CAPÍTULO IV
El cruce del “cañón”, hacia el lado opuesto, significó para los dos hombres una dura prueba.
Sin embargo, valiéndose de su enorme resistencia física, lograron, tras una hora de brega, su objetivo.
Los indios estaban acampados en unas hondonadas. Las tiendas de lona y de pieles se alzaban majestuosamente a la orilla de un pequeño riachuelo, cerca del cual pastaban los caballos indios.
Algunos perros ladraron en el silencio imponente de la noche.
Norton tocó en el hombro a su compañero...
Por un momento, Meison permaneció inmóvil, fija la mirada en la lejanía.
Luego, indicando con el dedo hacia la derecha, donde se abría una estrecha senda, dijo:
—Iremos separados por algunos metros, Nick.
—Tiene que tener presente el círculo de hogueras. Nos verán por cualquier parte que crucemos.
—No cruzaremos por ahora.
—Es mejor estudiar el terreno, ¿no cree?
—Sí. Ignoramos dónde pueden haber llevado a las mujeres.
—Sólo buscamos a una —repuso Nick, secamente.
—Pero tendremos que liberar a las demás.
— ¿Qué harán ellas solas?
—Las pondremos en camino, si no seguro, al menos con ciertas posibilidades de escapar ere esos hombres. Me doy cuenta, Norton, lo difícil que sería huir con todas ellas. Pero tampoco es humano dejarlas a su suerte.
—Somos dos, Meison. ¿Por qué no dirige usted a las demás? Mi misión es sacar de ese campamento a miss Tombstone. Y lo haré aun cuando me deje la piel a tiras entre esos riscos.
—Yo las llevaré hasta un buen camino.
—Me alegro que piense así. ¿Vamos?
—Cuando quiera.
La voz del trampero tenía un acento grave.
Norton lo vio moverse con ligereza por entre las asperezas del terreno. Quizá en sus largos años de vagabundeo por los territorios salvajes de la Unión, aquel hombre había logrado alcanzar un grado de perfección casi completo en cuanto se refería a arrastrarse sin producir el menor ruido.
Los indios sabían hacerlo así. Pero los indios estaban acostumbrados desde que nacían. Y aquel hombre, en otro tiempo, nunca debió hallarse más lejos de tener que seguir una pista difícil.
Lentamente alcanzaron las líneas de las hogueras.
Desde la parte baja de la pendiente, en la vertiente de la cual comenzaban a levantarse las tiendas de campaña de los “sioux”, Norton descubrió la estática silueta de algunos centinelas armados.
Estaban de pie, apoyados en la larga carabina militar.
Miró hacia la parte donde estaba Meison.
El trampero continuaba la marcha.
Ni siquiera la presencia de los indios había hecho que se detuviera. Tenía un dominio completo de los nervios y una seguridad absoluta de todos sus movimientos.
Pero Norton, por mucho que intentó adivinarlo, no pudo comprender la intención o el plan de su compañero.
Lo estuvo observando detenidamente.
En cualquier momento, Meison podía adelantarse demasiado y comprometer la situación de los dos. Por ello avanzó en línea recta hacia él y lo detuvo.
Estaban entre unas rocas bajas, escarpadas, cubiertas, a ambos lados, de maleza.
—Creo, Meison, que se excede —dijo, en voz baja, casi imperceptible.
— ¿Por qué? —exclamó el otro, extrañado.
—Lo que pretende es imposible. Cruzar esa línea de centinelas es exponerse a que lo maten. ¿Quiere decirme, de una vez, qué plan tiene?
—Los indios se lanzarán contra mí cuando me descubran.
—Eso es tan cierto como que estamos juntos a la luz de la luna.
—Y ese es el momento que debe aprovechar.
—Va a atraerlos contra usted, ¿verdad?
—Intentaré hacerlo.
—Lo matarán.
Meison sonrió.
Aquel hombre debía tener razones especiales para confiar en una labor de aquella naturaleza.
Norton no volvió a interrumpirlo de nuevo.
Y se limitó a avanzar detrás de él.
