26
No hubo funeral para Amos Hall y tampoco para Ben Findley. Anna lo impidió.
—No lo haré —dijo Anna—. No fingiré que lloro la muerte de Amos y con respecto a Ben Findley…, bien, vivió solo veinte años y también puede descender solo a su sepultura.
No había revelado a nadie su conversación con Ben Findley la noche de la muerte de Amos y ahora supo que jamás hablaría de eso. Llegó a la conclusión de que no tenía objeto. No quedaba nadie que conociera la verdad completa acerca de lo que había sucedido todos esos años. Y ella creía que eso ya no importaba realmente. Ahora, todo había terminado. Todos habían muerto y aunque ya no podían revelarle las respuestas que Anna hubiera ansiado conocer, en todo caso tampoco podían lastimarla más de lo que ya habían hecho.
Por supuesto, habían hablado con ella acerca de Ben Findley, cuando vinieron de Mulford para investigar su muerte.
Ella no les habló de Nathaniel. Había decidido que tampoco de eso volvería a hablar. De modo que cuando le preguntaron quién podía haber asesinado a Ben Findley, se encogió de hombros.
—Imagino que un vagabundo —dijo—. Ben no tenía amigos, pero tampoco tenía enemigos. Por lo tanto, tuvo que ser un vagabundo.
En Prairie Bend nadie pudo ofrecer una idea mejor y nadie dio crédito a la insistencia de Michael en el sentido de que Nathaniel había asesinado al recluso.
Los investigadores inspeccionaron la propiedad de Ben Findley, pero no prestaron mucha atención al cuartito que estaba bajo el galpón y supusieron que era sencillamente el refugio utilizado en caso de tormentas. En definitiva, regresaron a Mulford, seguros de que jamás hallarían al asesino de Ben Findley e igualmente seguros de que en Prairie Bend eso no le importaría a nadie.
Los días que siguieron a estas muertes fueron cada vez más difíciles para Janet. Advirtió que estaba vigilando de cerca a Michael y que se preparaba para el momento en que sufriría repentinamente una de sus jaquecas y después insistiría en que Nathaniel le había mostrado algo al mismo tiempo horrible e inverosímil. En cambio, estaba cada vez más nerviosa, segura de que el mal que Michael sufría aún no había acabado.
Parte de su certidumbre de que estos episodios aún no habían concluido tenía que ver con Sombra.
Desde la noche en que habían hallado muerto a Ben Findley en su galpón, el gran perro negro no había sido visto. Tampoco parecía que Michael estaba conmovido por su desaparición.
—Está ayudando a Nathaniel —dijo Michael—. Volverá. Nathaniel lo traerá.
De manera que Janet estaba esperando.
Al quinto día, cerca del anochecer, Sombra retornó.
Janet y Michael estaban en la cocina. Michael se hallaba de pie frente al fregadero, lavando la vajilla usada durante la cena y Janet se había instalado frente a la mesa de la cocina, intentando laboriosamente manejar las agujas de tejer que Anna le había regalado esa tarde.
—Aprende ahora —había dicho Anna—. En invierno te ayudará a pasar el tiempo.
De modo que estaba intentando, pero la cosa no funcionaba bien. A decir verdad, Michael podía manejarlas mejor que ella.
—No puedo —dijo al fin y dejó el tejido sobre la mesa—. No consigo el mismo número de puntos en cada hilera y además la trama se ajusta cada vez más. —Pero como Michael no contestó, volvió hacia él los ojos y advirtió que estaba mirando por la ventana. Alzó la mano derecha para frotarse la sien.
—¿Michael? —Como de todos modos él no reaccionó, Janet se puso de pie—. ¿Qué sucede, hijo? —preguntó—. ¿Alguna dificultad?
Su mirada siguió la de Michael y a lo lejos, en el Campo de Potter, vio la conocida silueta negra de Sombra.
—Está buscando a los niños —dijo Michael con voz distante—. Está buscando a los niños que el abuelo mató.
Tratando de controlar los nervios, Janet rodeó con los brazos el cuerpo de su hijo.
—No, Michael. Allí no hay nada…
—Sí, hay algo —repitió Michael con voz más fuerte—. Sombra está buscando, ayudando a Nathaniel a encontrarlos.
—¡No! —exclamó Janet.
Michael se volvió para mirar a su madre y su rostro expresaba furia.
—Sí, están allí y Nathaniel tiene que encontrarlos, y yo debo ayudarlos.
Comenzó a debatirse en los brazos de Janet, tratando de liberarse, pero ella se mantuvo firme.
—¡No! —gritó—. Allí no hay nada y no está Nathaniel y tienes que dejar de fingir que existe. ¡Basta ya, Michael! ¿Me oyes? ¡Basta ya!
Michael continuaba aferrado por los brazos de Janet, pero de pronto los ojos del niño, hirviendo de furia, se clavaron en los ojos de Janet.
