Raif se acurrucó tras la pared de la cresta y eligió presa. Era media mañana y hacía un frío seco e insoportable. Un fuerte viento absorbía toda la humedad de la nieve y la desperdigaba por la tundra, tan seca como si fuera sal. Era una suerte que hubiera encontrado un rebaño allí tan adelantada la estación, y aún podía considerarse más afortunado por haber dedicado toda una noche, tres días antes, a cortarse una lanza. El arma medía casi dos metros; la había tallado de un acebo blanco que había descubierto creciendo al amparo de un cañón seco, y le había endurecido la punta con fuego. Las gentes de los clanes llamaban a aquellas lanzas «palos de furcia», ya que sólo servían para un disparo, y si se erraba el blanco, uno se iba a dormir con hambre. Raif no estaba muerto de hambre aún, pero estaba cansado de la lengua de foca curada y la manteca derretida; ansiaba comer carne.
Y todavía ansiaba más cazar. Había viajado demasiado tiempo sin cobrar una pieza.
Al este, siempre al este, a lo largo del duro y rocoso margen situado entre las Tierras Yermas y la Gran Penuria. Aquello era territorio de desfiladeros, al este de los Granizo Negro y al norte de las colinas de Cobre: el terreno, horriblemente combado por alguna antigua calamidad, se elevaba en escarpados riscos y crestas barridas por el viento, y se hundía profundamente en el interior de lechos secos de ríos, cañones y cosas más profundas. Todo era abrupto, desolado y relucía con una capa de escarcha que se acumulaba sobre todas las cosas como una costra de cal. Raif no disponía de información de primera mano de aquel territorio, y muy pocos y escasos rumores como punto de partida. Los hombres de Dhoone organizaban largas cacerías allí en otoño para reclamar su parte de los enormes rebaños de alces y renos que viajaban al sur con el invierno. Desde el lugar en el que estaba agazapado en la cresta, el joven veía cómo las colinas de Cobre se elevaban al sur, con los pelados picos nebulosos por la distancia y morados debido a las matas de brezos, las laderas estriadas con líneas oscuras que podrían indicar senderos de caza o la vieja cantería de la muralla Dhoone.
Raif había perdido la cuenta de los días que llevaba viajando. No le gustaba pensar en lo acaecido en el reducto de los apóstatas, y sus recuerdos de los días posteriores no eran buenos. Atravesar las Tierras Yermas de los Granizo Negro no era algo que deseara volver a hacer jamás. Había intentado esquivar el campamento, se había desviado leguas del camino e incluso había virado hacia el norte y había penetrado en el gran desierto helado de la Gran Penuria; sin embargo, había sabido de todas formas cuándo pasaba junto a él: el lugar en el que había muerto su padre.
Casi nunca dormía bien, y despertaba de los sueños inquieto y sin haber descansado. Su paso era más lento, y sabía que se encontraba al límite de sus energías —oscilaba entre momentos de extrema agudeza mental y lapsos mentales completos— como resultado de la falta de sueño.
Entonces se hallaba alerta, concentrado en el rebaño mientras este husmeaba en busca de corteza de coníferas y sauces en la garganta situada abajo. Eran alces, sesenta cabezas, conducidos por una vieja hembra cubierta de cicatrices con una cornamenta tan ancha y llena de manchas oscuras como la horca del verdugo. Se dirigían al norte, y algunas de las hembras estaban a punto de parir; otras eran viejas y temían las costillas marcadas, las mejillas hundidas y el pelaje estropeado por heridas que supuraban. Raif escogió una joven hembra parda, apenas una cría aún, que había encontrado un tronco caído que descortezar y se había quedado rezagada. El muchacho tenía el viento a favor, pues este empujaba el olor a hombre hacia el este. La hembra se encontraba casi debajo mismo de la elevación, ocupada en lamer la corteza del tronco.
Raif depositó con cuidado la mochila en el suelo y dejó libres las manos para lanzar la jabalina. La capa del hombre muerto se aplastaba contra su espalda como un velo de nieve virgen. Los Orrl eran cazadores invernales sin par, y sus capas despertaban admiración entre los clanes. Algunos decían que estaban hechas con las pieles teñidas de los extraordinarios uros, y el cuero, laqueado con un barniz secreto que cambiaba de color con el viento. Era curioso que habiendo poseído una durante tanto tiempo, no hubiera cazado con ella puesta hasta aquel momento.
