Raif bajó la vista a través de los marchitos restos de un bosque moribundo, hasta llegar a un lago donde se habían trazado líneas de carbón vegetal sobre el hielo, y supo que había penetrado en territorio habitado. Había visto líneas parecidas antes. En una ocasión, durante la Larga Helada de diez años atrás, cuando toda el agua corriente de los territorios de los clanes se congeló, los hombres de los clanes habían dispuesto líneas de hollín sobre el hielo. La oscuridad del hollín absorbió todo el calor de los escasos rayos solares, y el hielo situado bajo las líneas negras se fundió al cabo de varios días y abrió preciosos pasadizos. Raif no había esperado ver algo así allí, a sólo cinco días al este de las montañas, y sintió los primeros atisbos de temor.

Se suponía que no vivía nadie en aquellos pálidos y retorcidos bosques que lindaban con la Penuria Occidental. Las gentes de los clanes los llamaban Eriales Blancos y decían que únicamente alces y caribús se atrevían a atravesarlos de camino a los campos de brezos púrpura de Dhoone.

Raif se echó el morral al hombro, no sin antes desplazar el peso para que quedara repartido por igual sobre la espalda. Había tardado muchos días en cruzar las montañas, incluso con la ayuda de Sadaluk, que lo había encaminado hacia un puerto de montaña, pero se consideraba afortunado porque el tiempo se había mantenido despejado, y la única tormenta que le había obligado a guarecerse fue una que había descargado en las alturas, justo al este del paso del Trampero. El viento había sido su mayor problema, ya que soplaba continuamente y le despojaba de calor y energías. Soplaba también entonces y balanceaba los bordes de su capa Orrl y alborotaba sus cabellos. El oyente le había obsequiado con muchas pieles curtidas, y tres capas de piel de foca protegían su pecho del frío, aunque el penetrante ambiente gélido de la Penuria conseguía atravesarlas de todos modos.

La Penuria se encontraba allí delante, en dirección norte, y se extendía más allá de lo que ningún hombre de un clan había visto nunca; se prolongaba tan lejos como el tiempo mismo, inescrutable, infranqueable: la Gran Penuria. El joven se estremeció. De todos los mapas que Tem había dibujado para sus hijos, ninguno había contenido jamás el menor detalle sobre la Penuria. Era un lugar de fantasmas, según decía el clan; un espacio muerto, congelado y seco como un desierto, y ni siquiera los dioses sabían qué deambulaba por allí.

Desde el lugar donde se encontraba por encima del lago, Raif volvió la mirada al norte. Después de abandonar las montañas había observado la peculiar claridad del paisaje. No existía polvo ni calor que pervirtiera el aire. Árboles y rocas muy lejanos parecían lo bastante próximos como para llegar a ellos en medio día, pero no era así. Las distancias quedaban distorsionadas allí, y Raif empezaba a darse cuenta de que podría tardar semanas, incluso meses, en alcanzar los puntos de referencia del horizonte. La primera vez que distinguió el lago desde un lugar muy alto del paso, pensó que alcanzaría la orilla antes del anochecer; en realidad, había necesitado nueve días: seis para dejar atrás las faldas de las montañas y otros tres para cruzar la línea de árboles.

Aunque se encontraba ya allí, no sentía la satisfacción del objetivo logrado. La Gran Penuria lo conturbaba. Se encontraba demasiado cerca y era demasiado extensa. Legua tras legua de nada, interrumpida tan sólo por torturadas formaciones rocosas, huellas de glaciares y calderas.

Y entonces descubría pruebas de la presencia de desconocidos, llegados hacía poco tiempo, pero lo bastante asentados como para esparcir carbón sobre el hielo del lago y conseguir acceso a agua potable. Estudió el lago y escudriñó la orilla y los bosques circundantes en busca de más señales de vida. No se elevaba ninguna columna de humo entre los árboles; no se veían muelles o botes congelados en el hielo; además, se encontraba demasiado lejos para distinguir huellas de pisadas. ¿Debería descender la ladera y buscarlas? ¿O sería mejor que girara al sur y siguiera adelante?

