Raif despertó con la sensación de que le goteaba agua helada sobre el rostro. Abrió los ojos y tardó un momento en darse cuenta de que había un hombre de pie, junto a él, que lentamente escurría gotas de agua de un trapo húmedo y retorcido. El hombre sonrió afablemente, y al hacerlo, exhibió unos pequeños perversos dientes en medio de un rostro moreno y carnoso. Yustaffa.
—Buenos días, arquero —saludó alegremente, a la vez que extraía más gotas al trapo—, no has pasado la prueba, ¿sabes? Si fueras un auténtico príncipe despertarías a la primera gota. —Con un concienzudo suspiro, retorció el trapo con todas sus fuerzas y envió un chorro de agua helada al rostro del muchacho—. Esperemos que lo hagas mejor en la segunda prueba del día.
Raif se sentó en el suelo, sacudiendo furiosamente la cabeza. La cueva del despeñadero estaba oscura y helada, y la parte que se abría al cielo mostraba un mundo todavía negro como la noche.
—No ha amanecido aún. Vete.
—¡Órdenes! —Yustaffa se estremeció teatralmente—. Y son de un maestro arquero, además. Tiemblo de miedo, ya lo creo.
—Soy un simple arquero, no un maestro.
Raif no supo por qué lo había dicho, pero el hombre gordo empezaba a enojarle. El joven tenía la camisa empapada, se sentía helado y cansado, y el dedo vendado le daba punzadas. Todavía notaba como si la punta y el nudillo que faltaban siguieran allí, y la visión de la cortedad del dedo, del espacio vacío donde debería haber habido carne y hueso, le hicieron sentir como si fuera a vomitar. Con un esfuerzo, obligó a su mente a pensar en otra cosa. Estiró las piernas y las movió para el entumecimiento de las extremidades.
—Muy bien, arquero a secas —repuso Yustaffa mientras buscaba un lugar en el que sentarse—; tal vez quieras contarme algo sobre tu persona, ya que nos encontramos con unos cuantos minutos de soledad.
Incapaz de hallar ningún lugar que no fuera roca pelada, el gordo visitante optó por desprenderse del cuello de piel de castor, hacer un ovillo con él y sentarse encima con las piernas cruzadas. Una leve expresión de desdeñoso malestar indicó a Raif lo que pensaba del entorno.
El muchacho se preguntó para qué habría venido, y recordando sus conversaciones con Mortinato, respondió:
—Lo haré a cambio de información.
—Vaya —el otro enarcó una ceja—, aprendes deprisa para ser un hombre de clan. Y yo que pensaba que estarías dispuesto a hacer un trueque por comida.
Extrajo un paquete blando del interior del abrigo de piel negra de castor y lo depositó en el suelo junto a sus pies; luego, con exagerada delicadeza, lo desenvolvió con las puntas de los dedos para dejar al descubierto rectángulos de pan ázimo recién horneado, tortas de harina de avena envueltas en tocino, un trozo triangular de queso blanco, tres cabezas de puerros cocidos con mantequilla y un pequeño puchero con tapa que entre los clanes recibía la denominación de reconstituyente debido a que contenía la cantidad justa de malta necesaria para reanimar a un hombre sin emborracharlo.
—Comida de clan. Tosca, pero curiosamente atractiva —dijo, y arrancó de un mordisco la cabeza de un puerro—. Bien, ¿dónde estábamos? Sí, información. ¿Y si empezáramos con tu nombre y clan?
Raif intentó no mirar la comida. No estaba dispuesto a conceder al otro la satisfacción de saber lo mucho que la deseaba.
—Ya conoces mi clan. Y mi nombre no es ningún secreto… Es Raif.
Yustaffa asintió mientras vertía un poco de malta en el tapón hueco.
—Orrl, sí. Sin embargo, no tienes ese aspecto. —Se bebió de un trago la malta y luego miró a Raif directamente a los ojos—. Mientras dispares como uno, supongo que no importa en realidad una cosa u otra.
—Lo hago. —Raif se obligó a devolverle la mirada sin un titubeo.
