CAPÍTULO VI

 

Norton quedóse inmóvil, sin mover un solo músculo.

Sabía que a su espalda, un rifle o un revólver le apuntaba. Y al menor movimiento le volarían la cabeza de un balazo.

— ¡Tira ese revólver! —ordenó de nuevo la voz.

La pistola cayó a sus pies.

Aun cuando conservaba el segundo Colt en la otra funda, hubiera sido una temeridad, un suicidio, intentar sacarlo de ella.

— ¡Camina! —ordenó el hombre.

Hizo un esfuerzo para reconocer la voz, para tratar de adivinar de quién se trataba, pero no pudo conseguirlo. Marcóle el camino recto hacia el porche. Del dormitorio de los vaqueros, algunos más del equipo aparecieron. Y lentamente se le fueron aproximando.

Entonces reconoció a uno de ellos.

Ya no le cupo duda de dónde estaba, de quiénes dominaban aquel rancho.

La voz de aquel hombre, al dirigirse al que lo había cazado, llevó a su memoria recuerdos de otros tiempos sangrientos. Y comprendió entonces que acababa de cometer la torpeza más grave de su vida.

Sin embargo, a pesar del peligro en que se hallaba, mostró su entereza. Clavó los ojos en los de aquel criminal, y exclamó:

— ¡Wild Watson!

—Buena memoria tienes, Norton.

—Es difícil olvidarme de los granujas como tú —estalló el llanero.

—Nunca tuviste mucho afecto por nosotros. Lo recuerdo perfectamente —repuso Watson, sin hacer caso del insulto de su enemigo—. Y te juro que hemos pensado en ti de noche y de día, esperando verte de un momento a otro. Jeffrey se alegrará mucho de verte.

Lanzó una estúpida carcajada.

Norton comprendió que no adelantaría mucho insultándolos.

Debía tener paciencia, esperar una oportunidad.

Sin embargo, dióse cuenta de que esa oportunidad quizá no se produjera nunca.

Jeffrey había reunido a su lado a una legión de indeseables. Todos los que militaban en su equino eran gente maleante, sujetos que debieron colaborar con él y con los pieles rojas en el saqueo y asalto de las caravanas que cruzaban las llanuras de Nebraska.

Y todos estaban dispuestos a secundarle, porque a su lado sabían que la prosperidad sería grande.

Pasó entre ellos.

Cada uno mostraba sólo en su semblante a la clase de gente que pertenecía; cada uno de ellos era un pistolero consumado, un gun-man, y quizá un asesino depravado.

La voz del que lo había detenido alzóse. Pronunció un nombre. Y entonces abrióse la puerta de entrada al rancho.

Ahora Norton pudo descubrir a Jeffrey.

Había pasado mucho tiempo desde que lo viera la última vez conversando con los indios junto a los carros y luego al lado de la patrulla india que conducía a las mujeres. Mas las privaciones de aquellos meses de ajetreo habían envejecido bastante al forajido.

Clavó los ojos en él.

Sus labios, al sonreír, dejaron al descubierto la doble fila de sus dientes ennegrecidos por el tabaco. Luego lanzó una maldición y avanzó algunos pasos, para detenerse delante del llanero.

— ¡Hola, Norton! —saludó con acento ronco—. ¡No puedes imaginarte lo que celebro verte! ¡Este es un gran día para mí y para mis muchachos!

Adelantó la diestra y lo sujetó con fuerza por el cuello de la camisa, agregando:

—Vienes como anillo al dedo, amigo. Ya sé que te llevaste a la muchacha aquella noche y he de reconocer también que fuiste un estratega dando un golpe de aquella naturaleza. Cometimos la torpeza de seguir por un camino distinto, por donde Meison se había llevado a las demás mujeres. Pero tampoco lo alcanzamos a él.

—Me alegro que escaparan.

— ¡Bah! De nada me hubiera servido cazarlos a ellos, si no era por dar satisfacción a los salvajes.

