CAPÍTULO VIII

 

Norton avanzó corriendo hacia donde estaba el centinela, el revólver a punto para hacer fuego.

Unos metros más allá, Meison, apuntando con el arma, esperaba el momento decisivo.

El sujeto que estaba junto a la cabaña levantó el rifle, lo montó con un movimiento rápido, asestándolo sobre el llanero, que corría. Meison disparó entonces.

Vio sólo que el centinela dejaba caer el rifle, se tambaleaba, como si fuera a desplomarse de un momento a otro. Y corrió también rectamente hacia la vivienda.

La distancia que los había separado de ella era corta. Por esta razón cuando la puerta abrióse de repente, Norton disparó contra quien lo había hecho, viéndolo saltar hacia atrás. Y ambos penetraron en tromba en la cabaña, disparando sin cesar los 45.

Dos hombres más rodaron por el suelo. El tercero y el cuarto, éste herido ligeramente, alzaron las manos, rindiéndose.

Ni siquiera Norton y Meison pudieron darse cuenta del suicidio que habían cometido. Porque su manera de actuar era suicida. De haber estado los cinco hombres alerta, ninguno de los dos habría podido llegar siquiera a las paredes de la vivienda.

— ¡Atrás! —ordenó el llanero. Tenía una expresión diabólica en su rostro amoratado por el frío. Meison, no esperando a que obedecieran esta orden, avanzó sobre ellos y los desarmó.

Se dieron cuenta del terror que dominaba a los dos rufianes.

El herido apretaba la mano derecha en el hombro izquierdo, alcanzado por un certero impacto, y de cuya herida manaba la sangre en abundancia.

—Jeffrey —exclamó Norton—. ¿Dónde está?

Los dos parecieron titubear.

— ¡Aprisa! —gritó Meison—. ¡Hablad de una vez u os enciendo el pelo!

Y levantó el cañón del revólver, con gesto amenazador.

—Se fue —repuso el que estaba ileso.

— ¿Adónde?

—A las montañas.

— ¡Mientes!

— ¡Digo la verdad!

—Ir a las montañas con este tiempo es una temeridad.

— ¡Déjamelo a mí! —rezongó Meison—. Haré que no vuelva a mentir de nuevo.

— ¡Responde! —fue la respuesta de Norton.

—Dice la verdad —repuso el herido—. ¡Se fueron!

— ¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Diez o doce horas.

— ¿Y cuántos eran?

—Tres.

— ¿Dónde está la mujer que sacásteis de Cheyenne?

—Sólo Jeffrey lo sabe.

Norton dejó de amenazarlos. Avanzó hacia uno de ellos, lo empuñó fuertemente por el cuello de la camisa.

—Vas a decirme ahora mismo adonde ha ido ese granuja y dónde puedo encontrarlo. ¡Si no lo haces!...

—“Lince Rojo” lo esperaba.

— ¿Dónde tiene el campamento “Lince Rojo”?

—En “The Snake Canyon”.

— ¿Conoces ese lugar, Meison?

—Creo que sí. Pero tardaríamos una noche entera en llegar.

—Hay caballos de refresco.

—Quizá podamos ganar tiempo así.

Meison retrocedió hacia la puerta. No había soltado el revólver. Con él en la diestra, seguía amenazando a sus enemigos. Norton salió el primero y antes de que el trampero cerrara la puerta de la cabaña, encaróse con los dos hombres, diciendo:

—No podréis salir de aquí hasta mañana, porque vamos a llevarnos vuestros caballos. Y si fuerais un poco más inteligentes, diríais adiós a Jeffrey. El imperio que Jeffrey ha querido levantar en ésta tierra está a punto de derrumbarse y con él pagará sus crímenes.

Y cerró por fuera.

Emplearon poco tiempo en apoderarse de los corceles de los bandidos.

Meison, conocedor del terreno, marcó la ruta.

Los dos jinetes avanzaron penosamente primero, con mayor rapidez después aun cuando habituarse al frío, a la terrible inclemencia del tiempo, suponía una prueba terrible y peligrosa.

