El rostro de Stanner Halcón había perdido el poco color con el que había sido bendecido. Dos puntos coléricos ardían en sus ojos, y Effie comprendió que había cometido un error al atacar su honor, y que la haría quemar por ello.
El hombre se colocó ante ella en tres rápidas zancadas y apoyó la punta de la espada sobre el regordete labio inferior de la niña.
—Abre la boca, bruja. Déjame ver esa lengua que miente con tanta facilidad. He oído decir que, mediante sus palabras, las brujas pueden hacer que un hombre suelte su espada, pero jamás creí que pudiera presenciar tal cosa yo mismo.
Las últimas palabras iban dirigidas a los allí reunidos, y como uno solo, todos los hombres se irguieron y alzaron las espadas. Ninguna bruja astuta los iba a engañar.
—Tu padre era un buen hombre, Effie Sevrance —exclamó Turby Flapp, mirándola con sus duros ojos—, y le haces un mal servicio al defenderte a sus expensas. ¿Qué hombre no ha disputado con otro por una pieza? No es algo que vayas a contarle a las mujeres. Es mejor que ellas se ocupen de las trampas, no de las cacerías.
Gritos de «¡claro!» circundaron la estancia. Turby Flapp era viejo y temblaba, pero la chiquilla distinguió de todos modos una expresión de triunfo en sus ojos. La había insultado a ella y a su padre, y ello llenaba a los hombres de justa cólera.
Maza Granizo Negro había elegido bien.
¡Oh!, ella sabía muy bien por qué no estaba él allí, en aquella sala. Sus manos debían aparecer limpias porque cuando Drey fuera a verle, como sin duda haría, Maza podría responder: «Drey, si hubiera estado allí lo habría impedido. Estaba velando alrededor de la Gran Lumbre. No tenía ni idea de lo que esos hombres iban a hacer».
Effie sintió el aguijonazo de la espada de Stanner cuando esta le cortó el labio e hizo manar un hilillo de sangre por su barbilla. Inmediatamente tuvo lugar un cambio en la estancia. Las respiraciones se tornaron laboriosas y rápidas mientras que palmas sudorosas hicieron necesario cambiar de posición las manos sobre las empuñaduras. Se había derramado sangre. Toda esperanza de misericordia se había esfumado.
Stanner Halcón apretó los labios con satisfacción y apartó la espada con un regio gesto.
—Wracker —dijo a uno de los Scarpe—, mete al perro por el agujero.
Wracker Zorro era vigoroso, del mismo modo que lo había sido Shor Gormalin: menudo y delgado, y de movimientos tan veloces que era como observar a una liebre que salía disparada. Desapareció de la herrería en un abrir y cerrar de ojos, y regresó, tras lo que parecieron unos pocos segundos, sujetando con fuerza contra el pecho algo envuelto en una manta.
Effie creyó que el corazón se le iba a parar cuando escuchó el primer lloriqueo asustado. Habían cogido y atado a uno de los perros de Shank.
Wracker Zorro dejó caer el animal al suelo para soltarlo de la manta; habían maniatado las patas del perro y amordazado su hocico con cuerda alquitranada, y este cayó violentamente sobre el costado. Effie retrocedió. Se trataba de Viejo Pulgoso, el manso y augusto perro de más edad de la jauría. Las heridas que mostraba alrededor de ojos y fauces indicaban que no lo habían cogido sin que ofreciera resistencia.
—Ponedlo con las patas por delante, como haremos con la chica —indicó Stanner Halcón.
Un sonido surgió de la garganta de Effie, un sonido tan apagado e impotente que ninguno de los hombres de la habitación le prestó atención…, pero fue suficiente para que Viejo Pulgoso lo oyera y supiera que ella se encontraba allí. Despacio y con un gran esfuerzo, el animal volvió la enorme mirada ambarina hacia la niña.
Nunca, nunca, ni siquiera aunque viviera durante mil años, podría Effie Sevrance olvidar aquella mirada. Terror, fe y amor la acariciaron con la misma fuerza que si se encontrara dentro de la cabeza del perro. De improviso, le resultó difícil respirar. Los perros de Shank le habían salvado la vida.
—Detente —murmuró a Stanner Halcón—. Dejad libre al perro y os daré lo que queréis.
Stanner se pasó una pálida mano sobre la oscura barba, y luego intercambió una breve mirada de satisfacción con Turby Flapp. Tras darle la espalda de nuevo, dijo:
—De modo que admites ser una bruja tal como se te acusa. Y que ayudaste al clan Bludd en el ataque contra Dagro Granizo Negro en las Tierras Yermas, y en el asesinato de Shor Gormalin en la Cuña. Admites también que ayudaste a tu hermano Raif Sevrance a desertar de su clan y le oíste confesar que la cobardía le impulsó a huir de la emboscada en la calzada de Bludd. Por último, confiesas que hechizaste a los perros de Shank y los obligaste a atacar a un hombre y una mujer inocentes sólo porque sabían que eres una bruja. —Stanner Halcón se encontraba repentinamente allí, de nuevo frente a ella, con una sonrisa tan fría que le provocó un escalofrío—. ¿Admites estos pecados, Effie Sevrance, ante los rostros de los nueve dioses?
