CAPÍTULO V
Había pasado el momento culminante en la guerra de las “Cuatro Naciones”.
Los pieles rojas, después de la batalla y derrota de Custer, así como otros éxitos locales conseguidos contra los soldados de la Unión, comenzaban a batirse en retirada.
Grupos armados cruzaron la frontera canadiense.
“Sitting Bull”{4} hundióse con muchos de sus hombres en el Canadá.
Y esto parecía el final de la contienda.
Sin embargo, infinidad de bandas indias rebeldes se acomodaron, durante la época invernal, en las vertientes de los Montes Laramie, en los Medicine Bow, en los Wind River Mountains, y más al norte de los Absaroka Range.
Estas bandas dispersas se dedicaron durante todo el invierno a atacar aisladamente los ranchos, los pueblos pequeños y las factorías de pieles y campamentos mineros.
Pero los soldados no los persiguieron.
Habían tenido una dura contienda.
Necesitaban, sobre todas las cosas, refuerzos. Y a este refuerzo humano había que añadir los medios adecuados de transportes: carros y caballos, amén de las armas y municiones para nutrir su efectividad en la lucha.
Por esta razón los pueblos de las comarcas cercanas a estas montañas hubieron de defenderse por sus propios medios. A los indios en guerra, a los forasteros llegados de todos los puntos del territorio de la Unión, procedentes de las vencidas tropas del sur, se unieron los forajidos clásicos, los hombres fuera de la ley: pistoleros, jugadores de ventaja, ladrones comunes.
Y luchar contra todos ellos era la mayor temeridad que podían afrontar los habitantes de Casper, de Douglas, Rock River y otros.
Ellos eran gentes experimentadas.
Los colonizadores sólo entendían de buena voluntad y de honradez.
Los faroles de petróleo iluminaban pobremente algunos espacios cortos de la calzada principal de Casper City. El jinete que penetraba por el Norte de la población, detuvo al cansado animal un momento. Luego, indolentemente, echó pie a tierra, tomó las bridas, y avanzó con paso lento por encima de la densa capa de barro que se extendía de una a otra acera de troncos.
Casper no era más que un poblacho del Oeste. Un pueblo inmundo, como el forastero hubiera calculado al verlo.
Pero un lugar donde podía detenerse, descansar, tomar algunos alimentos y sentirse seguro contra el enemigo suelto y contra el frío del invierno.
La media noche estaba cercana.
Sin embargo, algunos establecimientos de bebidas abrían sus puertas aún.
Y de ellos, de tarde en tarde, algún hombre, bebido o sobrio, buscaba el amparo de su domicilio.
El jinete se detuvo ante uno de ellos.
Un letrero, escrito sobre una madera gruesa, con caracteres en negro, rezaba así:
“JUNIPER JEAN”
“BAR”
Aquel nombre no le dijo nada importante. Juniper era un nombre que no se empleaba mucho en el Oeste; y, sin embargo, parecía tener una especial sonoridad al repetirlo.
Ató las bridas del animal a la barra de madera. Después, con paso lento y medido, arrastrando los pies por el cansancio, empujó la doble puerta giratoria y entró.
El interior estaba débilmente iluminado.
La lámpara que pendía del techo proyectaba en redondo una luz mortecina que hacía sombrío, casi lúgubre, el ambiente. Varias mesas arrinconadas a un extremo, un escenario reducido, de pobre aspecto, y un largo mostrador que ocupaba todo lo ancho de la sala, eran los únicos obstáculos que podían oponerse a su avance.
Algunos hombres se hallaban acodados a la madera del mostrador. Otros, alejados algunos metros, tomaban asiento ante distintas mesas, jugando una silenciosa partida de “faro”.
Los pasos del recién llegado hicieron volver la cabeza a algunos.
Y examinaron al forastero con interés.
Este detúvose a unos metros de los que se hallaban junto al mostrador. Hizo una señal al dueño y esperó.
De mala gana, con cansino además, el amo del saloon avanzó hacia él. Detúvose enfrente, apoyado de espalda en la estantería. Y sus ojos miraron con insistencia al recién llegado.
—¿Quiere darme un whisky? —preguntó, tratando de hacer su acento amable.
—¿Whisky? ¡Tengo el mejor whisky del mundo!
—Poco me importa como sea, si me sirve para beberlo.
—¿Tiene dinero para pagar?
Por toda respuesta, el forastero sacó del bolsillo un fajo de billetes de Banco. Arrojó uno ante las narices del dueño del establecimiento. El otro lo tomó, examinándolo a la luz de la lámpara.