—Tú no sabes —murmuró—. Tú no sabes, porque no conoces a Nathaniel.
Durante varios minutos los dos permanecieron inmóviles, en una lucha de voluntades. Finalmente, Janet supo lo que tenía que hacer.
—Muy bien —dijo y se separó de Michael—. Vamos a ver. Ahora mismo vamos a conocer la verdad.
Tomó a Michael de la mano, salió de la casa y caminó hacia el cuarto de herramientas. Varios segundos después, siempre sosteniendo firmemente el brazo de Michael y con una pala en la mano derecha, partió hacia el Campo de Potter.
—Vamos a desenterrarlos —dijo a Michael mientras pasaban la alambrada de púa—. Si hay cuerpos en este campo, los desenterraremos ahora y podremos examinarlos.
Sombra alzó la cabeza y los observó mientras se acercaban. Cuando los reconoció comenzó a brincar y meneó la cola y su ladrido feliz resonó en la pradera. Michael corrió hacia el perro, lo rascó y acarició, pero Janet se mantuvo inmóvil y silenciosa. Finalmente, cuando Michael comenzó a calmarse ella habló.
—¿Dónde están? —preguntó—. ¿Dónde están enterrados?
Sombra aplastó súbitamente las orejas sobre la cabeza y su alegre ladrido se convirtió en un gruñido irritado.
—Está bien —lo calmó Michael—. Está muy bien, muchacho. Vamos a ayudarte.
Después, lentamente, Michael comenzó a recorrer el campo en compañía de Sombra.
—Aquí —dijo Michael.
Janet movió la piedra que estaba a los pies de Michael y hundió la pala en la tierra. Trabajó en silencio, sin preocuparse del esfuerzo que exigía a su cuerpo, más interesada en demostrar a Michael que no había nada en el campo que en el peligro que corría el hijo por nacer.
Un momento después comenzaron a aparecer fragmentos de huesos.
Janet los miró y se inclinó para recoger uno. Lo estudió un momento, y después lo pasó a Michael.
—Míralo —dijo—. Está viejo y quebradizo y podría ser cualquier cosa. Podría ser humano, o no. Pero sea lo que fuere, es demasiado viejo para suponer que tu abuelo pudo enterrarlo aquí.
Ahora Michael sentía que las sienes le latían con fuerza, y miró a su madre con furia mal contenida.
—Hay más —murmuró—. En todo el campo hay más.
—¿Dónde? —preguntó Janet—. Muéstrame dónde. Insistes en que los hijos de la tía Laura están enterrados aquí. Pero ¿dónde están? Si es cierto lo que dices, muéstramelos.
Temblando, Michael la miró y después comenzó a caminar en silencio. Atravesó el campo y al fin se detuvo.
—Aquí —dijo de nuevo—. Si deseas ver, es precisamente aquí.
Sin pronunciar palabra, Janet comenzó de nuevo a cavar.
Nathaniel observó unos instantes y después se volvió y caminó lentamente por el galpón, mirándolo todo por última vez. El cuartito bajo la puerta trampa, donde había vivido tantos años: el cuarto de los arneses, desde donde había observado los entierros, esas extrañas noches en que los niños nacían y morían.
Sus hijos, los niños a quienes podía alcanzar gracias a los poderes de su mente. No habían sido muchos, pero todavía los consideraba suyos.
Estaba su hermano. La noche que Nathaniel nació, había llamado a su hermano y él había contestado. Pero después Nathaniel se durmió y cuando despertó su hermano ya no estaba. Después y durante mucho tiempo, Nathaniel había llamado a su hermano, le había pedido ayuda, pero su hermano nunca había acudido.
Después hubo dos más, dos a quienes había sentido: los habían traído al campo y los habían enterrado.
Y después, pocos meses atrás, su hermano regresó. Nathaniel lo recordaba muy bien. Una mañana había despertado y sintió que ya no estaba solo, que al fin su hermano había retornado para ayudarlo a vengar todos los agravios que había sufrido. Él y su hermano hablaron largo rato y su hermano prometió venir a buscarlo, sacarlo de allí y ayudarlo a derruir a sus enemigos.
Pero entonces su hermano había muerto. Había intentado advertir a Mark, pero no pudo. Mark era mayor que él y no hizo caso de sus avisos. Y el viejo lo asesinó.
Y entonces, pocos días después, llegó Michael. También había llamado a Michael y el niño respondió.
Y con la ayuda de Michael destruyó a sus enemigos.
Y ahora, Michael y su madre estaban en el campo y hallarían a los niños y conocerían la verdad.
Ahora, al fin, Nathaniel podía regresar a su hogar.
