Será mejor que te muevas más deprisa la próxima vez, pedazo de buey, o te arrancaré las piernas de cuajo. Crope se agazapó junto al borde del camino mientras esperaba que la caravana de carretas pasara. El arriero jefe llevaba un látigo, y la mirada del hombretón permaneció fija en el bucle de metro ochenta de longitud hasta que no fue otra cosa que una línea en la distancia y el barro levantado por las ruedas de las carretas se hubo aposentado otra vez sobre la calzada. No le gustaban los látigos, ni aquellos que los empuñaban, y el miedo palpitó con fuerza en su pecho.
Era por la mañana y hacía un frío glacial. Había pensado en entrar en la siguiente población y cambiar sus mercancías por sopa caliente y pan de corteza dura, pero el arriero y sus carretas iban en la misma dirección, y temía que aquel látigo se levantara contra él. «Estúpido, idiota cabeza dura. Siempre dije que no tenías agallas». La voz malévola le obligó a trepar fuera de la cuneta y sacudirse el barro y las ramas del abrigo. Una piedra indicadora marcaba una bifurcación en el camino que se extendía ante él y, puesto que no se le ocurrió nada mejor, se encaminó hacia ella.
Le dolían los pies, pues a pesar de que las botas de los mineros de diamantes se confeccionaban con material resistente y con la puntera de bronce para desviar golpes accidentales con el hacha, no estaban pensadas para caminar. No obstante, él había andado con ellas puestas durante muchos días; cuántos exactamente no lo sabía, pues los números seguían confundiéndose en su cabeza. Durante mucho tiempo, le parecía. Había dejado atrás lagos helados que hervían de neblina y aldeas curiosas en las que hombres armados con horcas y garrotes habían formado a lo largo de la calzada hasta que él hubo pasado de largo. Las montañas lo seguían indefectiblemente, un mundo de cumbres que se elevaban vertiginosas al sur. Hacía mucho frío a la sombra de sus laderas nevadas, y el viento que llegaba de ellas aullaba como una jauría de lobos por la noche. Ya no le gustaba dormir. Se refugiaba en cunetas y edificios abandonados de granjas, y en una ocasión, lo hizo en el interior lleno de cascotes de un pozo seco; pero jamás conseguía calentarse o sentirse seguro. La voz malvada siempre le decía que había elegido un mal lugar para descansar y que en cuanto cerrara los ojos los negreros aparecerían y lo encadenarían.
Se estremeció. Echaba de menos estar en la mina. Los hombres lo conocían allí, y nadie lo miraba con expresión mezquina ni le gritaba injurias. Era un hombre gigantesco, y cuando era necesario romper una pared dura, todos sabían que debían llamarlo. Entonces ya no había paredes que romper, y tras diecisiete años de empuñar un hacha —primero en busca de estaño y luego de diamantes— ya no sabía para qué otra cosa servía.
Al llegar al indicador del camino, se arrodilló junto a la calzada y limpió la nieve de la desgastada señal en forma de pulgar. No consiguió leer las palabras grabadas en la superficie de piedra, pero reconoció las flechas y símbolos. Una flecha señalaba al norte, y había un número con varias incisiones que indicaban una buena cantidad de leguas junto a ella y una estrella de siete puntas situada encima. «Lucero del Alba», pensó Crope, mientras un leve rubor de satisfacción ascendía por su cuello. Judiamarga decía que Lucero del Alba se encontraba a dos semanas al oeste de la mina, y él estaba entonces al norte de la ciudad…, lo que significaba que había viajado bastante. La segunda flecha señalaba al sudoeste, y el número situado junto a ella era aún más largo que el primero. La cabeza de un perro coronaba el punto, y Crope puso a prueba la imagen con sus conocimientos del territorio. «Perro… Lord Perro… Clan Bludd. No, todos los clanes habitaban al norte, todos lo sabían. Lobo… Río del Lobo. No, Judia-marga dijo que se hallaba al norte, también».
«Sebo en lugar de sesos. No recordarías ni tu propio nombre si no rimara con golpe». Los hombros de Crope se encorvaron. La voz malvada siempre sabía lo que pensaba, y aunque le hizo sentir insignificante, también le obligó a intentarlo con más ahínco, así que frunció el entrecejo y se concentró con ferocidad. «Perro…, cachorro…, podenco. ¡Ciénaga del Podenco!». Eso era. La ciénaga del Podenco.
Crope dio una palmada sobre la piedra y alzó su enorme peso de la calzada. Le dolía la espalda en las zonas blandas y profundas en las que las costillas se encontraban con la columna. «Espalda de diamante», lo llamaba Judiamarga, que decía que cuando un hombre había cavado en busca de las piedras blancas los huesos lo recordaban toda la vida.
Giró despacio e inspeccionó el terreno a su alrededor. Al norte, había campos labrados, con los surcos preparados para plantar las simientes de cebollas y nabos cuando llegara la primavera, y un pequeño rebaño de ovejas de cara negra olisqueaban entre la nieve cerca del camino. El pueblo se encontraba al oeste, con los edificios construidos en madera y piedra sin enlucir. La gran mayoría de las casas tenían tejados de paja, pero una o dos lucían una cubierta de pizarra o de costoso plomo. Crope había viajado lo suficiente con su señor para saber que había dinero bajo tales tejados; dinero, comodidades y comida caliente. Su estómago retumbó. Lo último que había comido había sido un ágape a base de seis huevos robados. Sentía un cierto remordimiento al respecto, aunque el granjero de quien los había tomado no había sabido lo suficiente sobre gallinas como para cortarles las barbas y crestas en aquel clima. Algunas de las aves padecían congelación, ya que aquellas zonas carnosas y sin plumas eran muy sensibles, y Crope temía que les sobreviniera una gangrena. Habría querido quedarse y cuidar de ellas, pero no podía hacer caso omiso de la llamada de su señor.