—¡Buen billete! —dijo, con voz opaca—. ¡Y de cien dólares!
Algunos de los presentes se aproximaron.
Ninguno, sin embargo, dirigió la palabra al forastero. El dueño del bar buscó el cambio, que vertió junto a las manos de su interlocutor. Luego colocó una botella de whisky y un vaso, diciendo:
—¡Échese usted mismo!
—¿Ha cobrado un vaso, amigo?
—Uno solo. Pero si quiere beber, puede repetirlo.
Otro de los presentes miró al tabernero.
—Eso no lo has hecho conmigo nunca, Juniper.
—¿Contigo, Black? Perdería en mi negocio. Nunca tienes dinero para pagarte un convite... Y ese forastero nada en la abundancia. ¿Es que quieres compararte con él?
—A mí me conoces hace tiempo, ¿no es cierto?
Y siempre te pagué las deudas que contraje.
—No digas mentiras, Black. Te están oyendo tus compañeros. ¿Quieres que saque el libro de notas?
—Puede beber lo que desee, amigo —dijo el recién llegado—. ¡Pueden beber todos ustedes, si lo desean.
El llamado Black se volvió.
Tenía un aspecto extraño. Sus ojos, claros, penetrantes, mantenían una expresión indefinida. Los pómulos salientes, la boca estrecha, descarnada, completaban, junto con la negra barba, de algunas semanas, la fisonomía difícil y dura del personaje.
Norton pudo comprobar que no era un hombre corriente.
Tampoco creyó que el tabernero dijera aquellas palabras con la seguridad que ofrece la verdad.
Yal momento se puso en guardia, seguro de que no estaba en un lugar agradable para un hombre recién llegado a las comarcas salvajes del Wyoming.
Vio cómo las facciones de aquel sujeto se contraían.
Humedecióse los labios con la lengua.
Y dejando caer las manos a lo largo de los costados, repuso:
—¡No admito limosnas, forastero!
—Perdone si le molesté —dijo Norton, con voz tranquila—. Ha sido una invitación hecha con buena voluntad. Los demás que me han oído pueden beber si lo desean.
.—¡No beberá ninguno! —repitió el llamado Black, por dos veces—. A menos que después echen el whisky por el agujero que yo le haga en la barriga.
—Entonces lo siento. No será otra cosa que un buen ahorro por mi parte.
Y, calmosamente, comenzó a llenar el vaso.
Escenas como aquélla se repetían muy a diario en la época colonizadora que atravesaban.
Los valientes, los matones, los que se consideraban superiores, por aquello de manejar las armas con habilidad, solían enfrentarse con cualquiera que pudiera servirles para demostrar su supremacía.
Norton estaba seguro de hallarse ante uno de ellos.
Colocó la botella sobre el mostrador, levantó el brazo y exclamó:
—¡A la salud de todos!
Y cuando acercaba el recipiente a los labios, un golpe seco en el antebrazo se lo derribó. Vio el rostro encendido de su enemigo, su movimiento al retroceder un par de pasos, inclinando el cuerpo hacia adelante.
Los que estaban sentados alrededor de las mesas se alzaron, apartándose hacia un lado. El mismo tabernero sonrió burlonamente, murmurando algunas frases incoherentes.
Norton no se precipitó.
Sabía que un movimiento impulsivo podía echar por tierra toda su serenidad, toda su precisión en el disparo, si había llegado el momento de hacerlo.
Y los ojos de aquel sujeto le decían que sí.
Por ello armóse de sangre fría.
Levantó la cabeza.
—Esta es la primera vez que nos vemos amigo —dijo, tratando de ganar tiempo—. Y no creo, que entre los dos haya habido diferencias que sean capaces de ventilarse con las armas en la mano.
—Has lanzado un insulto contra mí.
—¿Un insulto?
—Eso es lo que he dicho.
—Invitar a un hombre a beber, amistosamente, no inquiere una falta de respeto. Lo he hecho con la mejor voluntad.
—Juniper y yo podemos bromear. Pero no consiento que nadie lo haga. Y sólo creo que te puedes librar de un par de balas, por dos razones, forastero.
Norton sonrió.
—Me gustaría conocerlas —dijo.
Observó que los pulgares de ambas manos del hombre, rozaban ligeramente la negra culata de las armas de fuego.
Aquel granuja podía disparar con el menor esfuerzo, con la mayor seguridad de acertar en el blanco apetecido. Y no quería, en modo alguno, darle ventajas ni que él se las concediera a su adversario.
