18

Janet estaba sentada en la pequeña sala, contemplando aprensiva la última caja que aún no había sido abierta. Sabía que su contenido sería especialmente difícil para ella. Todo el resto ya había sido considerado hacía mucho. Mientras la primavera cedía el lugar al verano sofocante, ella y Michael habían dedicado muchas veladas a clasificar los restos de su vida en Nueva York, desechando algunas cosas, guardando otras y enviando algunas al canasto de los residuos. Finalmente había quedado solo esta caja, y Janet había hecho todo lo posible para postergar el momento de revisarla. Era la caja de Jack, los restos de su vida, todas las cosas retiradas de sus escritorios, en casa y en la universidad. Janet había retrasado el momento de abrirla, esquivándola y desplazándola constantemente hacia un rincón más alejado del cuarto; pero ahora estaba allí, aislada del resto, y ya no había excusas para continuar retrasando el momento. A menos que la enviase al pequeño desván, a menos que la despachase a ese cuarto que podía olvidarse fácilmente, porque allí podía permanecer sin que nadie la tocase durante varias generaciones.

Como el diario de Abby.

Consideró la idea en su mente, mientras estaba allí sentada y gozando del atardecer de mitad del verano. El calor del día finalmente había disminuido y una suave brisa soplaba en la pradera. El canto de los grillos parecía colmar la vasta soledad del paisaje y suscitaba en Janet un sentimiento de paz que no había sentido durante los meses que siguieron a la muerte de Mark. Pero esta noche, mientras Michael dormía en su cuarto —al parecer pacíficamente— Janet comenzó a preguntarse si realmente necesitaba abrir esa caja. Quizá no debía hacerlo. Tal vez debía desecharla sin más trámites, como mucho tiempo atrás alguien se había desentendido del diario de Abby y lo había olvidado.

Pero no se había olvidado el diario de Abby, ni tampoco a la propia Abby.

Y Janet estaba segura de que lo mismo sucedería con Mark. Para Janet esa sencilla caja de cartón se había convertido en una caja de Pandora. Contra toda lógica, ella tenía la definida sensación de que cuando la abriese aparecerían serpientes y que los reptiles devorarían lo poco que a ella le restaba de confianza en su marido. Pero de todos modos, por mucho que discutiera consigo misma, sabía que en definitiva abriría la caja. Suspiró, y comenzó la tarea.

Primero, encontró todas las cosas que ella recordaba del escritorio de Mark en el apartamento. Incluso los lápices muy gastados y los clips doblados habían sido guardados. Revisó rápidamente distintos objetos y apenas prestó atención a los fajos de cheques cancelados, los registros financieros de la vida en común, las notas garabateadas que Mark escribía a menudo durante una tarde, para meterlas después en un cajón del escritorio y olvidarlas.

Solo cuando llegó al contenido del escritorio de la universidad su examen se hizo más minucioso y se detuvo para leer el material archivado: los comentarios acerca ut sus alumnos, las observaciones relacionadas con diferentes estudios que estaba contemplando y que nunca se decidía a ejecutar. Y entonces, en el fondo de la caja, encontró un gran sobre cerrado con el nombre de Janet, escrito con la letra característica de Mark.

Con manos temblorosas abrió el sobre y dejó caer sobre su regazo el contenido. No había mucho: una copia del testamento de Mark —el mismo testamento que estaba en poder de su abogado— y otro sobre, también cerrado e igualmente con el nombre de Janet.

Miró largo rato el sobre, siempre jugando con la idea de apartarlo y no leerlo, pero finalmente también lo abrió. Adentro encontró una nota escrita con la letra irregular de Mark, y un tercer sobre, que había sido abierto y vuelto a cerrar con tela adhesiva. Tenía el sello del correo de Prairie Bend, pero no había indicación del remitente.

Leyó primero la nota de Mark:

Querida Janet:

En realidad, no imagino cuáles pueden ser las circunstancias en que llegues a leer esto, pero de todos modos creo necesario escribir estas líneas. La semana próxima, cuando termine mis asuntos en Chicago, iré a Prairie Bend. Hay algo que ha estado inquietándome. Se remonta a muchos años atrás, y como probablemente no es nada, no entraré ahora en detalles. Hay muchas cosas de las cuales jamás te hablé; pero tenía mis razones. De todos modos, si me sucediera algo, quiero que sepas que te amo profundamente y que jamás haría algo que te lastimase. Por otra parte, desearía pedirte que hicieras algo. Tengo una hermana —Laura— y quisiera que te ocupes de ella. Quizás ella misma no sabe que necesita ayuda, pero creo que es el caso. Si lees esto, tendrás que leer también su carta, y quizá comprendas. Haz lo que puedas. Sé que todo esto no arroja mucha luz sobre nada, pero mientras no sepa más no puedo hablar.

Con todo mi amor.

Mark.