Salió del galpón y al amparo de la oscuridad cada vez más densa cruzó el patio. No prestó atención a la casa; la casa que había sido parte de su cárcel todos los años de su vida, pero que los últimos días había sido su refugio secreto. En cambio, concentró la mente en su meta: la casa en que había nacido.
Se movió de prisa, atravesó sin dificultad la alambrada y pocos segundos más tarde estaba allí…
La pala de Janet tocó algo, que detuvo la penetración del metal en la tierra, pero era demasiado blando para ser una roca. Mientras Michael permaneció de pie, acompañado por el tembloroso Sombra, Janet se arrodilló y comenzó a cavar con las manos.
Un momento después sintió los suaves pliegues de una manta.
El corazón comenzó a latirle aceleradamente mientras trabajaba, y un momento después retiró el objeto que había liberado de su cubierta de tierra.
Lo miró unos momentos, temerosa de abrirlo, temerosa de que fuese realmente lo que ella creía.
Pero había llegado demasiado lejos para retroceder ahora. Con una mano desfalleciente apartó una esquina de la manta.
Pudo soportar lo que vio solamente un segundo. Ya la carne había comenzado a descomponerse y el cráneo había perdido del todo la piel. Se le revolvió el estómago y sin quererlo Janet dejó caer en su tumba el pequeño cadáver. El rostro pálido, todo el cuerpo temblándole ahora, Janet se volvió para mirar a su hijo.
—¿Cómo lo sabías? —jadeó—. ¿Cómo lo sabías?
—Nathaniel —dijo Michael con voz serena—. Me lo dijo Nathaniel.
—¿Dónde está él?
Michael guardó silencio un momento y después los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Fue a casa —dijo—. Fue a casa para morir.
Michael se detuvo, los ojos fijos en la ventana de su cuarto. Janet también se detuvo. Siguió la dirección de la mirada de Michael y elevó los ojos. La casa estaba a oscuras, excepto una sola luz, que parpadeaba extrañamente en la ventana de Michael. Sombra se adelantó para rascar ansiosamente la puerta del fondo.
—¿Qué sucede, Michael? —preguntó Janet.
—Nathaniel. Está aquí. En mi cuarto.
—No —murmuró Janet—. Michael, aquí no hay nadie. No existe Nathaniel.
Pero en el instante mismo de decir las palabras, Janet comprendió que no creía en ellas. Fuera lo que fuese Nathaniel, fuese un ser real o un fantasma o a lo sumo, una criatura forjada por la imaginación de Michael, era real. Ahora para ella era tan real como para Michael y para Anna.
Janet caminó pausadamente hacia la puerta del fondo de la casa. Michael la siguió, el rostro súbitamente inexpresivo, como si estuviera escuchando a un ser a quien Janet no podía ver.
Janet abrió la puerta y buscó la llave de la luz. No sucedió nada. Sombra se deslizó en el interior de la casa y desapareció inmediatamente a través de la cocina y escaleras arriba.
Ahora Janet podía sentir la presencia en casa y su instinto la incitaba a huir, a abandonar la casa a quien la había invadido, a tomar a Michael y perderse en la noche oscura.
En cambio, pasó a la sala y tomó el atizador que colgaba del borde de la chimenea.
Después se volvió, y como si estuviera en trance se acercó al pie de la escalera y comenzó a subir.
Michael la siguió. De nuevo le dolía la cabeza y otra vez se le había llenado de humo la nariz. Oyó en la cabeza el murmullo de Nathaniel.
Esta es mi casa y he regresado al hogar.
Michael avanzó y comenzó a enturbiársele la visión.
Esta es mi casa y nunca la abandonaré. Nunca más.
Llegaron al corredor del primer piso. La presencia de Nathaniel era casi palpable. También estaba Sombra, su cuerpo grande extendido sobre el suelo frente a la puerta de Michael, un gemido estrangulado brotándole de la garganta.
Esta era la casa de mi madre y esta es mi casa. No volveré a abandonar mi casa.
Michael se detuvo, miró la puerta cerrada y escuchó la voz de Nathaniel, consciente de lo que Nathaniel le pediría que hiciera.
Janet también se detuvo, pero después se adelantó otra vez y apoyó la mano sobre el picaporte de la puerta del cuarto de Michael.
Lo movió y después empujó suavemente la puerta, y al fin la abrió del todo.
En el centro, los vacíos ojos azules fijos en ella, el rostro ceniciento sin expresión, estaba de pie Nathaniel, iluminado por la suave luz de la lámpara de petróleo.
—Esta es mi casa —dijo—. Nací aquí y aquí moriré.
Janet los reconoció a todos en el extraño rostro que tenía enfrente. Era un rostro sin edad y carecía de sentimientos y todos estaban allí.
Estaba Mark y también Amos.
Y Ben Findley.
Y Michael.