«Papá, yo no los cometí». La chiquilla contempló a Viejo Pulgoso; luego, desvió velozmente los ojos, pues no podía mirar al perro y mentir. Stanner Halcón era algo distinto. Ladeó la barbilla, alzó la mirada y lo miró directamente a los ojos.
—Admito ser una bruja ante los rostros de los nueve dioses.
Todo el mundo contuvo la respiración en la estancia, y algunos de los guerreros más ancianos acariciaron sus astas de polvo. Un hombre, el anciano y encorvado Ezander Broza, empezó a enumerar a los nueve dioses: Ganolith, Hammada, Ione, Loss, Uthred, Oban, Larannyde, Malweg y Behathmus.
Las llamas del horno se elevaron de un modo abrasador y enviaron violentas y retorcidas oleadas de calor por la estancia. El barro de la artesa hervía con fuerza y dejaba escapar chapoteos y succiones a medida que el agua se convertía en vapor. Los pálidos labios de Stanner Halcón se crisparon, y los nudillos se tornaron blancos allí donde se cerraban sobre la espada. Sin dejar de sostener la mirada de Effie, ordenó:
—Craw, lanza el perro al fuego.
—No —musitó ella. Y luego con más fuerza—: ¡NO!
—Sí —siseó él—; yo no hago tratos con una bruja.
—Pero… dijiste… El perro…
Turby Flapp se adelantó y le abofeteó el rostro.
—Calla, chica. No quieras hechizarnos más con tus mentiras.
Presa de terror e impotencia, la chiquilla ni siquiera sintió el dolor del golpe. No era capaz de encontrar palabras para salvar a Viejo Pulgoso. «Ellos dijeron…, ellos dijeron… Viejo Pulgoso no está acostumbrado al calor. Le asustan las velas encendidas… Lo siento, lo siento, papá. No encontré las palabras».
Craw Bannering alzó al perro contra el pecho. El aire que surgía del agujero relucía de forma abrasadora, y el fuego chisporroteaba, rugía y liberaba una lluvia de chispas al rojo vivo. Veinticuatro hombres se quedaron en silencio. Nadie, excepto el arquero, se movía. Los guantes de herrero le llegaban a Craw hasta los antebrazos, de modo que lo protegieron de las llamas cuando arrojó al animal.
El calor era tal en la cámara de fundición que el fuego prendía en el reseco aire. Viejo Pulgoso aulló al mismo tiempo que se debatía y revolvía; tenía los ojos desorbitados por el terror mientras intentaba liberarse. Cuando las primeras llamas alcanzaron su carne, profirió un terrible lamento. Effie lo observaba y esperaba, pues sabía que la mirada del animal se dirigiría a ella, y estaba totalmente decidida a no desviar los ojos.
Los ojos de Viejo Pulgoso se apagaban ya cuando la encontraron; sin embargo, lo mismo que había visto en ellos antes seguía allí. Fe. Creía que ella podía salvarlo. Incluso en aquellos momentos.
Effie sintió cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras el resto del perro se hundía en el fuego. Algo duro y terrible empezaba a crecer en su interior y sintió los primeros aguijonazos de la cólera. Moviendo a toda velocidad los ojos, estudió a los hombres que formaban un círculo a su alrededor y que tenían la atención puesta por completo en aquella cosa que se debatía envuelta en llamas. Muy despacio, sumamente despacio, dio dos pasos a un lado, posó el pie sobre el cuchillo de pedernal de Bitty y bajó una mano a la pierna para rascarse la rodilla; en un instante, tuvo el arma en la mano. Se irguió y comprobó qué hacían los dos hombres Granizo Negro que tenía a su espalda; sus miradas no se habían apartado de la cámara de fundición.
Mientras el olor a pelo quemado y carne asada inundaba la estancia, Effie aferró con fuerza el cuchillo. Los hombres se movían ya y se frotaban los ojos como si despertaran de un sueño. Cuando Stanner Halcón se volvió para mirarla, ella ya estaba preparada.
—Bruja. Espero que el fuego tampoco te trate mejor. —Hizo una seña a los dos Scarpe, Uriah Scarpe y Wracker Zorro—. Cogedla y atadla. Que vaya despierta y arrepentida al encuentro de las llamas.
En el mismo instante en que los dos hombres se acercaban para colocarse a ambos lados, Effie mostró su arma. La balanceó en círculo frente a ella y dijo con voz temblorosa:
—Quedaos ahí. No me encontraréis tan indefensa como un perro.
Alguien situado cerca de la puerta soltó un bufido. Uriah Scarpe estiró los finos labios de comadreja en una risita sarcástica, y Wracker Zorro dio un saltito atrás con fingido temor.
—Bien, bien, mi pequeña arpía Granizo Negro. Veo que tienes ganas de pelea.