El jefe de la manada mugió mientras iniciaba el ascenso fuera de la garganta para advertir a los rezagados que apresuraran el paso. La pequeña hembra parda vaciló, y Raif inició el avance; se deslizó por encima del borde de la cresta, imitando el movimiento de la nieve que resbala. La cabeza del animal se alzó, alertado por el sonido de un único guijarro que rodó pendiente abajo. Raif se quedó inmóvil. Notó cómo una brisa pasaba sobre la capa de Orrl y observó cómo la mirada de la hembra pasaba también sobre ella, aunque los negros ojos fueron a clavarse en la piedrecilla que el joven había hecho rodar durante el descenso. Transcurrieron los segundos mientras la hembra parda terminaba de masticar la tira de corteza que había arrancado del tronco. Raif aguardó. Cauteloso, el animal no regresó al tronco y se volvió, por el contrario, hacia el norte para comprobar el avance del rebaño. Raif se movió mientras la hembra giraba, y onduló ladera abajo como el viento. Casi sin pensarlo, concentró la mirada en el pecho del joven alce, en busca del pálido pelaje inferior que ocultaba las costillas.
Mientras las orejas de la criatura se agitaban en respuesta a algún sonido infrahumano, Raif apuntó al corazón. De mayor tamaño que el de un hombre y latiendo más deprisa, el corazón de la hembra parda ocupó todo su punto de mira como una antorcha sostenida ante su rostro. El calor que emanaba del alce lo envolvió, y la conciencia del miedo que este sentía lo dejó sin aliento.
El animal salió huyendo. Raif salió en su persecución. La pendiente de la ladera aumentó su aceleración, y por un breve instante se encontró corriendo más deprisa que el alce. Levantó la lanza y saltó. Una ráfaga de aire pasó bajo su cuerpo mientras acortaba la distancia entre hombre y bestia. La punta de la lanza encontró el espacio situado entre la tercera y la cuarta costilla, y con los ojos fijos en un punto situado más allá del alcance de la vista, clavó el arma en el blanco. En el corazón.
El alce se desplomó, y él cayó al frente junto con el animal, en tanto que la lanza se partía en dos al recibir encima todo el peso del joven. Un chorro de sangre le bañó el rostro. El pánico se apoderó del rebaño, que ascendió a toda velocidad por la cara norte de la garganta; arrancaron matorrales y provocaron un pequeño alud de piedras en su estampida. Una nube de nieve y polvo se alzó alrededor de los cascos de los animales. Raif se dejó caer sobre la hembra parda, tan agotado que, durante varios minutos, todo lo que pudo hacer fue respirar. Notaba un sabor metálico en la boca, pero no tenía ni fuerzas para escupir.
Finalmente, su respiración se calmó, y se alzó del cuerpo del animal. Tenía pieles y capa empapados en sangre que se enfriaba a toda velocidad, y se sentía mareado y sin ganas de descuartizar un animal de ciento treinta kilos, pero escuchó la voz de su padre transmitiendo una vieja advertencia —«Si matas y no te lo comes, entonces es un vergonzoso desperdicio de vida»—, y sus instintos de cazador tomaron el mando.
Puesto que no tenía ánimos para conservar la piel, realizó un tajo desde la garganta hasta la ingle para que las tripas salieran al exterior. El corazón resbaló fuera, encima de los pulmones; el trozo de músculo tenía la punta de la lanza clavada aún en él. Raif intentó no mirarlo mientras liberaba el hígado y arrastraba el cuerpo lejos de los despojos.
Echó una ojeada a lo alto de la pared del barranco y comprendió que no tenía fuerzas suficientes para transportar el alce hasta la cresta, de modo que decidió seguir el lecho seco del río hasta que encontrara un lugar resguardado en el que acampar. Devoró el hígado mientras lo hacía, incapaz de sentir el acostumbrado deleite que siente el cazador al saborear aquella carne ensangrentada y muy aromática. Cuando llegó a un montón de rocas que obstruía lo que en el pasado había sido un afluente del río seco, se detuvo. Aquello serviría.
Era mediodía. El sol estaba bajo y era muy pequeño, casi blanco en un cielo pálido como el color de los huesos. Raif recogió leña a toda prisa, sin molestarse en buscar ramas secas que ardieran mejor cuando tenía ramas verdes más a mano. Sabía que no debería acampar tan pronto, pero se dijo que no era ninguna insensatez, teniendo como tenía un animal que descuartizar y comida que cocinar y salar; perder medio día de viaje no importaría demasiado.
La espada del caballero le ayudó a despachar rápidamente el troceado de la pieza, aunque carecía de la fineza necesaria para extraer carne de entre las costillas y resultaba totalmente inútil para despellejar. En cuanto tuvo preparada una improvisada fogata de piedras amontonadas, colocó una pierna sobre el fuego para asarla, y colgó tiras de carne en varas de madera de sauce para que atraparan el humo. Hecho aquello, decidió que quería beber algo que no fuera agua fresca, y llenó su único puchero con pedazos de corteza de abedul, bayas secas y agua de manantial, y lo colocó a calentar sobre una piedra de la hoguera para preparar una infusión.