—Lárgate de aquí, la primera.
—Es una manera poco honrosa de echar a un hombre.
—Y pídeme perdón, por la ofensa que me has causado, ante todos los presentes. Esas son las dos condiciones. Y puedes empezar a hacerlo, antes de que se me agote la paciencia.
Norton sentía el resquemor de la ira en sus entrañas.
Veía el rostro brutal de su enemigo y crecían sus deseos de matarlo. Pero lograba contenerse, a medias.
Lentamente separóse del mostrador. Se hallaba aún en peores condiciones que su enemigo, y éste no parecía haberse dado cuenta de aquella ventaja.
Si lograba separarse aún más, entonces ambos estarían igualados, y aquel que fuera más rápido, más certero, acabaría con su oponente.
Había caído en la trampa del tabernero.
De haber sido un pobre miserable vagabundo, quizá ni le hubieran dado de beber. Pero los billetes de cien dólares que llevaba en el bolsillo habían logrado excitar la ambición de aquellos indeseables. Y una vez muerto, ellos mismos se apropiarían de lo que consideraban una fortuna.
Sentía, interiormente, desprecio hacia ellos.
Se le antojaban una cuadrilla de rufianes de la peor especie. Y a todos ellos los calibraba de la misma manera.
Inconvenientes como el que vivía serían muchos los que habría de hallar en su camino. La frontera, con todas sus virtudes y defectos, iría haciendo mella en su manera de ser. Y sólo una fuerza de voluntad incontrastable podría mantenerlo en el buen camino.
—Vamos, ¿te decides de una vez?
La voz de aquel hombre era una orden tajante, una amenaza siniestra.
Norton llegó al momento cumbre.
Estaba en condiciones de hacerle frente.
Y, entonces, separando los brazos del cuerpo, permaneció con los ojos fijos en los de su enemigo.
Todos los que estaban detrás de él se movieron, dejando un ancho paso por donde las balas, tras atravesar el cuerpo del luchador, no encontraran a su paso nuevas víctimas.
—Creo que no voy a hacer ninguna de las dos cosas —fue la respuesta.
—Entonces, forastero, te juro que ha de pesarte.
Y rápido como el pensamiento echó mano a la pistola.
La atención se había centrado en los dos hombres.
El tabernero, a pocos pasos de distancia, no se había movido del lugar que ocupaba junto a la estantería.
Sólo se oyó una detonación.
De costado, inclinado sobre el suelo, Norton había hecho fuego.
La mano derecha del bandido quedó atravesada de parte a parte. El disparo, tardo, seco de su revólver, mandó la bala contra el suelo, a pocos centímetros de las botas del forastero.
Un grito de dolor brotó de la garganta de Black.
Y se tambaleó como un ebrio, sujetándose con la izquierda la mano herida.
—¡Quietos todos! —rugió el llanero.
Sus ojos dominaban a aquellos indeseables.
Con un Colt en cada mano, separado aún del mostrador, no podía perder detalles de sus enemigos. Sabía que entre ellos estaban muchos de los que pertenecían a la banda de Black. Y tenía la impresión de que por la mente de aquellos granujas pasaba la idea de matarlo de alguna manera.
Una intensa palidez había cubierto el rostro del herido.
Pero el tabernero, aquel Juniper Jean temblaba como las hojas de un árbol azotadas por el viento.
Norton hizo una cabriola con el Colt que sujetaba en la izquierda y lo enfundó. Después, retrocediendo algunos pasos, mandó a otro de los presentes que aligerara de su “artillería” a Black y a los que estaban delante de él. Así, todos los revólveres, juntos con las cananas, formaron un montón en el suelo.
—Y ahora —dijo con voz ronca— antes de que te mate, Black, quiero que brindes a la salud de ese cochino tabernero, con él, mano a mano. ¡Acércate, Juniper!
El dueño del local obedeció.
Si aquel juego inventado por él era una treta para proporcionar una diversión a Black, en la ocasión presente le había salido muy distinta a como estaba acostumbrado.
Pálido y tembloroso llegó frente a su compañero de jugarretas.
—Dos botellas de whisky en el mostrador, ¡pronto! —ordenó Norton.
Y al momento fueron colocadas.
—Ahora, cada uno con una en la mano, beber el contenido sin descanso. El primero que baje la mano se la romperé de un tiro. ¡Adelante!
Ambos obedecieron.