La indecisión le hizo vacilar. Se encontraba más allá del territorio que conocía; lo supo sin lugar a dudas por el aspecto de los árboles. Nada tan seco y retorcido podía vivir en los territorios de los clanes. Una chispa, y se incendiarían. Así pues, ¿quién vivía ahí abajo? No, hombres lisiados; estos habitaban más cerca de los clanes, en las Tierras Yermas, al este de Dhoone. Raif miró al interior del dosel de árboles mientras tomaba una decisión. Se hacía tarde y notaba cómo la fuerza de voluntad se esfumaba de sus extremidades. No había descansado desde media mañana, y las articulaciones de la rodilla le dolían por la constante tensión del descenso. Drey le había contado en una ocasión que bajar colinas era mucho más agotador que subirlas, y no le había creído hasta entonces. Drey…

De improviso, Raif inició el descenso por la ladera…

Se dijo que era más que probable que quien fuera que estuviera allí ya habría descubierto su presencia —un viajero solitario en el promontorio situado por encima del lago—, e introdujo la enguantada mano en el interior de la capa para palpar la improvisada vaina de piel de foca que contenía su espada. Había raspado el óxido lo mejor que había podido, con la ayuda de la piedra esmeril de un gris mortecino que se podía encontrar en abundancia en las elevadas montañas. Sin una muela no podía hacer nada mejor, y le producía un placer siniestro imaginar que si bien la hoja podía atravesar perfectamente a un hombre, no saldría con la misma facilidad.

Con la mano apoyada en la empuñadura del arma, se abrió paso hacia el lago por entre los árboles. Agujas de coníferas y cristales de hielo crujieron bajo los pies, y en algún lugar en dirección sur una lechuza ululó a la noche que empezaba a caer. La oscuridad se alzó con la misma lentitud que la niebla y flotó pegada al suelo mientras el cielo refulgía rojo aún con los rayos del sol poniente. Las estrellas centellearon en el firmamento. Primero unas cuantas docenas, luego miles…, más de las que Raif había visto en su vida. El viento cesó, y entonces, de improviso, todo quedó lo bastante silencioso como para oír el gemido del hielo del lago. Raif se tornó cauteloso y tomó la decisión no recorrer el espacio a campo abierto situado junto a la orilla del agua.

Sin hacer ruido, rodeó el lago, siempre a cubierto entre los árboles, vagamente consciente de la sensación de hambre, que le secaba las tripas. El aire estaba totalmente inmóvil. No se movía ni una rama, y estuvo a punto de lanzar un grito al pisar algo que tenía un tacto tibio. «Un zorro —se dijo, mientras hacía girar el cuerpo con el pie—. Lleva muerto menos de un día». Se humedeció los labios resecos y siguió adelante. Al llegar a los pies de un viejo drago, distinguió dos cuervos muertos entre los detritos amontonados bajo sus retorcidas ramas inferiores, y entonces vio las huellas de pisadas; había varios pares, algunos recientes a juzgar por su aspecto, y marcaban un rastro que iba y venía del lago.

Raif no fue consciente de haber desenvainado la espada; simplemente apareció allí, en su mano, con la hoja emitiendo destellos plateados bajo la luz de las estrellas. Más adelante, el sendero se ensanchaba hasta transformarse en un improvisado sendero, y se veían señales de hombres y caballos en él: una herradura descartada, un montoncillo de cagajones congelados, un pedazo de carne adobada retorcida como un dedo. Raif deseó de improviso no sentirse tan cansado. Semanas de arduo viaje habían hecho mella en él, y parecía como si sus pensamientos y reflejos se movieran un punto demasiado despacio. Creyó oler algo, una frialdad repleta de potencial, como si la atmósfera se cargara antes de una tormenta.

El borde de un edificio se dibujó al frente, y a medida que se acercaba más, Raif distinguió la espectral masa pálida de una empalizada erigida con troncos y luego rociada con agua para formar una muralla protectora de hielo. Había visto tales murallas invernales en las fortificaciones de las ciudades y había admirado su simplicidad —el hielo repelía el fuego y conseguía que la pared resultara prácticamente imposible de escalar—, aunque jamás había conocido un clan que las construyera.

De pronto, el camino ascendió, y vio lo que había detrás de la empalizada: un reducto de madera y roca de forma cuadrada con un tejado de troncos clavados y los toscos inicios de una almena circundando la pared septentrional. No brillaba ninguna luz a través de los estrechos ventanucos de defensa, y una contraventana solitaria se había soltado de su sujeción y crujía bamboleándose a un lado y a otro sobre bisagras oxidadas. El muchacho olió a fogatas apagadas y a aceite de cocinar. Y entonces, descubrió el primer cuerpo, caído boca abajo en una zanja que había donde la empalizada mostraba una abertura para dejar espacio a una puerta de acceso.