La nevada no aumentaba, pero persistía. El aire, fuerte, sesgado, arrastraba las partículas de hielo que casi cegaban a los dos hombres.

Norton se dio cuenta de la maravillosa maestría de aquel hombre para orientarse en medio de la noche.

Buscó los mejores caminos hasta que le fue posible.

Luego, cuando no hubo más remedio, avanzó por las pendientes estrechas, salvando los desfiladeros y las quebradas. Pero siempre sabiendo lo que estaba haciendo, siempre con una seguridad impresionante.

Cerca del amanecer habían logrado llegar a las vertientes de los Laramie.

Las imponentes montañas, nevadas, cubiertas de espesos bosques en algunos puntos de las laderas, formaban una compacta muralla casi insalvable.

Meison no había pronunciado palabra en todo aquel tiempo.

Tampoco Norton quiso apartarlo de sus pensamientos, de los planes que debía haber imaginado.

Sólo cuando la luz del alba comenzó a perfilarse, cuando la tormenta de nieve parecía descender en intensidad, se detuvieron.

El viejo trampero señaló hacia la parte baja de las progresivas ondulaciones del terreno. Norton columbró el camino que Meison le marcaba. Y oyó su voz, que decía:

—Son senderos que recorrí hace tiempo, muchacho. Conducen a un sistema de “cañones” y desfiladeros escabrosos, a través de los cuales penetran las aguas de uno de los afluentes más importantes del North Platte River. Y en esos desfiladeros está el “The Snake Canyon” de “Lince Rojo”.

—Debemos actuar sin que nos vean.

—Haremos cuanto esté de nuestra parte, pero quizá sea demasiado difícil conseguirlo.

—Nadie nos espera.

—Los indios no se duermen sobre los laureles. Saben que en cualquier momento las tropas del Gobierno pueden llegar. Y cuando los soldados de la Unión se presentan, es difícil contenerlos.

— ¿Crees que Emma estará ahí?

—Lo creo.

— ¿Entre los “sioux”?

—Quizá. Y quiero darte un consejo, Norton.

— ¿Cuál?

—Decisión.

—Sabré tenerla.

—Si en cualquier momento titubeas, porque sientas repugnancia al matar a un enemigo, ese mismo titubeo será mortal. Debes tener presente dos cosas.

— ¿La primera?

—Que son más que nosotros. La segunda, que no tendrán piedad de ti si logran ponerte la mano encima.

—Todo eso lo había calculado ya. ¿Vamos?

—No seas tan impulsivo, llanero. Los indios vigilan. Aun cuando llueva o nieve, aun cuando el calor sea tan tórrido como las mismas entrañas del infierno, los pieles rojas jamás dejan de vigilar los caminos. Y hay una posibilidad de que salgamos con bien de esta aventura: llegar hasta ellos sin que nos vean.

—Una vez lo hicimos.

—Sabía que ibas a responderme eso. Aquella vez, Norton, fue fácil. Acababan de llegar de una de sus grandes correrías. Los guerreros estaban cansados, muchos de ellos enfermos y heridos. Pero ahora llevan descansando en esos agujeros mucho tiempo. Tienen sed y ansias de pelea. Y si nos echan la vista encima, te prometo que harán cinchas para sus caballos de nuestro cuero.

Observó la sonrisa de Meison, que dijo al instante:

—Mata si quieres vivir, amigo. Debes comprender el Oeste de una manera distinta. Dispara primero y pregunta después; clava tu cuchillo antes de que el de ellos encuentre tu cuerpo como vaina. Sólo así vivirás lo suficiente para contar a tus nietos, cuando los tengas, estas aventuras.

Sonrió, casi alegre, espoleando al caballo.

Mucho tiempo siguieron andando, silenciosos de nuevo, a veces al paso corto de los animales.

Las murallas rocosas lo detuvieron.

Meison halló un lugar apropiado para esconder a los caballos.

—Al otro lado comienza ese “cañón”.

