CAPÍTULO II
Con una rodilla en tierra, el llanero esperó.
Los tres jinetes indios que tenía ante sí, a un cuarto de milla de distancia, avanzaban cautelosamente. Cada uno de ellos, además del “tomahawk” pendiente del cinto, esgrimían en la mano diestra una carabina del ejército.
Y, a través del cinturón de piel de gamo, podía apreciarse la empuñadura de un cuchillo de monte.
Desde aquel lugar, Norton comprendió que era imposible acertarles con el revólver. La bala nunca podría llegar a su destino y no haría más que llamar la atención de los jinetes.
Comprendió la gravedad de su situación.
Los pieles rojas eran, por naturaleza, grandes seguidores de pistas. Y en todos sus movimientos se adivinaba que seguían ahora el rastro de un enemigo.
Norton retrocedió algunos pasos. Cruzó un trozo de terreno, hacia el otro lado del curso del Niobrara y se hundió entre la maleza.
Por espacio de algún tiempo avanzó cautelosamente.
Cuando se detenía, sus ojos buscaban las figuras, inmóviles sobre los “mustang”, de los “sioux”.
Habían vuelto a encontrar su rastro.
No era necesario poner en duda la enorme pericia de aquellos hombres experimentados. Ellos sabían cuando la huella había quedado impresa sobre el húmedo terreno, el tiempo transcurrido desde su llegada y el paso del fugitivo por aquel lugar.
Y esto le hizo caminar más rápidamente.
Aun cuando la herida le molestaba bastante, sentíase mucho más animado. Caminaba con presteza. Buscaba, en su avance, los lugares en que el terreno accidentado podía serle beneficioso.
Pero estaba seguro de que los indios lo alcanzarían.
Por esta razón especial, Norton no se apartó un sólo momento de la orilla del Niobrara. En cualquier momento podía hundirse en las depresiones de aquel terreno, incluso apoyarse en él para efectuar una defensa eficaz y cerrada.
Por otra parte, los caballos que aquellos indios llevaban eran resistentes. Hubiera dado diez años de vida por poseer uno sólo.
Durante mucho tiempo avanzó.
Los pieles rojas, imperturbables, continuaban el avance. Era evidente que, sin esforzarse, habían ganado terreno en aquellas horas y estaban tan cerca, que Norton comprendió que lo alcanzarían antes de que llegara el atardecer.
Muchas veces, sobre la cresta de una loma cubierta de arbustos y de árboles, espió sus movimientos. Y halló la terrible verdad de que sus enemigos seguían, sin apartarse un ápice, la misma ruta que él había llevado hasta el momento presente.
Las emociones soportadas desde el instante en que fueron atacados en la pradera, la merma de facultades ocasionada por su herida, con la pérdida de sangre consiguiente, agotaban al llanero. Y unido a todo esto, la falta de alimentos.
Sólo teniendo una voluntad invencible podía aquel hombre continuar su terrible éxodo.
Delante de él, algunas lomas quebradas presentaban profundas depresiones en las cuales le era posible esconderse. Pero le quedaba la duda de si aquel procedimiento sería eficaz para desembarazarse de sus enemigos.
Ellos avanzaban al paso de los caballos, sin precipitaciones, con ese estoicismo que hiciera célebre a los de su raza. Seguían una pista fácil, segura, que habría de conducirlos a su objetivo. Conocían, a través de las huellas en la tierra, los pasos inseguros de su adversario. Y esperaban cazarlo cuando estuviera agotado.
Estas consideraciones no se apartaron de la mente del llanero.
Por esta razón, cuando alcanzó las lomas, diose cuenta de que las fajas de terreno que quedaban delante no eran capaces de protegerlo. Cuando llegara al otro lado de las colinas, los indios lo descubrirían. Y, entonces, todo se abría perdido para él.
Sintió un nudo en la garganta.
Por una razón muy especial necesitaba vivir.
Y si no era por él, lo haría por aquella mujer a la que no conocía.
Tenía que ayudarla.
Tenía que hacer lo imposible por hallar a la hija de Tombstone, para devolverle lo que era suyo.
Esa era su misión especial, su única meta.
De repente se detuvo.