—Meison tiene una cuenta pendiente contigo.

—Creo que sí, Norton. Espero verlo alguna vez.

— ¡Meison te matará!

—También pensé que intentarías hacerlo tú. Y, sin embargo... ¡qué pocos minutos te quedan de vida, Norton!

— ¿Crees que temo a la muerte?

—Creo que no. Me gustan los hombres que no se arrugan ante ella. Son los que mejor espectáculo ofrecen. De todas maneras, teniendo en cuenta que jamás tuvimos diferencias, podríamos llegar a un acuerdo.

Norton lo miró fijamente.

Jeffrey correspondía a la categoría de hombres difíciles de comprender. Sabía dominar a sus hombres, lo mismo por la fuerza que por la persuasión de sus palabras. Y era, sin duda alguna, uno de los más caracterizados jefes de banda de toda la frontera.

No había ninguna duda a este respecto. No era fácil que un blanco pudiera entenderse con los pieles rojas como él lo había hecho. Y era evidente que mantuvo con “Lince Rojo” y sus guerreros una amistad franca y una colaboración leal.

Los hombres que le seguían, aquellos que habían luchado al lado de los indios bajo su mando, podían catalogarse también como temibles en el orden de los indómitos jinetes de la Unión. Rápidos con las armas, consumados con el lazo y el caballo, servían a Jeffrey como colaboradores inseparables e insustituibles.

Los demás le eran desconocidos.

Mas todos ellos debían ser sujetos de valor probado, de arrojo y bravura sin límites.

Y comprendió, después de hacer este rápido examen, que había dado un paso grave, un paso en falso en su misión.

No apartó los ojos del semblante del pistolero.

James Jeffrey sonrió de nuevo.

Luego, inclinándose sobre él, dijo:

—Podemos llegar a un acuerdo si lo deseas, Norton. ¿Qué respondes a eso?

— ¿Qué clase de acuerdo?

—Tú conocías bien a Tombstone. Os vi juntos desde el primer día que os encontrasteis en Omaha, antes de partir la caravana para el Oeste. Tombstone deseaba amigos, alguien que pudiera ayudarle alguna vez.

—Creo que estás equivocado.

— ¿Equivocado?

—El no necesitaba a nadie.

—Tenía miedo de que ocurriera lo que luego sucedió. Y deseaba confiar a alguien su secreto. Tú fuiste el elegido.

— ¿Y bien?

—Te encargó que protegieras a la muchacha.

—Si lo sabes, ¿por qué haces indagaciones?

—Necesito saber dónde está ella.

—Y quieres que yo te la entregue, ¿verdad?

—Sería a cambio de dos cosas fundamentales.

Norton no respondió al momento.

Le sorprendía la buena disposición del pistolero.

— ¿Cuáles?

—Tu vida una de ellas.

— ¿Y la otra?

—Diez mil dólares en billetes de Banco.

—No es mala oferta para un hombre de vuestra manera de ser.

— ¿Tú no aceptarías la oferta?

—Existen razones especiales que me lo impiden.

—Me gustaría conocerlas, Norton.

—Prometí a Tombstone ayudar a su hija.

—Lo hiciste una vez. Ella sola no llegaría muy lejos.

—No hubiera podido hacer nada de haber ignorado la suerte de su padre, de haber ignorado, además, la fortuna que él había conseguido reunir para ambos; pero ahora que está enterada, Norton, una amenaza constante se cierne sobre vosotros. Cuando las tropas del gobierno lleguen donde ella está, denunciará vuestros actos. Se me ocurrió dejarle un escrito en el cual exponía las razones por las cuales intentaba luchar contra ti y contra tus hombres.

—No hay pruebas contra nosotros, si tú mueres.

—Todos saben que James Jefferson desertó del ejército de la Unión.

— ¿Quién te lo dijo?

— ¡Meison!

— ¡Maldito sea! Lo mataré, apretándole el cuello, hasta que se ahogue.