—Iremos juntos, ¿verdad?

—Iremos juntos hasta que sea imposible continuar.

— ¿Entonces?

—Cada cual tomará un camino.

— ¡De acuerdo!

El día presentábase plomizo, triste, cubierto de una capa blanca y espesa el firmamento. El aire, aun cuando había amainado mucho, cortaba, frío como el mismo hielo que se había formado en las sendas estrechas entre las rocas.

Llevaban media hora avanzando.

Meison hizo una indicación.

Nick miró hacia adelante.

Algo se movía allá arriba, en una especie de plataforma roquiza.

—Un indio —comentó el llanero.

—Hay más al otro lado.

— ¿Los ves tú, Meison?

— ¡Fíjate allí!

Dirigió la mirada en aquella otra dirección.

Otros dos “sioux” montaban la guardia, sin soltar un solo instante la carabina del Ejército.

—Están alerta —dijo Meison.

—En Cheyenne sabían que iban por el sendero de la guerra otra vez.

—Quizá “Lince Rojo” considere que ha llegado el momento de actuar.

—Durante el invierno, es una temeridad atacar.

—Para una tribu entera, que lleva consigo mujeres, niños y ancianos, sí. Pero no para un grupo armado, capaz de realizar los desplazamientos con rapidez asombrosa. Ellos pueden atacar y retirarse en un mismo día, aun cuando una tempestad de nieve los sorprenda. Y saben que las tropas se han retirado muchas millas hacia el Este.

Volvió a mirar de nuevo.

—Ese es nuestro sendero —indicó.

Norton guardó silencio.

Ahora avanzaban con gran cautela.

Muchas veces, en las dos horas restantes, hubieron de detenerse. Meison mostró entonces la situación del “cañón” que buscaban. “Lince Rojo” había levantado las tiendas en su centro. No eran muchas, aun cuando se las veía apiñadas.

De repente, tres hombres aparecieron frente a ellos.

Norton sólo tuvo tiempo de tirar del brazo de su camarada y ocultarse ambos en un saliente de las rocas.

Eran indios.

Estaban tan cerca, que parecía imposible que no los hubieran descubierto. Ambos contuvieron la respiración. Meison sacó el cuchillo de monte y Norton imitó su ejemplo.

Y cuando los tres indios estuvieron a su altura, saltaron como tigres sobre ellos.

Los dos primeros cayeron al suelo acribillados. El segundo de Norton trató de lanzar un grito. Pero la hoja del cuchillo de monte lo dejó mudo para siempre.

Todo sucedió en unos segundos.

Los dos amigos se miraron.

Estaban pálidos, dominados por una impresión profunda.

—Vamos —ordenó Meison.

Y avanzaron de nuevo.

Pegados a las altas rocas, siguieron caminando.

Meison señaló entonces algo al sur del campamento.

Era una cabaña.

—Deben estar allí, muchacho. Iré a echar un vistazo.

— ¡Un momento, Meison! ¡Este es un asunto mío!

— ¿Tuyo? Echemos suerte.

Sacó una moneda de plata, que lanzó en alto, para tomarla al vuelo.

— ¡Cara! —dijo.

Pero la suerte fue adversa.

—Está bien. Te has salido con la tuya. Sin embargo, quiero que sepas una cosa. Si logras encontrar a esa muchacha, huye hacia los caballos y espérame en Casper City. No te preocupes de mí.

—Si salvo a esa mujer, ¿qué tienes tú que hacer aquí?

—Tengo que ver a Jeffrey. He jurado que hoy no se escapará si está en este campamento.

—Caerá alguna vez. ¡Déjalo en paz ahora!

—No podría vivir tranquilo. Sabemos por qué lo busco. Y es necesario que lo encuentre.

—Entonces mejor será que nos despidamos.

—Hasta pronto.

—Hasta nunca. Meison. Ellos te matarán.

En el rostro del trampero hubo una sonrisa extraña.

— ¡Suerte! —dijo. Y se alejó lentamente, siguiendo una dirección envolvente a la cabaña.