Yustaffa inclinó la cabeza en señal de reconocimiento de la seguridad que tenía el joven en sí mismo. Parecía satisfecho, y alzó el resto del licor en un brindis.
—Por Raif. Así comparta las emociones de tu vida, pero nunca los peligros. —Una vez más, repitió el ardid de engullir la bebida de golpe y luego volver bruscamente la mirada hacia Raif—. ¿Sabes que en mi país la palabra raif significa forastero?
Una gota de agua fría resbaló por la columna vertebral de Raif, que se esforzó por no reaccionar, aunque Yustaffa fue muy rápido y detectó algo en el rostro del joven que le hizo sonreír.
La grasa de las mejillas presionó contra los ojos del hombre.
—Ya veo que no has oído hablar de la leyenda de Azzia Riin Raif, el forastero procedente del sur que se pasó la vida buscando el cielo y se encontró con las puertas del infierno en su lugar. Es una historia triste, con un final triste, pero la mayoría de las historias de mi país son así. Somos una raza extraña, los mangali, pues preferimos llorar a reír.
Raif bajó la mirada hacia la comida; comprobó que entonces podía contemplarla sin deseo. Hacía diecisiete años que llevaba aquel nombre, y en algún punto en el fondo de la mente siempre había sabido que no provenía de un clan: nadie excepto él lo llevaba. No obstante… El forastero procedente del sur. Carecía de sentido, y se advirtió que debía desconfiar de lo que el hombre gordo decía. Los hombres lisiados no eran buenos amigos.
—¿Y si liquidas la deuda, Yustaffa? —inquirió de improviso—. Pregunta por pregunta.
El destello en los ojos de Yustaffa fue de complicidad.
—En mi país se considera el colmo de la buena educación trasladar el tema de conversación de uno mismo al invitado. —Agitó un brazo carnoso con sorprendente elegancia—. Así pues, por favor, adelante.
—¿Por qué realizar ese largo viaje desde el lejano sur para unirte a los hombres lisiados cuando estás completo?
La carcajada del hombre sonó aguda y tintineante.
—¿Yo? ¿Entero? Querido muchacho, me halagas.
El hombre gordo se incorporó de un saltito, agarrando el repulgo del abrigo de castor y de la túnica con las manos, y sin el menor miramiento, alzó ambas prendas hasta la cintura para dejar al descubierto las caderas. El pene estaba intacto, pero había una gruesa cicatriz blanca en el lugar donde en otro tiempo había estado el escroto.
Raif intentó no estremecerse mientras desviaba la mirada.
—Mi maestro de canto me mutiló cuando era un muchacho —explicó Yustaffa, dejando caer el abrigo y la túnica de seda—. Tuve la gran mala suerte de tener la voz de un ruiseñor, y la imperdonable debilidad de sentirme orgulloso de ello. Seguiría entero hoy si hubiera sido lo bastante humilde para no llamar la atención y bajar la voz. Pero como era un idiota, no pensé más que en los elogios y las recompensas… sin tener en cuenta el precio. ¡Oh!, me drogaron, desde luego, y desperté cuatro días después con un dolor terrible en la ingle y una ligereza insoportable en el lugar donde había tenido las pelotas. —Algo gélido y enfurecido endureció por un instante los músculos del rostro de Yustaffa, pero desapareció con la misma rapidez—. No volví a cantar jamás. Como venganza resultó una insignificancia, pero fue todo lo que se me ocurrió entonces; sólo tenía once años, al fin y al cabo. Más tarde pensé en más cosas.
Raif siguió la mirada de su interlocutor hasta el cinto de los pertrechos donde colgaban de sus vainas la quiebraespadas y una cimitarra curva.
—Me llamaron el Bailarín más tarde. ¿Sabes por qué? —Raif negó con la cabeza—. Porque cuando encontraron los cuerpos del maestro de canto y su cirujano estaban marcadas las huellas de los pies de un hombre en la sangre que rodeaba los cadáveres. A todos los que vieron las pisadas les dio la impresión de que el asesino había bailado sobre la sangre. Y lo había hecho. Ya lo creo que lo hice. Y mi único pesar es no haber bailado durante más tiempo y no haber acabado con más personas.