—No lo tendrás jamás en tus manos.

— ¡Lo encontraré!

—O puede que él dé contigo antes. Le oí jurar que te mataría. Su hermanó fue acribillado a golpes de machete. Era un muchacho inexperto, que había depositado en ti su confianza y su amistad. Y no sirvieron estas virtudes para que tú, sádicamente, lo dejaras tendido en el suelo después de apuñalarlo.

— ¿Qué puede Meison contra todos nosotros? Representamos a la banda más fuerte, más poderosa, de todos los Montes Laramie.

—Los agentes del gobierno vendrán.

— ¡Nunca llegarán hasta aquí! Nadie sabe, excepto tú, dónde estoy.

—Lo sabe Meison. Yo mismo se lo dije. Yo vi muchas veces las escrituras de estas tierras, los planos que se habían levantado de ellas. Conocía, casi a la perfección, la situación del rancho y hasta de sus dependencias. Por eso, cuando lo vi, supe que era él y que tú estabas dentro. Los agentes del gobierno te buscarán.

—No saben si vivo o estoy muerto.

—Yo dije que habías huido. Meison habrá contado que te vio entre los indios de “Lince Rojo”. Pero ahora no podrás echar mano de ese indio para que te ayude.

— ¿Por qué razón?

—Debe estar acosado, como las demás bandas rebeldes, en estas montañas.

—Sé dónde se encuentra y sé que puede ayudarme.

—Lo dices porque no tienes otra salida.

—Lo digo porque es cierto. Estará a mi lado cuando se lo pida. Me rogó que no me fuera, que nos quedáramos. Juntos podemos aún hacer muchas cosas si la oportunidad se presenta. Mientras tanto, Norton, haré que esa muchacha caiga en mis manos. Ni ella, ni Meison, ni tú, los tres únicos que me conocen, podréis señalarme con el dedo a la justicia. Porque los tres estaréis, para cuando esos agentes lleguen, con seis pies de tierra encima.

Se volvió hacia el rancho. Luego miró al prisionero.

—Todo esto es maravilloso, ¿verdad? Tenía grandes deseos de poseer un rancho como éste, de ser el amo de una de las haciendas que, a la larga, será cimiento de un imperio del ganado y del poder. Nada podrá contra mí; ni un escuadrón de Caballería.

—No dirás lo mismo cuando te apriete el cuello una soga.

—Eso jamás ocurrirá. Te he ofrecido dos caminos importantes para salvar el pellejo. ¡Dime dónde está esa mujer!

Norton sonrió.

Tenía la impresión de que Jeffrey era capaz de llevar a cabo su amenaza, y quizá por esta misma razón se propuso resistir al intento.

El necesitaba a la hija de Tombstone.

Y cuando la tuviera, eliminaría a todos los que se pusieran en su camino.

— ¡Búscala! —respondió.

Jeffrey no se contuvo entonces. Norton rodó por el suelo, bajo el certero impacto de un puñetazo. Dos de los hombres de Jeffrey lo levantaron, y el cabecilla volvió a golpearlo.

— ¡Llevadlo a la cuadra! —ordenó.

Medio arrastrando, sangrando por la boca, Norton fue llevado a la cuadra. Wild Watson conocía a su jefe, sabía lo que iba a hacer a continuación. Y dio las órdenes pertinentes.

Atado a la viga central que sostenía la techumbre de la estancia, el llanero comprendió que había llegado una terrible prueba para él. Jeffrey habíase quitado la cazadora de cuero. En su mano derecha aparecía un látigo de embreada correa.

Pero antes de golpearlo se le aproximó.

— ¿Dónde está? —preguntó de nuevo.

— ¡En Cheyenne! —repuso Nick, con voz ronca.

Aquella respuesta pareció sorprender a James.

—Estás mintiendo, Norton —estalló.

— ¿Por qué no lo compruebas?