Durante varios segundos que parecieron eternos, Janet miró esa cara, y sintió que la cabeza le daba vueltas. Incluso ahora, mientras lo observaba, aún no estaba segura de que fuera real o una mera aparición.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Yo soy Nathaniel.
—¿Qué desea?
—Deseo lo que es mío —replicó Nathaniel y su voz sin timbre resonó en el cuarto—. Quiero lo que me quitaron. Quiero…
—¡No! —gritó de pronto Janet. Toda la tortura que había sufrido los últimos meses, todas las tensiones, todos los temores, la abrumaron ahora y se concentraron en el extraño ser que estaba en la habitación de Michael—. ¡No! —gritó de nuevo—. Nada. Aquí no conseguirá nada.
Alzó el atizador y lo descargó sobre Nathaniel con toda la fuerza que pudo reunir. Nathaniel retrocedió trastabillando bajo el golpe y Janet soltó el atizador y se abalanzó sobre el joven.
¡Ayúdame, Michael! Las palabras resonaron en la cabeza de Michael mientras veía a su madre arrojarse sobre Nathaniel. Y otra vez las palabras de Nathaniel. ¡Ayúdame!
Todo lo que Michael veía ahora era brumoso, desdibujado por el humo que lo sofocaba y por el sonido de las palabras de Nathaniel que resonaban en su cabeza.
Ayúdame, Michael. Por favor, ayúdame…
Su mente comenzó a concentrarse y en su fuero interno comenzó a cobrar forma el deseo de Nathaniel.
Y entonces, obedeciendo a una orden silenciosa de Michael, Sombra se incorporó súbitamente y se lanzó al interior de la habitación. Michael tuvo la sensación de que veía la escena en movimiento retardado: le pareció que el perro describía un arcó lento en el aire, que desnudaba los colmillos, que achataba las orejas y que de sus fauces se desprendían gotas de saliva.
—¡Ayúdame! —Las palabras de Nathaniel resonaron ahora en el cuarto y vibraron en los oídos de Michael tanto como en su mente.
Y entonces Sombra alcanzó su blanco y el cuerpo se le torció en el aire y derribó la mesita que sostenía la lámpara de petróleo, mientras cerraba firmemente las mandíbulas sobre un cuello humano.
Un grito atravesó la habitación cuando la lámpara reventó y las llamas comenzaron a extenderse. La ropa de cama se incendió primero, y después las cortinas.
De pronto, la habitación se saturó de humo real, y Michael comprendió con absoluta claridad que este era el humo que había estado oliendo desde hacía tiempo y que Nathaniel, al mismo tiempo que le mostraba el pasado, había estado señalándole el futuro. Y ahora podía oír los gritos de terror de su madre que se imponían a los gemidos de dolor y de angustia de Nathaniel.
Se le aclararon las ideas y observó un momento, clavado en el sitio, mientras su madre comenzaba a combatir el fuego que se extendía velozmente.
En el piso, sangrando por la herida del cuello, Nathaniel yacía tranquilamente bajo el perro que continuaba atacándolo.
—¡No! —gritó Michael. Se abalanzó hacia el interior del cuarto—. No, mamá. Déjalo… ¡es demasiado tarde! ¡Afuera! ¡Tenemos que salir!
Sin esperar respuesta, Michael le aferró el brazo y comenzó a arrastrarla fuera de la habitación incendiada.
Para Janet nada de todo eso era ya real. Ni Nathaniel, ni Michael, ni siquiera el fuego. Estaba atrapada de nuevo en la pesadilla, pero esta vez tenía que salvarlos. Su familia corría peligro de muerte y ella tenía que salvarlos.
Luchó para desasirse de las manos que la sujetaban, hizo todo lo posible para permanecer en el cuarto, trató de combatir las llamas que se extendían.
Y entonces, del humo emergió una figura que se arrojó sobre ella y Janet cayó al piso. Reaccionó y se arrodilló, y de nuevo se incorporó.
Pero ahora el cuerpo pesado la presionaba, empujándola hacia la puerta y las manos insistentes continuaban arrastrándola.
Ahora había salido del cuarto en llamas y estaba en la escalera. Comenzó a aclarársele la mente y reconoció a Michael, al frente, arrastrándola. Atrás estaba Sombra, ladrando furiosamente, impidiendo con su cuerpo que ella desandase camino.
Al fin salieron de la casa y se reunieron en el patio mirando cómo las llamas consumían la madera reseca. En cierto momento, cuando elevó la mirada, Janet creyó que había una cara tras la ventana de Michael, pero un segundo después la imagen desapareció, porque la casa se derrumbó.
La gente comenzó a reunirse. Primero los Simpson, después los Shields y más tarde otros, hasta que la mayoría de los habitantes de Prairie Bend estuvo allí.
Nadie trató de salvar la casa, nadie intentó rescatar nada de lo que había allí. Mientras la casa ardía, comenzó el parto de Janet.