Era una advertencia, pues, aquel relato de Yustaffa. Raif se sintió mejor al saber el motivo que se ocultaba tras ella: un hombre que advertía a otro que no jugaran con él era algo que comprendía.
—A todos los que estamos aquí nos falta algo —siguió el hombre, agachándose para guardar la comida sobrante en la tela—. Tal vez no lo parezca, pero así es. A Traggis Topo le arrancó la nariz un habitante de Vor armado con una estaca capaz de perforar corazas, pero no es eso lo que lo convierte en un hombre lisiado. Sus cicatrices son más profundas. Harías bien en recordarlo, Azziah Riin Raif. Y a lo mejor la próxima vez que alguien tenga una deuda contigo no la malgastarás en preguntas estúpidas.
Raif asintió, aceptando la reprimenda. En realidad, no consideraba desperdiciada la pregunta, pero no pensaba discutir. Yustaffa era demasiado listo para ello.
En el exterior, el pedazo de cielo que se distinguía por encima de la cueva del despeñadero empezaba a pasar del negro al carbón de leña, y las estrellas desaparecían ya. El aire de la cueva era cambiante y molesto, y Raif detectó la sutil frescura del amanecer. Inquieto, se puso en pie y fue hacia la entrada de la gruta. El mismo espadachín corroído por las heladas que lo había conducido allí la noche anterior se encontraba en la entrada del túnel para impedir el paso al exterior. Al ver al muchacho, indicó el cielo con la cabeza.
—Será mejor que te prepares. Tendrás que presentarte ante Traggis dentro de poco.
Raif casi sonrió. «¿Prepararme?». No tenía ni arma ni coraza que preparar. Lo único que tenía que hacer era ponerse la capa y orinar.
—Te desearé todo lo mejor, entonces —dijo Yustaffa, irguiéndose—. He disfrutado tanto con nuestra pequeña conversación que creo que te daré un consejo gratis. A Tanjo Diez Flechas le encanta apostar. Apuesta por algo que quieras y si los dioses así lo desean lo obtendrás.
—¿Y si no lo desean?
Su visitante hizo chasquear la lengua mientras recorría el túnel y se alejaba de él.
—Y yo que esperaba marcharme dejando un buen recuerdo. Querido muchacho, si pierdes la competición, morirás. ¿No creerás realmente que Traggis permitiría que un forastero le mintiera en público y siguiera vivo? Traggis Topo es como si fuera un rey en la Falla, y el orgullo de un rey es algo terrible. Le has dicho que eres un cazador invernal, de modo que caza. Estaré observándote desde la primera fila, y estoy convencido de que te tranquilizará saber que estoy de tu parte. —Se dio la vuelta en la entrada de la cueva y le dedicó una solemne reverencia—. Hasta luego.
Raif no ofreció otra respuesta que pasarse una mano por el rostro. «¡Por los dioses! ¿Cómo se le había ocurrido contar a Traggis Topo todas aquellas mentiras?». La noche anterior había parecido una simple elección: muéstrate fuerte o muere; pero entonces pensaba diferente. El caudillo Bandido le había hecho tragar el anzuelo desde el principio. Traggis ganaría mucho con el espectáculo que iba a tener lugar ese día. Uniría a los hombres lisiados en el odio a un forastero y demostraría a Mortinato de una vez por todas quién era el jefe.
Apoyó todo el peso del cuerpo en la pared de la cueva y aspiró con fuerza. Resultaba difícil rechazar la idea de que ir a aquel lugar había sido un error.
«Cendra, ¿por qué me abandonaste?».
Cuando el espadachín con la nariz y las mejillas destrozadas por la congelación fue a buscarlo minutos más tarde, ya estaba preparado. Llevaba la capa Orrl sujeta a la garganta y había alisado y trenzado sus cabellos. Le habían dejado agua en un bebedero para ganado, y la había usado para beber hasta saciarse y humedecerse el rostro. Las aves cantaban ya; cacareaban y gorjeaban ante el aumento de luz. El cielo mostraba el color de las aguas profundas, y los rayos del sol que se elevaba ponían al descubierto los cristales de hielo que flotaban en el aire y los hacían centellear como peces diminutos.