«Ven a mí», ordenaba, y su voz, en el pasado hermosa, sonaba ronca y cascada. Estaba atrapado en un lugar oscuro, quebrantado y lleno de dolor, y necesitaba que el hombre que le había jurado lealtad lo liberase. Cómo sabía él aquello no podía decirlo. Lo había soñado durante la noche pasada en el pozo seco; había sido un sueño violento y terrible, en el que moscas surgían de su piel y grilletes rodeaban sus muñecas. De improviso, había hierro, no piedra, bajo su cuerpo, y la oscuridad era tan profunda y negra que parecía agua fría que bañara su piel. Despertó tiritando, y mientras parpadeaba y se esforzaba por tranquilizar el desbocado corazón, la voz de su señor sonó a lo largo del nervio que unía las orejas a la garganta. «Ven a mí», dijo, y él supo que debía hacerlo.
Habían transcurrido dieciocho años desde el día en que en las montañas el cuerpo quemado de su señor le fue arrebatado por hombres que empuñaban espadas rojas. «Suéltalo —había ordenado una voz impasible—. Si luchas, morirás». Crope recordaba los ojos pálidos del hombre y el brillo lampiño de su piel. El cuerpo de Baralis estaba atado a la mula, con los vendajes empapados y apestando. La fiebre lo dominaba y no había hablado en tres días; tenía el lado izquierdo del rostro quemado, y cabellos y cejas habían desaparecido. Crope temía por la vida de su señor y dudaba de su capacidad para salvarlo. Una cosa era curar animales, y otra muy distinta curar a un hombre. El jinete de ojos pálidos mandó que sus espadas rojas rodearan la mula, y luego volvió a decir a Crope: «Tu señor está tan cerca de la muerte que puedo olería. Lucha, y la contienda lo matará; no cometas el error de custodiar un cadáver».
Pero Crope había peleado igualmente, ya que no podía abandonar a su señor. Recordaba el dolor de los muchos cortes, las carcajadas de los espadas rojas y el sabor de la sangre en la boca. Sin embargo, siguió luchando, e hirió a muchos hombres, a los que arrojó contra las rocas y arrancó los brazos de sus cavidades mientras veía cómo el miedo crecía en sus ojos. Habían creído que era una persona simple, pero no sabían que un hombre simple con una idea única en la mente y una sola lealtad en el corazón se puede transformar en una fuerza de la naturaleza. Crope sintió cómo su propia fuerza ardía en él como una luz blanca, y cuando un espada roja a caballo cargó contra él, no cedió terreno; aguardó hasta que el aliento del caballo resopló contra sus ojos, fijó las manos sobre el cuello del garañón y derribó al animal al suelo.
Todo quedó en silencio tras aquello. Los espadas rojas retrocedieron, y el hombre de ojos pálidos frenó su montura. Con el rostro pensativo, se acarició la barbilla con una mano.
Crope hincó las rodillas junto al animal caído. El jinete estaba inmovilizado debajo del animal, con el cuero cabelludo desgarrado y el hueso al descubierto. El hombre se esforzaba por llevar aire a sus pulmones, y espumarajos de bilis y sangre borboteaban por su boca; pero Crope sólo tenía ojos para el caballo. La criatura se retorcía de un modo horrible, los cascos chacoloteaban contra las rocas y tenía los ojos en blanco. «¡Idiota! ¡Mira lo que has hecho! Te dije que miraras, no que tocaras». Mientras sus hombros se hundían junto con su cólera, el gigantón alargó la mano hacia el lugar donde había caído el arma del espada roja al suelo. No le gustaban las espadas, y nunca las usaba, pero sabía qué hacer para matar a un caballo. Suavemente, consoló a la criatura, sin dejar de musitar palabras dulces que tan sólo los animales podían comprender. «Lo siento, lo siento, lo siento», murmuró mientras le seccionaba la garganta.
La primera flecha lo atravesó en la parte superior del hombro, y el dolor y la sorpresa lo dejaron sin aliento. Se desplomó al frente sobre la sangre del caballo. Se clavaron más flechas. Una penetró en la parte carnosa del antebrazo, otra rozó los tendones del cuello y una tercera atravesó la parte lateral de músculo situada bajo las costillas y le perforó el riñón con la punta. Todas fueron disparadas por la espalda a una orden del hombre de ojos pálidos.
Un día más tarde, al despertarse y descubrir que se encontraba en una hondonada a mitad de camino montaña abajo, con los espadas rojas ya muy lejos junto con la mula que transportaba a su señor, comprendió que había sido la sangre del garañón lo que lo había salvado. Estaba empapado en ella de pies a cabeza, y no hacía falta ser muy inteligente para comprender que los espadas rojas la habían confundido con la suya propia. Creyeron que lo habían herido de muerte, y se limitaron a hacer rodar su cuerpo montaña abajo para deshacerse de él. No sabían que por las venas de Crope corría la antigua sangre de los gigantes y que hacían falta más de cuatro flechas para acabar con él.
Bruscamente, el hombretón empezó a avanzar por la calzada en dirección al pueblo. No quería pensar en lo que había sucedido luego; no allí, en campo abierto, con las montañas tan cerca. Todo lo que importaba por el momento era seguir aquellas montañas hacia el oeste, hasta las laderas donde habían cogido a su señor, para llegar al lugar en el que residían los espadas rojas.
El camino mostraba huellas de ser muy transitado por carromatos y ganado, y pisoteados en la nieve se veían gran cantidad de rastros de aceite de carretas y estiércol. Las ovejas que pastaban junto a la calzada se desperdigaron en cuanto él se aproximó, y vio que más de una estaba a punto de parir. Aquella pequeña indicación de que se acercaba la primavera lo reconfortó, y apresuró el paso al mismo tiempo que empezaba a cantar una de las viejas canciones mineras.
Juan el Excavador era una mala hierba, con un hacha enorme y terrible.
Juan el Excavador era una mala hierba y guardaba su inquina en saco de urdimbre.