La mano izquierda, inútil para el manejo de las armas, y mucho más para la lucha cuerpo a cuerpo, le obligaba a enfrentarse con los tres pieles rojas en condiciones difíciles.
Pero tenía un revólver que sabía manejar para la derecha.
Examinó su contenido.
Estaba cargado.
Y miró a su alrededor.
Cerca de la margen derecha del Niobrara, casi hundido en la corriente y el cieno, descubrió un gigantesco pino derribado. Las ramas estaban entrelazadas de tal manera, que formaba una tupida red vegetal.
Más allá la senda abierta por los animales del bosque conducía hacia un pequeño grupo de rocas.
Este descubrimiento lo alentó.
Hasta aquel instante, las mismas condiciones del terreno dificultaban su intento de defensa. T ahora, cuando perdía la esperanza de substraerse al acoso de los “sioux”, la configuración, la disposición de aquella colina, con su tupida vegetación, venía a facilitarle una labor que, sin duda alguna, podía ser el comienzo de una esperanza salvadora.
Rectamente avanzó hacia el tronco derribado.
Allí, mirando a través de las enrejadas ramas, examinó el sendero.
Contenía la respiración.
Todos los músculos del llanero hallábanse tensos, firme la mirada, apretando entre los dedos de la mano derecha, la culta del “seis tiros”.
De repente, los tres jinetes aparecieron.
Ahora se daba cuenta de lo cerca que los había tenido. Y no acertaba a comprender cómo no se habían lanzado sobre él en un galope de los caballos que montaban.
Caminaban separados, en fila, dejando entre ellos una distancia de diez a quince metros. Cuando el primero se detenía, los dos restantes sofrenaban a los animales. Paseaban la mirada aguda en todas direcciones.
Por fin cambiaban algunas frases en su dialecto.
Norton los observaba con ansiedad.
Si se daban cuenta de que estaba allí emboscado, no continuarían adelante.
Por el contrario, echando pie a tierra, iniciarían un cerco que, a fin de cuentas, sería mortal de necesidad para él.
Trató de templar los nervios.
Pero el nerviosismo lo dominaba.
Y esperó, sobreponiéndose a su estado de ánimo.
Nuevamente el guerrero que iba en cabeza golpeó con los talones el desnudo cuerpo del caballo. Este avanzó por enésima vez, ágilmente, trepando por la tortuosa senda a la falda de la colina.
Allí volvieron a detenerse.
Las huellas del hombre que seguían terciaban hacia la corriente del Niobrara River.
Y el jinete paseó su vista hacia aquel punto, como si quisiera ver, desde la atalaya, el punto exacto por donde su enemigo caminaba o el lugar en que se había detenido para esperarlos.
Pero al no descubrir ninguna de las dos cosas, levantó la mano, hizo una señal, obligando al corcel a descender en línea recta a la corriente del río.
Lo hicieron unos cien pies antes de alcanzar el tronco del pino derribado.
Norton sonrió. No fue una sonrisa, sino una mueca extraña. Contuvo el aliento y no movió un solo dedo.
Lo que iba a hacer representaba un asesinato.
Iba a matar a aquellos hombres sin darles oportunidad a defenderse.
Y aun cuando en su fuero interno despreciara esta idea, la consideraba necesaria.
¿Acaso los indios habían tenido piedad de sus compañeros?
¿Eran ellos capaces de avisar a los colonos, mujeres, hombres y niños, cuando caían como un alud sobre las cabañas y destruían cuanto hallaban a su paso?
La guerra de la selva imponía este procedimiento. Y aunque su corazón se resistía a ello, no le quedaba otro camino.
Inmóvil como el mismo tronco muerto a su lado, esperó.
El primero de los caballos cruzó a unos metros de distancia.
Inmediatamente el segundo y el tercero.
Y, entonces, como movido por un resorte, Norton se irguió.
Su mano derecha accionó con rapidez.
Por dos veces, el negro cañón del arma vomitó plomo.
El primer indio cayó pesadamente al suelo, seguido del segundo en una fracción pequeña de tiempo. Pero el tercero, avisado, saltó hacia atrás rodando sobre el camino, mientras que una bala le rozaba el desnudo torso.
Sobre el húmedo terreno revolvióse, corrió para buscar un punto de apoyo entre las cortaduras de las rocas próximas. Sin embargo, no pudo realizar su intento.