El miedo secó su boca, y se aproximó al cadáver con cautela. Desde allí podía distinguir que el hombre llevaba una buena coraza, con un espaldar de acero pintado, en el que se había realizado un hermoso dibujo en púrpura y oro. Un ojo. Y súbitamente, Raif se dio cuenta de qué era lo que contemplaba: un caballero apóstata, con el Ojo de Dios sobre su persona.

Al hombre lo habían matado de una única estocada; lo habían atravesado con tal fuerza y con una hoja tan afilada que tanto el peto como el espaldar se habían partido. Al dar la vuelta al cuerpo, Raif descubrió el punto donde los bordes dentados del peto perforado se habían hundido profundamente en la masa carnosa del corazón del caballero. Jamás había visto un orificio de entrada de una herida como aquel, ni siquiera aquel día…, aquel día en las Tierras Yermas con Tem. La carne estaba ennegrecida y abrasada, como si la hubieran cocido, y algo oscuro rezumaba de las heridas.

Raif apartó el rostro y pensó que iba a vomitar. El fluido apestaba al mismo olor desconocido que había notado antes. El caballero había estado caído boca abajo, y sin embargo el líquido no se había escurrido al suelo, sino que permanecía en la boca como si fuera humo. Instintivamente, Raif se llevó la mano al asta de su cintura… y sólo encontró el vacío. En aquellos momentos habría dado su espada por tenerla, por disponer del consuelo de dioses y clan.

«A los traidores no se les permite llevar la piedra». La amargura brotó en su interior, y se alegró porque redujo su miedo.

Incluso sin su porción de piedra-guía pulverizada, sabía que no podía dejar que el cadáver que tenía delante quedara sin bendición. El cuerpo pertenecía a un caballero apóstata, y por lo tanto, era un enemigo de los clanes y de los dioses de los clanes, pero había muerto solo y sin atención. Igual que Tem. Raif cerró los ojos y se llevó los dedos a ambos párpados, a la vez que murmuraba:

—Que tu dios acoja tu alma y la mantenga siempre cerca de él.

Era todo lo que podía hacer. Se agachó y tiró de la capa púrpura del caballero, hasta conseguir soltarla de debajo de los hombros del cadáver y cubrir con ella el rostro. Los ojos del muerto estaban abiertos y los iris habían rodado hacia atrás, de modo que sólo el blanco quedaba a la vista. Resultaba un alivio no tener que mirarlos más.

Raif se irguió e inspeccionó la puerta: una serie de troncos descortezados, alquitranados y atados, montados en un armazón en forma de equis. El puesto avanzado no llevaba mucho tiempo allí, y todo en él tenía el aspecto de algo construido con precipitación. Ningún hombre de un clan alzaría una estructura defensiva con madera en bruto; ¿por qué, pues, lo habían hecho esos caballeros?

El muchacho examinó todo lo que sabía sobre los apóstatas. Eran ricos, según se decía, y tenían templos, conocidos como fortalezas-santuario, desperdigados por todo el norte. Se llamaban a sí mismos el Ojo de Dios y guerreaban contra los herejes en su nombre. El oyente decía que efectuaban peregrinajes al lago de los Hombres Perdidos, pero Raif no sabía el motivo. Se dio cuenta de que no sabía gran cosa. Los clanes tenían pocos tratos con los forasteros, y los Granizo Negro aún menos que la mayoría. Criarse en un clan significaba aprender muy poco sobre otros hombres.

Raif dejó caer el morral al suelo y cruzó la entrada para penetrar en la estrecha muralla exterior de tierra apisonada situada al otro lado. La respiración le hacía cosas raras en la tráquea y notaba pinchazos en la espalda al respirar; se sentía como un niño que sostuviera la espada de un adulto, y descubrió que no era capaz de recordar ni una sola de las posturas que Shor Gormalin le había enseñado. «El oyente tenía razón; necesito aprender cómo utilizar esto. Pero no esta noche. Por los dioses, no esta noche».