Janet leyó de nuevo la nota y después otra vez. Con cada lectura sé acentuaba la tensión, hasta que al fin sintió que su cuerpo era una maraña de nudos.

—Maldito seas —murmuró al fin—. Maldito seas por decirme lo indispensable para que todo me intrigue, pero no lo suficiente para que sepa algo.

Finalmente tomó la carta de Laura, y sintiendo que en realidad estaba violando la intimidad de su cuñada, de mala gana la retiró del sobre y la desplegó. Estaba escrita con letra temblorosa, y la firma al pie era totalmente ilegible. Y sin embargo, a pesar de la agitación que se manifestaba en la escritura, Janet advirtió que la remitente era una persona estrechamente unida a Mark.

Querido Mark:

Sé que hace siglos que no te escribo y sé que probablemente no me contestarás, pero tengo que hacerte una pregunta. Si no la hago, voy a enloquecer. Espero otro hijo y después de lo que sucedió la última vez, siento tanto miedo que no sé qué hacer. Creo que mataron a mi hijo. Dijeron que estaba muerto al nacer, pero por cierta razón sé que no fue así. ¡Mark, sé que mi hijo no nació muerto!

Pienso constantemente en esa noche, la noche que te fuiste, cuando yo me escondí en el sótano. Sé que en mi memoria guardo algo acerca de esa noche, pero no alcanzo a definir qué es. ¿Te parece que estoy loca? Quizás así es. De todos modos, Mark, necesito saber qué pasó esa noche. Pienso constantemente en que me está sucediendo lo mismo que le pasó esa noche a nuestra madre. ¿Mataron a su hijo? Por cierta razón, creo que eso hicieron, pero esa noche yo estaba en el sótano. Por lo tanto, ¿cómo puedo saberlo? Por favor, Mark, si sabes algo dintelo. No me importa lo que viste, o creíste ver… necesito saberlo. Y necesito saber que no estoy enloqueciendo.

Como había hecho con la carta de Mark, Janet releyó la misiva de Laura.

En realidad, no le decía nada nuevo… abundaba en las mismas conjeturas ilógicas que Laura le había manifestado respecto de si aborto, las conjeturas que a juicio de Janet eran el resultado del dolor de una madre ante la pérdida de su hijo.

Salvo que cuando Laura había escrito esa carta aún no había perdido a su hijo.

Pero había perdido otro, una niñita, una pequeña llamada Rebecca. ¿Becky? Pero eso tampoco tenía sentido. Por lo menos Becky había vivido un tiempo… había fotos, pulcramente pegadas en un álbum con epígrafes, aunque después las habían arrancado… eso había sido después de la muerte de la niña. Seguramente la misma Laura las había despegado, incapaz de soportar el dolor provocado por los recuerdos de su hija desaparecida.

¿Y qué había en la nota que indujo a Mark a regresar a Prairie Bend después de tantos años de ausencia? Hubiera podido contestar a las preguntas de Laura con una carta, breve o extensa. En cambio, había regresado en persona a Prairie Bend, decidido a buscar algo.

Algo, de eso Janet estaba segura, se relacionaba con la noche de su fuga.

¿Lo había encontrado?

¿Qué significaban las cartas? ¿Quizá que si Janet las leía él había encontrado lo que estaba buscando y eso le había costado la vida?

La idea apenas comenzaba a formarse en su mente, cuando de pronto arriba Michael comenzó a gritar.

Janet abrió la puerta del cuarto de Michael y en primer lugar oyó el sordo gruñido de Sombra. Estaba junto a la cama de Michael, mostrando los dientes, el pelaje erizado, y los ojos amarillos brillando en la oscuridad. Pero cuando ella le habló y el animal la reconoció, pareció que se calmaba y el gruñido dejó el sitio a un suave gemido. Un momento después Janet abrazó a su hijo, acunándolo tiernamente hasta que los sollozos cesaron.

—¿De qué se trata, querido? ¿Es el dolor de cabeza? ¿Quieres tomar una píldora?

Michael meneó la cabeza, los ojos agrandados por el miedo.

—¿No es el pie? —preguntó Janet. El pie había tardado en curar e incluso después de ocho semanas Michael continuaba cojeando un poco. A veces, cuando estaba cansado, aún le dolía.

Pero de nuevo Michael meneó la cabeza.

—Entonces, ¿qué pasa, querido? ¿No puedes decírmelo?

—El abuelo —sollozó Michael—. Tuve un sueño con el abuelo y vi lo que sucedió. Como antes, cuando vi al abuelo castigando a papá.

Janet se sintió súbitamente deprimida. Había abrigado la esperanza de que los sueños en los cuales Michael veía a su padre y a su abuelo hubiesen concluido y de que Michael los olvidase.

—¿Tuviste otro sueño? —preguntó.

—Pero no era un sueño —insistió Michael—. Era como si yo estuviese allí y lo viese todo. Y esta vez vi lo que sucedió cuando me lastimé el pie. Vi al abuelo tratando de matarme.

