CAPÍTULO VII
Durante aquellas millas de camino. Norton no halló a su paso ningún obstáculo que le impidiera la marcha. Algunas veces, en aquellos puntos donde se topó con gente caravanera, mineros o tramperos, supo que los indios habían comenzado una ofensiva contra las tropas del norte, hacia la parte sur del territorio de Wyoming.
Las mismas noticias llegaron a él cuando pisó las calles de Cheyenne.
Pero una idea fija bullía en la mente del llanero.
No se detuvo más que el tiempo necesario para adquirir un caballo, municiones y comida, y para asearse, cambiar de ropas y descansar unas horas.
Luego marchó en busca de Emma Tombstone.
No la halló a ella ni a las personas que la habían acogido durante su ausencia.
Desorientado, el llanero vagó por las calles de la ciudad hasta la llegada de la noche. Cheyenne, en aquellos meses de ausencia, había cambiado mucho. Infinidad de caravanas vertieron la gente que llevaban en la ciudad, quizá al amparo, en vista de las revueltas indias, de los fuertes de tropas de la Unión que se extendían a uno y otro lado de los Montes Laramie.
Habían crecido las casas de Cheyenne en número. Los establecimientos de bebidas eran, a la par que más numerosos, mejor dispuestos, más elegantes, si elegantes podían considerarse los típicos cafetines cantantes del Oeste.
En las fachadas lucían letreros llamativos. Por las calles, algunos charlatanes pregonaban la importancia de los cuerpos de bailes llegados últimamente a la ciudad. Y la gente se afanaba por admirar tal o cual “estrella” procedente del Este de la Unión, a la que los voceadores-anunciantes calificaban de excelsa por su voz y su belleza.
Norton comprendió cuán difícil iba a serle encontrar a la muchacha.
No comprendía por qué razón no estaba allí.
Y, sin embargo, pese a sus terribles pensamientos, juzgó que éstos podían ser infundados.
Se tropezó con la gente más bravía de cuanta había encontrado en sus largos años en el Oeste. Presenció algunas riñas callejeras y oyó muy cerca de él los estampidos secos de las armas de fuego.
Pero no se mezcló en ninguno de aquellos conflictos y por fortuna tampoco se encararon con él.
Perdía la esperanza de hallar una pista segura, cuando entró, por centésima vez, en el saloon más importante de Cheyenne. La medianoche estaba cerca. Y, a pesar, de la hora, el local continuaba bastante concurrido.
Norton encaminóse hacia el mostrador.
Antes de llegar a él, observó las mesas dispuestas, dejando un pasillo amplio a cada lado. La ruleta trabajaba intensamente. Oíanse las voces destempladas del “croupier” cantando las jugadas y la exclamación de los ganadores y de los que veían esfumarse sus dólares sin remisión.
Tenía la impresión de que, cuando abandonara aquel sitio, volvería a cabalgar hacia el norte, en busca de las tierras de Tombstone, ocupadas por Jeffrey y sus bandidos. Pero consideraba muy difícil su misión, habido cuenta de que los hombres restantes de la cuadrilla de Jeffrey debían hallarse alerta, esperando en alguna encrucijada a su enemigo.
De repente, alguien cayó hacia atrás, violentamente, impulsado por un formidable directo de otro hombre que estaba al lado opuesto del que caía. Apartóse de un salto y lo vio desplomarse en el suelo, con el rostro tumefacto por el golpe.
Intentó levantarse aquél; pero se contuvo. Un revólver le apuntaba al cuerpo.
Norton estuvo a punto de lanzar una exclamación de asombro. Sus ojos contemplaron el rostro del caído. Y sus labios pronunciaron, en voz baja, un nombre:
— ¡Meison!
Volvió la cabeza instintivamente.
Vio en los ojos del hombre que amenazaba al trampero la idea de matar. Vio cómo el dedo índice, sujetando el gatillo del Colt, iba a cerrarse en un movimiento enérgico, produciendo el estallido del arma. Y, sin detenerse a pensarlo, saltó sobre él.
El Colt tronó.
La bala pegó de lleno contra las tablas del mostrador, atravesándolas. Y una maldición soez brotó de labios de aquel indeseable.
Durante algunos segundos los dos hombres forcejearon.