—Puede que diga la verdad, James —dijo Wild Watson—. Cheyenne está a dos días de marcha de aquí. Dos hombres podrían cubrir, llevando buenos caballos, esa distancia en menos tiempo. Y así saldríamos de dudas.

—No me fío de este granuja.

— ¿Quieres que lo liquide de una vez?

—Quiero que lo dejéis atado donde está. Manda que dos de los nuestros no se separen de su lado ni de día ni de noche. Si los que vayan a Cheyenne vuelven sin ella, entonces tendré un gran placer de suspenderlo por el cuello de esa misma viga.

Norton respiró más tranquilo.

Las palabras de Jeffrey daban una tregua a su vida. Durante dos largos días, los bandidos encaminaran sus pasos a Cheyenne. Y cuando regresaran quizá hubiera ocurrido alguna oportunidad para él.

No obstante, estaba seguro de que el peligro que se cernía sobre él era terrible. Cuando Jeffrey comprobara que había sido engañado, entonces no le creería más. Y puede que Watson se saliera con la suya de liquidarlo.

Durante algunos minutos los bandidos estuvieron discutiendo.

No llegaban a un acuerdo definitivo. Y, al fin, imponiéndose Jeffrey, comisionó a Tom Harrison para la empresa, acompañado de tres hombres más de la cuadrilla.

Dos de la banda se colocaron de centinela ante la puerta.

Las órdenes de James eran concretas. Y por nada del mundo le dejarían escapar de sus manos.

Norton no despegó los labios, aun cuando quizá hubiera podido decir muchas cosas a aquellos miserables. Pero se daba cuenta de que la prudencia era la mayor virtud por la que podía decidirse.

Guardó silencio.

Cuando se marcharon, cerrando la puerta por afuera, Norton miró a su alrededor. Había una ventana baja, a raíz de lo que era el depósito del grano y de las pacas de paja. Pero comprendía que era imposible escapar mientras que las cuerdas lo mantuvieran fuertemente sujeto.

Infinidad de pensamientos cruzaron por la mente del llanero.

Probó a soltarse.

Sin embargo, el hombre que había hecho los nudos parecía haber realizado su labor a conciencia.

Quedóse quieto, escuchando, tratando de tranquilizarse a sí mismo.

Los ruidos exteriores desaparecieron.

Las horas fueron pasando.

Sólo una vez, en todo aquel tiempo que transcurrió, los hombres de la banda le llevaron algo de comida, desatándole una mano, al paso que lo vigilaban con el rifle presto, apuntándole al cuerpo con el cañón.

Norton hizo gala de su buen apetito.

No quería negarse a comer, porque le era necesario mantener sus energías completas. Y volvió a ser atado después, quizá con mayor fuerza que anteriormente.

Durante todo el día siguiente lo mantuvieron en la misma posición.

Sentía que sus piernas estaban entumecidas y que la resistencia se hacía cada vez más imposible. Trató muchas veces, durante aquellas horas, de romper la cuerda o aflojar los nudos que lo mantenían imposibilitado de conseguir la libertad; pero todos esos esfuerzos resultaron estériles.

Hacia las diez de la noche, dos hombres entraron en la cuadra. Uno de ellos llevaba en la diestra una lámpara de petróleo. Este quedóse junto a la puerta y el otro depositó en el suelo la comida. Después desató al prisionero.

—Dentro de algunas horas regresarán los de Cheyenne —dijo este hombre, con acento burlón—. Y si no traen a esa mujer...

Norton no replicó.

En presencia de aquellos indeseables cenó, sin hacer caso de lo que comentaban conjuntamente. Veía el rifle del primero apuntándole, el índice en el gatillo, dispuesto a pulsarlo al menor movimiento de rebeldía.

Y comprendió que era imposible hacer nada por su bien.

Volvieron a atarlo a la viga vertical que sujetaba la techumbre de la cuadra. Pero esta vez, aún soportando el dolor que le producía la presión de la cuerda, Norton logró que quedara la atadura más holgada que en las veces anteriores.