Dominando la crítica situación, el llanero estuvo sobre el terreno descubierto. Su revólver levantóse con calma y seguridad. El piel roja debió ver la muerte tan cerca, que se detuvo, estático, clavando los ojos negros en el rostro imperturbable, algo empalidecido, del blanco.
Había dejado caer los brazos a ambos lados del cuerpo y esperaba la muerte en silencio, casi con una sonrisa en los labios.
Aquella serenidad, aquella demostración de desprecio hacia la muerte, impresionó al llanero, aun cuando estaba muy acostumbrado de los métodos de los guerreros rojos.
El índice no se curvó, no presionó lo suficiente para que se produjera el disparo. Y hubo entre ambos un pequeño lapso de tiempo, estudiándose detenidamente.
Norton bajó el arma.
— ¡Tira! —exclamó el indio.
Esta vez Nick lo miró de una manera distinta.
— ¿Sabes mi idioma? —dijo, con voz enronquecida, seca la garganta como el esparto.
— ¡Lo sé! —repuso el otro, con fiereza—. ¡Mátame! ¿Qué esperas?
— ¡Vete! —ordenó el llanero.
El indio pareció maravillarse de aquella orden.
Pero no se movió.
—Perdonas la vida —dijo— a un enemigo terrible, que te buscará algún día.
—Si ese día llega, entonces acabaré contigo. Deja ahí las armas y vete antes de que me arrepienta.
—Mi padre es “Lince Rojo”. ¿Oíste hablar alguna vez de él?
—Un buitre carnicero.
—Un gran jefe.
— ¡Huye! Sólo quiero vuestros caballos.
—Está bien. ¡Pero te mataré... alguna vez!
Dejó caer al suelo la carabina.
Con una mueca de desprecio, brillantes los ojos por ei odio infinito que lo dominaba, sacó el hacha de guerra de su cinto. Alargó la mano con ánimos de echarlo junto a la carabina rendida. Pero con un rápido movimiento le hizo dar una vuelta completa en la palma de la mano, arrojándola con gran destreza contra el llanero.
Norton disparó a su vez, apartando el cuerpo.
El indio recibió la bala en el corazón. Cayó hacia adelante, como un leño sin vida, hundiendo el rostro en el barrillo del camino. El hacha había rozado la cabeza de Norton, hundiéndose en el tronco de un pino con un ruido seco.
Nick no se movió.
Examinó aquel cuerpo abatido con mirada firme.
Luego sus labios se movieron.
— ¡Tú lo has querido! —dijo—. ¡Peor para ti!
Y giró sobre los talones, desapareciendo en la dirección en que lo habían hecho los caballos.
* * *
Unos tramperos curaron a Norton a la altura de la comarca de Pine Ridge, junto a la frontera del territorio de South Dakota. Permaneció con ellos una semana, y seis después del ataque a la caravana por los “sioux” de “Lince Rojo”, el llanero penetraba en la localidad de Hot Spring, al sur de los Black Hills.
Durante aquel largo viaje, Norton tuvo oportunidad de conocer los estragos cometidos por los pieles rojas en pueblos, campamentos mineros y colonos.
La guerra parecía haberse desencadenado con todo su furor.
Fuerzas de distintos regimientos de Caballería, desde el Nebraska y el Kansas, en escuadrones, habían partido, utilizando los distintos caminos conocidos, para contener el ímpetu del enemigo.
Quizá por éste movimiento de fuerzas y por los motivos antedichos, relacionados con los pieles rojas, Norton no se extrañó en que Hot Springs estuviera casi abandonado.
No vio, en los pocos días que estuvo en aquel pueblo fronterizo, a una sola mujer. Los hombres vivían alerta. Varios establecimientos de bebidas, elocuente negocio en la época colonizadora, habían cerrado las puertas.
Sin embargo, algunos de ellos se mantenían.
Se mantenían también los tramperos, los busca» dores de oro, los hombres de pistolas fuera de la Ley.
Y Hot Spring antojósele a Nick Norton un lugar poco saludable para un llanero como él.
Oyó hablar en aquel tiempo de las andanzas de las bandas indias aisladas. Una fuerza del 6? de Caballería de Kansas persiguió y casi aniquiló, un mes después del ataque de los “sioux” a la caravana de la que él formaba parte, a la hueste de “Lince Rojo”.