—Oh, Michael —dijo Janet—. El abuelo no pudo hacer nada parecido. Por nada del mundo te habría herido. Te tiene mucho afecto.

—No, no es así —replicó Michael, apretándose contra el cuerpo de su madre y abrazándola—. Vi lo que sucedió. No me lastimé yo mismo el pie… ¡fue el abuelo! Quería clavarme la horquilla. ¡Intentó matarme!

Janet contuvo una exclamación.

—¿Clavarte la horquilla? ¿De qué estás hablando, Michael?

—Sí, con la horquilla. Quería atravesarme con la horquilla, exactamente como hizo con papá.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Janet y sus brazos se cerraron con más fuerzas sobre el cuerpo del aterrorizado niño.

—No, querido, estás equivocado. Papá se cayó desde varios metros de altura y se clavó en la horquilla. Fue un accidente. El abuelo no estaba allí.

—¡Estaba! —Michael se desprendió del abrazo de Janet y se sentó en la cama. Incluso en la penumbra, ella pudo ver los ojos de su hijo, encendidos de cólera—. ¡Estaba allí! ¡Yo lo vi!

De pronto, Sombra saltó a la cama y Michael abrazó el cuello del corpulento animal.

—Nosotros lo vimos, ¿verdad, Sombra? ¡Lo vimos!

Con un sentimiento de agobio, Janet comprendió que era inútil discutir con Michael.

—Está bien —dijo en voz baja—. No intentaré explicarte lo que viste y lo que no viste. —Michael pareció relajarse un poco y trató de tocarlo. Sombra gruñó, pero después se calmó—. ¿Por qué no dejamos afuera a Sombra esta noche? —dijo Janet—. ¿Quieres, Sombra? —El animal movió apenas la cola—. ¿Ves? Está moviendo la cola.

Michael miró al perro y extendió la mano para rascarle la oreja.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó, y como si hubiera entendido a su amo Sombra esta vez movió enérgicamente la cola. Janet se puso de pie.

—Está bien. Lo dejaré salir y tú ven a mi cama. Volveré en un minuto. Vamos, Sombra.

El perro se incorporó, pero no saltó de la cama. En cambio, volvió la cabeza y sus ojos se fijaron expectantes en Michael.

—Ve, muchacho —dijo afectuosamente Michael—. Ve con mamá.

Sombra saltó de la cama y siguió a Janet fuera del dormitorio y escaleras abajo… Después, cuando ella le abrió la puerta de la cocina, se hundió en las sombras de la noche. Janet lo vio enfilar en la dirección de la propiedad de Ben Findley, pero unos segundos después su pelaje oscuro se confundió con la oscuridad y desapareció. En silencio, Janet formuló la esperanza de que el perro fuese tan invisible para el caprichoso anciano como lo era para ella.

Recorrió la planta baja, apagando luces y verificando puertas y ventanas. Un momento antes de apagar la última luz recogió la carta de Mark y la releyó y después, releyó también la nota de Laura. Finalmente devolvió las dos hojas al sobre donde las había encontrado y devolvió todo al último cajón del escritorio. Con un gesto reflexivo apagó las luces, subió al primer piso, se desvistió y se metió en la cama al lado de su hijo.

—¿Todavía estás despierto? —preguntó.

Michael se movió pero no contestó.

—Que duermas bien —dijo Janet con voz apenas audible—. Por la mañana habrás olvidado todo esto.

—No, no lo olvidaré —replicó Michael, con voz que arrancó ecos a la oscuridad—. No olvidaré nada. Jamás.

Guardó silencio un momento y después se movió y se volvió.

—¿Querido? ¿Te sucede algo?

—Hum —contestó Michael—. Tuve un dolor de cabeza, eso es todo.

—¿Quieres que te traiga un poco de aspirina?

—No… Casi se ha calmado.

—¿Quieres decir que lo tuviste toda la noche?

Michael meneó la cabeza en la oscuridad.

—Desperté con él —dijo—. Lo tuve durante el sueño, y de nuevo al despertarme. Pero ahora casi ha desaparecido.

Janet permaneció despierta largo rato, pensando en Michael. Se había mostrado especialmente silencioso las últimas semanas y aunque se había reconciliado con Ryan, todavía no tenía con su primo —o con cualquiera de los restantes niños del pueblo— las relaciones estrechas que ella hubiera deseado. Y su actitud frente al abuelo parecía casi obsesiva.

Y entonces, poco antes de dormirse, Janet recordó las palabras de Michael el día que Ione había comprado la muñeca.

Estoy seguro de que la mataron… Estoy seguro de que la enterraron en el Campo de Potter.

No, se dijo Janet. No es posible. Está imaginando cosas. Nada de todo eso es posible.

Poco después del alba Amos Hall miró por la ventana de su cocina y frunció el ceño.