Un día tropezó con una veta, que hizo sus ojos brillar,
Y un trompazo le asestó. Sí, un trompazo le asestó.
Cuando Crope llegó a la tercera estrofa, de la que no recordaba todas las palabras, únicamente la parte sobre cómo se desprendía el dedo de Juan el Excavador, tenía ya ante sí el muro exterior de la población. Muchos de los pueblos y aldeas más grandes junto a los que había pasado durante su viaje poseían tramos de terraplenes y paredes de ladrillos como defensa. Aquella pared era principalmente una acumulación de tierra amontonada, con una zanja en la parte posterior llena de agua sucia que se había endurecido hasta convertirse en hielo color marrón. Crope se sintió aliviado al comprobar que no existía puerta de acceso, pues temía a los encargados de las puertas, a sus suspicacias y astuta palabrería. Mientras inspeccionaba el terraplén, un anciano que empujaba una carretilla de mano pasó por su lado, y él desvió la mirada de inmediato, pues sabía lo fácil que resultaba a hombres que iban solos sentir miedo ante su persona y no deseaba provocar un alboroto. El anciano iba vestido con las llamativas ropas de un calderero, con un abrigo de lana roja sujetado por una gran cantidad de vistosos cordones, y calzones remendados de color verde y amarillo. Crope se sintió sorprendido cuando el hombre no alteró el rumbo, sino que se acercó, y más sorprendido aun cuando este se dirigió a él.
—Tú; sí, tú, el que está demasiado ocupado fingiendo que no me ve. —El calderero aguardó hasta que el otro le devolvió la mirada, y a continuación señaló la ciudad con un dedo enguantado en piel de gorrión que aún conservaba las plumas—. Yo no iría ahí si fuera tú. Madre del amor hermoso, ¡ya lo creo que no! Son mala gente esos cabreros; no acogen favorablemente a los forasteros. Uno pensaría que agradecerían un poco de comercio, atascados aquí en las regiones remotas sólo con cabras y bazofia por toda compañía. Las mujeres todavía se visten con corsés rígidos, ¡por el amor de Dios! Pero ¿echarán una mirada a mis preciosos cuellos de encaje, que hacen furor en el Vor? No, claro que no, muchas gracias. Temían parecer prostitutas, dijeron. ¿Prostitutas?, te pregunto yo… ¿Con este punto? —El anciano extrajo algo blanco y con volantes de debajo de la lona de la carreta y lo colocó ante el rostro de Crope—. Fíjate en el calado. Es el más delicado que se puede encontrar en el norte.
El aludido inspeccionó educadamente la pieza de encaje. Parecía un poco endeble, pero no lo dijo, ya que no estaba seguro de para qué servía.
El anciano tomó el silencio del otro como señal de asentimiento.
—Eres una persona con buen ojo, por lo que veo. ¿No te gustaría quedarte con un par? Un regalo para tu señora madre y tu…, ejem…, señora.
Crope sacudió la cabeza negativamente.
—Un comerciante como yo, por lo que percibo. ¿Qué tal un par por el precio de uno?
Sintiéndose un tanto abrumado, el hombretón siguió negando con la cabeza.
—¡Jamás he conocido un negociador más astuto! Muy bien; como señal de respeto ante tu evidente perspicacia, te daré tres por el precio de uno. Tan sólo cinco piezas de plata. ¡Ya está! Trato hecho. —El hombrecillo extendió la palma abierta, agitando los dedos a la espera del pago.
Crope empezó a sentir los primeros aguijonazos del pánico. Parecía como si hubiera accedido a aquello sin decir una palabra. Sintió que su cuello enrojecía y balanceó la cabeza de un lado a otro en busca de una escapatoria.
—No busques el modo de escapar de un acuerdo legítimo. —Los ojos del anciano se entrecerraron—. Me debes cinco monedas de plata, y te llevaré ante un magistrado si no pagas inmediatamente.
La palabra magistrado provocó más temor en Crope que la visión de una docena de espadas desenvainadas. Los magistrados significaban prisión y cadenas, y celdas con puertas de hierro; significaban verse encarcelado y no volver a ser libre. Presa del pánico entonces, colocó las manos sobre la carretilla del calderero y la volcó. Cintas, piezas de encaje y toda clase de objetos centelleantes rodaron por la nieve. El eje se partió y una rueda echó a correr ladera abajo en dirección a la zanja. Crope sintió un nudo en el pecho. «¡Mira lo que has hecho! Te dije que no tocaras». El anciano se puso a parlotear mientras señalaba la carretilla y saltaba arriba y abajo enfurecido. Crope miró a su alrededor, desesperado; tenía que escapar, pero no sabía qué temía más: una calzada al aire libre, donde hombres malvados podían arrollarlo y hacerle daño, o una población llena de desconocidos que podían encarcelarlo.
La decisión la tomaron por él cuando un criador de cerdos y su mozo aparecieron en el camino conduciendo ante ellos seis cerdas enflaquecidas por la falta de comida durante el invierno. La retirada quedaba bloqueada. El calderero pediría ayuda al porquero, que la prestaría de buen grado, y a continuación, se lanzaría un grito de socorro y aparecerían más hombres, que lo rodearían y golpearían con palos. Crope sabía cómo iban aquellas cosas. Diecisiete años en las minas no eran suficiente tiempo para olvidar.
Triturando cuentas de madera y baratijas de latón pintado bajo los pies, el hombretón huyó en dirección al pueblo.
—¡Detente! ¡Regresa aquí! —gritaba el calderero a su espalda.
Pero no se detuvo; corrió con la cabeza gacha y los hombros encorvados al frente, como si estuviera a punto de partir una puerta.