Los vio cerrar la puerta, alejarse, oyéndose sus pasos lentos y fuertes sobre el duro suelo.

Entonces comenzó para él una verdadera batalla.

Poco a poco, sus muñecas, heridas por el fuerte cáñamo, consiguieron descorrer algunos milímetros los nudos. Parte de la mano pasó a través de la holgura conseguida y, así, tirando fuertemente, pudo, al cabo de mucho tiempo, tenerla libre.

Pero el dolor casi le hizo lanzar un lamento. La sangre manaba de una herida abierta por la soga en el torso de la mano. Y dominado por la terrible sensación de fuego que experimentaba en la mano lesionada, envolvió ésta con el pañuelo de hierbas.

La oscuridad a que había estado sometido había tenido la virtud de acostumbrar a sus ojos. Movióse lentamente primero, esperando que, con aquellos movimientos, sus miembros perdieran la anquilosis primitiva. Y logró llegar hasta el montón de pacas agrupadas en un extremo de la cuadra, aferrándose a ellas, descendiendo a algunas, hasta formar una especie de escalera.

Entonces trepó con habilidad.

Una ráfaga de aire frío llegó hasta su rostro.

Pareció vivificarlo.

Y miró a través de la ancha y desguarnecida ventana.

La luna brillaba en el firmamento. Sin embargo, hacia el Occidente, los negros nubarrones ocultaban las estrellas, hacían imposible columbrar el paisaje.

Escuchó.

Ningún ruido llegaba hasta él, ruido que pudiera intranquilizarle.

Allá a lo lejos, no sabía a cuántas millas de distancia, un coyote lanzó su acostumbrado reto a la fría noche, al hambre que debía experimentar.

Lo mismo que él, no era más que un pobre solitario.

Encaramóse en el montante de la ventana y dejó resbalar el cuerpo hacia el exterior. Luego, calculando la altura, dejóse caer por fin.

Rodó algunos pasos de distancia, aturdido por el golpe desde aquella altura. Pero reaccionó al momento.

Oyó entonces ruidos de pasos, de voces.

Y comprendió que se acercaba gente.

Casi sin darse cuenta, posó su mano diestra en la funda del Colt. Estaba desarmado.

Sin armas ni medios para conseguirlas, Norton comprendió que luchar con aquellos sujetos era imposible. Por ello fue retrocediendo hacia donde se advertía la mancha oscura del bosque y la maleza. Cuando llegó a él, sudaba, estaba jadeante, mareado por el esfuerzo después de tanto tiempo sometido a la inmovilidad.

Miró hacia la cuadra y los graneros. La luz de una candileja de petróleo le advirtió de la posición del enemigo. E intentó huir corriendo a través de la maleza; pero, sin embargo, no se movió de donde estaba. Había dicho que ella estaba en Cheyenne y era cierto. ¿La hallarían?

Esto era lo que parecía dominar su voluntad, su ánimo.

Además, huir no era una valentía en él, aun cuando fuera sí, un medio de salvación.

Vio cómo la luz desaparecía tras la edificación. Casi al momento, la voz autoritaria de uno de los hombres.

Norton retrocedió algunos pasos, se ocultó entre los gigantescos pinos, y esperó.

Oyó ruido de pasos por todas partes. Luego algunas antorchas, cuya luz iluminó amplias fajas de terreno. Y, al unísono, los hombres de Jeffrey se pusieron en movimiento, a la caza y captura del fugitivo.

Unos ladridos lejanos hizo estremecer al llanero.

— ¡Un sabueso! —murmuró entre dientes.

Y palideció.

Los pastores de ovejas en las tierras del Norte de la Unión, solían utilizar perros capaces de seguir el rastro de un animal o de un hombre. Solían ser animales de potencia, de fuertes colmillos, feroces en la lucha y difíciles de perder a la presa.

Y aquellos indeseables debían de contar con uno de ellos.

Los ladridos se repitieron más cercanos.