A continuación, se dedicó a limpiar la espada. Los rituales de la caza eran familiares y curiosamente reconfortantes: matar, descuartizar, limpiar. Los había realizado tan a menudo que podía llevarlos a cabo sin pensar, y aquello le venía bien. O al menos así lo pensó, hasta que la mente empezó a vagar de vuelta a otras cacerías. Recordó el verano en que Dagro Granizo Negro y sus diez mejores hombres habían cabalgado al sur debido a un rumor sobre una cerda de casi doscientos kilos y sus dieciséis cochinillos. Se trataba de un gigante entre los jabalíes, dijeron, con listas negras y plateadas igual que la misma piedra Granizo Negro. Raif sonrió al recordar cómo él y Drey habían cabalgado ocultándose tras la estela del grupo de caza, decididos a no perderse el espectáculo de abatir un animal así, y convencidos de resultar invisibles para los otros. ¡Por las piedras! ¡Vaya confusión que provocaron cuando por fin se levantó la pieza! Dagro en persona empujó a la hembra de jabalí… directamente al lugar donde Raif y Drey se ocultaban en el bosque. Raif aprendió más juramentos aquel día que en todo un año sentado ante la chimenea con su padre. Los caballos de los dos muchachos se desbocaron, pero Drey, con sus doce años y sin haberse desarrollado aún por completo, tuvo la presencia de ánimo de arrojar la lanza.
Aquella lanza les salvó el pellejo. Por suerte, fue a clavarse en la garganta del animal, y el dolor del impacto, junto con el sobresalto de los caballos desbocados, empujó a la criatura de vuelta por donde había venido.
Más tarde, cuando finalizó la caza y la enorme cantidad de sangre de puerco convirtió la marga del bosque en barro, habían conducido a Drey y a Raif ante el caudillo. Raif recordaba aún el rostro temible de Dagro Granizo Negro, el modo como la piel de su nariz aparecía sudorosa y cubierta de ampollas por culpa de los rayos del sol.
—¿Quién de vosotros arrojó esta lanza? —exigió al mismo tiempo que apretaba un pie contra el cuello de la hembra de jabalí y arrancaba el asta con la marca Sevrance de su carne—. Hablad —rugió al no recibir respuesta—. Si no obtengo la verdad por las buenas, os la sacaré a latigazos.
El joven recordaba con claridad que Drey lo había tocado entonces, un simple roce de sus dedos contra la cadera del muchacho, una advertencia para que se mantuviera en silencio sucediera lo que sucediera. Luego, Drey dio un paso al frente.
—Lord caudillo —dijo, y su fina voz inmadura hizo que las palabras sonaran curiosamente formales—, la lanza la arrojaron dos manos. La de mi hermano y la mía.
Dagro entrecerró los ojos, dejó transcurrir todo un minuto y luego gruñó:
—Sí, muy bien dicho, chico. Toma, coge mi cuchillo. Cortaos tú y tu hermano la parte del cazador.
Raif comprendió muchas cosas mientras contemplaba cómo Dagro Granizo Negro observaba mientras Drey abría en canal el cuerpo. El caudillo sabía perfectamente que Drey había arrojado la lanza, y también sabía que este había compartido el crédito para evitar que cayera ningún castigo sobre su hermano menor. Drey se había ganado para sí inmunidad ante la terrible acción de interferir en la cacería del caudillo; pero no así Raif, y toda la furia de Dagro Granizo Negro habría recaído sobre él si Drey no lo hubiera protegido. Y el caudillo reconoció aquel acto de protección y se sintió conmovido por él.
El hígado de la hembra de jabalí era la cosa más deliciosa que Raif había comido jamás. Aún podía paladear su sabor: el sabor a azúcar, bellotas y amor.
Raif sintió un aguijonazo de dolor en el centro mismo de la columna vertebral, y los pelos del cogote se le erizaron cuando una voz dijo:
—¡Humm! Pierna. Creo que tomaré un poco de eso. Córtame un trozo, muchacho, y hazlo tan despacio como tu madre cuando se acuclilla para mear.
La voz era ronca y baja, e iba acompañada de un desagradable aliento a carne en salazón. Raif tenía el sol en los ojos, y el hombre se encontraba a su espalda, de modo que el joven no disponía de una sombra por la que juzgar la estatura de su oponente. El recién llegado se había acercado por detrás, sin duda atraído por el humo y el aroma a carne fresca asándose en el fuego. Raif se maldijo por estúpido. Había estado tan absorto pensando en Drey que se había sumido en el pasado y había olvidado que estaba acampado solo en un lugar situado en el borde más lejano de los clanes. De todos modos, tenía orejas. Y cualquier hombre capaz de moverse por el lecho seco de una garganta y desenvainar un arma sin hacer ruido era peligroso.
—Forastero, ¿por qué no bajas tu arma y te unes a mí? —inquirió sin dejar de mirar fijamente al frente—. Me encantaría compartir la comida.
Sintió cómo la punta de la espada volvía a tocarle la columna vertebral por segunda vez.
—Así que el pequeño hombre de dan estaría encantado de compartirla, ¿verdad? Eso después de haber abatido a uno de mis alces y de haber aterrorizado de tal modo al resto que no regresarán en un mes. Bien, pues perdóname si me meo de agradecimiento. Ahora corta, chico, antes de que me canse de sostener la espada y decida atravesarte con ella.