La gente lo contempló, sorprendida, cuando penetró en las sombras de las calles. Una matrona arrastró a sus dos hijos al interior del portal más próximo para apartarse de su camino, y un apuesto joven, con un sombrero puntiagudo, gritó sin dirigirse a nadie en particular: «¡Cáspita! ¿Es un hombre, un oso o ambas cosas?». Una esquelética perra blanca con una mancha negra en el ojo se acercó corriendo desde un montón de estiércol, sin dejar de gañir y menear la cola, como enloquecida mientras corría pisándole los talones a Crope. El hombretón se sintió enrojecer de vergüenza y agotamiento. Todos miraban y reían. Tenía que llegar a la calle principal y encontrar un lugar oscuro donde recuperar aliento y pensar.
Sin dejar de doblar esquinas al azar, y entre patadas a terrones de nieve enlodada y patinazos sobre pedazos de hielo, se abrió paso hacia la parte más vieja de la ciudad. Allí los edificios eran bajos y estaban deteriorados, con los travesaños cubiertos de una capa de podredumbre y el mineral de hierro de la sillería exudando óxido. Una anciana en una esquina hervía cascos de caballo en un puchero, cuyo cáustico hedor arrancó lágrimas a los ojos del gigantón, en tanto que la estela de su vaharada, con su regusto carnoso, le hizo sentir a la vez hambriento y mareado.
Sin aliento, aminoró la carrera hasta ir al paso y escupió un grumo de veteada flema negra. Zumo de excavador. Judiamarga decía que era el modo como la mina devolvía el golpe: uno entraba en la mina, la mina entraba en uno. Al darse cuenta de que la perra macilenta lo seguía aún, se volvió y le dijo que se largara. La perra se sentó, expectante, golpeando los adoquines con la cola al mismo tiempo que ladeaba las puntiagudas orejas.
—He dicho fuera. —Corrió hacia el animal, con las manos alzadas y pateando el suelo.
La perra dio un brinco atrás, entre gañidos excitados; luego lanzó un ataque sobre las botas para diamantes de Crope. Este apartó a la criatura de un empujón, pero el animal regresó con la misma rapidez, sin dejar de bailotear y saltar, encantado con aquel nuevo juego. Crope frunció el entrecejo. Tenía la espalda y el cuello pegajosos por el sudor, y de repente suspiraba por la comodidad de una habitación cerrada y un baño caliente. En las profundidades del nivel inferior de las minas de estaño, debajo del pozo que los hombres llamaban la Garganta del Diablo, había cavernas llenas de humeante agua caliente. Una vez que uno se acostumbraba al olor a huevos podridos, se podía remojar en los estanques hasta que las yemas de los dedos se arrugaban y los músculos de la espalda se ablandaban como si fueran de gelatina. Crope sabía muy bien que no era lugar al que desear ir —la vida en las minas era oscura e insalubre, y la existencia de un excavador valía menos que un hacha—, pero habían existido cosas buenas junto con las malas: comida, canciones, camaradería. Entonces, ya no había nada; sólo huir, ocultarse y sentir miedo.
Divisó una puerta manchada de brea con el símbolo de un gallo colgado encima, de modo que le dio la espalda la perra y cruzó la calle. La puerta con el gallo estaba colocada en una construcción achaparrada, que lucía señales de un incendio reciente; la mampostería estaba cubierta de ampollas de hollín, y se habían abierto grandes grietas en el mortero en los puntos alcanzados por las llamas. Los tablones de madera que enmarcaban la puerta estaban chamuscados y se caían a trozos, y habían clavado un poste de madera verde para impedir el desplome. A medida que se acercaba, Crope sintió cómo la vieja cautela crecía en su interior. El letrero con el gallo indicaba que aquello era una cervecería a la que los hombres acudían a realizar intercambios comerciales, y él necesitaba comerciar. Lo necesitaba desesperadamente. Carecía de comida y monedas, y llevaba una lona de gallinero por capa. No obstante, comerciar significaba tener tratos con hombres, y Crope recordaba muy pocas ocasiones en su vida en las que los hombres lo hubiesen tratado con amabilidad. Estos, o bien le temían, o le despreciaban; a menudo ambas cosas.
Soltó un lento suspiro y redujo su tamaño mediante la táctica de encorvar la espalda y hundir los hombros, al mismo tiempo que doblaba las piernas por las rodillas. De ese modo perdió unos quince centímetros de altura, pero fue suficiente para proporcionarle el valor necesario para empujar la puerta.
La cervecería era una taberna de una única habitación que apestaba a sebo de cabra. Burujos de grasa en las lámparas siseaban, chisporroteaban y despedían un mohoso humo verde, y mesas y taburetes, tallados en madera sin pulir, se apelotonaban alrededor de una estufa para cocinar, de cobre. Ancianos con vellones de cabra y pieles remendadas se volvieron para mirar a Crope mientras este avanzaba al frente. Un hombre fornido que llevaba un delantal de cuero gritó: «¡Perros no!». Y Crope tardó un momento en darse cuenta de que la perra blanca lo había seguido al interior. Como carecía del coraje necesario para explicar que la perra no le pertenecía, se limitó a girar, levantar al animal del suelo y depositarlo en el exterior. Cuando por fin cerró la puerta, tenía puesta en él la atención de todos los presentes, y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no dar media vuelta y salir huyendo. Uno de los cabreros ancianos hizo una señal de salvaguarda cuando pasó junto a él, y el hombre del delantal de cuero cruzó los carnosos brazos y repartió el peso entre ambas piernas, como si se preparara para una pelea. Se cruzaron miradas significativas entre el hombre del delantal y un joven matón que estaba de pie junto al mostrador.
—¿Qué te trae por aquí, forastero?
El hombre del delantal de cuero, el tabernero, miró a Crope de la cabeza a los pies, y su mirada se detuvo un buen rato en la porquería de ave que le salpicaba la capa y en las abultadas cicatrices blancas de su cuello.
—Si lo que buscas son problemas me ocuparé de que los encuentres, y si es cerveza y calor, sopesaré tu dinero primero.
Crope sintió que enrojecía. No le gustaba ser el objeto de tanta atención, y temía hablar, no fuera a crearse más dificultades. Mientras meditaba sobre qué hacer, observó que el matón del mostrador alargaba la mano como si tal cosa en busca de su cuchillo.