Casi pasó de largo el segundo cuerpo, de tan espesas como eran las sombras que lo envolvían. El reducto había sido construido sobre una capa de escombros y maderos para mantenerlo elevado por encima de la tundra helada y protegido de hundimientos durante el deshielo primaveral. El primer piso de la estructura sobresalía por encima del material que actuaba de cimientos, y creaba así una trampa para sombras y musgo. Aquel cadáver yacía en dos pedazos bajo el saliente, cercenado por la barriga de tal modo que únicamente tiras de tendón e intestinos mantenían unidas las dos mitades. Raif sintió náuseas. «Demos gracias por las sombras —se dijo mientras escupía para limpiarse la boca—. Sin ellas vería algo peor».

No podía hacer otra cosa que pronunciar la misma bendición sobre el caballero muerto y cubrirle el rostro.

Lentamente, ascendió la escalera de troncos partidos que conducía a la puerta principal del reducto. Se habían empleado tiempo y esfuerzo en la puerta: los maderos estaban desbastados y sellados, las junturas cerradas con un regatón de plomo. Habían pintado el Ojo de Dios encima del arco, y alguien había traído incluso pan de oro para bruñir la pupila, de modo que pareciera como si Dios contemplara un campo dorado. Raif sintió el Ojo sobre su persona al apoyar una mano en la puerta y empujar.

Oscuridad y silencio aguardaban al otro lado. El hedor a podredumbre acelerada y atmósfera extrañamente viciada le hicieron dudar de que hubiera quedado nadie con vida en el interior. Transcurrieron unos segundos mientras permanecía inmóvil en el umbral, para permitir que sus ojos se acostumbraran a la negrura. Daba la impresión de que se encontraba en una especie de pabellón de defensa, realizado con un suelo en persiana para aminorar la velocidad de la carga de un enemigo. Un paso en falso y el pie de un hombre resbalaría a través de las tablas hasta la capa de tierra inferior, que lo detendría y atraparía, y posiblemente le rompería la pierna. «¿A quién temían?».

El Ojo también estaba presente allí, pintado con un tamaño enorme en las paredes, sólo que en ese caso no era algo vigilante y benévolo, sino que era un ojo enfurecido, temible y recorrido por venas rojas. El joven se sintió incómodo bajo él, y también notó una punzada de culpabilidad por dejar que un dios extranjero lo amilanara con tanta facilidad.

Con cuidado, vigilando dónde ponía los pies, cruzó el pabellón y penetró en la estancia principal del fuerte. La puerta interior había sido arrancada de sus goznes, y dos caballeros muertos yacían a cada lado de ella, con las espadas desenvainadas y los visores bajados: aquellos habían estado más sobre aviso que los del exterior, aunque no les había servido para salvarse. Una coraza de placas de metal bellamente forjadas hacía que el cuerpo de uno de los caídos centelleara como una gema tallada en facetas. Llevaba el collar de púas de un penitente, y todas las piezas de metal habían sido engrasadas con aceite de hueso color marrón rojizo. El arma que había acabado con él se había hundido con tal fuerza que Raif distinguió las tablas del suelo bajo el pecho; estas habían quedado destrozadas y astilladas cuando el arma fue arrancada. El muchacho se estremeció. ¿Qué criatura podía derribar una puerta blindada y hacerle aquello a un hombre? Granmazo, el hombre más fuerte que Raif había conocido jamás, nunca había desgarrado la cintura de un hombre de un solo golpe.

Raif pronunció unas bendiciones dirigidas a los dos hombres y siguió adelante. La sala principal del reducto le entristeció, pues reconoció los esfuerzos que habían realizado aquellos caballeros para honrar a su Deidad Única. Los únicos recursos locales eran madera y roca, y habían usado ambas cosas para erigir un enorme altar, que habían cubierto con una tela morada. Aquí el Ojo no era una tosca pintura en la pared, sino un cristal engastado en una montura en forma de almendra de oro puro. Al verla, Raif notó cómo la espada se movía en su mano. «Claro, es el arma de un caballero». El cristal de roca que coronaba el pomo parecía palpitar al ritmo del Ojo.