Nick le hizo doblar el brazo, apretando con toda sus fuerzas, hasta que el revólver cayó a los pies del presunto asesino. Y un golpe formidable en la cabeza lo lanzó contra la mesa más próxima, derribándola en la caída.
Pálido el rostro, Meison acababa de alzarse.
Había una expresión mortal en su rostro.
Miró a su compañero.
Y avanzó algunos pasos hacia el pistolero abatido, que se levantaba penosamente ahora. Su mano extrajo el revólver, le apuntó al cuerpo rectamente, y su voz fue una declaración amenazadora:
—Pertenece a la banda de Jeffrey.
—No tires, Meison —ordenó Norton.
Debiera matarlo ahí mismo como a una alimaña dañina. Me reconoció, Nick. Y me atacó antes de que pudiera defenderme. Es cierto que sin tu intervención, muchacho, ahora estaría muerto. ¡Levántate!
El hombre, apoyándose en la mesa derribada, levantóse.
Tenía una expresión feroz en sus facciones. Lejos de sentir temor, parecía dispuesto a saltar como un tigre acorralado. Y ello hizo comprender a Norton que estaba bajo los efectos del alcohol.
La gente se había agrupado a su alrededor.
Sin embargo, nadie intentó mezclarse en aquel asunto.
Nick vigilaba estrechamente.
Sabía que entre aquellos hombres podía haber alguno de la cuadrilla de Jeffrey, o alguien que tuviera amistad o simpatía por él. Sin dejar de encañonarlo, lo empujó hacia la puerta.
Meison le guardaba la espalda, atento, dispuesto a no dejarse sorprender de nuevo.
Nadie se opuso al paso de aquellos hombres.
El detenido, quizá comprendiendo mejor su posición, parecía haber cambiado de actitud.
Llegaron a la calle.
La luz de los faroles de petróleo alumbraban la escena.
Sólo el murmullo de la gente del establecimiento de bebidas rompía el silencio reinante.
Meison obligó al bandido a avanzar hacia el lado opuesto de la calle. Allí, unos metros más arriba, la cuadra de alquiler abría sus puertas. Ni una palabra cruzóse entre los tres hombres.
Por un momento, el trampero obligó a detenerse al forajido. Sus manos lo aligeraron de la “artillería” que llevaba en la funda izquierda. Luego, atóle las manos a la espalda,
—Tengo mi caballo ahí —dijo Meison, dirigiéndose a Norton—. Vigílalo.
Y penetró en el recinto.
Tardó pocos minutos, y cuando apareció de nuevo, llevaba dos caballos de la brida.
— ¿Son tuyos? —preguntó el llanero.
—No sé de quién es el otro. ¡Vámonos!
Al final de la calle, Norton recogió su cabalgadura
Montado en la silla, sujetos los pies por debajo del vientre del caballo con una cuerda resistente, el individuo de la cuadrilla de Jeffrey no opuso ninguna resistencia.
Meison caminaba en vanguardia. La brida del corcel que montaba el pistolero iba sujeta a la silla del que cabalgaba Meison. Y unos metros a retaguardia Norton, siempre vigilante, temeroso de que le tendieran alguna emboscada.
Cuando se hallaron en las afueras, a algunas millas de distancia de Cheyenne, la tranquilidad imperó de nuevo. La pálida luz de la luna iluminaba el camino.
Los tres cabalgaron silenciosamente.
Pronto los caballos alcanzaron el linde del bosque, cruzando una ancha faja de terreno, en dirección a la cercana vertiente de las montañas.
Meison hizo alto entonces.
Saltó de la silla.
Silenciosamente, el hombre desató la cuerda que sostenía al pistolero bajo el vientre del animal. Después, con pocos miramientos, le obligó a descender.
Norton imitó el ejemplo de su compañero.
Sin pronunciar una sílaba, el trampero apoderóse del lazo. Con él, hábilmente, trazó un nudo corredizo. Y avanzó algunos pasos hacia el prisionero.
Puede que el hombre no hubiera comprendido bien lo que ocurría.
Pero al darse cuenta, su rostro empalideció.
Trató de retroceder.
Y sin contemplaciones, Meison lo derribó contra el suelo de un poderoso golpe en la frente.
Parecía al llanero demasiado dura aquella manera de proceder. Sin embargo, no pronunció palabra, no se movió de donde estaba. Rápidamente, Meison había colocado el dogal alrededor del cuello del bandido.