—Comerciar —respondió en voz baja Crope—. Vengo a comerciar.
De nuevo se cruzaron miradas entre el tabernero y el matón.
—Ven aquí atrás, entonces —indicó el hombre de más edad—. Veamos qué tienes.
Crope se alegró de alejarse de los cabreros y del calor de la estufa. Sudaba y el techo era tan bajo que tenía que doblar aún más las rodillas para pasar por debajo. El joven matón fue a colocarse a su lado cuando se aproximó al mostrador, aunque se acercó demasiado para su gusto. Crope se apartó un poco, pero se encontró con que el hombre del delantal de cuero se había situado al otro lado.
—Bien —dijo el tabernero—, muéstranos tu mercancía.
Crope acercó la mano al repulgo de la túnica en busca de la única cosa que tenía para intercambiar. El olor a carne y a salsa cociéndose en la estufa le llenó la boca de saliva, y tuvo que tragar varias veces. El matón se dio cuenta y siguió la mirada del hombretón hasta el negro puchero de la estufa.
—Yo diría que está hambriento, Sham. Yo diría que está dispuesto a comerciar a cambio de una escudilla de carne y un pedazo de pan.
El llamado Sham volvió a cruzar los brazos con energía.
—No va a conseguir nada de mis fogones hasta que vea la naturaleza de sus mercancías.
El matón empezó a limpiarse la porquería de las uñas con la punta del recargado cuchillo. Ataviado con prendas de lana afelpada y ante delicadamente curtido, se encogió de hombros sin proferir un sonido.
—No sé nada sobre eso, Sham. Yo le traería una escudilla. Un hombre negocia mejor con el estómago lleno.
Los dos hombres se contemplaron con fijeza unos instantes, y luego Sham cedió y fue a llenar un cuenco de estofado. El otro observó cómo Crope contemplaba la comida.
—Vienes de muy lejos, ¿no es cierto?
El aludido asintió con la cabeza. Sabía lo suficiente como para no facilitar a aquel hombre ninguna información sobre sí mismo.
—Parece que has recibido unos cuantos azotes en el pasado. —Los ojos del matón eran perspicaces. Enfundó el cuchillo, bruscamente—. No creo que esto sirva de mucho contra un tipo como tú. Diría que sabes cuidar de ti mismo.
Crope se libró de tener que responder gracias al regreso del tabernero con el estofado. Estaba bien condimentado con sangre y grasa, y despedía un fuerte olor a carnero. Sintió los ojos de ambos hombres fijos en él mientras bebía de la escudilla. El estofado se terminó demasiado pronto, y pareció dejarle más hambriento que antes. Sus ojos se desviaron de nuevo al puchero, y el matón, al verlo, dirigió una sonrisa maliciosa al tabernero.
—Así pues —dijo, inclinándose al frente—, estoy seguro de que estarás de acuerdo en que hemos mostrado buena voluntad hacia ti al darte de comer. Y me atrevería a decir que Sham no tendría inconveniente en traerte una segunda escudilla cuando hayamos concluido nuestro negocio. ¿Qué dices tú, Sham?
El aludido dirigió a Crope una mirada de desagrado.
—Si la transacción lo justifica.
El estómago del gigantón retumbó; se sentía atrapado entre el hambre y la obligación, y no se le ocurría qué otra cosa podía hacer más que mostrar a los hombres su mercancía. Con un movimiento lento y laborioso, arrancó el objeto del dobladillo de la túnica y, al hacerlo, desgarró la mitad de una costura. Alzó el apretado puño hasta el mostrador, consciente de que tanto Sham como el matón se inclinaban al frente, expectantes. Se dijo que el puño parecía enorme, grande como el cráneo de un bisonte, y se sintió ansioso por apartarlo de la vista. Rápidamente, abrió la mano.
Pareció que el diamante capturaba cada haz de luz de la taberna y los absorbía como una bomba hidráulica; después usó la luz para refulgir tan frío y azul como las estrellas. El delantal de cuero de Sham crujió al hinchársele el pecho para tomar aire. El matón se mantuvo silencioso e inmóvil; sin embargo, sus ojos centellearon con el brillo que reflejaba la piedra.
El diamante de Hadda. «La gema de la Bruja», la llamaba Judia-marga, extraída del diente delantero de Hadda mientras la vida y el calor se escapaban de su cuerpo tumbado en la parte superior de la mina. La piedra preciosa tenía el tamaño de la uña de un bebé, con la faceta superior tallada y transparente como el agua; una recompensa apropiada para la mujer que había encontrado el diamante más grande que jamás se había extraído de una mina al oeste del lago Sumergido. Crope no había querido cogerlo, pero Hadda se había aferrado a sus calzones de cuero flexible mientras la depositaba sobre el embarrado y húmedo suelo situado encima de la mina.
—Coge la piedra que llevo, hombre gigante —murmuró, jadeante—. Si no lo haces tú, lo harán ellos. Y no permitiré que el primer Mano de Toro que me encuentre me destroce la cara por ella.
Crope había negado con la cabeza. No deseaba que Hadda la Bruja le hiciera un regalo en el momento de su muerte. La anciana cantaba canciones extrañas… y había hecho aparecer las tinieblas en la mina. Cualquier regalo suyo estaría maldito.
Unas convulsiones se habían apoderado de la mujer entonces, y sus manos se abrían y cerraban con violencia mientras forcejeaba con la muerte que se cernía sobre ella.
—Tómala. Te la has ganado… Me sacaste de la mina.
Así pues, el gigante la había cogido. Había usado el borde romo del hacha para arrancar el diente de un golpe y había desencajado luego la gema de su montura de esmalte. Los Manos de Toro habían soltado a los perros ya, y Crope oía sus aterradores aullidos. Tras introducirse el diamante en la boca para ponerlo a buen recaudo, corrió a refugiarse entre los árboles. El último sonido que oyó antes de penetrar en el oscuro y enmarañado silencio del bosque de la Mina fue el desgarrar y sorber de los podencos sobre su presa.