Un haz de luz penetró en el interior de la estancia desde una ventana situada en el abovedado techo cuando la luna se alzó en el cielo, y Raif vio sillas y jergones de madera toscamente tallados, esteras de oración tejidas con largas briznas de hierba, arcas de roble alineadas en la pared más alejada, una escala de cuerda que conducía a las almenas exteriores y un libro antiguo abierto sobre un atril de madera de drago. Aquellos hombres no hacía mucho tiempo que habían llegado a aquel lugar, y no comprendía qué los había traído a él.

Más caballeros habían caído en el otro extremo de la estancia, defendiendo, según le pareció a Raif, el pequeño portal con un Ojo tallado situado detrás. Siete hombres muertos. Siete bendiciones otorgadas. Los ojos de todos los caídos estaban abiertos y en blanco, y todos mostraban el mismo fluido negro rezumando por las cavidades de cráneos y heridas.

Sin apenas respirar, el joven atravesó el portal del Ojo y penetró en la pequeña estancia situada al otro lado. Del mismo modo que la piedra Granizo Negro era el corazón del clan, aquella habitación era el corazón del fuerte. Raif percibió su poder. Habían teñido de blanco las paredes de madera, y en el centro de la estancia, una pila tallada en granito moteado, con el interior en forma de ojo, contenía agua. Instintivamente, Raif evitó que su mirada se posara durante demasiado tiempo en el agua del recipiente, pues algo le decía que no deseaba ver su rostro reflejado allí.

Un ruido apagado lo sobresaltó. Giró en redondo y alzó la espada.

—¿Morgo? —escuchó en forma de débil murmullo—. ¿Eres tú?

Raif atisbó las sombras de la esquina situada tras el portal. Alguien, un caballero, yacía en un charco de sangre. Se dio cuenta al instante de que el hombre no iba vestido como los otros caballeros, con una magnífica coraza y ropas moradas, sino que carecía de armadura y se cubría con una capa de pellejo. Recordó, vagamente, que a medida que los apóstatas ascendían de graduación se iban despojando de sus posesiones materiales, hasta quedarse tan sólo con las espadas y aquellas prendas que podían coser con sus propias manos. Aquello quería decir que el hombre que agonizaba ante él ostentaba un rango elevado, posiblemente se tratara incluso del comandante del fuerte.

Raif se dejó caer de rodillas junto al caballero. Las heridas del hombre eran una visión horrible. La mano izquierda había desaparecido y una serie de hachazos le habían desgarrado el muslo izquierdo. La cabeza había recibido un profundo corte, y una parte de la oreja derecha pendía de un colgajo de piel. Los mismos fluidos que escapaban de las heridas de los otros caballeros manaban de las suyas y formaban una oscura mezcla con la sangre. A su derecha yacía una espada no muy distinta de la de Raif, pero de manufactura más exquisita, con un cristal azulado que coronaba el pomo. El filo del arma estaba deformado y ennegrecido, como si lo hubieran colocado sobre una llama para quemarlo.

El rostro del caballero estaba gris. Tenía los labios resecos, y pedazos de piel se desprendieron de ellos cuando habló.

—¿Morgo?

—Silencio —dijo Raif con cierta rudeza mientras se despojaba de su abrigo interior de piel de foca para procurarle una almohada a la cabeza del moribundo—. Traeré agua.

—No —murmuró el caballero, repentinamente excitado—; no me dejes.

En el pasado había sido fuerte, según pudo ver Raif, poseedor de la musculatura sin grasas propia de quien lucha más que adiestra. No era joven, ya que había muchos cabellos grises en su rapada cabellera, pero la fuerza de voluntad persistía. Sólo los dioses sabían cómo era que seguía con vida. Se arrancó un pedazo del suave muletón de conejo que llevaba alrededor de la garganta; no tenía ni idea de por dónde empezar a ocuparse de aquel hombre, pero sabía que no podía dejarlo así.

El caballero, al comprender las intenciones de Raif, lo rechazó con la mano.

—No. —Hizo una pausa para tomar aliento—. No puedes salvarme, no de este modo.

Los ojos grises embotados por el dolor se encontraron con los del muchacho, y Raif comprendió que no podía mentirle. En silencio, dejó caer al suelo el trozo de piel de conejo.

—¿Qué sucedió aquí?

—El mal anduvo entre nosotros…, derribó nuestra puerta.

—¿Cuántos atacaron?

Los ojos del caballero se nublaron, y abrió y cerró la mano. Al cabo de un tiempo repitió:

—¿Morgo?