Raif se inclinó al frente despacio mientras su mente trabajaba vertiginosamente. El forastero le había visto derribar al alce y sonaba como un miembro de un clan. Casi. Pero ningún miembro de un clan en su sano juicio declararía ser dueño de un rebaño de alces; los animales recorrían zonas demasiado extensas y viajaban demasiado deprisa para que nadie pudiera ser su amo.
Al menos estaba solo. «No puedo dejar que me domine».
—No con la espada, hombre de clan. Usa tu cuchillo.
La mano de Raif quedó suspendida sobre el pomo de cristal de roca de su espada.
—No tengo cuchillo.
—Bueno, pues si que están bien las cosas. Una hermosa capa, una magnífica espada, y no tienes cuchillo. ¿Cómo es eso, me pregunto? ¿No has tenido la oportunidad de robar uno todavía?
—No; lo dejé en la garganta de un hombre.
Con estas palabras, Raif agarró la espada y giró, poniéndose en pie. Ante él, encontró al hombre más feo que había visto nunca: de estatura media, pero sumamente voluminoso, con los hombros anchos y el cuello grueso. Los antebrazos eran tan gruesos que sobresalían del cuerpo como sacos de grano. Llevaba una coraza confeccionada con piezas de metal mezcladas con cosas que en el pasado habían tenido vida propia. Caparazones de tortugas y conchas de ostras estaban engastados, junto a discos de acero y anillas de cobre, a un abrigo de cuero cocido. La parte inferior de los brazos estaba embutida como salchichas en unos cuernos que la rodeaban en espiral, y se cubría las piernas con calzas de muletón bajo un kilt de lanilla.
Pero era el rostro lo que lo convertía en lo que era. Tenía el cabello muy negro y resultaba chocante verlo crecer en una línea que descendía por el centro de la cara. El tejido de la frente, la nariz y la mejilla izquierda mostraba un profundo pliegue, y crecían cabellos y protuberancias carnosas en la hendidura que recorría toda la longitud del rostro.
—¿Qué sucede, cara bonita? ¿No habías visto nunca a un hombre lisiado?
El desconocido intercambió golpes con él; un relampagueante tintineo de metal que, por algún motivo, le hizo sonreír de oreja a oreja.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó mientras retrocedía—. Sí que robaste esa espada, ¡lo sabía! ¡Maldita sea! Debería haber apostado una moneda.
Avanzó sin esfuerzo mientras paraba los golpes y devolvía cada uno de los mandobles del muchacho.
Raif comprendió que había cometido un error. La espada no era su arma preferida, y en tanto que Drey y sus compañeros mesnaderos habían pasado horas cada día en el patio de entrenamiento practicando con el experto espadachín que era Shor Gormalin, Raif únicamente había practicado el mínimo indispensable. El espadachín había advertido al muchacho que una vez que hubiera realizado su juramento de mesnadero, esperaría que el joven se presentara en el patio de instrucción cada mañana al alba. Pero Shor Gormalin estaba muerto. Y Raif Sevrance había traicionado su juramento.
El desconocido organizó una serie de ataque envolventes, moviendo el arma en círculos cada vez menores alrededor de la espada del muchacho, y cuando este retrocedió y dejó caer el arma contra el cuerpo, listo para un golpe vertical, el desconocido realizó una especie de paso de danza y se colocó de improviso junto al brazo de Raif que empuñaba el arma, le acuchilló los nudillos y le arrebató toda la energía del ataque. Furioso, Raif atacó sin dar en el blanco, y el otro retrocedió ágilmente, para regresar con asombrosa rapidez y apoyar la punta del arma contra el pecho de su adversario.
«Me han tocado dos veces. ¿Qué estoy haciendo?». Raif respondió con un violento ataque, y los filos de ambas hojas chocaron con un curioso gemido y una lluvia de chispas.
—Hermosa espada —observó el desconocido sin mostrar la menor señal de agotamiento—. Creo que me la quedaré como pago por el alce.
Empezó a moverse a toda velocidad, y efectuó un doble giro que lo lanzó de lado y hacia atrás sobre el indefenso costado izquierdo de Raif, al que golpeó con tanta fuerza que lo dejó sin aire en los pulmones y con una rodilla en tierra. Mientras Raif rodaba hacia atrás para contraatacar, el hombre lanzó una estocada al frente, hizo un fino corte a Raif en el brazo y estrelló la cazoleta de la espada contra la elegante empuñadura en cruz, sin protección, del muchacho. El impulso del golpe hizo que la espada de Raif saliera despedida por los aires.
«Shor me mataría por perder el arma».