Norton no tardó en quedarse sólo. Cruzar por entre aquellas rocas, sin ser visto por los guerreros indios, parecía un milagro imposible de realizarse. Sin embargo, avanzó cautelosamente, decidido, con el Colt en la diestra y el cuchillo de monte en la siniestra.

Así llegó a una distancia regular de la vivienda. Vio, de pronto, a un hombre salir de ella. No era un piel roja. Llevaba en la mano derecha un rifle de aguja, de las mismas características de los que usaban los cazadores de búfalos en las llanuras centrales del Oeste Medio.

Lo reconoció en el acto:

— ¡Watson! —murmuró. Y se corrió un poco a la derecha, siempre bordeando el campamento indio, unos doscientos pasos más en el centro del profundo y bien defendido desfiladero.

Watson caminó con paso lento primero, después apretó el paso, para cruzar a escasa distancia de donde Norton se hallaba. De pronto se volvió. Su acción defensiva fue tarda, demasiado tarda para evitar que Norton, cayendo sobre él, lo derribara en el suelo, poniendo en su garganta la hoja de acero del cuchillo de monte.

— ¿Dónde está Jeffrey? —preguntó—. ¡Pronto!

— ¡Está con “Lince...Rojo”!

— ¿Y la mujer?

— ¡Ahí!

— ¿Sola?

Negó con la cabeza.

— ¿Quién más con ella?

—Harrison.

Un golpe con la .culata del Colt puso fuera de combate a Watson. Norton alzóse entonces, corrió hacia la entrada de la vivienda y empujó la puerta. Una voz, desde dentro, preguntó:

— ¿Eres tú, Jeffrey?

Pero al no obtener respuesta, el bandido se volvió casi de un salto.

Norton disparó por dos veces el revólver.

Tom Harrison lanzó un rugido de dolor y cayó de bruces en el suelo, tratando de apoyarse antes con la mesa que ocupaba el centro de la cabaña. Pero un tercer disparo lo abatió sin remisión.

Nick casi no oyó el grito de alegría y de sorpresa de ella. Volvió sobre los pasos. Los disparos de su revólver debían haber llamado la atención de los del campamento. Vio a los indios moverse de un lado para otro, empuñar las armas y avanzar.

Y corrió entonces hacia ella.

Emma estaba de pie, hacia el lado opuesto de la cabaña.

— ¡Sígame! —ordenó el llanero: Pero se detuvo al instante.

Los indios avanzaban. Estaban tan cerca, que parecía imposible abandonar aquella vivienda, sin exponerse a caer heridos bajo los disparos de sus armas.

Entonces Norton miró a su alrededor, buscando otra salida. Pero sus ojos sólo descubrieron algo que llamó su atención poderosamente.

Una caja de madera, adosada en un extremo de la cabaña, contenía varios cartuchos de dinamita Había oído decir a las gentes de Jeffrey y aún en el mismo Cheyenne, que en muchas ocasiones, valiéndose de dinamita, los blancos renegados al servicio de los indios habían detenido el avance de los soldados de la Unión, cortándoles el paso en los desfiladeros. Y Jeffrey había sabido hacerse con un número de ellos suficientes en potencia para derribar parte de la enorme montaña.

No se detuvo a considerar las cosas.

Rápidamente extrajo uno de aquellos cartuchos. La mecha pendía de él. Y la encendió.

Ordenó a Emma que se ocultara en el extremo de la cabaña. Casi al momento, llegó a la puerta. Miró. Los indios estaban muy cerca y avanzaban cautelosamente.

Todavía tuvo valor, fuerza de voluntad, para esperar. Y con gran potencia, cuando lo consideró oportuno, lanzó el cartucho por encima de la cabeza de los guerreros.

La explosión desmanteló en parte la cabaña.

Un griterío ensordecedor dominó el ambiente y una espesa cortina de polvo ocultó los objetos a la vista del llanero. Sin embargo, casi tropezando con algunas vigas derribadas, empuñó a Emma por un brazo y la obligó a salir al exterior.