Norton retrocedió entonces. Calculó el lugar donde se hallaba, la dirección del río. Y corrió ahora buscándolo, quizá con el deseo principal de arrojarse a la corriente, de perder el rastro que dejaba, donde el perro no pudiera husmearlo.

Media milla más allá tropezó y cayó. Y aun cuando no se hizo daño, lanzó una maldición ronca.

Sus manos tropezaron casi al instante con un objeto grueso y resistente. Y lo tomó.

Era un palo grueso, largo y fuerte como el hierro.

Sus ojos brillaron.

Y avanzó de nuevo, para detenerse al lado opuesto del claro, cerca de las márgenes del Platte River.

Estaba rendido.

Las horas insoportables, atado fuertemente a la viga de hierro, obligado a permanecer de pie, lo habían agotado mucho. Sabía que podía cruzar el río, que quizá le fuera fácil llegar más allá de donde comenzaban las vertientes de las montañas; pero al final, sin duda alguna, sus perseguidores lo alcanzarían, acorralándolo. Y ello no habría de presentarle más que una disyuntiva: la muerte.

El perro avanzaba veloz, marcando a sus enemigos la verdadera ruta que seguía.

Norton lo columbró difusamente, entre los matorrales.

Era grande y poderoso.

Sus ojos brillaron un momento, los ladridos se hicieron mucho más fuertes, y avanzó saltando sobre él. Pero el llanero estaba preparado. Levantó con fuerza el palo, apretando sobre él sus poderosas manos, y lanzándolo hacia adelante con todas sus fuerzas. Fue una fortuna para él. El arma improvisada golpeó entre los ojos al animal, que lanzó un ronquido sordo, cayendo al suelo. Un segundo golpe, más duro que el anterior, no dio tiempo a que el perro se alzara, aun cuando el primero lo había dejado aturdido. Y éste lo derribó definitivamente, sin conocimiento, aun cuando alentaba.

Norton sabía que cuando pasaran los efectos de aquellos golpes el perro volvería a buscarlo con saña. Sabía también que, a corta distancia, los hombres armados se acercaban.

Y volvió a golpear con furia inaudita, terriblemente, asestando golpes mortales a su enemigo.

Cuando arrojó el arma con la cual se había defendido, la cabeza del perro estaba destrozada. Oía los pasos precipitados, las voces de los hombres del equipo salvaje de Jeffrey. Y no tuvo más oportunidad que ocultarse entre las rocas cercanas, esperando, dominado por la emoción y el cansancio.

Aquellas rocas formaban una pequeña grieta en la que cabía, con alguna dificultad, el cuerpo de un hombre. Acoplóse a ella con rapidez. Y esperó de nuevo, ansiosamente, como si temiera verse descubierto de un instante a otro.

Uno de los perseguidores habló entonces.

Reconoció por su acento a Watson.

—Debe estar cerca de aquí —dijo—. Y ese es el palo con el que ha matado a tu perro, Dusty.

— ¡Maldito sea! —rugió el llamado Dusty—. ¡Lo ahorcaré con mis propias manos!

—Ya te dije que era peligroso. Jeffrey debió haberlo eliminado y no esperar a que la mujer fuera encontrada. Habría sido un enemigo menos.

— ¡Basta de lamentaciones, Watson! —aulló Dusty—. ¡Debemos encontrarlo! No tiene armas con las cuales defenderse y somos cinco contra él. ¡Buscad!

—Ten cuidado, amigo —exclamó el pistolero—. Procura no dejarte llevar de tu odio, o eres hombre muerto.

Pero Dusty no lo entendió bien.

Lentamente, aquellos indeseables buscaron, a la luz de la luna, y valiéndose también de las antorchas, las huellas del fugitivo. Los vio Norton alejarse hacia la orilla del río.

Luego, pasados algunos minutos, regresaron casi por el mismo camino que habían llevado.

—No creo que se haya lanzado al río —dijo uno de ellos.