Unos metros más arriba, cerca ya de las primeras tiendas indias, hicieron alto.
Meison señaló hacia la izquierda.
La angosta entrada de un arroyo seco, de altas paredes de tierra y rocas, parecía ser el mejor camino para penetrar en el campamento indio.
Volvió el trampero la cabeza.
—Tengo que irme a la derecha, Norton. ¿Está dispuesto?
—Cuando quiera.
—Es seguro que los “sioux” lanzarán contra mí a todas las gentes que forman el campamento. Tome entonces a la muchacha que busca y la lleva con usted, hacia el gran “cañón”, a las restantes. Yo les haré una buena jugada a esos “perros colorados” y me haré cargo de ellas quizá una hora después.
— ¡Adelante!
Meison no replicó.
Se le antojaba a Norton un hombre valiente, abnegado, suicida. Lo veía moverse con presteza entre los matorrales, hasta alcanzar la parte que deseaba. Una vez allí montó la carabina.
A su espalda, Meison tenía un estrecho sendero que conducía rectamente al barranco en el fondo del cual corrían las aguas del río. Las paredes de aquel “cañón” estaban dispuestas perpendicularmente sobre la superficie del río, pero en sus salientes, un hombre ágil podía lograr sujetarse, evadirse de la persecución india, si para ello contaba con algunos minutos de ventaja.
Había llegado Norton delante de las hogueras del campamento.
En su mano derecha brillaba el cañón del revólver.
Y esperó.
De repente, la llamarada de un disparo, el seco estampido del arma, llegaron hasta él.
Casi al momento los centinelas indios se volvieron.
Norton los vio retroceder.
De las tiendas de lona aparecieron grupos armados.
Luego, entre el correr de los indios, el relincho de los caballos y las órdenes tajantes de los jefes, aquel lugar convirtióse poco menos que en un infierno.
Nick Norton saltó hacia adelante.
Inclinado sobre el suelo, con el revólver montado, corrió hacia las primeras tiendas.
Un guerrero indio cruzóse en su camino. Llevaba entre las manos una de las pesadas carabinas, características del Ejército. Intentó detenerlo y el llanero disparó.
Cuando cruzó a su lado, el piel roja se debatía en los espasmos de la agonía.
Rápidamente registró las tiendas más cercanas. Volvió una y otra vez la cabeza, temeroso de ser sorprendido en su labor.
Los indios disparaban contra Meison, que, a su vez, deteniéndose algunos instantes, hacía fuego contra ellos, atrayéndolos. Sin embargo, la distancia que llevaba al adversario era tanta, que el trampero pudo alcanzar la cima del barranco.
Norton dióse prisa.
Por dos veces hubo de eludir enfrentarse con algunos guerreros que salían de las tiendas. Y así, poco a poco, logró penetrar en el centro del campamento piel roja.
Vio, a la derecha, sobre el mismo borde del sendero que conducía al pequeño valle donde estaban los caballos, una tienda de pieles mucho mayor que las demás. Dos “sioux” montaban la guardia ante la puerta. Y comprendió que allí estaba lo que iba buscando.
No podía detenerse en contemplaciones.
Y aun cuando le dolía matar a sus enemigos sin darles tiempo a defenderse, avanzó sobre ellos. Uno de los indios se volvió. Y recibió en plena frente el impacto de un certero disparo.
El otro no tuvo tiempo siquiera de levantar la carabina.
Como un ciclón, Norton entró en la tienda.
Allí dentro estaba lo que iba buscando.
Sus ojos contemplaron a cinco mujeres, las manos atadas a la espalda, echadas sobre uno de los camastros indios.
Intentaron levantarse, asombradas, a punto de gritar de alegría. Pero el vaquero las contuvo.
No había mucho tiempo que perder.
Cuando los “sioux” comprobaran que era imposible detener al trampero que huía, regresarían entonces al campamento. Y la salida de éste sería totalmente imposible.
— ¿Quién es Emma Tombstone? —preguntó.
— ¡Yo! —repuso una de ellas.