—Ese árbol será magnífico —dijo el trampero, mirando a Nick Norton—. ¿Quieres echarme una mano, camarada?
—Me encantará hacerlo —repuso Norton, con voz silbante. Y avanzó algunos pasos, tomando el cabo de la cuerda, que lanzó al otro lado de la rama más baja del pino, tomando en el aire el extremo con habilidad.
Luego tiró un momento.
El pistolero vaciló.
— ¿Vais a matarme?
Aquella exclamación fue como un lamento, como un grito de agonía. Meison acercóse algunos pasos. Lo miró intensamente.
— ¡Vamos a ahorcarte! —respondió, con dureza.
— ¡Dejad que me defienda! ¡Lucharé con vosotros, uno a uno, los dos a la vez, si es necesario! Pero no me gusta que me ahorquen.
—Eres un vulgar cuatrero, ladrón y asesino, ¿no es cierto?
—He robado ganado muchas veces. Pocos vaqueros hay en el Oeste que no lo hayan hecho, aun cuando fuera involuntariamente. Pero jamás maté a mis enemigos por la espalda.
—Todos los culpables suelen defenderse de la misma manera. ¿Acaso no has intentado matarme a mí?
Esta vez el hombre no supo qué responder.
—Te callas, ¿verdad? Concedamos un voto de confianza a la duda y hagamos las cosas con cordura. Cuando vuelvas la esquina, como aquel que dice, si te dejamos en libertad, serás capaz de meternos unas onzas de plomo por la espalda.
—Me iré de esta región. ¡Os lo prometo!
Meison miró entonces a Norton, como si quisiera una respuesta.
El llanero negó con la cabeza.
—No te fíes de este granuja, Meison —repuso.
—Sólo le concedería un plazo para vivir.
— ¿Por qué razón? Es de la banda de Jeffrey. Y Jeffrey es un criminal.
—Tengo mis razones para darle esa oportunidad.
— ¿Cuáles son esas razones, Meison?
—Saber algunas cosas que interesan.
—No diría la verdad. ¡Acabemos!
Tiró de nuevo de la cuerda. El bandido dejó escapar un ronquido extraño y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas.
— ¡Espera! —atajó Meison.
—Estamos perdiendo el tiempo.
—Hablará.
— ¿Crees que puedo creerlo?
—Haré lo que queráis —exclamó el hombre, convencido de que estaba al borde de la fosa.
Norton lo miró desconfiadamente.
El era, quizá, quien menos deseos tenía de que aquel hombre fuera colgado; pero tenía que seguir su juego hasta el final. Por ello aferróse a la cuerda del lazo, tiró con fuerza, al mismo tiempo que Meison se lanzaba contra él, despidiéndolo hacia un lado, arrebatándole el cabo del lazo de las manos.
— ¡He dicho que esperes! —dijo, con voz ronca.
Luego, sin hacer caso de Norton, se encaró con el forajido.
—Buscamos a una mujer en Cheyenne. Su nombre es el de Emma Tombstone. ¿Sabes algo de ella?
El pistolero titubeó.
— ¡Responde!
—Se la llevaron.
— ¿Cuándo?
—Esta mañana.
Norton acercóse a ellos. Sabía una de las cosas más importantes de todas las que le preocupaban.
— ¿Adonde la llevaron? —inquirió.
—No lo sé.
—Tu viniste a Cheyenne con ellos.
—Y me obligaron a permanecer aquí.
— ¿Con qué misión?
—Tenía que descubrir a Meison.
— ¡Atalo! —ordenó Meison.
Nick miró a su compañero, mostrando su extrañeza, una extrañeza aparente.
— ¿Es que quiere cargar con él?
—Va a llevarnos adonde están los otros.
— ¿Tienes valor de fiarte de este granuja?
—Le va la vida en ello. Pero antes quiero hacerle otra pregunta. Dime, granuja, ¿sabes algo de “Lince Rojo” y sus “sioux”?
—Sé que Jeffrey nunca perdió el contacto con ellos.
— ¿Crees que se han encaminado allí?
—Irá al rancho. Ellos no saben que ese sujeto escapó.
—En eso puede que diga la verdad —terció el llanero—. No saben que escapé. Si nos damos prisa, quizá podamos alcanzarlos antes de que abandonen el rancho. Murieron algunos de los hombres de James Jeffrey y ello obligará al bandido a tomar sus precauciones.