— ¿Por qué no lo crees, Bill?

—No hemos oído ruido de agua. Y la altura del cauce es grande.

—Bill tiene razón —aseguró Dusty—. No se ha lanzado a la corriente.

—Entonces habrá corrido en uno u otro sentido, siguiendo la orilla.

—O tal vez esté oculto en alguna parte, cerca de nosotros, escuchando nuestras palabras.

Aquella afirmación hizo estremecer a Norton.

Inclinado sobre el suelo, apoyados los pies con fuerza sobre la tierra húmeda, parecía un tigre dispuesto a saltar sobre su presa. Y esperó pacientemente, pero con las manos hacia adelante, los dientes apretados. Si alguno llegaba a descubrirlo, estaba seguro de matarlo antes de que los demás lo mataran a él.

Por espacio de mucho tiempo los cinco hombres buscaron impunemente al evadido. Iban a darse por vencido, cuando uno de ellos avanzó hacia las rocas. Norton no pudo reconocer quién era.

La voz de Watson llegó a él.

— ¿Adónde vas, Bill? —preguntó.

—Esas rocas no las hemos inspeccionado.

—Es un refugio demasiado fácil y no habrá caído en la insensatez de ocuparías.

—Quiero estar seguro de ello.

Los demás permanecieron atentos, más al estrecho sendero que iba a la derecha, bordeando el gran bosque, que las rocas que Bill trataba de inspeccionar.

Nick lo vio a la luz de la luna. Avanzaba con un Colt en la mano, mirando el suelo. De repente, a unos tres metros de él, se detuvo. Miró a la tierra húmeda. Norton comprendió entonces. Los matorrales ocultaban a Bill de sus propios compañeros.

Y Bill había descubierto las huellas de sus botas sobre la tierra.

Como un puma alerta, dispuesto a saltar sobre la presa, Norton cargó todo el cuerpo hacia adelante. Y saltó valientemente, arrollando a su enemigo en la caída.

Un golpe con el puño cerrado en mitad de la frente dejó a Bill casi sin conocimiento. Todo fue tan rápido, tan insospechado, que ni siquiera el pistolero tuvo tiempo de lanzar una voz, un grito, una señal que pusiera en aviso a sus restantes camaradas.

Varios golpes más dejaron a Bill inconsciente.

Una alegría salvaje brilló en los ojos del llanero. Sus labios, entreabiertos, modularon una sonrisa brutal. En sus manos sujetaba ahora los dos Colt de su enemigo. Y se irguió desafiante.

Vio a los otros, casi difusamente, cerca del sendero y de los árboles. .

Y se inclinó de nuevo sobre el caído.

Cuando volvió a levantarse tenía ceñida al cuerpo la canana de aquel sujeto, sus fundas, en las cuales introdujo los dos 45. Y fue retrocediendo poco a poco, camino del rancho semiabandonado.

Hasta él llegaron las voces de alerta de los hombres que habían descubierto al inconsciente Bill. Los vio, a la luz de la luna, cuando trepaban la pendiente camino del rancho.

Había logrado sacarles una buena ventaja. Estaba de nuevo cerca del edificio de la cuadra, a escasa distancia de la mole principal de la hacienda.

Y buscó ansiosamente un caballo por los alrededores.

Cuando lo descubrió, los hombres de Jeffrey se hallaban tan cerca, que tuvo que retroceder hacia el bosque de nuevo. Se daba cuenta de que acababa de perder una buena oportunidad de apoderarse de uno de aquellos animales y huir, salvándose en el galope veloz de la cabalgadura. Pero, por otra parte, el mismo deseo de permanecer allí, que había sentido anteriormente, casi le hizo alegrarse de no poder emprender la retirada a uñas de caballo.

La diestra desenfundó.

Calculó la hora y el tiempo.

Pronto sería de día.

Cuando las sombras de la noche desaparecieran, cuando la luz del alba dominara el extenso paisaje, debía de haber finalizado la lucha, o, al menos, la parte más escabrosa y difícil de la misma.