—Ahí está de nuevo ese condenado perro —dijo en voz baja. Los ojos de Anna siguieron la mirada de su marido y a lo lejos vio a Sombra, la cola caída, merodeando alrededor del galpón.

—Si viene a buscar mis gallinas, le costará la vida —dijo Anna, empujando la silla hacia la puerta—. Tú, Sombra, ¡fuera de aquí! ¡Vuelve a tu casa!

El perro se puso tenso y volvió la cabeza para mirar hacia la casa.

—Eso mismo —gritó Anna—. A ti te hablo. ¡Fuera de aquí! —Cuando Sombra desapareció tras la esquina del galpón, ella se volvió hacia Amos—. ¿Qué está haciendo por aquí tan temprano? Nunca se separa de Michael. ¿Oíste llegar la camioneta de Janet?

—No la oí porque no vino —replicó Amos. Se puso de pie y pasó al comedor, y después a la sala. Un minuto después regresó—. Y la bicicleta de Michael tampoco está aquí. De modo que no se acercó a nuestra casa… salvo que esté paseando por la orilla del río. Saldré a mirar detrás del galpón.

Salió de la casa y atravesó el patio, se acercó al galpón y después rodeó la esquina de la construcción. Detrás del galpón no vio a Sombra ni a Michael. Desconcertado, Amos se detuvo y paseó la mirada por el campo. El grano maduro, de casi un metro de alto, se inclinaba al recibir la brisa y Amos lo examinó unos minutos tratando de encontrar un lugar en que el niño y el perro pudieran esconderse. Y después, a medida que pasaron los segundos, comenzó a sentir que un par de ojos lo observaban.

Se volvió, esperando a medias ver a Michael que le sonreía, pero no encontró nada.

Nada, excepto, como antes, la desagradable sensación de que lo observaban. Finalmente, elevó los ojos.

En el desván del galpón, visible únicamente la cabeza, estaba Sombra. Jadeaba con la boca entreabierta y parecía mirar con desprecio a Amos.

—¿Qué demonios…? ¡Tú, Sombra! ¡Baja de allí!

A Sombra se le erizaron los pelos del lomo y de su garganta brotó un sordo gruñido, pero siguió donde estaba.

Largo rato el hombre y el perro se miraron fijamente, y entonces Amos vio que la puerta del cuarto de los arneses estaba entreabierta. Sin embargo, estaba seguro de haberla cerrado la noche anterior y hoy no la había usado.

Michael tenía que estar por ahí y sin duda se encontraba en el interior del galpón. Amos entró en el cuarto de los arneses y cenó la puerta tras de sí.

—¿Michael? ¿Estás aquí, hijo?

No hubo respuesta, solo el ruido de las patas de Sombra que se movía allá arriba.

—Vamos, Michael —gritó Amos, con voz un poco más alta—. Sé que estás aquí. Si me obligas a entrar y buscarte, lo lamentarás. ¡Y quiero que tu perro salga inmediatamente del galpón!

Tampoco ahora hubo respuesta y Amos atravesó el cuarto de los arneses y entró en el galpón propiamente dicho. Oyó algo que se movía y de nuevo los movimientos de Sombra en el desván. Amos revisó cuidadosamente el centro del galpón, pasando frente a cada uno de los pesebres.

Todos estaban vacíos.

Finalmente, cuando llegó al frente del galpón, elevó los ojos hacia el desván.

Sombra lo miró a su vez.

—Sé que estás allí, Michael —dijo Amos—. Alguien llevó allí al perro. Los perros no suben escalas.

Pero ninguna respuesta rompió el silencio del galpón.

Amos avanzó hacia el pie de la escala que conducía al desván, y comenzó a subir. Un segundo después, Sombra apareció en la puerta trampa abierta al final de la escala y de su garganta brotó un gruñido al mismo tiempo que el animal mostraba los dientes.

Amos interrumpió el ascenso y elevó la mirada. El corazón le latió un poco más rápido.

—Quita de aquí ese perro, Michael —ordenó. Unos segundos después, Sombra se apartó de la puerta trampa.

Con un rápido movimiento Amos terminó de subir la escala y paseó la mirada por el desván.

Sombra había desaparecido.

—Está bien, Michael —dijo Amos y la suavidad de su voz apenas disimulaba su cólera—. La broma ha terminado. No importa dónde estés, muéstrate.

No sucedió nada.

Amos se acercó a la pequeña pila de fardos de heno. Estaban bajo el techo inclinado, y Amos tuvo que agacharse para espiar en el estrecho espacio que dejaban.

Mirándolo hostil, los ojos relucientes, ahí estaba Sombra.

Sobresaltado, Amos se enderezó y su cabeza golpeó contra una de las vigas que sostenían el techo. Retrocedió trastabillando y Sombra, como percibiendo su ventaja, gruñó y avanzó.