Sin añadir palabra acercóse a ella. Con el cuchillo de monte cortó las ligaduras que la mantenían sujeta, y llevó la misma operación con las restantes, cautivas. Luego las detuvo, impidiéndoles lanzarse hacia adelante.
Salió lentamente de la tienda. En cada mano del hombre brillaba el cañón de un Colt. 45.
— ¡Síganme! —ordenó.
Y avanzó cautelosamente.
Volver por el mismo camino que habían llevado pareció al llanero una labor, si no difícil, al menos muy comprometida. Por ello atravesó el campamento indio hasta el lado opuesto, al límite de las hogueras sobre el borde de un profundo barranco. Nadie se opuso a su paso.
Más allá, entre los caballos, observó dos figuras humanas. Y se detuvo, deteniendo a las mujeres que le seguían.
Observó, a la luz de la luna, la palidez de aquellos rostros demacrados por los sufrimientos. Observó también que alguna de ellas, de menos voluntad, carentes del valor necesario para atravesar momentos difíciles, fallecían.
Y las animó, las alentó con sus palabras.
—Esperen aquí... un momento —dijo—. ¡No se muevan!
Y avanzó solo.
Los ojos de ellas lo contemplaron.
Se habían echado en el suelo, ocultas por algunos salientes del terreno, y ni una sola palabra brotaba de sus labios. Sabían que atravesaban un momento crucial en su vida; sabían que podían morir de un instante a otro, en cuanto los pieles rojas las descubrieran.
Norton avanzó hacia los caballos.
Algunos potros indios relincharon.
Pero ellas no escucharon ninguna detonación, ningún ruido de lucha.
Cuando pasó algún tiempo, el llanero apareció a la derecha de donde se encontraban.
Les hizo una señal.
Y ellas acudieron.
—Hay dos guerreros al otro lado, en las cercanías del prado —dijo, sin esperar ninguna pregunta—. Si pasamos a través de ese arroyo hasta los primeros montículos, no nos descubrirán. Y es necesario que nos descubran, ¿entendido?
Las vio asentir con un movimiento de cabeza.
Arrastrándose por el áspero terreno, reseco muchas veces, húmedo otras, alcanzaron los montículos indicados por Norton. Una vez allí, siguiendo la dirección de Norte, pudieron detenerse, algo después, en la misma boca del barranco.
Estaban a salvo de momento.
Los disparos lejanos habíanse terminado.
Los indios regresaban.
Oíase el galopar de los cascos de los caballos, aun cuando los guerreros caminaban en silencio.
—Están volviendo —dijo el llanero.
— ¿Por qué nos detenemos? —preguntó Emma Tombstone.
—Porque es necesario —fue la respuesta de Norton.
—Usted sabe que eso puede significar nuestra muerte —volvió a replicar la muchacha.
—Yo sólo sé que tengo la responsabilidad de sacarlas de aquí sanas y salvas, si ustedes mismas me dan toda clase de facilidades. Esperamos a un hombre.
— ¿A un hombre?
—No tardará en llegar.
— ¿Y si no viniera?
— ¡Vendrá!
—Usted parece estar muy seguro de todo, señor. ..
—Quizá viva de esas seguridades.
— ¿Por qué preguntó por mí?
Norton la miró, esta vez, con socarronería.
No eran aquellos momentos los más ideales para tratar de hacer averiguaciones.
—Mejor será que permanezca silenciosa —dijo—. Los indios están cerca. Descubrirán, si no lo han hecho ya, su fuga. Y entonces tratarán de hallar las huellas para seguirnos, hasta alcanzarnos.
Accionó hacia uno de los lugares más bajos y escarpados del montículo.
— ¿Podrán llegar hasta allí? —preguntó.
Emma Tombstone no replicó.
Por el contrario, dejóse deslizar algunos metros. Las demás mujeres la siguieron.
El camino a recorrer era difícil, sembrado de salientes rocosos, cortantes y peligrosos. Pero consiguieron alcanzarlo.
Hacía en aquel punto el terreno una especie de hondonada.