En aquellos momentos la piedra preciosa centelleaba en la palma de su mano, y dos hombres se inclinaban sobre ella, silenciosos e inmóviles, como si el diamante los hubiera hechizado. Crope sintió un repentino deseo de cerrar la mano y salir huyendo, pero Sham alargó el brazo y le arrancó la piedra de la mano.
—¿Cómo sabemos que es auténtica? —inquirió mientras apretaba el diamante entre dedo y pulgar como si quisiera triturarlo—. Podría tratarse de cristal de roca o de simple cristal.
El gigante sacudió la cabeza. Nadie iba a decirle que la gema no era auténtica. Había extraído diamantes durante ocho años; distinguía las piedras preciosas del cristal. Mientras reunía aliento para una acalorada negativa, el matón posó una mano sobre su brazo.
—¿Por qué no lo muerdes, Sham? —instó—. Si rompe un diente es auténtico.
El tabernero paseó una mirada suspicaz entre el joven y Crope. Al cabo de un instante, se llevó el diamante a los labios, abrió la mandíbula para morderlo, y enseguida cambió de opinión.
—Puesto que parece ser que estás muy bien informado, Kenner, ¿por qué no lo compruebas tú? —dijo, y le ofreció la gema a su compañero.
El otro apartó la mano del hombre de más edad con un suave codazo.
—Porque no soy un condenado idiota, y reconozco mercancía genuina cuando la veo. ¿Por qué no dejas esa piedra ahí y nos traes a mi amigo y a mí algo de beber?
Las mejillas de Sham enrojecieron de indignación, pero Kenner hizo caso omiso de él y se puso a hablar con Crope, lo que no dejó al tabernero otra elección que hacer lo que el matón indicaba. Sham no marchó en silencio, sino que depositó la gema en el mostrador y dio una fuerte palmada mientras mascullaba una serie de malhumorados juramentos. Minutos más tarde, una tabernera de aspecto cansado, vestida con una túnica masculina ceñida con un trozo de cuerda, trajo una jarra de cerveza y dos copas de madera. No quiso mirar a Crope y dirigió sus palabras a Kenner.
—Sham dice que la cerveza saldrá de tu cupo.
El otro asintió, y le indicó que podía irse. Tras llenar las dos copas de cerveza, siguió hablando con Crope.
—He oído que la nieve en el lago Sumergido no ha sido demasiado abundante este año. Dicen que estaba demasiado helado para ella; que tenían que encender hogueras continuamente en el hielo para impedir que el lago se congelara por completo.
El gigantón asintió. Empezaba a relajarse al estar a solas con Kenner y no se le ocurrió preguntarse cómo había conseguido este identificar su lugar de origen. La cerveza era deliciosa, caliente y estimulante, con arremolinados pedacitos de yema de huevo, y no se dio cuenta de que le soltaba la lengua.
—Tuvimos problemas para extraer el agua debido a la helada. Tuvieron que llevarme arriba para manejar las bombas. —El orgullo hizo que sus orejas enrojecieran—. Dijeron que nadie podía moverlas, excepto yo.
Kenner le sirvió una segunda copa de cerveza.
—Ya me doy cuenta; un hombretón tan fuerte como tú. Un minero libre, ¿verdad?
Crope negó con la cabeza sin pensar.
—Los mineros no bombean agua. Eso es trabajo de los excavadores.
En cuanto lo hubo dicho, comprendió que había hablado demasiado. Judiamarga le había advertido que no dijera a nadie quién era y lo que hacía: «Los cazadores de esclavos vendrán y te cogerán, hombre gigante. Te encadenarán y te arrastrarán de vuelta para cobrar la gratificación. Y el señor de la mina estará tan contento de verte que te dará un beso de hierro que te desgarrará la lengua, y te acariciará delicadamente con su hierro de marcar. ¡Oh!, pero ten por seguro que seguirás siendo capaz de excavar una vez que haya terminado contigo, aunque jamás volverás a partir rocas sin sentir dolor. Y los terrores te despertarán cada noche».
Crope dirigió una veloz mirada a Kenner. El matón quitaba la capa de espuma de su cerveza y mantenía una expresión relajada y amable. No era el rostro de un hombre que tuviera tratos con traficantes de esclavos; pero, aun así, Crope no consiguió evitar que el miedo creciera en su interior. «Idiota —increpó la voz malvada—. Te dije que mantuvieras la bocaza cerrada». Nervioso, echó una ojeada a la puerta para comprobar que nadie se había movido para cerrarle el paso. Los traficantes y los cazadores de esclavos estaban por todas partes, con sus látigos y cadenas, y bolsas llenas de monedas. Podían acorralarte en una población llena de tabernas, rodearte y azotarte, y luego encadenarte a los ejes de sus carromatos… y arrastrarte tras ellos si no conseguías mantener el paso.
—¡So, grandullón! Serénate.
La voz del matón parecía venir de muy lejos, y sólo cuando su mano tocó el brazo de Crope, sujetándolo con suavidad, el gigantón comprendió que se había movido en dirección a la puerta.
—¿Qué prisa tienes, grandullón? No hemos terminado nuestro negocio todavía. —La voz del joven se tornó más severa—. Y para que no lo olvides, tienes una deuda de cerveza y viandas con esta taberna.
Crope permitió que lo atrajeran de nuevo hacia el mostrador. El corazón le latía con violencia, y de improviso le resultaba muy difícil pensar. Kenner decía que estaba en deuda. ¿Deuda? Deuda significaba magistrados y cárcel. Ser encerrado y no salir jamás. El irresistible impulso de huir le atacó de nuevo, pero todos lo miraban, y los cabreros tenían miradas mezquinas y látigos de cuero para ganado. «Estúpido cabeza de chorlito, vas y te dejas atrapar». Resollaba de tal modo que apenas conseguía comprender lo que el otro le decía.