—Atrás, maldito seas —murmuró Amos. Miró alrededor, buscando un arma y vio una horquilla cerca del borde del desván.

Con movimientos lentos, sin apartar los ojos del perro, comenzó a acercarse a la horquilla.

Sombra avanzó, el pelaje erizado y el gruñido transformado en un rezongo colérico.

De pronto, Amos hizo el movimiento que venía preparando y con la mano derecha aferró la horquilla. El perro se detuvo, como si hubiera sabido que ahora la situación era diferente.

Amos sintió que los latidos del corazón retornaban a la normalidad y aferró con más fuerza el mango de la horquilla. Comenzó a tirar golpes contra el perro y lentamente Sombra retrocedió y su gruñido se convirtió en un gemido hosco.

Y entonces el anca musculosa de Sombra tocó los fardos de heno y el animal no pudo continuar retrocediendo. De nuevo se le erizó el pelo, y la cola, siempre metida entre las patas traseras, comenzó a temblar. Los ojos amarillos, relucientes en la oscuridad del desván, parecieron angostarse hasta formar ranuras malévolas, y se clavaron en la horquilla, como si esta hubiera sido una serpiente.

—Ahora no eres tan valiente, ¿eh? —murmuró Amos—. Maldita culebra, tenías mucho coraje hace un momento, pero mírate ahora.

De pronto, Sombra saltó y en medio del aire sus mandíbulas se cerraron sobre el mango de la horquilla y la fuerza de su peso consiguió arrancar la herramienta de manos de Amos. Antes de que Amos pudiera reaccionar, el perro se acercó a la puerta trampa abierta y un momento después la horquilla caía inofensiva al suelo del galpón.

Y entonces, mientras Amos observaba, Sombra se volvió, y nuevamente comenzó a avanzar sobre el anciano, cercándolo como si hubiera sido un conejo, observándolo, acortando la distancia entre ambos, esperando el momento oportuno para atacar.

De nuevo Amos empezó a retroceder y otra vez sus ojos buscaron un arma.

No había ninguna.

Y de pronto Amos sintió el borde del desván. Se detuvo, y miró al perro con una mezcla de miedo y cólera.

—Abajo, maldito seas —murmuró—. ¡Abajo!

Sombra lo ignoró y se acercó todavía más, los ojos relucientes de malevolencia, el rezongo de su garganta convertido en un sonido que no se interrumpía.

Y finalmente, una vez más Sombra saltó. Las fauces abiertas, lanzó el cuerpo hacia adelante.

Amos alzó instintivamente las manos y los brazos para rechazar el ataque, pero sabía que era inútil. Las mandíbulas del animal ya se cerraban sobre el cuello del hombre y los dientes se disponían a destruir y desgarrar.

El peso de Sombra cayó sobre Amos y este perdió el equilibrio y pasó el borde del desván.

Casi pudo sentir las puntas de la horquilla que esperaban allá abajo y que se le hundían en la espalda, empalándolo como habían empalado a Mark.

La fracción de segundo que necesitó para llegar a la artesa le pareció una eternidad y casi deseó que las mandíbulas de Sombra se hubieran cerrado sobre su cuello, quitándole la vida antes de que el metal de la horquilla le atravesara el cuerpo. Por lo menos con el perro la muerte habría sido rápida y el sufrimiento habría durado poco.

Y entonces, poco antes de que terminase la caída, se desmayó.

Janet oyó la campanilla del teléfono cuando regresaba de alimentar a las gallinas. Apresuró el paso para atender, pero Michael se le adelantó. Un momento después, el niño la llamó desde la sala de estar.

—¿Mamá? Es la abuela y quiere hablar contigo. —Y mientras Janet tomaba el receptor, Michael agregó—: Tiene una voz muy extraña.

—¿Anna? Pensaba llamarla en pocos…

Interrumpió la frase y se sentó en una silla que estaba al lado del teléfono.

—Comprendo —dijo finalmente—. Pero ¿se curará? ¿Está segura? —Volvió a escuchar y después depositó el receptor sobre la horquilla y se volvió para hablar con Michael—. El abuelo sufrió un accidente —dijo, mientras alargaba la mano para recoger su bolso—. Tenemos que ir allí inmediatamente. —De pronto, paseó la mirada por la habitación y frunció el ceño—. ¿Dónde está Sombra?

Como respondiendo a su pregunta, se oyó un suave rasguido en la puerta principal y Michael fue a abrir la puerta para dar paso al perro. El animal frotó ansiosamente el hocico contra la pierna de Michael durante un minuto, pero después, como si hubiera advertido que los ojos de Janet lo estudiaban, se acercó a ella y apoyó la cabeza contra el cuerpo de la mujer. Janet vaciló, pero finalmente le rascó detrás de las orejas. Mientras miraba, Michael experimentó una súbita preocupación.

—¿Qué le sucedió al abuelo? —preguntó y la madre lo miró al mismo tiempo que apartaba la mano de la cabeza de Sombra.