El valor que había en la acción de Black cuando se enfrentó con él, había dejado paso franco al miedo. Estaba vencido, abochornado, aun cuando respiraba por todos los poros de su cuerpo un deseo profundo de vengarse.
Los presentes pudieron contemplar la escena. Aquellas botellas quedaron vacías. Y Norton sonrió contento. Luego, girando sobre los talones, enfrentóse con los demás.
—Quiero que todo el mundo beba a la salud de esos hombres. Quiero que comprueben ustedes la generosidad de un forastero, la amable manera de tratar a los parroquianos por el dueño de esta casa. Esa bebida qué vais a tomar es la casa quién la paga. ¡Adelante, muchachos! No quisiera quo esta “hermosa fiesta” se quebrara con la muerte de algún holgazán más.
Hizo un ademán con la pistola y todos obedecieron.
Debían estar impresionados.
Black era, sin duda alguna, un gran tirador. Y aquel desconocido al que se había atrevido a insultar, amenazándolo, acababa de darle una lección que no olvidaría en su vida.
Uno de los presentes pasó al lado opuesto del mostrador.
Lo mismo que él, otros muchos parroquianos se divertían con aquella ocurrencia del forastero. Cumplían un mandato, un amenaza, sin duda alguna; pero en todo momento les encantaba hacerlo, porque ello representaba libar sin desembolsar un solo centavo.
A unos pasos de distancia, fuera de la trayectoria de la puerta de salida, el llanero los contempló con fijeza, alerta siempre. Las gentes parecieron olvidarse de él.
Sólo Black, arrinconado en uno de los extremos del mostrador, clavaba sus facciones, sus inquisitivos ojos.
Cuando hubieron vaciado algunos barriles, Norton ordenó desalojar el local, impidiendo esta maniobra a Black, a sus hombres y al propio tabernero.
Luego cerró la puerta por dentro.
Todos estaban desarmados.
Esta circunstancia hizo que el llanero perdiera un poco de su preocupada actitud. No obstante sus facciones adquirían una expresión casi feroz.
Avanzó algunos pasos.
—Lamento lo ocurrido —dijo con voz firme—. Y ello servirá para enseñarte a ti, Black, que debes tratar a los forasteros de otra manera. Mas el inductor de todo esto eres tú, Juniper. Y siento tener que agujerearte la epidermis.
Levantó el cañón del revólver.
Juniper estremecióse, trató de retroceder, pero chocó contra la estantería.
Norton avanzó algunos pasos.
Parecía impresionante el silencio que reinaba entre aquellos hombres depravados.
—Busco a un sujeto —agregó el llanero, con acento silbante—. Un hombre a quien llamaron Jeffrey, James Jeffrey. Y tú, maldito expendedor de “agua de fuego”, debes saber dónde se encuentra. ¡Te doy un minuto para responder!
El ruido del arma al ser amartillada, agravó mucho el estado del tabernero. Sus ojos, como los de un buey manso, miraron al que le amenazaba. Luego los clavó en el semblante de Black, amarillo como la cera.
—¡No lo sé! —respondió, duramente.
—Cuando ese minuto transcurra, quizá tu memoria no te sirva para nada.
—¡Hace tiempo que no lo he visto!
—Me basta con saber que está en esta comarca.
—Estaba.
—¿Quién más lo conoce?
—¡Black!
Norton dirigió la vista hacia el forajido.
Lo vio inclinar la cabeza un momento. Luego la levantó, desafiándolo.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Juniper lo ha... dicho —repuso, roncamente.
—Está bien, Black. Dile que quiero verlo, cuando te lo encuentres. Y dile también que llevo el encargo de un viejo amigo de ambos: Buck
Tombstone.
—Jeffrey tendrá mucho interés en conocer esa advertencia —repuso el pistolero—. Y me alegraré que pueda encontrarte en su camino.
—Podrías abreviar ese encuentro si me dijeras dónde está. Sé que ocupa un rancho que no es suyo en alguna parte. Pero lo encontraré.
—Quizá sea él quien te busque.
Black parecía haber reaccionado.
Norton comprendió que todo lo que tenía que hacer allí lo había hecho antes. Por esta razón retrocedió hacia la puerta de salida.
Ninguno de los que se hallaban en el interior del establecimiento de bebidas se volvieron, o hicieron ademán de cortarle la retirada.
Empujó los batientes y salió.
Era temerario quedarse por los alrededores. Por ello desató las bridas del caballo y, saltando sobre la silla, avanzó con él por el centro de la calzada, para adelantarse hacia la salida del pueblo.