Sólo así podría conseguir algo positivo.

Deslizóse a través de los árboles como una sombra.

La rapidez de reflejos debía ayudarle mucho. La velocidad en disparar podía ser, sin duda alguna, su mayor aliada.

Y atisbo por entre los matorrales, formando un amplio círculo alrededor del rancho, esperando entrar en contacto con sus enemigos.

Vio la puerta del edificio que servía de cocina.

Estaba iluminado por una lámpara de petróleo.

Y avanzó cautelosamente hacia él.

Dos hombres aparecieron de repente. Los vio intentar retroceder, llevar las manos a la culata de las armas. Y disparó con la velocidad de un relámpago, derribándolos.

Otro, cerca de la puerta del rancho, hizo fuego contra el llanero. La bala silbó amenazadoramente por encima de su cabeza, chocando con un ruido seco contra la pared de troncos del dormitorio de los vaqueros.

Corriendo en zigzag, para evitar ser tocado por un impacto certero, alcanzó la empalizada de troncos. Se arrojó al suelo.

Allí se detuvo un momento.

Voces terribles, órdenes tajantes, llegaron hasta él.

Un hombre saltó unos metros más allá, casi encima suyo. Y a bocajarro disparo.

No oyó, ni siquiera, el grito de agonía.

Norton parecía haberse convertido en una gran figura vengadora. Corrió hacia el lado opuesto de las cercanas colinas, entre las rocas, sin olvidarse del plan trazado para la lucha. Y no tuvo en cuenta su cansancio anterior para correr y desplazarse, en un alarde poderoso de facultades.

Derrengado por el esfuerzo, dejóse resbalar por una pendiente herbosa. Cerca de allí, el terreno formaba la angosta entrada de una quebrada que, progresivamente, íbase ensanchando.

La recorrió en poco tiempo, tratando de no hacer mucho ruido.

De repente pensó en ella, en Emma Tombstone. Y pareció despertar de aquel horrible sueño de matanza. Podían haberla encontrado, podían haberse apoderado de ella.

Y corrió en línea recta hacia los caballos. Dos hombres, antes de cruzar el sendero, aparecieron ante él.

Reconoció a Bill en uno de ellos.

Llevaba un rifle entre las manos.

Y disparó arrojándose a tierra con rapidez. Aquel hombre cayó de costado, atravesado por la bala de plomo. El otro disparó dos veces, y las balas se hundieron a escasos centímetros del cuerpo del llanero, que apretó el gatillo por segunda vez.

Oyó el relincho de los animales, las voces de los hombres que avanzaban. Y entonces corrió en busca del caballo necesario.

No supo nunca lo que había pasado con el hombre que acompañaba a Bill.

De un salto cayó sobre el desnudo lomo de un corcel. Las espuelas que adornaban sus botas, de gruesas rodajas dentadas de acero, se hundieron en los finos ijares de la bestia, que saltó hacia adelante impelida por un huracán desencadenado.

Aferrado a las crines galopó hacia los corrales. La valla era alta, fuerte y poderosa. Y no había camino posible que recorrer más que aquél.

Una vez más las espuelas hirieron al corcel. Lo vio cocear, encabritarse, para después cargar como una centella hacia los corrales, elevándose del suelo como si le hubieran nacido alas, para saltar la empalizada sin rozarla, y perderse al otro lado como una exhalación.

No oía los disparos de sus enemigos, ni sus voces, ni sus blasfemias y maldiciones. Sólo anhelaba salvarse y correr en ayuda de quien consideraba en un inminente peligro.

No se detuvo, no quiso amainar aquella enloquecedora cabalgada.

Y cuando lo retuvo un poco, cuando hizo decrecer el galope, ningún rumor, que no fuera el que producían los cascos del animal, llegaba hasta el llanero.

Y se dio cuenta de que estaba, por el momento, fuera del mortal peligro que lo había acechado.