Pero el famoso jefe indio había escapado con vida.
Con aquella noticia, transmitida a los habitantes de Hot Springs por los tramperos y buscadores de oro, Norton dedujo que la cuadrilla india mandada por “Lince Rojo”, y a la que se había unido Jeffrey y sus secuaces, estaba materialmente liquidada.
El peligro que ofrecía para los hombres blancos fuera de la Ley, la presencia de los soldados del Gobierno, debía haber influido con James Jeffrey, Tom Harrison y Wild Watson, para huir más allá de las montañas.
Se alegró de conocer la noticia.
Jeffrey sabía a dónde ir.
Los documentos de Tombstotne y el dinero que el viejo caravanero destinaba a su hija, servirían para que aquellos hombres pretendieran cambiar su género de vida.
Era, pues, en el Wyoming, donde debía buscar sus huellas y arrancarles el producto de su robo.
Pese a los enormes deseos que le animaban, el llanero comprendió que tenía una misión más importante aún que cumplir. Viajar desde el Sur de Dakota, rodeando los Black Hills en dirección a Fort Keystone, suponía una temeridad. Pero debía arriesgarse.
Norton pagó, con el poco dinero que le restaba, los días de estancia en el “hotel” de la ciudad, así como los gastos ocasionados por el caballo indio.
No pudo prescindir del animal. Para comprar un buen caballo se necesitaban bastantes dólares. La huida de la mayor parte de los habitantes del pueblo habían encarecido el precio de los caballos. Y hubo de conformarse con aquel resistente animal, a quien de verdad no conocía en la carrera.
Tuvo que luchar para colocarle la silla, para que se acostumbrara con ella. Pero al fin venció la voluntad del hombre a la testarudez del animal.
Y emprendió el camino.
Siempre siguiendo las líneas marcadas en el terreno por las yantas de hierro de los carros en caravana, adelantóse bastantes millas hacia su destino.
De noche y al amanecer, desde los campamentos salvajes en los cuales se guareció, Norton pudo observar las señales de humo en las montañas. Allá a lo lejos, en el horizonte nebuloso, distinguía las erectas crestas de los Black Hills.
Y cada vez que pensaba que tenía que bordearlos por el Este para alcanzar el fuerte, un escalofrío recorría su espina dorsal.
En todas partes encontró huellas del paso de los indias.
A veces, en la lejanía, a derecha e izquierda de su ruta, presenciaba el lamentable estado de lo que no hacía mucho había constituido un rancho, una cabaña de labradores o tramperos, un puesto de minería adelantado.
Restos de animales muertos, de esqueletos humanos, bajo el sol ardiente, mostraban al llanero la crueldad de una guerra que podía prolongarse muchos meses.
Y en medio de aquel infierno se veía obligado a cumplir con la última voluntad de un muerto.
Aquel atardecer, ocho días después de su partida de Hot Springs, detúvose en la vertiente de las montañas. Le impresionaba el espectáculo. La soledad era profunda. El aspecto de los cerros, sombrío. Y en su recortada vertiente se abrían profundas hendiduras, capaces algunas de ellas de contener en su interior, apostados, a un centenar de indios.
Norton inspeccionó los alrededores.
Después, convencido de que el camino estaba libre, avanzó de nuevo.
La noche anterior habían descansado bien, ocultos en un profundo cañón, seno o cauce de un río muerto por las depresiones del terreno.
Miró hacia el suelo.
Las huellas de caballos herrados y de las yantas de los carros, eran muy antiguas, casi borradas por las últimas lluvias y por los vientos.
Durante el día, su avance había sido muy limitado.
Varias bandas “sioux” cruzaron la llanura y Norton tuvo que observarlas completamente oculto, sujetando la boca y las narices del animal, para evitar que un relincho o un resoplido lo descubrieran.
Así llegaba a aquel atardecer gris.
Cruzó por delante de las profundas hendiduras.
Sin novedad, continuó el camino por las proximidades de las montañas. A veces penetraba a través de raquíticos bosques de coníferas. Algunas ardillas huían ante las patas del caballo y trepaban con asombrosa agilidad a los largos troncos de los pinos más viejos y copudos.