Casper City no debía tener, ni siquiera, una mala posada donde albergarse. Además, le era más interesante hacerlo al aire libre, bajo las estrellas, atento a cualquier eventualidad.
La noticia de lo que acababa de hacer aquella noche en el “Juniper Jean Bar” correría por toda la ancha comarca como un reguero de pólvora.
Y era evidente que si Jeffrey estaba en ella, como presumía, no habría de tardar mucho tiempo en dar la cara.
Habían pasado muchos meses desde aquella noche en que sacaron a las mujeres del campamento indio. En aquel tiempo, Norton había tenido que multiplicar sus esfuerzos para conseguir dinero, para lograr un refugio seguro para la muchacha, para poder ponerse en campaña.
Y estaba sobre la pista del hombre que buscaba.
De Meison y de las demás mujeres no tuvo noticias desde entonces.
Ignoraba cuál había sido su suerte.
Pero tenía la esperanza de que el viejo trampero las hubiera llevado a un lugar seguro.
No acertó a comprender, pese a sus grandes intentos, por qué los indios y el mismo Jeffrey no los habían perseguido aquella noche. Y esto le hizo temer que los bandidos y los pieles rojas aliados hubieran seguido tras las huellas de Meison y las fugitivas, dado que las pisadas de estas cinco personas quedaban más claramente definidas que las que ellos habían dejado a su espalda.
Pero todo esto correspondía al pasado.
Ahora estaba de frente a una empresa delicada.
Norton comprendió que debía ser astuto, en primer lugar.
Por nada del mundo debía revelar a nadie dónde tenía a la muchacha. Jeffrey sabía que ella vivía, que ella debía conocer ahora la verdad de los hechos ocurridos durante el asalto a la caravana de emigrantes. Y ella significaba para aquel asesino un inminente peligro, máxime cuando los pieles rojas estaban francamente derrotados:
¿Dónde se habría metido “Lince Rojo”?
—¡Quizá esté ya muerto! —murmuró entre dientes.
Llegó al cercano bosque de pinos y se detuvo junto al sendero.
Desde allí miró a la salida de la calle.
Nadie le había seguido.
Ahora no dudaba un momento de que Jeffrey estaba allí. Quizá con él se encontraran también los dos hombres que sirvieron en la caravana como guías armados de la misma. Y esos hombres, Wild Watson y Tom Harrison, eran tan peligrosos o más que su propio jefe.
—Cincuenta mil dólares —murmuró entre dientes—. ¡Una fortuna! Se los sacaré del pellejo.
Mantúvose vigilante durante algún tiempo.
En las primeras horas no ocurrió nada de particular.
La madrugada avanzaba implacablemente. Las estrellas palidecieron en el ancho firmamento y la luna desapareció, dejando paso a la oscuridad completa, en la transición del amanecer.
Norton sentíase rendido.
Sin embargo, tomó un bocado de los restos de comida que aún quedaban en la alforja de silla. Dejó que el animal pastara. Y cuando la luz_ del amanecer comenzó a perfilarse, alzóse, colocó la manta en la silla y se dispuso a alejarse.
Sin embargo, se detuvo un momento.
Oyó ruido de pasos de caballos.
Dos jinetes abandonaban en aquel momento el pueblo.
No pudo reconocerlos.
No obstante, Norton los siguió, durante algunos minutos, llevando el caballo al paso. Adivinó pronto la dirección que llevaban. Y, entonces, obligó al animal a seguir una dirección completamente paralela.
La distancia que lo separaba de ellos mantenía en secreto esta persecución.
Los vio cambiar de ruta al llegar a un punto en que los caminos se bifurcaban. Ahora los caballos seguían hacia el Sur, buscando, a través de la grandiosa llanura, la vertiente de los Montes Laramie.
Tombstone le había dicho que hacia aquella parte había comprado las tierras y el rancho. Un rancho que no había pisado más que una vez: cuando hizo el trato, y el que no volvería a pisar jamás.
Pensando en ello, Norton sentía un profundo rencor hacia los usurpadores. Había pensado encaminar sus pasos al Oeste de la Unión, establecerse en alguna parte y tratar de orientar su vida bajo otros puntos de vista más egoístas, mirando en el futuro; pero la presencia de aquella hermosa muchacha sola, sin amparo de nadie, acababa de inclinarlo en su defensa y en la suprema dedicación a una promesa hecha a Tombstone antes de morir.
Todos estos pensamientos bulleron en la mente del llanero.
El alba avanzaba.