Antes de que Raif pudiera intentar recuperar la espada, el adversario enganchó la punta con el filo de su arma y la hizo resbalar lejos, sobre las rocas. Raif miró a su alrededor, desesperado, durante el segundo de tiempo de que dispuso. Un pedazo de tronco sin quemar sobresalía de la hoguera. Dio un salto y cerró la mano sobre él. La madera estaba lo bastante caliente como para provocarle una mueca de dolor y despertar una abrasadora sensación en las viejas cicatrices de congelación de la palma. El otro extremo del tronco estaba rojo y humeante, y al desconocido pareció gustarle menos la aparición de aquella arma que si se hubiera tratado de otra espada.
Describieron círculos, el uno en torno al otro. Raif se sentía mareado por falta de sueño; olía la sangre de alce que lo cubría y que hacía que apestara como algo ya muerto. Cuando su oponente atacó, Raif estaba preparado, y se precipitó al frente sin la menor delicadeza, confiando en que el temor al fuego y las quemaduras del hombre lo obligarían a retroceder. Acertó. En cierto modo. El desconocido sí retrocedió…, pero lateralmente, al mismo tiempo que se las apañaba para asestar un leve corte en el hombro de su adversario mientras saltaba lejos del humeante madero. Dolorido y contrariado, Raif resistió el impulso de repartir golpes a diestro y siniestro. «Piensa en el alce».
Su mirada se encontró y sostuvo la del adversario. Los ojos del hombre eran color avellana, hermosos y transparentes como dos gotas de lluvia; resultaba turbador contemplarlos en un rostro como aquel. Deliberadamente, el joven bajó la mirada, que hizo pasar a toda velocidad por las extrañas protuberancias de la frente y la mejilla del hombre, para descender por la garganta… hasta el corazón.
La fuerza de la energía vital del desconocido resultaba sorprendente, y la sintió como un puñetazo en la boca del estómago que le obligó a extender un brazo para recuperar el equilibrio.
Había olvidado cómo era matar a un hombre de un disparo al corazón.
Saliva con un sabor metálico inundó su lengua, y averiguó cosas, cosas extrañas que apenas comprendía. La cicatriz del rostro del desconocido era sólo el principio; órganos y vasos sanguíneos estaban deformados y fuera de lugar, los pulmones eran desiguales, y el bazo, alargado como un pez. El corazón era grande y latía con fuerza, pero tenía una cicatriz encima de la válvula, como si se hubiera cerrado una vieja herida allí; además era ligeramente más abultado hacia un lado.
Raif se tranquilizó. Por mucho que fuera deforme, el corazón era suyo. Sujetó el humeante tronco entre las dos manos y se abalanzó sobre el desconocido. Vio que los ojos del hombre se abrían, asombrados, y también que alzaba la espada para defenderse; durante un instante olió a cuero que se quemaba y supo que ya lo tenía, pero entonces sintió que la cabeza le estallaba de dolor, y a continuación ya no vio otra cosa que unos círculos de luz que se tornaban cada vez más pequeños mientras caía al suelo.
Raif despertó con náuseas y volvió la cabeza para vomitar. La visión de pedazos de hígado regurgitados le provocó nuevos vómitos. Sentía punzadas en la cabeza, y su capacidad visual reaccionaba con curiosa lentitud; notaba cómo los músculos del iris se esforzaban por enfocar la mirada. El sol se ponía, y la fogata que había encendido horas antes ardía aún, aunque entonces no había sobre ella nada, a excepción de un hueso roído.
—No hagas que me sienta mal ahora —oyó decir al desconocido—. No estás precisamente en condiciones de comer nada.
Raif parpadeó. No comprendía por qué uno de los dos no estaba muerto.
—Te guardé un chorrito del té de bayas. Incluso me ocupé de mejorarlo con un poco de licor potente.
El forastero fue a colocarse en la línea de visión del joven; sostenía la espada de Raif en alto en dirección a la luz de la hoguera mientras inspeccionaba el filo en busca de mellas.
—Está ahí si lo quieres. Desde luego puedes echar a suertes si te lo bebes o te lo aplicas en ese chichón. Yo lo ingeriría si estuviera en tu lugar. Me bebería todo el maldito líquido y luego me buscaría un sombrero. —Pareció quedarse pensativo un momento—. Uno de esos tan divertidos hechos con castor, con la cola pegada aún.
Raif se sentía demasiado mareado para hablar. El rostro del desconocido resultaba repugnante a la luz de la fogata, pues la profunda hendidura engullía las sombras y aparecía erizada de ásperos pelos negros. El joven desvió la mirada mientras concentraba todas las fuerzas en sentarse. Los músculos que habían permanecido sobre fría piedra durante varias horas estaban entumecidos e insensibles, y sintió un violento calambre en la pantorrilla izquierda.
Al desconocido no pareció molestarle el dolor del muchacho ni tampoco ofreció ayuda. El puchero que contenía el té se encontraba al alcance de su mano; sin embargo, no hizo el menor esfuerzo por acercárselo.