—No estoy segura —dijo—. Parece que se cayó del desván del galpón. Está bien, pero dice que Sombra lo atacó.

Michael se arrodilló instantáneamente junto al perro, y abrazó con fuerza su cuello.

—¡No es cierto! Sombra es incapaz de lastimar a nadie. Además, estaba aquí cuando me levanté. ¿No es así Sombra?

El perro gimió feliz y lamió la cara de Michael.

—Pero hace solo una hora que estamos levantados —observó Janet—. El abuelo se levanta al alba. Sombra bien pudo estar allí.

—Pero ¿por qué habría ido a la casa del abuelo? ¡Ni siquiera simpatiza con él!

Janet suspiró y se puso de pie.

—Bien, en realidad no sabemos qué sucedió, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no vamos allí y averiguamos?

Michael reaccionó violentamente.

—¡No! —exclamó.

—¡Michael!

—No quiero ir a esa casa. El abuelo echará la culpa de todo a Sombra y no es justo.

De pronto, Janet recordó sus propios pensamientos de la noche anterior. No discutas con él.

—Está bien —dijo—. Quédate aquí. Pero deseo que permanezcas en la casa y descanses. Todavía cojeas, aunque sea un poco.

—¿Puedo salir al patio del fondo a jugar con Sombra? Podría entretenerme arrojándole palos.

Janet ya estaba en la puerta de salida.

—Está bien, pero no vayas más lejos. El patio. ¿Entendido?

—Sí.

—Volveré cuánto antes.

Después que ella se marchó, Michael y Sombra quedaron solos en la casa.

—¿Lo atacaste, Sombra? —dijo en voz baja Michael cuando se apagó el sonido de la vieja camioneta—. ¿De veras lo atacaste? —El perro gimió, y se acercó más a su amo—. Hiciste bien —murmuró Michael—. La próxima vez quizá consigas matarlo.

La escena en la casa de los Hall era extrañamente conocida. Ahí estaba Anna, su silla de ruedas cerca del sofá de la sala, y también Ione Simpson, que hacía todo lo posible para cubrir la ausencia determinada por la muerte del doctor Potter, y ambas se inclinaban sobre la figura recostada en el sofá. Pero esta vez era Amos Hall, no Michael. Janet se detuvo un momento en el umbral, pero Anna le indicó con un gesto que entrara.

—Está bien —aseguró la mujer más joven—. No hay nada roto, y Ione no cree que haya heridas internas. Sobre todo perdió el aliento y su dignidad está lastimada. —De pronto, frunció el ceño—. ¿Dónde está Michael?

—Lo dejé en casa —se apresuró a replicar Janet—. No sabía qué sucedía acá, y temí que aumentase la confusión.

—Al que quiero es a su perro —gruñó de pronto Amos. Se debatió un momento y después se sentó, la mirada colérica—. Ese animal me atacó y quiero matarlo.

—Vamos, Amos —comenzó a decir Anna, pero el marido la interrumpió.

—Tú lo viste, Anna. Lo viste merodeando cerca del galpón. Y después me atacó.

—Oh, Amos, lo siento mucho —dijo Janet—. ¿Qué sucedió? ¿Por qué lo atacó?

—¿Cómo demonios puedo saberlo? —rezongó Amos. En pocas palabras relató lo que había sucedido. Cuando concluyó, Janet suspiró.

—En ese caso, habrá que desembarazarse del perro.

—¿Desembarazarse? —preguntó Ione—. ¿Qué quieres decir?

Amos la miró hostil.

—Quiere decir que es necesario destruirlo. ¿Ya no entiende su propio idioma?

Ione apretó los labios, pero no contestó.

Janet se inclinó hacia adelante.

—Amos, no quise decir eso…

—Bien, debió decirlo. Ese perro es peligroso. Lo dije la primera vez que lo vi. Pero no me creyeron. Bien, ¿me creen ahora?

—Yo…

Pero esta vez Ione Simpson no permitió que Amos concluyese la frase.

Amos, ¿está seguro de que el perro lo atacó?

Los ojos irritados de Amos se volvieron nuevamente hacia la enfermera.

—¿Qué significa esa pregunta, si estoy seguro?

—A lo largo de los años he visto muchas mordeduras de perro —replicó Ione, manteniendo serena la voz ante la cólera de Amos—. La mayoría leves, pero algunas eran mordeduras graves. Y hace unos años, un perro del tamaño aproximado de un collie en efecto atacó a un habitante del pueblo.

—¿Y? —preguntó Amos.

Ella se encogió de hombros.

—Por lo menos esa gente podía mostrar alguna herida. ¿Y recuerda a Joe Cotter? Un perro le destrozó los brazos y tuvo suerte de salvar la vida.

Durante un momento Amos guardó silencio, mirando hostil a Ione. Cuando al fin habló, lo hizo en voz peligrosamente baja.