Y avanzó corriendo por el estrecho pasillo entre las rocas.

Previamente había ocultado en sus bolsillos un par de cartuchos que esperaba poder utilizar en caso necesario.

Desde lo alto de las rocas le hicieron algunos disparos. Y pasados los primeros instantes de terror, la gente de “Lince Rojo” lanzóse en su seguimiento.

Emma corría al paso que el llanero. Estaba tan pálida y asustada, que Norton creyó que no iba a resistir aquella prueba. Pero se dio cuenta de que era valerosa y resistente.

Miró hacia atrás.

Los caballos estaban lejos y los “sioux” demasiado cerca.

— ¡Corra! —ordenó—. ¡A toda prisa!

Y encendió otro de los cartuchos, arrojándolo en el suelo. Luego, sin detenerse, avanzó de nuevo.

La violencia de la explosión casi lo derribó. Pero cuando el humo y el polvo se hubo disipado. Norton vio que parte del paso rocoso estaba obstruido y que de los indios no se veía ni rastro. Tomó entonces el último cartucho e hizo la misma operación.

Aquel tardó más tiempo en estallar. Cuando se oyó el estampido, estaba fuera de sus efectos, cerca de los caballos, y Emma por delante.

Pensó entonces en Meison.

Le hubiera gustado volverse.

Pero comprendió que debía seguir sus órdenes. Y ayudó a la muchacha a montar, para ponerse ambos en movimiento, buscando la salida de los desfiladeros hacia la llanura.

 

* * *

 

Por espacio de cuatro días, Norton y Emma permanecieron en Casper. Sabían que en aquel lugar, mientras Jeffrey viviera, no estaban seguros ni un momento.

Pero Norton no quiso abandonar el pueblo. Tenía la impresión de que Meison era demasiado valiente y seguro para morir, para ser cazado por una cuadrilla de indeseables.

Y esperó.

El atardecer del cuarto día le trajo una gran alegría.

Meison regresaba.

El aspecto del jinete era extraño, difícil casi de comprender. Tenía las ropas desgarradas, sucio de barro y de tierra, manchadas de sangre, y algunas heridas en el cuerpo.

Llevaba entre las manos una cartera de piel.

Norton la reconoció al momento. Era la cartera que un día Tombstone utilizó para guardar el dinero y los documentos que destinaba a la muchacha.

Faltaba en ella parte de la cantidad, pero los papeles estaban intactos.

Meison permaneció a su lado una semana. Cuando llegó el momento de abandonar Casper, Norton le hizo una proposición. Hasta aquel momento, el trampero había permanecido silencioso en cuanto a su aventura en el “The Snake Canyon”. Y declaró al fin lo ocurrido. “Lince Rojo” había muerto con medio centenar de sus guerreros, al despeñarse el pasillo que conducía al campamento salvaje, por efectos de la explosión de la dinamita. Y él había ahorcado a Jeffrey cuando intentaba huir del campamento indio, teniendo que batirse después con los últimos restos de la fuerza del gran jefe de los “sioux”.

Ahora, sin una misión concreta que seguir, titubeaba. Pero aceptó la propuesta de Norton.

—Iré con vosotros —dijo—. Quizá sea la única manera de hacer algo importante en este mundo. Trabajaremos hasta el límite de nuestras fuerzas, Norton. Y dentro de poco, ese será el mejor rancho de todo el territorio. He cumplido mi misión. También tú la tuya. Ahora hagamos que esa muchacha se sienta feliz como nosotros.

—Tombstone me lo pidió —repuso Norton—. Debo obedecer la voluntad de aquel amigo.

—Y yo os agradezco lo que hacéis. Sólo quisiera poder pagaros algún día este sacrificio. Y quiero, desde este momento, que ese rancho y ese ganado sea de los tres. Así también lo hubiera deseado mi padre.

Unos meses más tarde Emma y Nick, se casaron. Pero la unión con Meison, continuó.

 

 

 

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