—Son muy desagradables los golpes en la cabeza. He visto hombres que andaban tan retozones como ovejas recién nacidas justo después de recibirlos, y que de repente se desplomaban y morían al día siguiente.
A Raif no se le ocurrió nada que decir. Miró a su alrededor. Le habían vaciado la mochila y habían esparcido el contenido por el suelo. Habían desenvuelto la flecha del oyente, la habían examinado y, considerándola de poco valor, la habían arrojado al montón de trastos inútiles lista para ser quemada. La manta de piel de foca del muchacho estaba en aquellos momentos desenrollada junto al fuego, y mostraba las arrugas propias de haber sido usada recientemente. La mochila del desconocido se hallaba cerca del fuego, y una percha para armas que contenía una desconcertante colección de formas envueltas en tela se alzaba detrás de él. Un robusto poni de las colinas estaba sujeto por las patas a una hendidura de un peñasco, y se dedicaba a ramonear afrecho remojado con aire de satisfacción. En lo alto, el cielo oscurecía con rapidez y empezaban a aparecer las primeras estrellas. El viento se mostraba muy inquieto con la llegada de la noche, y descendía por la garganta en repentinas ráfagas que morían con la misma velocidad con la que llegaban. El desfiladero brillaba con tonalidades rojas, que dejaban al descubierto capas de ocre y mármol rojo depositadas entre sus paredes.
—¿Qué me hiciste? —inquirió Raif, de improviso.
El otro sonrió y, al hacerlo, mostró unos dientes sorprendentemente uniformes.
—Eso es algo que yo sé y que tú tienes que sonsacarme a cambio de algo. Aunque, puesto que ya soy dueño de tu posesión más valiosa, no creo que tengas gran cosa que utilizar. Desde luego, podría aceptar esa capa tan elegante. Pero tengo que insistir en que la laves primero. Una enorme y sucia mancha de sangre estropea su aspecto. —Siguió estudiando la espada del muchacho—. Tengo que admitir, no obstante, que resultas bastante fiero con un tronco ardiendo. Algo atroz con la espada, pero un auténtico demonio con un trozo de madera cortada. ¿Quién eres? El último miembro vivo de algún culto de leñadores de un clan. Pues no eres un caballero, eso es seguro.
—¿Cómo estás tan seguro de que pertenezco a un clan?
—Lo huelo en ti, muchacho. Un clan que se ha agriado. Apesta como todos los infiernos por los que pasé siendo un chiquillo.
—¿De modo que perteneces a un clan, también?
El desconocido enarcó una ceja, y por un instante Raif se olvidó de las cicatrices.
—Ya vuelves a hacerlo. Preguntas cuando deberías estar sobornando. —Bruscamente, giró la espada con la punta hacia el suelo y la introdujo en su mochila—. ¿Tiene un nombre?
—¿La espada? No.
—Bien. Eso significa que puedo darle uno. —Entrecerró los ojos mientras pasaba los dedos por la empuñadura en busca de inspiración. Al cabo de un momento dirigió una pensativa mirada a Raif—. Creo que la llamaré Dedo.
Raif descubrió que recuperaba su irritación a medida que amainaban las náuseas.
—¿Qué te hace sentirte tan seguro de que te la puedes quedar?
—No lo estoy —respondió él con suavidad—; vi lo que hiciste a aquella hembra. Un hombre capaz de tal cosa desde luego puede apañárselas para recuperar una espada cuando lo desee. El juego está en descubrir cuándo y cómo.
El hombre se sentó, y la coraza de piezas de metal y conchas de tortuga tintineó blandamente cuando dobló la cintura. Recuperó el pequeño puchero de hierro que contenía el té enriquecido con alcohol y tomó un buen trago; no se lo pasó a Raif cuando terminó.
—Así que —empezó a la vez que se secaba la boca— veamos si puedo adivinar tu historia. Eres Orrl, a juzgar por esa capa, aunque te creo capaz de haber matado y robado una. Tal como hemos comprobado hoy no eres un espadachín, y no tienes los brazos de alguien que use un hacha, de modo que yo diría por el aspecto de esos dedos encallecidos que eres un auténtico arquero.
Miró a Raif en busca de confirmación, pero no pareció en absoluto desconcertado cuando este se limitó a fruncir el entrecejo.
—Así que arquero. Ahora, me perdonarás por decirlo, pero tienes un aspecto espantoso. Desde luego, resultas bastante mono debajo de esa barba y todo ese lodo, pero no has disfrutado de las atenciones de una buena mujer de un clan desde hace bastante tiempo por lo que yo veo.
—Tú tampoco tienes demasiado buen aspecto.
—¿Yo? —Apretó la palma de una mano contra el pecho—. ¿No tengo buen aspecto? Vaya, eso quiere decir que el amuleto del amor no ha funcionado. ¡Maldición! Aquella bruja juró que atraería a la mitad de las jovencitas de los territorios de los clanes. ¿O era a los hombres? Lo olvidé.