—¿Está acusándome de mentir?

Ione meneó fatigada la cabeza, consciente de que discutir con Amos Hall era inútil.

—Solo sugiero que quizás usted cree que la cosa fue mucho peor de lo que hubo en realidad. En otras palabras, ¿dónde están las mordeduras?

—Maldito sea, no me mordió —rugió Amos—. Me empujó hacia el borde del desván y después saltó sobre mí y provocó mi caída.

—Amos, cálmate —lo interrumpió Anna—. Nadie te acusa de nada, y sin duda crees que Sombra te atacó. Pero ¿no puedes estar equivocado? ¿Por una vez en tu vida no puedes estar equivocado en algo?

—No —replicó secamente Amos—. Sé lo que sucedió, y quiero matar a ese perro. Más tarde o más temprano atacará a otra persona. —Su atención se volvió hacia Janet—. ¿Qué dirías si atacase a Michael?

Janet miró sorprendida al anciano.

—¿A Michael? —dijo—. ¿Por qué demonios podría atacar a Michael? Lo adora. Casi se diría que los dos se hablan.

A Amos se le ensombrecieron los ojos.

—Bien, si algo le sucede a Michael, la culpa no será mía.

De pronto, Janet se irritó con el anciano.

—Amos, basta —dijo—. Nada le sucederá a Michael y si le pasa algo, no será por culpa de Sombra. En este momento el perro es el mejor amigo de Michael y a menos que usted pueda presentar algo más que palabras para respaldar su afirmación de que él lo atacó, no pienso eliminar al perro, Ione tiene razón… si lo atacó, usted debería tener por lo menos algunas heridas. Creo que sencillamente se cayó del desván y no quiere reconocerlo. Y francamente, debería avergonzarse de usted mismo por tratar de achacar la culpa a Sombra.

Se puso de pie y salió de la habitación, seguida inmediatamente por Anna, que la detuvo antes de que saliera de la casa.

—¿Janet? Espera un momento.

Agotada su furia, Janet se volvió para mirar a su suegra.

—Oh, Anna, lo siento… no sé qué me sucedió.

—No —dijo en voz baja Anna, meneando la cabeza—. No te disculpes. No tienes la culpa… en absoluto. Estoy segura de que todo sucedió como dices. Pero Amos siempre ha sido así… no puede soportar que lo contradigan o critiquen o que le demuestren su error. Llegará a entender. Dale un poco de tiempo.

Janet asintió.

—Por supuesto. —Sonrió con tristeza a Anna—. ¿Fue eso lo que sucedió con Mark? ¿Dio a entender que Amos se había equivocado en algo?

Anna vaciló un momento y después asintió.

—Quizá puede decirse que así fue. —Su mirada encontró la de Janet, y esta casi pudo sentir la tristeza que había en ella—. No hagas lo mismo —rogó la anciana—. No te apartes de él… de nosotros. Sé que no siempre es un hombre llevadero, pero te tiene afecto, y también se lo tiene a Michael. Sé que es así.

Janet extendió la mano y tocó la mejilla de la anciana.

—Lo sé —dijo en voz baja—. Y todo se arreglará. No le guardaré rencor y tampoco lo hará Michael.

Anna permaneció junto a la puerta hasta que Janet se marchó, y después impulsó la silla de ruedas de regreso a la sala, donde Ione Simpson estaba aplicando una inyección a Amos. Anna permaneció silenciosa en su silla, 1os ojos fijos en el marido.

Pero con la mente había regresado veinte años, a la casa donde Janet vivía ahora, la casa de la cual Mark había huido.

Tiene que saberlo, pensó Anna. Janet tendrá que saber lo que sucedió esa noche, y por qué Mark se alejó. Y yo tendré que decírselo. Pero incluso mientras concebía este pensamiento, Anna de ningún modo estaba segura de que jamás podría decir la verdad acerca de esa noche y de lo que había sucedido antes. Aún después de tantos años, era un tema demasiado doloroso.

Retornó al presente y nuevamente concentró la atención en su marido. En silencio, se preguntó qué había sucedido realmente en el galpón esa mañana y si en efecto Sombra había atacado a Amos. O había sido otro accidente, como el de Mark. Como el de Michael.

Con un estremecimiento, Anna recordó las palabras de su marido el día que Michael se había lastimado el pie. Comprendió que las dificultades no habían cesado. El problema que había comenzado veinte años atrás, se había renovado el día que finalmente Mark volvió al hogar.

Y de pronto supo con terrible certidumbre que el problema no cesaría hasta que Amos estuviese muerto. Amos o Michael. Su marido o su nieto.

Con movimientos lentos, Anna movió la silla y la impulsó fuera de la habitación.