En cuanto irguió la espalda tras abandonar la gruta, Raif estudió el viento. La corriente principal soplaba hacia el sur, de un modo regular y persistente, a una velocidad capaz de alzar la trenza de su espalda. No era nada raro allí. Eran las corrientes ascendentes que subían de la Falla las que le preocupaban; proporcionarían elevación a una flecha, pero a él le faltaba la experiencia necesaria para juzgarlas. Las notaba en aquellos instantes; empujaban el repulgo de la capa mientras el espadachín lo conducía por un desnudo saliente de roca. Extendió los dedos de la mano ilesa y dejó que el aire pasara a través de ellos. Las corrientes ascendentes eran unos cuantos grados más cálidas que el aire circundante y golpeaban con violencia; soplaban un momento para, a continuación, desaparecer por completo en un abrir y cerrar de ojos. Mientras observaba, una gaviota se elevó con ellas, aunque no tardó en tener que batir las alas con energía para poder mantener la altura al desaparecer la corriente cálida.
Raif hizo una mueca. Ballic el Rojo tenía nombres para vientos como aquel y todos eran maldiciones. Un terreno donde se encontraban corrientes de aire frío y caliente no era lugar apropiado para los disparos de un arquero.
—Ahí arriba —oyó decir a la voz ronca de su acompañante, que le mostró una escala de cuerda y caña que descendía desde la repisa situada sobre sus cabezas.
El hombre no tenía un pelo de tonto, y aguardó a que el joven iniciara el ascenso antes de poner él un pie en la escalera. Raif recordaba vagamente haber efectuado el descenso la noche anterior de camino a la cueva del despeñadero, pero había sido de noche y sin viento, y no se había dado cuenta de lo cerca que había estado de la Falla.
La enorme sima negra abierta en la tierra se mostraba a sus pies mientras escalaba, y aunque no la miraba, su mente no dejaba de jugar malas pasadas a los ojos. Le parecía ver la pared vertical, el modo como se hundía envuelta en sombras hasta un lugar en el que la tierra viva finalizaba y empezaba el núcleo fundido. Bolsas de niebla flotaban a manera de estanques verticales en las perforadas hendiduras de las laderas, y de algún lugar abismal sumido en un silencio profundo, de las grietas más antiguas e inaccesibles, surgía vapor. El olor a azufre y ceniza se elevó hasta la nariz de Raif, donde se abrió paso a través de sangre y membranas para penetrar en el cerebro. El muchacho aflojó la mano que sujetaba el peldaño de caña. «Azziah Riin Raif… se pasó la vida buscando el cielo y se encontró con las puertas del infierno en su lugar».
Parpadeando como si acabara de despertar de un sueño, Raif obligó a la mano a permanecer bien cerrada alrededor del peldaño. Había completado dos tercios de la ascensión, pero descubrió que no recordaba haberlo hecho. Un punto del dedo partido se había soltado y un líquido transparente supuraba a través del amarillento vendaje hasta la membrana de piel que unía los dedos; pero él hizo caso omiso del dolor mientras finalizaba la escalada.
En cuanto se aupó a la repisa, distinguió los restos humeantes de la hoguera de la noche anterior delante de él. El círculo de tierra que rodeaba la fogata estaba ennegrecido por la brea, y unos niños pequeños pasaban corriendo a toda velocidad por encima de los maderos todavía calientes, en un juego de desafíos. Una de las criaturas, una niña de ojos castaños con una aureola de cabellos encrespados, encontró un pedazo de carne carbonizada entre los rescoldos y, tras aquella especie de miradas furtivas que eran la idea que un niño tenía del sigilo, lo introdujo bajo la túnica y huyó a toda prisa.