Norton las obligó a guarecerse en ella, permaneciendo atento, las armas dispuestas, hacia la derecha, a unos cincuenta pasos de ellas.
Y esperaron:
El ruido que venía del campamento indio le obligó a volverse.
Una terrible incertidumbre apoderábase del llanero.
— ¿Y si Meison hubiera muerto?
¿Debía continuar esperándolo, aún?
Su verdadera misión era arrancar a aquella muchacha del lugar donde se hallaban, conducirla sana y salva adonde debían encontrarse las tierras que comprara Tombstone para ella. Pero no podía huir dejando a las demás desamparadas.
Escuchó atentamente.
Oía ruido de caballos al moverse rápidamente, en grupo, por una senda de tierra dura.
Y retrocedió lentamente.
Quizá tengamos que irnos de aquí —dijo, con voz ronca.
—Los indios vienen, ¿verdad? —preguntó Emma.
Parecía la más animosa de las cinco mujeres.
—Vienen —fue la respuesta.
—Debemos irnos entonces.
Norton no contestó.
Aproximóse al barranco.
Podía descender por aquella especie de pared escarpada.*
Pero para hacerlo, era necesario que aquellas mujeres perdieran un poco el miedo que experimentaban.
Tenía la impresión de que Emma Tombstone lo haría. Era valerosa y parecía más segura de sus nervios que ninguna.
Miró a ambos lados, soliviantando, esperando ver aparecer, de un momento a otro, a los guerreros indios.
¿Qué esperaba?
Aquella pregunta se repitió en su mente muchas veces.
Pero los músculos no parecían obedecer a su voluntad.
Al otro lado de los riscos, Norton percibió un ruido que muchas veces había comprobado como el rastreo de un cuerpo humano. Miró atentamente. Levantó el revólver que sostenía en la derecha, y esperó.
Una forma humana apareció de repente.
Irguióse.
No era un indio.
Aquel hombre carecía de sombrero para ser distinguido como un blanco. La semioscuridad de la noche impedía comprobarlo.
Avanzó algunos metros.
Llevaba una carabina en la mano derecha.
— ¡Alto! —ordenó el llanero, a media voz.
— ¿Norton? —fue la respuesta.
— ¡Gracias a Dios, Meison! ¡Por aquí!
El trampero avanzó.
Estaba cubierto de barro, de polvo y de sudor. En sus manos, agarrotadas, presentaba algunas pequeñas heridas, que sangraban.
— ¡Vamos! —ordenó—. ¿Dónde están ellas?
Aquí.
— ¿Cuántas?
—Cinco.
— ¿Está la que usted buscaba?
—Está.
—Tomaremos distintos caminos, si le parece.
—Es la mejor solución.
Silenciosamente accionaron.
Aquellas desgraciadas no opusieron criterio alguno.,
Meison condujo a las cuatro restantes hacia el estrecho sendero.
Allí, inclinado hacia la pendiente del barranco, despidióse de Norton.
— ¿Nos veremos alguna vez? —dijo el llanero.
—Quizá.
—La ruta está al Oeste, Meison.
—También la mía.
— ¡Suerte!
Y se separaron.
Algunas sombras perfilábanse en las cercanías.
Meison desapareció, seguido de las cautivas, junto a unos tupidos matorrales.
Aquel hombre conocía perfectamente la comarca que pisaba.
Norton no se movió de allí en algún tiempo.
Las sombras cruzaron de largo. Deteníanse algunas veces, para volver sobre sus pasos, y continuar nuevamente la marcha.
—Tendremos que descender esa pared —dijo el llanero, sin mirar a la joven—. ¿Cree que puede hacerlo?
—Lo intentaré.
—Sígame, entonces.
Y avanzó rectamente.
Aun siendo clara la luz de la luna, iluminando el bravío paisaje, descender por aquella pared, cortada a pico, era peligroso. Norton no se lo dijo a ella, pero la joven debió comprenderlo así. Y, sin embargo, ninguna expresión brotó de su garganta. Parecía haber tomado la decisión de^ actuar sin molestar más a su salvador. O quizá lo hiciera por despecho.