—Ya veo el problema, grandullón. Lo que tienes aquí es contrabando. El contrabando es un asunto enormemente problemático. Cuanto antes uno se deshaga de él mucho mejor.
Crope no sabía qué era contrabando, pero se agarró a lo último que el otro había dicho —«Cuanto antes uno se deshaga de él mucho mejor»— y asintió con ferocidad.
Los ojos de Kenner centellearon, satisfechos, por un instante, pero con la misma rapidez su expresión cambió a una de profunda reflexión. Se inclinó al frente y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—Esta gema significa problemas. Problemas para ti. Problemas para mí. Te la quito de las manos y de repente aquellas mismas personas que te buscan empezarán a buscarme a mí. Lo sé, lo sé, no las nombraremos aquí y ahora. Lo mejor que podemos hacer es cerrar esta transacción rápidamente y marchar cada uno por su lado. Desde luego, estoy dispuesto a mantener la boca cerrada respecto adonde has estado y lo que has hecho, pero ese silencio es un riesgo. Me costará caro, y ese coste hay que incluirlo en la transacción.
Crope se esforzaba por comprender lo que el otro le decía, pero había palabras rimbombantes allí, y era más fácil concentrarse en las palabras sencillas que conocía: riesgo, silencio, problemas. El diamante de Hadda centelleó sobre el mostrador, y el destello atrajo a una polilla solitaria que lo confundió con una luz. Al contemplarlo, Crope se sintió dominado por un poderoso impulso de librarse de aquel objeto, y colocó el pulgar sobre la piedra y la empujó en dirección al otro. Kenner se quedó muy quieto. Su mirada se encontró con la del hombretón y enarcó las cejas a modo de pregunta: ¿estás seguro? El diamante desapareció incluso antes de que Crope terminara de asentir, bien guardado en un departamento oculto bajo el cinto de pertrechos del matón. Crope sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Se olvidó por un momento de encorvarse, y su cabeza chocó contra los maderos del techo. Sonrió ante su propia estupidez, y Kenner sonrió también, y de pronto resultó fácil hablar.
—¿Transacción? —insinuó, señalando en dirección al cinturón del hombre, y al ver la expresión perpleja de Kenner, explicó con más detalle—: Transacción, tal como dijiste…, por la piedra.
Kenner realizó una seña apenas perceptible al tabernero que permanecía de pie, observando, junto a la estufa. Un rumor de movimiento perturbó la estancia. Los cabreros se removieron al frente en sus asientos, y alguien dejó que la punta del látigo golpeara contra el suelo. El matón se apartó con energía del mostrador.
—Mira, extranjero, no queremos problemas aquí. La puerta está allí. Úsala.
Crope se sintió desconcertado, pues la voz del otro había cambiado, y actuaba como si ya no fueran amigos.
—Transacción —repitió, indeciso—. Por la piedra.
—¡Sal de aquí! —gritó el tabernero, extrayendo un atizador de hierro de la estufa—. No queremos tipos raros en mi cervecería.
Crope miró a Kenner, pero este ya se había alejado. El tabernero aprovechó su momentánea distracción y arremetió al frente con el atizador, cuya punta humeante clavó en el hombro del gigantón. Crope lanzó un aullido de dolor y, girando en redondo, lanzó un violento golpe contra lo que lo había herido. Alcanzó sólo la punta del atizador, pero su peso e impulso fueron suficientes para hacer que el objeto saliera despedido de la mano del tabernero y fuera a caer con un tintineo entre el grupo de cabreros sentados alrededor de la estufa. El tabernero lanzó un grito de rabia mientras se acariciaba la muñeca dislocada. Uno de los cabreros, un pastor larguirucho con un gorro de lana, se levantó de su asiento sujetando la punta del látigo con la mano. Otros siguieron el ejemplo, y avanzaron con cautela, teniendo buen cuidado de no colocarse en el círculo de acción de los brazos de dos metros de envergadura de Crope. El matón observaba desde un lugar seguro detrás del mostrador, sin que se viera por ninguna parte su ostentoso cuchillo. Crope no dejaba de mirarlo con fijeza, pero Kenner se negaba a devolverle la mirada.
¡Chas! Un látigo chasqueó a los pies del hombretón, y la cola de cuero resbaló sobre las tablas del suelo antes de que quien la esgrimía la echara hacia atrás con otro chasquido. De improviso, Crope se encontró de vuelta en la mina, y los Manos de Toro lo rodeaban. El miedo le invadió con tal rapidez que pudo paladearlo. Sabía a cuero y a sal. A través de una neblina de creciente pánico, divisó la puerta del local. La luz oblonga que se filtraba por el marco parecía el cielo por encima de la mina; significaba una escapatoria. Un segundo látigo azotó su pie, y otro lamió el tendón de la parte posterior de la pantorrilla. Alzando las manos para protegerse el rostro, Crope se lanzó como una furia en dirección a la puerta. Si los cabreros hubieran llevado látigos para hombres en lugar de los látigos más cortos y finos para animales, podrían haberlo detenido, pues los látigos para personas medían más de tres metros y medio, su cuero estaba curtido hasta darle la dureza de cintas de acero y, cuando se enroscaban dos veces a la pierna de un hombre, sus esgrimidores podían derribar a aquel hombre al suelo. Pero los látigos para ganado carecían de aquella longitud y serpenteaban alrededor de los tobillos de Crope sin aferrarse a ellos.
El hombretón fijó los ojos en la puerta, y cuando un cabrero fue incapaz de apartarse de su camino con la rapidez suficiente, Crope chocó contra él y lo tumbó al instante. Las costillas del caído se partieron con húmedos y explosivos chasquidos cuando el hombretón pisoteó su torso para alcanzar la luz. El delicado mecanismo de hendidura y ranura del pestillo de la puerta resultó excesivo para las enormes y temblorosas manos del gigante, que también lo hizo añicos de un golpe en su prisa por marcharse.