Se volvió al prisionero.
El hombre, tras aquellas manifestaciones, parecía haber tomado un nuevo respiro.
—“Lince Rojo” existe. ¿Dónde está escondido?
—En las montañas.
—Las montañas son muchas en el Wyoming.
—En la vertiente de los Laramie. Hay un “cañón” cuyo nombre es el de “The Snake Canyon”. Pero será difícil llegar a él. Sus guerreros vigilan estrechamente todos los caminos.
—Eso es cuenta nuestra.
Norton le ató de nuevo. Esta vez no fueron los pies por debajo del vientre del caballo, sino de manera que le hicieron cabalgar como un costal, cruzado sobre la silla.
Y así reemprendieron la marcha.
Meison adelantóse a Norton.
En adelante, el viejo trampero comprendió que debía ir con cuidado. Los pieles rojas volvían a sentirse fuertes, con la retirada de las tropas del Gobierno de algunos puntos de las llanuras.
Y nuevamente sus guerreros caminaban por el sendero de la guerra.
Para esquivarlos era necesario la pericia propia de un hombre avezado como Meison, un hombre que había vivido a la intemperie durante una gran parte de su vida, que conocía al dedillo las costumbres de los indios, lo mismo en la guerra que en la paz.
* * *
Durante las últimas veinticuatro horas, el viento había arreciado de una manera impresionante. La llovizna, mitad agua y mitad nieve, atería el cuerpo y los miembros de los jinetes.
Para mitigar un poco los sufrimientos del prisionero, Norton había consentido en que se le colocara encima de la silla del caballo, sentado, fuertemente sujeto por una cuerda a la misma. Y así, vigilándolo estrechamente, habían cabalgado por espacio de muchas millas.
Meison indicó a Norton la conveniencia de esquivar la entrada en la comarca de Casper. Casper significaba para ellos un nido de bandoleros y un peligro inminente.
Estaba la tarde muy avanzada cuando alcanzaron la zona en que se levantaba el rancho de Tombstone. Un silencio impresionante, una soledad completa, reinaba en todas direcciones.
Norton y Meison echaron píe a tierra, cuando aún faltaban dos millas para alcanzarlo.
Lejos de continuar por el ancho camino polvoriento, penetraron entre los árboles, llevando los caballos de la brida. El prisionero no fue apeado de la silla. Lo vigilaban, al mismo tiempo que prestaban la mayor atención a cuanto iba apareciendo ante sus ojos.
Meison retiróse un centenar de pasos a la derecha.
Norton, siguiendo las indicaciones del trampero, desató al forajido, excepto las manos, haciéndolo caminar junto a él.
Pronto descubrieron las instalaciones del rancho.
Estaba solitario.
Aquello indicó a Norton que las gentes de la banda debían haberse trasladado a otros lugares, quizá mucho más seguros que aquel. También era posible que hubieran permanecido en Casper desde aquel día en que se vio obligado a pelear contra ellos.
Meison seguía avanzando.
Lo vio hacerle algunas indicaciones.
Y las siguió al pie de la letra.
Esta vez el llanero hizo caminar al hombre por delante, de cara a la empalizada de troncos de árboles.
Ni una sola vez se detuvo.
Tenía la impresión de que Jeffrey había dejado abandonada la hacienda, tras apoderarse de la muchacha, quizá hasta que el tiempo frío del invierno hubiera pasado, permitiéndole la buena estación de la primavera reajustar el ganado, incrementar el equipo de jinetes, y estar en condiciones de hacer frente a todos los impedimentos que se cruzaran en su camino.
Nunca pasó por su mente la idea de que Jeffrey estuviera dispuesto a defender aquello que no le pertenecía, esperando la llegada de sus enemigos.
Su huida debía haberlo acobardado.
Las tropas del Gobierno, aun cuando habían cedido terreno en sus avanzadas hacia los campamentos indios, no estaban tan lejos como para que fuera un imposible pedirles ayuda y obtenerla. Y Jeffrey no quería, en modo alguno, verse envuelto en un asunto en el cual tomaran parte los federales. Tenía una cuenta pendiente con ellos.
Ahora los movimientos de los dos amigos fueron más cautelosos.