—¡Agárrala, Sombra! ¡Agárrala, muchacho! —El palo había recorrido un arco en el aire, y aterrizó con un golpe seco en el polvo, cerca de la entrada del sótano. Sombra se separó unos pasos de Michael, y después se volvió para mirar inseguro a su amo—. Eso mismo, Sombra —dijo Michael—. Agárralo. Agarra el palo. —El perro vaciló, y después, como si al fin comprendiese lo que se esperaba de él, trotó hacia el pequeño refugio. Pero antes de llegar al palo, se desvió hacia la derecha, y un momento después comenzó a husmear alrededor de los bordes de la puerta cerrada. Finalmente volvió la mirada hacia Michael y ladró ruidosamente.

—Oh, vamos, Sombra, estamos jugando —se quejó Michael. Comenzó a acercarse al pedazo de madera que hasta ahora no había conseguido atraer la atención del perro. Cuando tuvo el palo en la mano, Michael llamó de nuevo a Sombra—. Vamos, muchacho. ¡Mira lo que tengo aquí! —Pero Sombre no le hizo caso, el hocico siempre pegado a la rendija entre las puertas del sótano. Con el ceño levemente fruncido, Michael soltó el palo y caminó hacia el perro y cuando estuvo más cerca del corpulento animal, comenzó a sentir un lento latido en las sienes—. ¿Qué pasa? —preguntó.

Como si quisiera responder, Sombra gimió ansioso y con la pata rascó la puerta.

—¿Hay algo ahí? Michael manipuló un momento la puerta y finalmente consiguió entreabrirla. Sombra desapareció inmediatamente en la penumbra del lugar, pero Michael vaciló, y clavó los ojos en la oscuridad, para tener un indicio de lo que había atraído al perro.

Y entonces oyó la voz.

—Michael.

—¿Nathaniel? ¿Estás… estás aquí?

—Entra —ordenó la voz—. Entra y cierra la puerta.

Como si estuviera en trance, Michael obedeció a la voz y descendió con cuidado los peldaños, cerrando la puerta tras de sí. Sus ojos comenzaron a adaptarse lentamente a la oscuridad. Por las grietas de las viejas puertas se filtraba luz suficiente para permitirle ver que Sombra se había agazapado en un rincón, las orejas erguidas, batiendo suavemente la cola.

—¿Nathaniel? ¿Estás aquí?

—Estoy en ti, Michael. Estoy en ti y tú estás en mí. ¿Entiendes?

En la semioscuridad del cuarto subterráneo, Michael abrazó el cuello de Sombra y se acercó más al perro.

—No —dijo vacilante.

—Cada uno de nosotros es parte del otro —dijo la voz de Nathaniel—. Yo soy parte de tu padre y soy parte de ti.

—¿Mi padre? —preguntó Michael—. ¿Por eso… por eso el abuelo lo mató?

—Él lo descubrió. Él lo descubrió y por eso mató a tu padre.

Los ojos de Michael buscaron, para hallar el rostro conocido de Nathaniel, pero en ese cuarto no había nada, solo frío y penumbra.

—¿Qué descubrió papá? —murmuró.

—Los niños. Descubrió a los niños. Yo se lo dije y se lo mostré y él me creyó. Pero tuvo miedo.

—¡Eso es imposible! —protestó Michael—. ¡Mi papá nada temía!

—Michael, temió actuar —replicó la extraña voz—. Temió castigarlos, incluso después de ver lo que habían hecho.

—¿Quieres decir que no quiso luchar? A Michael le tembló la voz cuando formuló la pregunta, pues poco a poco comenzaba a comprender lo que se le estaba pidiendo.

—No quiso obligarlos a morir, Michael. —La voz de Nathaniel cobró un tono extrañamente premioso y aunque Michael estaba seguro de que debía resistirse a esa voz, supo que no podría hacerlo—. ¿Tú lo harás, Michael, cuando llegue el momento estarás conmigo y me ayudarás para ayudarlos a morir?

—Yo… yo no…

—Lo sabes bien, Michael —insistió la voz de Nathaniel—. Sabes lo que tienes que hacer. Nos lo dijiste.

—¿Les dije? ¿Les dije qué?

Hubo un largo silencio, y después, viniendo del interior de su cabeza, Michael oyó sus propias palabras —las palabras que había dicho a Sombra esa misma mañana— repetidas ahora por la voz de Nathaniel: «La próxima vez, quizá puedas conseguir que muera.»

En lo profundo de su ser, en la profundidad de su subconsciente, Michael comprendió lo que se esperaba de él.

Tenía que vengar la muerte de su padre.

Tenía que matar a su abuelo.

La cabeza agobiada por el doloroso martilleo, Michael trató de expulsar de su mente la voz de Nathaniel.

Apartó los brazos de Sombra y se lanzó hacia la puerta del sótano, subiendo a tropezones los peldaños para salir a la luz de la mañana. Pero incluso entonces el rostro de Nathaniel continuó al lado.

—Lo harás, Michael. Cuando llegue el momento, me ayudarás. Lograrás que ellos mueran, Michael. Lo harás…