La claridad del día permitíale ver con mayor claridad los objetos.
Los hombres que iban delante de él llevaban los caballos al galope. Se les veía como un punto lejano, movible, impreciso a veces.
Trató de profundizar en su avance.
Así, dejando correr al animal, algo más descansado, logró mantener con ellos la misma distancia.
Unas horas después los dos sujetos amainaron un poco la carrera. Quizá cansados los animales por la dura brega a que habían estado sometidos, los jinetes les dieron un poco de respiro.
Norton hizo lo mismo.
Y cuando ya el sol se alzaba en el firmamento, se detuvo.
Ambos individuos habían alcanzado una extensa faja de tierra, en la misma vertiente de la cadena montañosa. A la derecha de ésta, el bosque de pinos ofrecía una magnífica perspectiva. Las aguas del río cruzaban la faja aludida, se perdía en un profundo “cañón”, para no volver a reaparecer, con toda seguridad, hasta haber atravesado la prodigiosa curva de las montañas.
Nunca recordaba Norton haber presenciado un paisaje como aquel. Los pastos, como un vaquero experto en la materia, le parecían excelentes para criar reses y cereales. Y la misma proximidad de las grandes moles de los montes, cubiertos de verde hierba, nevados en sus cimas, indicaban que el alimento del ganado, aun cuando fuera una manada poderosa, estaría asegurado en la época canicular.
El North Platte River llevaba un considerable caudal. Por aquella parte, su curso se deslizaba sobre un lecho rocoso, formando, allí donde las profundas depresiones del terreno se inclinaban precipitadamente, saltos y rápidos peligrosos. Pero sus vados eran extensos y el ganado no encontraría ninguna dificultad para poder pasar a la falda de las montañas.
Tombstone, en el juicio del llanero, había sido un hombre experto al hacer la compra. Tierras como aquéllas estaban llamadas a hacer millonarios a sus dueños. Mas para ello era necesario que desaparecieran los ladrones de ganado, cosa que aún tardaría muchos años antes de que se consiguiera.
Teniendo en cuenta todos estos detalles, Norton comprendió el interés de Jeffrey por mantenerlo en su poder.
Ahora se daba cuenta de que la lucha iba a ser épica, de que estaba solo contra una organización, quizá más poderosa de lo que él presumía. Y cuando aquellos hombres lo encontraran y se lanzaran sobre sus huellas, no habría un momento de descanso para él.
Sin embargo, puso toda su esperanza en la buena estrella.
Descendió hacia unas colinas herbosas, tratando de ganar el lindero del bosque. Cuando lo consiguió, volvió a hacer alto.
La posición del rancho era estratégica.
Protegido a la espalda por un grupo de árboles tupido, cerrado al Este por unas alturas de granito, podía defenderse, con escaso número de hombres bien armados, de un atacante mucho más numeroso. Y hasta las bandas indias hubieran encontrado allí la resistencia de una verdadera fortaleza. Su altura, sobre el nivel de las tierras con las laderas y el río, dominaba todos los caminos.
Norton echó pie a tierra del corcel y retrocedió hacia la misma margen del North Platte. Allí, observando el sendero que iba hacia la explanada ante el edificio, esperó.
Había hecho todas aquellas conjeturas sin saber, exactamente, si aquel rancho era el que correspondía a los Tombstone. Bien podía equivocarse en esta apreciación.
Junto a la puerta de entrada advertíanse los dos caballos utilizados por los desconocidos jinetes. Pero ellos debían hallarse dentro.
Norton aguardó mucho tiempo, escondido a las miradas de los hombres que se movían cerca de los dos grandes corrales del ganado. Parecía normal todo cuanto estaba contemplando.
Cerca del mediodía se reunieron.
Norton apreció entonces a una docena de ellos que, tomando el camino que conducía hacia Casper, alejábanse por el lado opuesto del rancho. Entonces llegó a la conclusión de que quizá todas sus cábalas fueran ciertas.
Sujetó las bridas del animal a unos arbustos y avanzó pegado a la pendiente, ocultándose con los matorrales. Así logró situarse a una distancia bastante corta del edificio.
Dudó un momento entre seguir o retroceder.
Pero pudo más en su ánimo la curiosidad, el apremio por conocer la verdad. Y avanzó de nuevo.
Cuando llegó cerca de las paredes de la edificación empuñó el revólver. Trató de adelantarse hacia la ancha ventana lateral. Pero al momento se detuvo.
Una voz a su espalda ordenó:
— ¡Alto o disparo!