No había nada anormal que indicara a Norton la presencia de enemigos.
Sin embargo, aquel mismo misterio que lo rodeaba todo, llamaba poderosamente su atención.
Y desenfundó, casi sin darse cuenta, el arma.
Meison había logrado alcanzar los dos heniles que se alzaban cerca de la cuadra de la hacienda. Los corrales estaban algo más bajos y en ellos no se veía una sola cabeza de ganado.
Vio al trampero avanzar algunos metros. También él lo hizo, hasta tocar casi los troncos de la empalizada. Y, de repente, un rifle tronó.
Norton sintió el silbido de la bala cerca de su cabeza. Pero oyó, a su espalda, el grito del prisionero. Aquel hombre rodó por la hierba fulminado.
Nick cayó a su lado. Lo examinó, sin dejar de esgrimir en la diestra el revólver. Y vio que tenía un balazo en medio de la frente.
Una mueca de repugnancia apareció en sus labios.
Como un piel roja, el llanero arrastróse unos metros hacia uno de los huecos que formaba la empalizada a la derecha. El tirador, fuera quien fuera, solamente debió descubrirlo a él, ya que de haber visto a Meison, tal vez aquel mismo disparo hubiera cortado la vida del trampero.
Meison había estado, y aún seguía estándolo, mucho más cerca que ellos.
Lo columbró un instante.
Movíase con diligencia hacia la pared lateral del rancho, junto a la que se detuvo. Y desde allí, silenciosamente, pasó a la espalda de la edificación.
Nick Norton no se movió de donde estaba.
Esperó.
Tenía la certeza de que en cuanto el tirador lo descubriera, trataría de partirle la cabeza de un balazo, lo mismo que había hecho con el forajido de Jeffrey.
Puede que aún desconociera la presencia de Meison.
Y Meison estaba totalmente a cubierto de sus disparos, en óptimas condiciones para sorprenderlo y atacarle por la espalda.
Pero... ¿era solamente uno el que guardaba el rancho?
¿Cuántos había dejado Jeffrey de centinela?
Aquella incógnita se sabría pronto.
Comenzó a moverse de nuevo, paulatinamente, tratando de cruzar con rapidez en los espacios por los cuales no era fácil que el tirador le acertara.
Pero era evidente que lo había descubierto.
Sus detonaciones se sucedieron.
Algunas veces las balas estuvieron a punto de alcanzar el cuerpo del llanero.
Los minutos fueron transcurriendo.
De repente, aquel rifle cesó de disparar.
Norton se irguió.
Miró hacia adelante.
Nada.
Permaneció algunos segundos asomando sólo la copa del Stetson de ala ancha. Clavó los ojos allá en frente, a la salida del edificio, sobre la escalera bajo el porche. La puerta entreabrióse entonces y una figura humana apareció.
Llevaba las manos en alto.
Tras ella, Meison amenazaba con un revólver.
Norton avanzó entonces, decididamente.
Y se detuvo en el centro de la explanada, inclinado hacia adelante, atento.
Observó al trampero.
Desarmó al hombre, dejándolo después en libertad.
Aquella acción extrañóle.
Sin embargo, no se atrevió a pronunciar una sola palabra.
Atemorizado, el pistolero avanzó hacia te cuadra. Cerca de ella estaban dos caballos, uno de ellos con silla.
Montó en el primero, lo espoleó, desapareciendo al galope unos minutos más tarde.
Norton avanzó algunos pasos.
—No digas nada, Nick —aconsejó Meison—. Sé lo que vas a recriminarme.
—Entonces, si lo sabes, ¿qué me respondes?
—Era necesario hacerlo.
— ¿Sabes que ha matado a su compañero, sin saberlo?
—Lo siento por el muerto, pero de nada nos hubiera servido. El no conocía el lugar donde está Jeffrey oculto. Y ese que huye sabe, exactamente, donde lo aguardan sus camaradas.
—Creo que entiendo lo que quieres decirme. ¿A qué esperamos?
—Tienes razón.
Ambos apretaron el paso. Más allá del camino, junto a los árboles, esperaban los caballos. Y montaron, para colocarlos al galope.
El frío que habían experimentado antes había desaparecido por completo. Sólo se preocupaban de una cosa: seguir el rastro del que huía, sin ser advertidos en la persecución.