Raif cerró el puño sobre el del herido para obligar a su carne a permanecer inmóvil. La impotencia tornó áspera su voz. Él era un hombre de clan, y todo hombre de clan sabía lo que se le debía a un hombre herido de muerte.

—No, no soy Morgo. Soy un amigo.

—Entonces, ¿por qué tienes la espada de Morgo?

Raif sintió que el mundo se agitaba debajo de él. Dirigió una ojeada a la espada que Sadaluk le había dado, que descansaba entonces sobre el suelo de tablas, bien lejos de la sangre del caballero.

—Dime que no lo mataste. —La mirada del herido se aguzó.

—No lo hice. —Raif pensó con rapidez—. Morgo se extravió en su viaje al lago de los Hombres Perdidos. Los tramperos de los hielos encontraron su cuerpo y me dieron su espada.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había poseído el oyente la espada, pero había imaginado que había permanecido en aquel cofre de manufactura extranjera durante décadas.

—¿Quién es Morgo? —preguntó porque no puedo evitarlo.

La garganta del caballero empezó a moverse, pero las palabras tardaron en surgir.

—… Tomó la Senda Perdida. Un muchacho… de tan sólo quince años. Le dije que esperara, que esperara.

Algo en la voz del otro hizo que Raif dijera:

—Era tu hermano.

—Muerto ahora, muerto hace mucho tiempo.

«Muerto hace cuarenta años», adivinó él, sintiéndose cansado y repentinamente anciano.

—Descansa ahora —murmuró—. Yo te vigilaré.

Transcurrió el tiempo mientras el caballero dormía. Raif se acurrucó junto a su cuerpo, sediento y hambriento, pero sin querer alejarse. La pila del centro de la habitación proyectaba una sombra que dio la vuelta a la estancia a medida que transcurría la noche. En ocasiones el agua se ondulaba y chapoteaba, a pesar de que Raif no detectaba ninguna brisa. El caballero descansó a rachas, entre sacudidas y estremecimientos, mientras cada aliento gorgoteaba húmedo en su garganta. Despertó antes del amanecer, y Raif vio cómo las lívidas líneas de la fiebre se extendían cuello arriba.

—Sólo uno —chirrió el moribundo—. Una sombra que no era una sombra, que empuñaba una espada negra como la noche.

Raif sintió que se le ponía la carne de gallina. El caballero contestaba a su pregunta anterior, y las palabras de Heritas Salmodias resonaron en su cabeza. «Recorren la tierra cada mil años para reclamar más gente para sus ejércitos. Cuando tocan a un hombre o a una mujer, estos se convierten en Increados. No están muertos, jamás están muertos, sino que son algo distinto, helado y anhelante. Las sombras penetran en ellos, apagando la luz de sus ojos y desvaneciendo el calor de sus corazones. Lo pierden todo. Los recuerdos son lo primero que les abandonan, rezumando de sus cuerpos como sangre de carne despellejada. La capacidad de pensar y comprender es lo siguiente y, con ello, todas las emociones, excepto la necesidad. La sangre, la carne y los huesos desaparecen, convertidos en algo que los sull denominan maer dan: carne fantasma».

Muy despacio, la mano de Raif se alzó hacia su amuleto. Cuando levantó la mirada vio que el caballero lo observaba.

—Acaba conmigo —le pidió este— antes de que puedan hacerlo las sombras.

Raif aspiró y no dijo nada. Aunque no había querido verlo, sabía que los fluidos invasores se habían acumulado en las heridas del caballero para enviar humeantes zarcillos de oscuridad a recorrer su piel. «¡Oh, dioses! Los otros caballeros están perdidos».

Pero no este, no aún. Raif recuperó las fuerzas y la voz.

—Dime una cosa. ¿Por qué construisteis este lugar?

—Buscamos —respondió él, alzando el puño apretado.

—¿Qué?

—La ciudad de los antiguos. La fortaleza de Hielo Gris.

Raif sintió que empezaba a temblar, no con fuerza pero sí intensamente, como si algo en su interior vibrara. Al mirar, vio cómo un hilillo de oscuro fluido discurría por el ojo del caballero, y supo que había llegado el momento de tomar la espada.