—Quemadla y acabemos con esto —ordenó Stanner Halcón, que no se sentía nada divertido.
—Eso —añadió Turby Flapp—; no le deis ninguna oportunidad de practicar más brujería esta noche.
Effie sintió que enrojecía. «Estúpida, estúpida. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que tendrían miedo de una niña con un cuchillo de piedra?». En ese momento vio que la mirada de Uriah Scarpe regresaba a su amuleto. La piedra de granito se revolvía con fuerza y movía el tejido de lana del vestido. Vio cómo el miedo desorbitaba las pupilas del hombre de Scarpe…, y entonces supo lo que debía hacer.
«Recuerda que creen que eres una bruja».
Sin dejar de sostener el cuchillo con firmeza, se agachó velozmente y recogió el cuenco de zumo de hierro del suelo, y antes de que ninguno de los presentes tuviera tiempo de reaccionar sumergió la hoja del cuchillo en el arremolinado líquido. Un millar de poros del pedernal se empaparon del negro elemento, y la hoja emergió reluciente y humeante, como un congelado trozo de noche. Casi se asustó ella misma al verla, pues aquella visión despertó recuerdos en su interior que no sabía que poseía. Pero el olor de su padre estaba allí; el olor a cebada demasiado pasada, a miel casi estropeada y a turba que había sido quemada, no ahumada. Aquello le proporcionó fuerzas y valor, y cuando habló, todo temor había desaparecido.
—Esto —anunció sosteniendo en alto la impregnada hoja para que todos la vieran— es magia oscura que he destilado yo misma. Una gota sobre vuestra piel y vuestra alma me pertenecerá. Vuestros dientes se pudrirán y las manos que empuñan la espada se ajarán, y vuestra semilla viril brotará negra. —Hizo una pausa, que aprovechó para enviar una silenciosa plegaria de agradecimiento a Letty Shank por inspirar aquel horror en concreto, al mismo tiempo que imaginaba a Anwyn Ave enfurecida por algún motivo para ayudar a su voz a sonar como debía—. Si valoráis vuestras vidas será mejor que me dejéis salir de este lugar, u os juro que arrojaré este cuenco al suelo y os salpicaré a todos vosotros, y me llevaré vuestras almas conmigo al infierno.
Se hizo el silencio. Alguien tosió. Pareció que Turby Flapp tenía la intención de hablar, pero luego se lo pensó mejor. Algunos de los hombres más jóvenes empezaron a retroceder con cautela. Uriah Scarpe bajó la mano derecha para proteger su miembro viril. Effie aguardó, con el cuchillo en la mano, y el cuenco sujeto en el pliegue del codo…, y los contempló con tanta fijeza que todos bajaron los ojos al suelo.
El rostro de Stanner Halcón era una máscara impasible. De los veinticuatro hombres de la habitación, él era el único que sabía que no era ninguna bruja, y la chiquilla vio cómo sopesaba todas las posibles consecuencias. Si la llamaba embustera, todo lo sucedido allí quedaba invalidado, porque la pequeña o era una bruja o era una embustera; no podía ser ambas cosas. Si hablaba, se contradiría a sí mismo. Y además existía la clara posibilidad de que ellos no le hicieran caso. Un terror auténtico habitaba en aquella estancia; si Effie podía darse cuenta, también podía él.
Al final, la decisión la tomaron por él. Wracker Zorro se apartó de la niña al mismo tiempo que decía a Stanner:
—Ocúpate tú de la bruja Granizo Negro. Yo no pienso tocarla.
En cuanto habló, murmullos de aprobación recorrieron la habitación, y los cuatro hombres que guardaban la puerta se hicieron a un lado. Otros guerreros se movieron también y en cuestión de segundos quedó expedito un pasillo hasta la salida.
Su rostro debía mostrar una expresión terrible cuando pasó entre las filas de hombres, pues ninguno de ellos le devolvió la mirada. Turby Flapp dejó caer la mal equilibrada espada al suelo con un tintineo y sujetó el asta que contenía su porción de piedra-guía pulverizada con ambas manos. Los hombres de Scarpe efectuaron gestos que no reconoció, extraños signos figuras de salvaguarda bajo la forma de pinos ponzoñosos. Al pasar junto a Stanner Halcón, este le musitó:
—No vuelvas a dormir nunca en esta casa comunal, Effie Sevrance, porque mi cuchillo te encontrará en cuanto cierres los ojos.
Ella no le respondió. No se atrevía a hablar. Todo en su interior estaba concentrado en conseguir llegar a la puerta. Pensar en Viejo Pulgoso mantenía firme su pulso y hacía que sus ojos llamearan con un fuego propio.
Más tarde no consiguió recordar nada del trayecto por el Paso Seco y fuera de la casa comunal. Sólo dos ideas la sustentaban: la fe de Viejo Pulgoso en que ella lo salvaría, y la sorda y terrible certeza de que los Dioses de la Piedra enviarían hielo al interior de la piedra Granizo Negro como castigo a las maldades cometidas por los hombres del clan aquella noche.