Pero ni una señal de indio.
Este silencio, esta aparente calma, sabiendo que toda aquella parte del país ardía en una guerra sangrienta, inquietaban al llanero.
Por fin, cuando las sombras de la noche echáronse sobre el agreste y salvaje paisaje, acampó.
Había un pequeño manantial que brotaba entre las rocas, cuya débil corriente se perdía en la arenosa faja de tierra cercana. Los arbustos crecían muy próximos a él. Y la hierba era alta, lozana, allí donde la humedad empapaba la tierra.
Norton no se atrevió a encender fuego.
Hacerlo hubiera sido llamar la atención del enemigo, suicidarse. Y deseaba cumplir con su trabajo antes de que una flecha india lo matara.
Cuando hubo tomado un bocado, echóse sobre la manta.
Había dejado al potro a pocos pasos de distancia, maneado, pero sin quitarle la silla, siempre en condiciones de poder montarlo y huir. Colocó el rifle a su lado, presto para hacer fuego. Y trató de dormir un poco.
Durante mucho tiempo permaneció con los ojos abiertos.
Infinidad de pensamientos acudían a su mente.
Por fin logró conciliar el sueño.
Pero fue tan ligero, que al menor ruido del caballo abría los ojos y alargaba la mano diestra en dirección a la culata del rifle.
Cerca ya de la media noche, súbitamente, el llanero incorporóse.
Oía rumor entre los arbustos, más allá de donde terminaba el curso del pequeño arroyo. Miró y, bajo la luz de la luna, descubrió la cabeza alta de su caballo. Tenía las orejas hacia adelante y parecía escuchar atentamente.
Sin hacer ruido tomó el arma.
Luego, apartando la manta hacia un lado, arrastróse hasta detrás de las rocas.
El ruido aumentó.
De pronto, volvió a hacerse un silencio impresionante.
Norton descubrió entonces la cabeza de un hombre.
No era un piel roja.
Llevaba un sombrero Stetson al parecer, muy ajado, y caminaba un poco encorvado hacia adelante, llevando un caballo de la brida.
La copiosa cantidad de tierra arenosa, blanda, había impedido que el llanero oyera perceptiblemente el rumor de las pisadas de los cascos del animal.
Lo vio detenerse y mirar a todas partes.
Luego, con un gesto rápido, montó el rifle.
Y esperó.
Aquellos minutos que siguieron fueron de gran prueba para el llanero. Por fin, el extraño visitante bajó el arma, pronunció algunas palabras que no pudo escuchar Norton, y caminó de nuevo. Sólo se detuvo casi dando un salto de costado cuando descubrió al caballo indio.
Y lo vio ponerse en guardia, atentamente, como una serpiente de cascabel que espera el paso de la presa.
— ¡Deje ese rifle, amigo, o disparo!
La orden de Norton era tajante.
No vio que el personaje intentara volverse hacia él y disparar.
Por el contrario, el hombre dejó caer su arma.
La voz llegó clara hasta el llanero.
— ¡Menos mal que no es usted indio, amigo! — exclamó—. Pero sí lo es su caballo.
— ¿Quién es usted?
El otro se volvió entonces.
La luna iluminaba su rostro.
Norton vio a un sujeto de unos cincuenta años de edad, fuerte como un roble, de rostro ajado, polvoriento su ropaje vaquero.
Llevaba altas botas de montar y grandes espuelas de metal plateado. Y al cinto, colgantes de fundas de cuero, dos pistolones del máximo calibre.
— ¿No cree usted que es demasiado preguntar? —respondió, con voz burlona.
—No me gusta repetir las cosas. ¡Responda!
—Si se refiere a mi nombre...
—El nombre es lo que menos me importa.
— ¿Entonces?
— ¿De dónde viene?
—De Fort Keystone.
Aquella respuesta sorprendió al llanero.
El buscaba aquel fuerte y hallaba a un hombre que podía explicarle muchas cosas.
— ¿Qué hacía allí? —preguntó.
—Si se refiere a mi ocupación, le diré que tengo dos muy esenciales.
— ¿Y son?
—Trampero y cazador de... indios.
—O traficante de armas con los indios.
— ¡Rayos! —tronó—. ¿Se atreve a llamarme renegado?