El herido también lo comprendió, y se irguió un momento, apoyándose en el abrigo de Raif. El muchacho alzó el arma y la sopesó. Sangre que empezaba a secarse succionó las suelas de sus botas mientras ocupaba su puesto por encima del caballero. Todavía temblaba, pero no creyó que fuera de debilidad o temor. Con expresión grave, alzó la punta de la espada sobre el pecho del caballero. Los ojos del hombre estaban abiertos, nítidos y brillantes, y Raif encontró allí una cierta comprensión.

«Mata un ejército para mí, Raif Sevrance».

Con todo el peso del cuerpo tras la estocada, Raif hundió la espada en el corazón.

Sin duda, perdió la noción del tiempo después de aquello, ya que no recordaba haber extraído la espada del cuerpo del caballero, ni haberle cerrado los ojos, ni haber entrado en la sala principal y haber cogido la tela morada del altar para cubrir con ella el cadáver. No recordaba más que una sensación de terrible cansancio y que, al tropezar con un jergón de paja en la sala principal, había decidido allí mismo que necesitaba descansar. Recordó el placer que se sentía al enroscarse en mantas de lana, y luego, nada, excepto el entumecimiento del sueño.

Cuando despertó muchas horas después, la luz del sol caía a raudales sobre su rostro. Durante un buen rato, no abrió los ojos; se limitó a permanecer inmóvil y a disfrutar del jugueteo de la luz y el calor sobre sus párpados. ¿Cómo era posible que no hubiera notado algo tan hermoso antes? El hambre y la necesidad de orinar acabaron por despertarlo, y balanceó los pies hasta el suelo y miró al otro extremo de la sala.

Todo lo que quedaba de los cuerpos eran esqueletos y cartílagos. Los huesos largos mostraban manchas oscuras, y los tendones sujetos aún a las cabezas se retorcían curiosamente en el aire helado. Volutas de humo se elevaban de las cajas torácicas como humaredas, y al contemplarlas, Raif se dijo que debía ser el mayor idiota de todo el norte. ¿Cómo podía haberse quedado dormido allí? Era una locura. Y sin un motivo aparente se encontró pensando en Angus. Su tío le había contado en una ocasión que el mejor modo de permanecer con vida en una ciudad hostil era andar por sus calles más bulliciosas mientras se agitaban los brazos de un lado a otro y se mascullaban cosas en voz baja. Nadie se metería con un loco, tal vez ni siquiera el destino.

Sintiéndose extrañamente mareado, Raif rodeó los restos de los caballeros y se encaminó al exterior.

Tras recuperar el morral cerca de la puerta de acceso, decidió recorrer el corto trecho que lo separaba de los árboles. El sol estaba bajo y sin fuerza, pero le producía una sensación agradable en la espalda. También resultó agradable beber el agua de jugoso sabor de su odre de foca y darse un festín con la peculiar idea que tenían los tramperos de los hielos sobre lo que era comida de campaña. Había pastelillos de tuétano de caribú con rojas vetas de bayas, rollitos de tiras de lengua de foca y los restos del alca hervida. Raif se sentó entre las agujas gris pálido de los dragos y comió, descansó y no pensó. Sobre su cabeza, el cielo mostraba el azul vivo del crepúsculo, aunque apenas era mediodía. Un quebrantahuesos se elevaba sobre unas corrientes cálidas que canalizaba el lago, y los gritos de advertencia de aves pequeñas perforaron la calma.

Raif empaquetó y guardó las provisiones. Notaba la falta del abrigo interior, y el penetrante frío se clavaba en su pecho. No deseaba regresar al reducto ni tenía intención de recuperar el abrigo de foca de debajo de la cabeza del caballero muerto, pero tenía que averiguar si aquel hombre había escapado al destino de sus compañeros. Y tenía que atestiguar por todos ellos.

Bajo la luz mortecina que hacía las veces de día, la construcción no parecía apenas otra cosa que una cabaña fortificada. Ocho hombres habían cruzado cientos de leguas para construirla allí, y entonces estaban muertos. ¿Qué había dicho el caballero la noche anterior? «Buscamos». Raif percibió la tristeza de aquella palabra. Y la esperanza. Con expresión torva, atravesó el pabellón de defensa y volvió a entrar en la sala principal.