—Espero por el bien de ambos que fueran las jovencitas.
El desconocido lanzó una carcajada, echando la cabeza hacia atrás, regocijado. Raif vio la marca de una segunda faja de carne deforme, que descendía en espiral por la garganta y desaparecía por debajo del cuello de la ropa. Algo blanco y nacarado como un diente crecía justo debajo de la oreja. Raif se estremeció. El otro lo vio, y su sonrisa se apagó.
—¡Oh!, ya lo creo que eres de un clan. Nunca has visto nada que no fuera perfecto, ¿verdad? Todos son hermosos como chicas y no les falta nada. Los dioses no quieran que una criatura como yo pudiera nacer entre vosotros. Un troll perverso debió de haberse follado a mi madre porque ningún elegante miembro de un clan podría haberme engendrado.
Raif hundió la cabeza. Nada sucedía como debería. El hombre que tenía delante tendría que estar muerto, no avergonzándolo.
—Lo siento.
—No lo sientas. El mundo es un lugar difícil, y ni una sola vez en toda mi vida he visto que fuera justo. Lo único que es ecuánime entre los hombres es la muerte; todos obtenemos nuestra parte de ella al final. En cuanto a mí, tengo suerte de estar vivo, suerte de que este rostro horrendo inspirara un sentimiento de culpa además de repulsión en mi madre. El sentimiento de culpa me salvó cuando mi padre quiso acabar conmigo. Él estaba decidido a colocarme sobre una roca y dejar que los buitres me destrozaran; sin embargo, mi madre no se lo permitió. ¡Oh!, ella quería hacerlo, tenlo por seguro. Deseaba que sus pechos se secaran rápidamente para poder engendrar otra criatura y olvidar que la primera había existido. Pero no tuvo agallas cuando llegó el momento. No quería aquella mancha en su conciencia. Se habría alegrado si mi padre me hubiera sacado de la cuna en plena noche y me hubiera asesinado, pero él decidió que ella también tomara parte en el asunto. Y eso ella no podía aceptarlo. Me envió a los bosques en adopción. Fui de un infierno a otro.
Había caído la noche mientras el desconocido hablaba, y únicamente el fuego cada vez más apagado proporcionaba luz. De vez en cuando, granos de sal procedentes de la carne que se había cocinado horas antes, se inflamaban y proporcionaban un tono verde a las llamas.
—¿De qué clan eres? —preguntó Raif.
—Ah, ah, ah. —El otro meneó la cabeza—. Sin preguntas, recuérdalo.
—Muy bien. ¿Qué tal un intercambio? ¿Tu nombre por el mío?
El hombre lo meditó. No era tan mayor como Raif había pensado en un principio, y había algo vagamente familiar en la forma de la mandíbula; pero con la misma rapidez con que la idea pasó por su cabeza, esta desapareció, y no vio otra cosa que a un extraño ante él.
—Tú empiezas —replicó el desconocido—. El nombre de pila solo. Y si me gusta como suena te daré el mío.
—Raif.
Su interlocutor abrió y cerró la boca, casi como si hubiera atrapado el nombre en el aire y lo paladeara.
—Raif. Rima con raíz, y es afable, corto y nada pretencioso. Lo aceptaré.
Curiosamente, el muchacho se sintió complacido ante tan curiosa declaración. Nadie había dicho nunca nada —ni bueno ni malo— sobre su nombre.
—Una mercancía por otra, entonces. Me llamo Mortinato.
Se quedó en silencio, a la espera de una reacción. A Raif le pareció que el nombre resultaba apropiado para él, y así lo dijo. De repente, Mortinato adoptó un aspecto peligroso.
—¿Un nombre monstruoso para un hombre monstruoso?
—No; un nombre con fuerza. No se olvida con facilidad.
El otro meditó sobre las palabras del muchacho durante un buen rato, y luego asintió.
—Servirá.
Raif le tendió el brazo, y Mortinato se inclinó al frente para estrecharlo.
—Bien —siguió Mortinato, irguiéndose—, querrás el resto del té, ¿no?
Raif asintió, y los cuernos que rodeaban los antebrazos del hombre centellearon perversamente mientras este depositaba el puchero a los pies del joven.
—Toma un buen trago. Recuerda lo que dije sobre los golpes en la cabeza; mañana podrías estar muerto.
Raif bebió. El licor era muy potente y no se parecía a ninguna clase de té. Le abrasó la garganta mientras descendía.
Mortinato observó con mirada aprobadora, y luego alargó la mano en dirección al montón de madera para arrojar más troncos a las llamas. Cuando Raif le vio cerrar la mano alrededor de la flecha Varilla de Zahorí depositó el puchero en el suelo.
—No quemes eso. Es muy viejo. Fue un regalo de…, de un amigo.
—Un regalo, ¿eh? —Inspeccionó la flecha, pasando un dedo a lo largo de los alerones—. Me la quedaré, entonces. —La introdujo en su mochila, y siguió echando troncos al fuego—. ¿Supongo que andas por aquí en busca de los hombres lisiados?