— ¿Lo es?
— ¡No! ¡Por cien mil búfalos en estampida que no!
—Debo entender que dijo la verdad.
—Si usted lo duda, quien quiera que sea, deme una oportunidad para demostrarle como enciendo el pelo a los que me llaman embustero.
Su indignación llegaba al paroxismo.
Norton comprendió que aquel hombre podía ser de todo menos renegado. Y le concedió un margen de confianza, diciendo:
—Debo proceder de esa manera. Mataron a los que componían mi caravana y no puedo equivocarme. Admito que venga de ese fuerte y que sea un trampero, pero...
— ¿Qué más tiene que decir?
—Me extraña que sea un cazador de indios.
— ¿Entiende usted de cabelleras?
—No.
—Es un novato en las llanuras.
—Las he cruzado en todas direcciones. Y he peleado contra esos rufianes de piel rojiza hasta con las uñas y los dientes. Puede que usted los odie, pero dudo que los aborrezca más que yo.
—Puede echar un vistazo a la silla de mi caballo.
— ¿Para qué?
—Verá colgar un racimo de cabelleras a ambos lados de ella. Es el trofeo que los indios desean en los combates. Y es el mismo que yo cobro cada vez que uno de esos “perros colorados” cae en mis manos.
— ¿Qué es lo que busca aquí?
—Lo mismo que usted: un refugio.
— ¿Huye de alguien?
—De los “sioux”. Me siguieron la pista durante las últimas horas de la tarde y logré despistarlos al anochecer. Todos esos senderos hierven con la presencia de los indios. Mi caballo está derrengado y debo salir al encuentro de las tropas del Gobierno que salieron de Lincoln hace solamente tres días.
—Lincoln está muy lejos.
—Ya lo sé. Pero ellos vienen a toda marcha. Fuerte Keystone no resistirá mucho tiempo.
— ¿Está seguro de lo que dice?
—Lo estoy. He visto un enjambre de “perros colorados” descendiendo de esas montañas que ellos consideran poco menos que sagradas. Traían bastante armamento y municiones. ¿Sabe cuál es la guarnición de Fort Keystone?
—No soy un adivino. Nunca estuve allí.
—Doscientos hombres con carabinas y no de repetición, pocas municiones y miedo suficiente para considerar que están jugando la última baza de su vida. No digo que entreguen el fuerte. Sé que pelearán hasta el último aliento. Pero es superior a sus fuerzas.
Norton había abandonado su escondrijo.
Llevaba el arma baja, sin apuntar a aquel sujeto.
Lo que le acababa de oír era suficiente para hacerle comprender que no mentía.
El otro lo estudió a fondo.
—Creo que me alegra encontrarlo —dijo, con una amplia sonrisa—. Temí que fuera uno de esos granujas que viven al socaire de la ayuda india. He matado a algunos de ellos de la misma manera que se mata a una sabandija.
— ¿Quiere sentarse? —invitó Nick.
— ¿Cree que tendremos tiempo?
— ¿Por qué? ¿Teme algo?
—Esos indios son lo mismo que los perros de presa. Por eso los llamo de esa manera. Saben husmear y hallar el rastro de un enemigo aún en medio de la tormenta, de la claridad o la negrura. Son rápidos de reflejos, astutos como zorros.
—Dijo que pensaba establecerse aquí, por ésta noche.
—Y es cierto. Pero ya no sería posible.
Norton lo miró sin acertar a comprenderlo.
El otro debió darse cuenta de ello, porque añadió:
—Usted no es un cazador trampero, ni un rastreador de pistas. Habrá dejado a su espalda huellas suficientes para que hasta el más tonto de esos “sioux” lo encuentren. Si quiere conservar el pelo donde está, sígame un par de millas adentro de los Blacks Hills. Allí no nos encontrarán.
—Lo siento, amigo...
—Desconfía, ¿verdad?
—No es solamente eso. Debo llegar a Fort Keystone antes de que los indios lo destruyan.
— ¡Vamos! ¿Quiere usted sólo defenderlo?
—Quiero cumplir con mi deber.
—Si se queda aquí, serán los buharros los que se den el banquete con su carroña. Le diré algo que necesita conocer antes. Sin saberlo, nunca llegaría a su destino.