El mismo iba a llevarlos al cubil del jefe de la cuadrilla.
La llegada de la noche implicó serios contratiempos para los dos amigos. La lluvia arreció bastante. El terreno, que anteriormente había permanecido duro, se iba convirtiendo en un barrizal. Y allí donde la dureza del suelo era extraordinaria, la misma nieve había formado una pequeña capa de hielo en la que los caballos resbalaban con frecuencia, amenazando desplomarse.
Teniendo el viento de cara, ambos jinetes soportaron, durante mucho tiempo la inclemencia del tiempo. Habían visto en algunos momentos la silueta lejana del jinete que huía. Pero ya había desaparecido tragado por la semioscuridad de la noche.
Norton comprendió cual era la dirección exacta.
¡Casper!
En aquella época, Casper no era más que un pueblo más del Oeste de la Unión, futura ciudad en embrión. Y si aquel sujeto iba directamente al pueblo, lo encontrarían.
Cerca de la media noche penetraron en la calle principal de Casper.
El frío era intenso.
La tempestad, más al norte de la comarca, avanzaba progresivamente.
Y muy pronto se desencadenaría, para hacer intransitables los caminos, para impedir que jinetes y hombres a pie pudieran trasladarse de un punto a otro de aquel lugar del país.
Dejaron los caballos a la salida, guarecidos entre los árboles. Los dos animales juntaron la cabeza, se ampararon mutuamente, inmóviles, soportando la avalancha, algo más débil, por estar detenida con los fuertes troncos de los pinos.
Meison avanzó por una acera y Norton por la otra.
Contrariamente a lo que ocurría en Cheyenne, toaos los establecimientos estaban cerrados ya. No vieron a ningún ser humano por los alrededores de las edificaciones. Y todo daba la sensación de haber perdido la vida habitual que animaba los viejos pueblos del Oeste salvaje.
Cuando hubieron recorrido la gran calzada, de norte a sur y de sur a norte, la sensación que experimentaban los dos amigos era decepcionante. Aquel hombre que seguían no estaba allí. Había cambiado su rumbo.
—Lo hallaremos. La lluvia ha cambiado mucho —dijo Norton—. La nieve ha prendido en los caminos poco transitables y las huellas del caballo estarán muy recientes. Debemos volver sobre nuestros pasos.
—Nadie sabe donde se apartó del camino general.
—Será fácil averiguarlo.
Meison no replicó.
Volvieron a montar.
Esta vez, sin prisas, paso a paso, retrocedieron.
Durante cuatro o cinco millas, viendo transcurrir el tiempo, soportando la persistente nevada, los dos jinetes buscaron con ansiedad las huellas del fugitivo.
Casi habían perdido la esperanza.
La hora era tan avanzada, que Norton calculaba la cercanía del amanecer.
Fue M ti son quien hizo la indicación oportuna. Había un ramal, una especie de sendero que penetraba en la maleza.
Desaparecía en una revuelta pronunciada.
Norton avanzó, examinó unos cincuenta metros más arriba del ancho camino, regresando al paso corto del caballo.
—Hay unas huellas que derivan en esa dirección —dijo, cuando estuvo cerca del trampero.
—Entonces no hay ninguna duda.
Y Meison avanzó hacia aquel punto.
Norton iba el primero.
Cincuenta pasos detrás, el trampero.
Y ambos preparados.
Así cabalgaron durante media hora, penetrando cada vez más en el bosque de coníferas. De repente. al doblar un pronunciado recodo, ambos se detuvieron.
Parte del bosque finalizaba allí donde se abría una explanada amplia.
Yal final observaron la silueta de una cabaña.
Entonces el camino moría junto a la edificación, dejando paso a otro que tenía cierta semejanza con los que trazaban los ganaderos para conducir los rebaños al mercado.
Norton comprendió que era un camino militar.
—Hay un caballo allá —dijo Nick, de repente.
—Ese debe ser el suyo.
— ¿Qué buscará aquí?
—Pronto lo sabremos, si llegamos. Es posible que Jeffrey le ordenara reunirse aquí con ellos.
— Desmonta, Meison. Y ten cuidado con la cabeza.
Súbitamente alguien se apartó de la esquina de la vivienda. Oyeron el ruido de un rifle al ser montado. Después, con acento frío, una voz que ordenaba el alto.