Lo que sí estaba seguro Norton era de que al amanecer las pieles rojas recorrerían todas las Black Hills en busca de los fugitivos. Las huellas, sobre un terreno húmedo, la mayor parte de las veces, y polvoriento en otras, permitía que las pisadas quedaran claramente definidas. Y para sus enemigos sería fácil perseguirlos.
Por esta razón consideró que era necesario poner tierra de por medio.
Ágilmente descendió algunos metros y esperó.
Veía la muchacha moverse, no con la ligereza que él lo había hecho, pero sí con la misma seguridad.
En algunos momentos, durante aquel descenso, ambos pasaron por instantes de peligro. Sin embargo, las palabras del llanero, la firmeza de la mujer, sirvieron para ir coronando con éxito todos los peligros, poniendo entre ellos y los indios un obstáculo que difícilmente los guerreros “sioux” podrían salvar.
Ignoraba la extensión del barranco.
Sólo un suspiro de agradecimiento a su suerte brotó de su pecho cuando pisó terreno firme. Espero junto al lugar en que había descendido y extendió los brazos, ayudando a Emma a salvar el último obstáculo.
Vio que una de las manos de ella estaba sangrante.
—Se ha herido —dijo, con voz seca.
—Un simple rasguño —repuso ella.
—Déjeme verlo.
No opuso resistencia.
Se había cortado en la palma de la mano con un cortante saliente rocoso.
—No tiene importancia pero sangra mucho — dijo—. Puede infectársele. Venga.
Y la llevó a la orilla del río.
Allí le hizo que lavara la herida, que vendó con un trozo de su pañuelo de hierbas. Luego, de pie ante ella, exclamó:
—Es una dura prueba la que nos espera, señorita. Tendremos que seguir este “cañón”, junto al río, procurando no dejar huellas a nuestro paso. Los indios nos seguirán en cuanto sea de día.
—No temo a los pieles rojas.
—Me alegra saber que es valerosa.
—Pero entre ellos hay hombres blancos.
—Los ha conocido, ¿verdad?
Los he odiado más que nada en este mundo.
— ¿Oyó hablar de James Jeffrey?
—Iba entre ellos. Parecía tener una especial admiración por una suerte que no acerté a comprender.
La comprenderá cuando le hable de él.
—Le oí decir a uno de sus compañeros que me cuidaran bien o que me vigilaran estrechamente.
Norton sonrió.
Señaló hacia adelante, entre los altos matorrales del río, y repuso:
Ese es nuestro camino. Debe saber que de su resistencia dependerá el éxito de nuestra misión. Prometí sacarla de aquí, salvarla. Y quiero que usted me ayude a llevar a cabo esa promesa.
— ¿Lo prometió?
—Eso es lo que he dicho.
— ¿A quién se lo prometió, señor...?
—Mi nombre es Norton, Nick Norton. Sé que nunca oyó hablar de mí y creo que no se perdió nada. Soy llanero y, hasta cierto punto, un hombre que sabe manejar los revólveres. La caravana en que viajaba la asaltaron los “sioux”. En ella iba su padre.
— ¿Mi... padre?
—Venía a reunirse con usted.
—¿Mu.. .rió?
Norton no dijo nada.
La vio conmoverse, inclinar la cabeza, y caminar por el mismo sendero que él le había marcado.
Así avanzaron durante mucho tiempo.
Norton colocóse delante. Unos metros detrás de él avanzaba ella.
En algunos puntos del camino, el llanero hubo de ayudar a la muchacha, porque los obstáculos eran difíciles de salvar.
La joven parecía haber perdido un poco la desconfianza en aquel hombre. Sin embargo, no volvió a despegar los labios.
Nick se dio cuenta de que en algunos instantes lloraba.
La muerte de su padre le había afectado mucho.
No quiso hacerle preguntas, para no acrecentar su dolor.