Finalmente, la puerta se abrió. El frío aire de la montaña acarició las mejillas de Crope, y la luz solar lo deslumbró y lo obligó a parpadear varias veces, pues sus ojos de minero no podían soportar recibir el impacto de una repentina fuente de luz. Parecía imposible que sólo fuera mediodía tras las muchas cosas acaecidas en la taberna. Un dolor en el pecho, en el lugar del que procedía su respiración, le hizo apretar una mano contra la caja torácica. Habría querido sentarse allí mismo, en el porche de la taberna, y descansar hasta que hubiera recuperado el aliento y todo el jaleo del local se hubiera calmado; pero los cabreros vestidos con pieles grasientas y vellones seguían azuzándolo con el chasquido de sus látigos.
—Fuera de aquí, monstruo inmundo.
—Regresa a la cueva infernal a la que perteneces.
Crope se tapó los oídos con las manos para dejar fuera el ruido. El diamante de Hadda había desaparecido. «Estúpido —se mofó la voz malvada—. Tienes sebo en lugar de sesos. Un día alguien te convencerá de que te tires por un acantilado». Furioso consigo mismo, lanzó manotazos al aire. «Idiota, idiota, idiota». Al girar en redondo vio que los cabreros lo observaban desde el interior de la taberna, y algo en el modo como se habían reunido en semicírculo para mirarlo, con los labios entreabiertos en muecas desagradables, mientras acariciaban con los dedos las puntas de los látigos, alteró su enojo. No eran traficantes de esclavos ni Manos de Toro. Eran hombres que pastoreaban cabras.
Los primeros aguijonazos de furia se removieron en su interior, y sintió cómo la piel de la espalda se tensaba y sus ojos se inyectaban en sangre. Aquella rabia incontrolada era mala, lo sabía, pero costaba recordar el motivo cuando la presión eliminaba todo pensamiento de la mente. Tenía que actuar. Hombres malintencionados habían robado el diamante de Hadda, hombres malintencionados que se burlaban.
Cuando se abalanzó hacia la puerta de la taberna, las expresiones socarronas de los cabreros vacilaron. El pastor ataviado con el gorro de vellón retrocedió. Crope reconoció el temor del hombre, pero no obtuvo ninguna satisfacción; la gente le había tenido miedo toda la vida.
Sentía el deseo de hacer retroceder a aquellos hombres hacia el fondo de la taberna y arrancarles el brazo que empuñaba el látigo a cada uno de ellos, pero una vieja advertencia taladró la bruma de su rabia. «Úsala. No dejes que ella te use». Era la voz de su señor, modulada y hermosa, tan tranquilizadora como agua que goteara en un estanque profundo. Su señor era el más sabio de los hombres. Se enojaba, también, pero raras veces permitía que aquella cólera lo dominara. Jamás habría asaltado una taberna si lo hubieran superado tanto en número. No; su señor habría aguardado el momento propicio, habría observado para golpear sólo cuando sus enemigos menos lo hubieran esperado y los habría cogido así desprevenidos.
Pensar en su señor despejó una zona de la mente de Crope. La furia incontenible ardía aún, y contraía sus músculos y hacía que se sintiera febril, pero entonces había una bolsa de aire. De improviso, su mirada fue a posarse en el poste de madera verde que apuntalaba los maderos chamuscados y podridos situados encima de la puerta. El poste era más alto que él, un trozo de abeto negro de quince años, de casi un metro de circunferencia y que rezumaba resina, y al contemplarlo Crope supo lo que debía hacer. Rodeó con los brazos la fina corteza gris y apretó con fuerza la madera contra el pecho. Los hombres del interior del local, comprendiendo cuáles eran sus intenciones, empezaron a chillar y a hacer restallar los látigos. El gigantón apenas notó el contacto del cuero sobre la piel. Era igual que el día en que había derribado el caballo: una vez que la furia ciega lo dominaba no podían detenerlo.
Buscó en lo más profundo de su ser, más allá de las cavernas de su corazón de cinco cavidades, en las profundidades de la sangre que parecía tan roja como la de cualquier hombre, pero que podía arder como combustible si se la encendía; descendió hasta la masa muscular donde el recuerdo de sus antepasados gigantes aguardaba a que lo despertaran. Un estremecimiento de energía cargó las enormes acumulaciones de músculo de los hombros y parte baja de la espalda, y los pulmones absorbieron aire suficiente para seis hombres. Los tendones se pusieron blancos por la tensión, y una docena de diminutos capilares se ahorquillaron en sus ojos. Alzó el poste hacia él mientras escuchaba el crujir de los inestables maderos; media tonelada de madera se movía como un cigüeñal bien engrasado en sus manos. Los hombres permanecían callados entonces, sin dejar de retroceder hacia la parte posterior, oscura y llena de humo, de la taberna, con los látigos colgando, fláccidos, a los costados. Hojuelas de materia quemada cayeron sobre la cabeza de Crope cuando arrancó de cuajo el poste del marco de la puerta.
El madero cayó al suelo con un fuerte chasquido, y todo el edificio se estremeció. Los tablones que enmarcaban la puerta, muy debilitados por el fuego y podridos luego por el agua, gimieron bajo el peso de la mampostería que soportaban. Un curioso zumbido, como el sonido del vuelo de una flecha, se fue elevando más y más, hasta que algo en las profundidades de la sillería se partió, y a continuación toda la pared delantera de la taberna empezó a desplomarse.
Crope no se quedó para contemplar la destrucción. Giró sobre los talones y volvió sobre sus pasos para abandonar la población. La perra macilenta con el ojo negro lo alcanzó por el camino, y después de que Crope intentara innumerables veces hacer que se marchara, el hombretón se dio por vencido y la bautizó como Pueblerina, y ambos se encaminaron hacia el este en dirección al refugio que ofrecían montañas y árboles.