Raif echó una ojeada a la laberíntica ciudad mientras aguarda a que su guía llegara a lo alto del saliente. «A Effie le habría encantado esto». Toda la pared del farallón estaba minada de cuevas; algunas de las cámaras estaban cerradas con telas impermeables o biombos de caña, pero la mayoría las habían dejado abiertas al viento. Las viviendas inferiores parecían tener un uso continuo, con las repisas cubiertas de desperdicios y ennegrecidas por innumerables hogueras. Muchas de las cuevas situadas más arriba estaban selladas con enormes peñascos, y muchas más se habían derrumbado. Raif se preguntó cuánto tiempo se había necesitado para crear aquel lugar; sin duda, había requerido una especie de inspirada locura construir una ciudad en el borde de un abismo.
El desfigurado espadachín siguió la dirección de la mirada del joven.
—Nadie vive en las alturas desde que la cara este se desplomó —indicó señalando las terrazas combadas y retorcidas de la zona de la ciudad situada más al este—. Perdimos a doscientos ese día.
Raif asintió despacio. Le habría gustado preguntar cuántos eran en aquel momento, pues resultaba imposible calcular el número de hombres lisiados que vivían allí, pero se dijo que sus posibilidades de obtener una respuesta eran escasas. Mortinato le había advertido que jamás se obtenía nada de un hombre lisiado a menos que se le diera algo primero.
En silencio, atravesaron la repisa principal de la ciudad, en dirección a una escalera de piedra que conducía al nivel situado por encima. Raif se dio cuenta de que muchas miradas estaban fijas en él mientras andaba. Hombres ancianos lo contemplaban desde las sombras; guerreros curtidos abandonaban sus cuevas para mirarlo de forma desafiante, y grupos de mujeres de aspecto cansado hacían una pausa ante sus fogatas a su paso. Cuando llegó a la escalera había reunido ya un buen séquito: niños en su mayoría, un grupo de muchachos de expresión hosca que hacían saltar piedras en las manos y un puñado de jovencitas que encontraban divertido adelantarse corriendo y darle un golpecito con el dedo para luego salir huyendo.
Puesto que entonces le cubría las espaldas un grupo de gente de considerable tamaño, el espadachín juzgó seguro ponerse a la cabeza para ascender por los sinuosos peldaños. Raif lo siguió, y en su ascensión en zigzag por la ladera del farallón, pudo disfrutar de un espectacular panorama de la Falla. Los pájaros descendían en picado a casi doscientos metros por debajo de él. Los montículos morados de las colinas de Cobre centelleaban en el horizonte bajo un cielo que el amanecer pintaba de rosa: los territorios de los clanes. Resultaba curioso que se encontrara tan cerca de ellos y, sin embargo, se sintiera mucho más lejos de lo que se había sentido en el territorio de los tramperos de los hielos. Probablemente, la Falla tenía unos setecientos pasos de anchura en su punto más amplio; no obstante, era como si se tratara de mil leguas, a juzgar por el modo tan contundente con que la grieta abierta en el continente separaba los clanes de las Tierras Yermas en aquel lugar.
El clan Desaparecido se hallaba justo al sur; lo que quedaba de él. El territorio del clan lo habían reclamado los Dhoone, una reclamación que habían impugnado el clan Bludd y el clan del Pozo en la guerra de los Tres Clanes. Raif no estaba seguro de cómo estaban las fronteras en aquellos momentos, pero Tem le había contado en una ocasión que ningún clan que reclamara el territorio del extinto clan Alborada lograba la menor satisfacción de él. Ni de los terrenos ni de los bosques que rodeaban la arrasada casa comunal se obtenían cosechas o caza.
Raif se llevó la mano a la garganta y acarició el amuleto. Ningún miembro de un clan podía mencionar el clan Alborada —ni siquiera mentalmente— sin mostrar el debido respeto.
—Aparta la mano del amuleto.