A veces, el gigantesco “cañón” se estrechaba tanto, que las aguas del río pasaban a través de la abertura como un torrente infernal. Su ruido apagaba cualquier ruido del exterior. Y el suelo se volvía rocoso, duro y resbaladizo.
Cerca del amanecer se detuvieron.
Había en todo aquello algo que sobrecogía al llanero. Sin caballos, la marcha a través de un país árido, repleto de peligros, suponía una prueba casi invencible. Podía calcular hasta dónde iba a llegar su resistencia, pero nunca dónde estaría el límite de la de Emma.
Pronto la claridad del día le permitió orientarse mejor.
El “cañón” parecía tocar a su fin.
Allá al fondo, a unas millas aún de distancia, las altas paredes declinaban suavemente. La meseta era alta, herbosa en muchos puntos. Y no había más camino que desembocar en ella.
Se detuvieron cerca de la salida.
El sol ya estaba alto.
Norton examinó a la muchacha, silenciosamente.
Era muy bonita.
Los sufrimientos habían dejado una huella indeleble en sus hermosas facciones. Alzó la cabeza y miró a su salvador. Luego, con voz casi apagada, dijo:
—Creo que no me porté bien con usted, señor Norton. Y quiero que sepa que le agradezco infinitamente lo que ha hecho.
—Fue una alegría para mí hallarla sana y poder salvarla, señorita.
—Mi padre se lo pidió, ¿verdad?
—Su padre me dijo que la buscara.
—El me había escrito dos meses antes, y me decía que iba a reunirse conmigo.
—Esas eran sus intenciones. Había reunido dinero suficiente para que ambos fundaran un rancho, en las tierras que había comprado en la comarca de Casper, de Wyoming. Tenía el dinero — cincuenta mil dólares— y los documentos de propiedad de esas tierras. Pero todo ello se perdió.
—No me importa estar en la ruina —repuso Emma, mirándolo con fijeza— Pobre y todo, me hubiera gustado que mi padre...
Se detuvo un momento.
Norton la ayudó.
—Comprendo sus sentimientos, Emma. James Jaffrey se apoderó del dinero y de las escrituras. Por eso, cuando la tuvo en sus manos, se dio cuenta de que su suerte era grandiosa, de que nadie, en el transcurso del tiempo, podría exigirle lo que no era suyo. Tal vez tenía intenciones de llevarla al otro lado de la frontera y someterla a su propia jurisdicción. Ahora la buscará.
—Eso demuestra su interés por mí.
—No vivirá tranquilo mientras no la halle.
—¿Dónde me seguirá?
—No será necesario que se esfuerce.
—¿Por qué?
Al nacer la pregunta, la muchacha parecía asombrada.
—Espera que alguien pueda decirle que esas tierras son suyas y que debe encaminarse allí.
—¿Quién cree que puede hacerlo?
—No sabe que estoy vivo.
—¿Entonces?
—Meison.
—¿Ese hombre que se unió a nosotros anoche?
—Es un trampero.
—Lo conocí en Fort Keystone.
—Y Jeffrey sabe que él la conoce a usted. Irá allí, a Casper. Y en Casper esperará a usted o a Meison. La próxima vez que la tenga en sus manos no la dejará vivir. Usted representa un grave peligro para él, para sus ambiciones. Usted es una persona que tiene que desaparecer de su camino, de una manera o de otra. Y por esta razón debe vivir vigilante siempre, atenta a cualquier amenaza.
—Todo esto se lo agradezco mucho, Norton, pero... ¿qué hará usted?
—Seguirla.
—No quisiera obligarle a ser mi constante guardián.
—Me gusta ese trabajo.
—¿Es que no tiene otros intereses a los que atender?
—No; no tengo ninguno, señorita.
—¡No sabe cuánto le agradezco sus desvelos!
Norton no respondió.
Levantóse.
—¿Se encuentra con ánimos para seguir? —preguntó.
—Creo que sí.
—Hemos de salir de esta ratonera antes del mediodía. Llevamos a los “sioux” mucha ventaja, pero no debemos olvidar que ellos tienen caballos y nosotros no. ¡Si halláramos alguno?