Raif no contestó de inmediato. El licor había penetrado rápidamente en su sangre, y se recordó a sí mismo que debía mostrarse cauto. Vacilante, palpó en busca del origen del dolor que sentía en un lado de la cabeza. Un bulto, duro y delicadamente sensible, le hizo contener el aliento.
—¿Y si fuera así?
—Bueno, pues deberías aprender unas cuantas cosas primero.
—¿Como cuáles?
—Hombres lisiados es el nombre que nos dan en los clanes. Y si escuchamos esas palabras en tus labios probablemente te mataremos por ello. Nosotros nos llamamos a nosotros mismos camaradas de la Falla, y serías un estúpido si creyeras que no somos más que otro clan.
—No lo creo.
—Bien. —Mortinato extrajo la espada de Raif de su mochila y empezó a engrasarla con un trapo—. La Falla no es ningún clan elegante con hermosos campos de avena y pastizales. Y hombres más duros que los caudillos de los clanes gobiernan allí. Nos llegan los desechos, los bastardos y los que rompen sus juramentos, y no tan sólo de los clanes. Nos llega de todo: extranjeros, gentes de las ciudades, pinches, prostitutas. Todos acaban dirigiéndose al norte. Es un hombre desesperado el que es capaz de viajar a los confines de la tierra en busca de cobijo, y los hombres desesperados no resultan buenos amigos.
Los ojos de Raif se encontraron con los de Mortinato sin mostrar ninguna emoción. La advertencia había sido lanzada… y recibida. El fuego ardía con fuerza ya, tras recibir una nueva rama verde. El viento se había calmado con la llegada de la noche, y entonces aventaba el humo a través del espacio que mediaba entre los dos hombres.
—Yo no esperaría un gran recibimiento si estuviera en tu lugar. Nadie encenderá una hoguera para un nuevo miembro del grupo. Todos querrán saber qué puedes aportarles, y puesto que ya me he apoderado de tu única posesión decente, tendrás que pensar deprisa tu respuesta. ¡Oh!, otra cosa. Estás demasiado entero.
Había una luz en los ojos del hombre que despertó la desconfianza en Raif.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes qué quiero decir. Un muchacho tan guapo como tú, con todos los dedos de las manos y los pies, y esa nariz elegante y perfecta. Lo primero que harán los camaradas es derribarte contra el suelo y mutilarte.
—Nadie me ha llamado guapo antes. Tengo un buen número de cicatrices.
—Tal vez; pero ellos no verán eso. Sólo verán a un hombre de clan de una sola pieza, al que no le falta nada, que no tiene nada fuera de lugar, y te odiarán por ello. Te inmovilizarán y te pondrán bajo el cuchillo antes de que puedas decir: «Que los dioses me ayuden». Y desde luego, desearás no estar allí. Les he visto arrancar un brazo en su frenesí. Manos. Lóbulos de las orejas. Ojos. Depende de si las incursiones han sido productivas. Si ha sido una buena temporada, con muchos botines, todos se sienten felices y beben tanto que se vuelven blandos, y puedes salir del paso con sólo un dedo del pie menos; pero si ha sido una mala temporada, te cortarán una mano. Y siento tener que decirte esto, Raif, pero el invierno ha sido una estación larga y estéril.
Raif observó con atención los ojos del otro mientras hablaba en busca de indicios de engaño. El rostro del hombre lisiado era duro, pero no ocultaba nada.
—Tienes que decidir ahora hasta qué punto vale la pena convertirte en uno de nosotros. ¿Puedes regresar? ¿Aceptar el castigo por la ofensa que te haya traído hasta aquí y llevar una clase de vida distinta? Porque si puedes hacerlo, hazlo. No hay nada noble o heroico en ser un hombre lisiado. El único motivo para estar aquí es que no tengas ninguna otra opción.
Raif casi sonrió; con amargura. Quería preguntarle a Mortinato qué lo había traído a él allí, pero empezaba a aprender ya las costumbres de aquellas gentes: no había que hacer preguntas sobre el pasado de nadie.
—Si regresara a mi clan, me matarían —respondió—. No tengo adonde ir ni nadie a quien recurrir. Yo diría que no tengo elección.
Mortinato asintió despacio, mientras consideraba la resolución pintada en los ojos del muchacho, y de repente, pareció tomar una decisión y se puso en pie.
—Bebe el resto de la infusión. Será más fácil para ti de ese modo.
Raif leyó en los ojos del hombre lisiado lo que este se proponía y estuvo a punto de salir huyendo. «Tomé mi decisión cuando Cendra me abandonó. Si es este el precio, entonces lo pagaré». Sujetó el puchero entre las manos, pero al final decidió no beber. Mortinato se aproximaba con la espada, y Raif quería saborear la sangre circulando por su cuerpo; deseaba recordar para siempre qué se sentía al estar completo.