Raif alzó los ojos al oír la voz y vio a Mortinato que lo esperaba en lo alto de la escalera. El hombre lisiado parecía haber descansado bien, y había cambiado sus ropas de viaje por pieles curtidas ribeteadas con piel de rata y un kilt de piel de rata y mapache. La espada del apóstata pendía de su cintura, y a juzgar por el brillo de la cruz de la empuñadura, habían lijado y habían pulido el arma con suma pericia. Incluso se había vuelto a montar la empuñadura y habían reemplazado el pedazo de áspera piel de foca que Raif había colocado a su alrededor por cuero engrasado y entrecruzado. Al ver el espléndido trabajo realizado en la empuñadura, Raif pensó que le gustaría volver a tener la espada. En aquellos instantes, cualquier arma habría sido un alivio.
Los hombres lisiados se habían reunido en gran número para contemplar el torneo. El Estrato Superior era una inmensa repisa de roca de un color verde pálido que se extendía desde el oeste de la ciudad hasta las terrazas desplomadas del este, y sobresalía casi diez metros de la pared del despeñadero. La gente reunida era el doble de la que había habido la noche anterior, y su número seguía aumentando a medida que más hombres se descolgaban mediante cuerdas y montacargas, y cruzaban puentes oscilantes para unirse al grupo. La vía central de la repisa estaba libre de personas, y habían dispuesto una serie de colmenas de madera del tamaño de un hombre a lo largo de la faja de terreno a diferentes distancias. Blancos. Raif obligó a su mirada a apartarse de ellos sin mostrar ninguna reacción. Un poco por detrás de los blancos y más cerca de la pared del farallón, un segundo grupo más pequeño se había reunido alrededor de una hoguera bien cargada. Un cerdo entero —con hocico, manos y todo lo demás— estaba ensartado por encima de las llamas.
Iba a ser un festival, pues. Y él sería el centro del espectáculo.
—He dicho que apartes la mano del amuleto. No despertarás el menor afecto en ellos recordándoles que perteneces a un clan y ellos no.
Raif obedeció la siseada orden del otro, pero no antes de que unos cuantos ojos penetrantes situados entre la multitud hubieran visto el ennegrecido pedazo de hueso de ave que era su amuleto del cuervo.
El desfigurado espadachín empezó a conducir al muchacho al frente, pero Mortinato alargó un fornido antebrazo para detenerlo.
—Yo me haré cargo a partir de aquí, Wex.
Sin aguardar a que el otro diera su consentimiento, Mortinato apartó a Raif de la escalera y lo llevó hacia la faja de terreno despejado donde aguardaba un grupo reducido de hombres.
—Bien —dijo en cuanto él y Raif estuvieron fuera del alcance de otro oído—, esto no será agradable. Tanjo es el mejor arquero de todos nosotros, pero es arrogante y por ello susceptible de subestimar a un oponente. Intenta no parecer una amenaza si puedes, que piense que no tiene que esforzarse mucho para derrotarte —dirigió al muchacho una veloz mirada evaluadora—. Probablemente es tu mejor posibilidad.
Raif no se sintió precisamente animado ante aquella declaración, pero Mortinato lo miraba con expectación y, por lo tanto, asintió.
—Y otra cosa —Mortinato bajó la voz, pues se acercaban al grupo que los esperaba—. Se te permitirá elegir arco. Escoge con cuidado, pues ese bastardo grasiento de Yustaffa los ha dispuesto. Y lo único que tienes que saber sobre él es que sería capaz de ponerle la zancadilla a su propia madre si creyera que podía salir impune. —El hombre lisiado empezó a apartarse de él—. Dispara con precisión, y tal vez la mano de los Dioses de la Piedra te guiará desde el otro lado de la Falla.
Raif se estremeció. No le gustaba la idea del contacto con ningún dios.
—¡Ahh! Aquí está, Raif Doce Piezas. ¿Es este hombre un guerrero invernal como declara o sólo un impostor de lengua rápida y sin arco? —Yustaffa, de nuevo resplandeciente, vestido con una túnica de cuero color bronce en la que se intercalaban recuadros de lana teñida de color azafrán, anunció así la llegada de Raif a los reunidos—. Únicamente la prueba de las flechas lo revelará. Una flecha no miente. Un arco se rompe si lo doblan demasiado. Si nuestro visitante es sincero, entonces hallaremos la prueba en la distancia entre sus flechas y la diana. Si miente, que se hunda en la Falla.