Se puso en movimiento.
Antes del mediodía, como Norton asegurara, estaban fuera del grandioso “cañón” de gigantescas paredes.
Ame ellos el paisaje eran grandioso.
Las ondulantes colinas, cubiertas de verde hierba, extendíanse en un piano infinito, cortado en lontananza por la sinuosa cadena de montañas.
Norton buscó los caminos más resguardados, más ocultos.,
Cerca del atardecer hicieron alto.
Frente a ellos, una formidable nube de polvo se alzaba, arrastrada hacia el Oeste por el viento.
Nick detuvo a la muchacha por un brazo.
—¡Búfalos! —exclamó.
—¿Cree usted que son búfalos?
—Sin duda alguna.
—¿Una estampida?
—No. Escuche atentamente. Una estampida se caracteriza por el trueno constante, sin intervalos, que producen las pisadas de millares de animales en una carrera loca. No deben ser muchos los que avanzan y quizá se hayan movido ante el ataque de los propios indios. Indios cazadores, se entiende.
—Vienen hacia aquí.
—Rectamente hacia nosotros. Pero nos resguardaremos en esa hondonada y los veremos cruzar a derecha e izquierda.
La condujo por el brazo hacia aquel punto.
Y pegados al terreno, esperaron.
Poco a poco el ruido de las pisadas se hizo más poderoso. Las primeras cabezas negras, lanudas, impresionanantes de cuernos cortos y retorcidos, aparecieron a derecha e izquierda.
Algunos de ellos saltaron muy cerca de Emma y del llanero, casi encerrándolos con la tierra que arrastraban sus poderosas pezuñas.
Quizá Norton se equivocó en la cantidad. Durante cerca de media hora, el ruido de la carrera de los búfalos los atronó. Cubiertos de polvo, medio ahogados, irguiéronse lentamente. Los búfalos avanzaban, bordeando la entrada del “cañón”, hacia la izquierda, buscando la salida de la amplia llanura.
No tardó el viento en aclarar la atmósfera.
Norton mantuvo a la muchacha echada en tierra, junto a él, sin levantar siquiera la cabeza. Miraba ansiosamente a uno y otro lado. Luego, llevado de su ansiedad, arrastróse hacia el borde de la hondonada.
No se había equivocado.
Cerca de la misma, a unas doscientas yardas, un indio aparecía inclinado sobre el cuerpo de un búfalo abatido. La misma escena pudo columbrarla a una distancia doble. Y más allá, hasta donde las colinas se alzaban en la verde alfombra vegetal.
Habían cobrado piezas abundantes.
Con el cuero y la carne de aquellos animales la tribu resistiría bastante tiempo, tendría para vivir hasta que nuevas manadas de búfalos descendieran y ascendieran por la ancha configuración de la llanura.
Pero nada de esto cobró vida en la mente del llanero.
Sus ojos contemplaban el caballo que permanecía inmóvil cerca del piel roja. Y se volvió hacia la joven, diciendo:
—Tenga ese revólver, Emma. Si algo ocurre, dispare y vendré.
—¿Dónde va?
—No se preocupe por mí. Quizá consiga un caballo muy pronto.
—¿Ha visto alguno?
—Sí. Pero tendré que matar al indio que lo tiene.
—Tal vez él lo mate a usted. ¡Tenga cuidado, Norton!,
—No se preocupe por mí.
La joven empuñó el arma y esperó. Aquellos minutos que transcurrieron fueron para ella de mortal angustia. Sentía los latidos de su corazón y un nudo en la garganta.
De repente, a sus oídos llegó un grito de loro casi ahogado. Luego todo quedó en el más completo silencio.
Pero sus ojos brillaron, sus labios sonrieron a la esperanza. Norton aparecía en aquel momento. Montaba el caballo indio.
—¡Salte! —ordenó—. ¡Aprisa!
Y la ayudó a trepar a la grupa. Luego, hundiendo las espuelas en los ijares de la bestia, lanzóse a un galope desenfrenado.