El olor frío y sobrenatural al que su cuerpo adormecido se había acostumbrado se alzó para ir a su encuentro otra vez. Pero había cambiado de un modo sutil; era más rancio y menos concentrado, como humo que se disipa tras un incendio. Los restos de los caballeros habían dejado oscuras manchas en forma de hombre sobre el suelo de madera. Raif se dijo que le gustaría prender fuego a aquel lugar, pero los caballeros no pertenecían a un clan y no sabía si tal acto los honraría o, por el contrario, los mancillaría aún más. Les habían absorbido el tuétano de los huesos, y los cráneos estaban vacíos, a excepción del negro líquido que goteaba de dientes y cuencas. Resultaba difícil creer que aquellos hombres llevaban muertos menos de un día. Pensó en la bendición que había pronunciado sobre sus cuerpos, y luego se dio la vuelta rápidamente. «Llegué demasiado tarde».

Las almas de los caballeros ya se habían marchado. Las habían arrebatado.

Fue hacia el altar de madera y piedra, y alzó una mano para tocar el Ojo de Dios. Su precio era inimaginable, a juzgar por lo pesado y puro que era el oro que lo rodeaba, pero a Raif le pareció que estaría a salvo allí. A un hombre le costaría mucho cruzar aquella sala y robarlo en presencia de los muertos. El cristal situado en el centro del Ojo centelleaba con tanta fuerza que el joven se preguntó si no sería un diamante; pero sabía muy poco sobre gemas preciosas y dudaba de que algo del tamaño de un huevo de gorrión pudiera ser otra cosa que cristal de roca. Incapaz de decidirse a tocarlo, Raif retrocedió. Ya sabía qué tacto tendría: el del hielo.

Su mirada encontró la madera tallada del atril de drago y el libro abierto sobre él. Era un libro muy antiguo, encuadernado en piel de animal curtida con poca pericia, pues mostraba aún una capa de pelusilla. Las páginas estaban amarillas y alabeadas, y los bordes habían quedado ennegrecidos por innumerables generaciones de huellas dactilares. El libro estaba abierto por un dibujo al carbón de una montaña nevada y un pasaje de texto reproducido con gran ornamentación. Meg Sevrance había enseñado a sus dos hijos a leer, pero Raif todavía tenía problemas para descifrar las palabras. Aquellas estaban escritas en alta caligrafía, una arcaica forma escrita del común, y no se parecían a nada que hubiera aprendido sobre las rodillas de su madre. Le pareció reconocer la palabra montaña, y la frase al norte de la Falla, pero la escritura era demasiado estilizada para que pudiera leer mucho más. Frunció el entrecejo y volvió la atención al dibujo. Era un pico que no había visto nunca antes; escarpado, ascendía vertiginosamente, sin nada verde o vivo en él.

Pensó en volver páginas y ver qué más contenía el libro, pero finalmente decidió lo contrario, pues le daba la impresión de que mientras se encontraba allí de pie —primero ante el altar, luego ante el facistol—, la sala cambiaba a su alrededor y se sumía en el silencio sepulcral de una tumba. «Habría que sellar este lugar».

De improviso, ansioso por marcharse, fue a cumplir con su última obligación.

La pequeña estancia en la que había caído el caballero al mando estaba tan fría que el aliento de Raif se tornó blanco en cuanto entró. El agua de la pila debería haberse congelado, pero no había sido así. El joven se esforzó por impedir que su mirada se posara en el líquido que ondulaba con suavidad; seguía sin querer ver lo que mostraba.

El caballero yacía donde Raif lo había dejado; el cuerpo estaba cubierto de pies a cabeza por la tela del altar. El muchacho sujetó una esquina de la tela con la mano y empezó a enumerar a los Dioses de la Piedra. «Ganolith, Hammada, Ione, Loss, Uthred, Oban, Larannyde, Malweg, Behathmus. Por favor que este hombre esté intacto».

Un fuerte tirón al lienzo fue todo lo que necesitó para dejar al descubierto el cuerpo. La lívida carne rosada de un cadáver congelado apareció ante sus ojos: rolliza, entera y en reposo.

Cerró los ojos. No conseguía encontrar palabras para dar las gracias, y mientras dejaba que la tela flotara hasta el suelo, algo que le había oprimido el pecho hasta entonces se aflojó.

«No he hecho ningún daño aquí».

Era un consuelo que se llevó con él mientras atravesaba el reducto y proseguía su viaje hacia el este.