La multitud murmuró con impaciencia mientras Raif pasaba entre ella. Todos iban vestidos con una curiosa mezcolanza de pieles curtidas, armamentos de factura extranjera y atavíos de ciudad. Los hombres lucían corazas hechas con piezas desemparejadas: medios mitones de madera; grebas articuladas de acero; cotas de mallas hechas con asta o con aros de metal; cascos redondos; corazas de metal y de cuero hervido; capotes de conchas y hueso. Un hombre se cubría con una fantástica capa de púas con capucha que tintineaba al ondular bajo la brisa; algunas mujeres también lucían corazas, pero la mayoría llevaban pieles o prendas de cuero sobre las raídas faldas de lana. Los trueques con ropas femeninas no debían de ser muy frecuentes.
Una vieja bruja de pechos caídos situada cerca de la primera fila lo abucheó. Raif hizo caso omiso, pero su atención se vio atraída por la joven junto a la que estaba la anciana. La muchacha estaba a punto de dar a luz y tenía una placa de pizarra sujeta sobre el vientre, para presionar el bulto que era su hijo nonato. Una manera de retrasar el parto. Raif se estremeció. Había oído hablar de la práctica de retrasar el desarrollo de un niño nonato colocando peso sobre el feto, pero jamás había pensado que llegaría a verlo hasta aquel momento. Los clanes lo habían hecho una vez, se decía, durante la Gran Colonización, cuando ninguna madre quería traer al mundo a una criatura mientras se libraban las guerras de Adjudicación.
La mujer lo maldijo al pasar, y Raif aceptó sus palabras sin reaccionar: no sabía qué otra cosa hacer.
Yustaffa sonrió alegremente mientras el muchacho se aproximaba a la zona despejada.
—Espero que te guste el nombre —le confió—. Se me ocurrió a mí. Un número mayor que el de Tanjo; seguro que eso lo sacará de quicio.
Raif fingió no oírle. Algo cambiaba ya en su interior, en respuesta a la hostilidad de la muchedumbre y al desafío que iba a tener lugar; no estaba dispuesto a dejar que aquella gente le afectara.
Manteniéndose un poco apartada, cerca de la gente pero a la vez algo separada, estaba la menuda figura oscura de Traggis Topo. A la luz del día, Raif distinguió con claridad los agujeros perforados en la nariz de madera. El caudillo Bandido observaba los acontecimientos en silencio, manteniéndose extrañamente quieto, sin efectuar otros movimientos que los necesarios para respirar y ver. Todos sentían su presencia —Raif estaba seguro de ello—, pues los hombres lisiados parecían girar a su alrededor como una rueda alrededor del eje. Traggis fue consciente de la atención del muchacho en el mismo instante en que la mirada de este giraba hacia él, y se la devolvió con tal fuerza que Raif casi retrocedió. Por un instante, supo cómo sería un ataque por parte de Traggis Topo y vio sangre chorreando de su nariz y ojos bajo la deslumbrante velocidad del primer golpe del caudillo Bandido.
De improviso, la muchedumbre prorrumpió en aclamaciones, y la imagen desapareció. Raif deseó no volver a contemplarla jamás.
—¡Aquí viene! —proclamó Yustaffa en una voz modulada para elevarse por encima del ruido de la gente—, el mejor arquero que jamás ha disparado una flecha en la Falla, en una ocasión escudo del emperador de Sankang al otro lado del mar Impío, el más joven de todos los hombres que jamás consiguieron enviar una flecha a través del Ojo del monte Somi, el hombre que abatió a doscientos en el campo de batalla del Yak Azul, arquero asesino de Isalora Mokko, la Furcia Rutilante, y el primero en derramar la sangre del Gran Lobo Gris de la Falla: ¡Tanjo Diez Flechas!
Los hombres lisiados vociferaron. La muchedumbre se partió en dos para dejar paso al arquero, y Tanjo Diez Flechas penetró en la zona despejada.