7

La mañana siguiente Michael entró en la cociná y descubrió que su abuelo lo esperaba, sentado en la mesa de la cocina, muy erguido el cuerpo. Los ojos del viejo se clavaron en Michael con una frialdad que sobresaltó al niño.

—¿Dormiste bien? —preguntó Amos.

Indeciso, Michael se acercó al refrigerador y comenzó a revisar el estante superior, buscando el jarro de jugo de naranja que sabía estaba allí, bien disimulado por las masas de restos que la abuela siempre tenía a mano.

—Creo que sí —dijo, y finalmente encontró el jarro detrás de una botella de leche. Se retiró del refrigerador, recogió un vaso del secaplatos y se dirigió a la mesa.

—Yo no —replicó Amos—. Oí a tu madre andando por la casa, y vine a ver si necesitaba algo. Estaba bien, pero se sentía preocupada porque tú te habías ido.

—Yo… salí a dar una vuelta.

—Comprendo —dijo Amos, y se apartó de la mesa—. Y ahora darás otro paseo. En marcha.

A Michael se le agrandaron los ojos, y miró a su abuelo.

—¿Adón… adónde?

—Al galpón —dijo Amos, y por primera vez Michael vio la correa de asentar navajas que el anciano sostenía en la mano derecha.

—Pero…

—Sin peros —lo interrumpió Amos—. Anoche preocupaste mucho a tu madre. La preocupaste muchísimo. No volverás a hacerlo. Ahora, camina.

Los ojos de Michael se volvieron hacia la puerta que daba al corredor, pero no vio a nadie que pudiera salvarlo. De mala gana, pero consciente de que no tenía alternativa, salió con su abuelo a la luz del sol. Solo cuando estuvieron detrás del galpón, fuera de la vista de la casa. Amos volvió a hablar.

—¿Adónde fuiste?

Michael vaciló. Esa mañana casi parecía un sueño lo que había sucedido la noche precedente. En realidad, cuando recordaba el episodio ya no sabía qué había sucedido exactamente. Había salido a caminar, y le parecía recordar que se había dirigido a la propiedad del viejo Findley. Pero ahora ya no estaba muy seguro de ello. ¿Había ido realmente allí? Intentaba recordar, pero lo único que evocaba claramente era el bosque junto al río y el prado. Y una voz. Había oído una voz. Pero ¿dónde?

—A… ninguna parte —dijo finalmente—. Me acerqué al bosque que está junto al río. No… estuve fuera de casa mucho tiempo.

—Bájate los pantalones y agáchate.

Con movimientos lentos Michael se soltó el cinturón y se bajó los vaqueros. Se volvió y se inclinó, afirmando las manos sobre las rodillas. Un segundo después sintió la primera mordida de la correa en las nalgas, y un grito brotó de sus labios.

—No grites —dijo Amos—. Si gritas, será peor. Ahora dime adónde fuiste.

—No fui a ninguna parte —gimió Michael—. Ya se lo dije, solamente me acerqué al río.

—Estuviste fuera de casa más de una hora.

De nuevo el cuero le golpeó las nalgas, pero esta vez Michael pudo sofocar el grito.

—No… no lo sabía —dijo Michael—. Creí que había estado afuera apenas unos minutos.

—No debiste salir de la casa, y menos sin avisar a tu madre.

—No tengo que decirle todo lo que hago…

La correa surcó el aire y pareció envolverle el muslo de Michael como una serpiente.

—En adelante, preguntarás a tu madre o hablarás conmigo antes de hacer algo. ¿Entiendes?

Michael no dijo nada, preparándose para recibir el siguiente latigazo. Llegó un instante después, e inmediatamente después oyó la voz de su abuelo.

—¿Me oíste?

—Sí.

De nuevo el látigo surcó el aire y mordió la carne.

—¿Sí qué?

Michael pensó de prisa, rechinando los dientes para dominar el dolor, mientras las lágrimas le quemaban los ojos.

—Sí, señor —dijo al fin.

Y así terminó el castigo con el látigo.

—Está bien —dijo el abuelo, Michael se incorporó con movimientos lentos y se levantó los vaqueros para cubrir las nalgas que le ardían. Después se volvió para enfrentar a su abuelo, los ojos ardientes de furia y la cabeza atravesada por un dolor súbito que era más intenso que el sufrimiento provocado por los latigazos.

—Ya verá cuando le cuente a mi mamá… —comenzó a decir, pero Amos se arrodilló y lo aferró por los hombros, y sus manos parecían dos morsas.

—Basta ya, Michael —dijo—. Lo que sucedió aquí es entre tú y yo. No hablarás de esto a tu madre. Ha sufrido mucho, y no debes traerle más problemas. En adelante te comportarás bien. Si no lo haces, ya sabes lo que sucederá. Y si llevas tus problemas a tu madre, te garantizo que tu situación empeorará. Eres un muchacho grande. Espero que te comportes de acuerdo con tu edad.

—Pero…

—Sin peros. Ahora las cosas son diferentes, y es mejor que lo entiendas. No me agrada hacer esto, pero te enseñaré a respetar, muchacho, de manera que la próxima vez que quieras ir a pasear en medio de la noche, lo pensarás dos veces. ¿Entendido?

Michael vaciló, y después asintió. Pero mientras volvía a la casa con el viejo, el dolor de cabeza se agravó, y su mente se vio asaltada por pensamientos confusos. No es justo. No hice nada malo… Lo único que hice fue salir a dar un paseo… No es justo…

En la cocina, Janet estaba sentada frente a la mesa, bebiendo una taza de café y escribiendo en un anotador. Levantó la mirada cuando Amos y Michael entraron por la puerta del fondo.

—Hola —dijo—. ¿En qué anduvieron esta mañana?

—Tareas —replicó Amos antes de que Michael pudiese decir una palabra. Se acercó al fregadero y se lavó las manos; después, mientras se las secaba con un repasador, se inclinó sobre el hombro de Janet—. ¿Qué es esto? —preguntó.

—Cosas que es necesario hacer —suspiró Janet—. Hay tanto, y no sé por dónde empezar. Pero aquí están los colores que quiero usar en la casa. —Arrancó la primera hoja y la entregó a Amos, que la examinó y después la pasó a Michael.

—Tu madre tiene imaginación, ¿eh?

Michael miró fijamente al anciano. Actuaba como si jamás hubiese sentido enojo. Sonreía como si los latigazos en el galpón no hubiesen existido. Y su voz era serena. Incluso trató de bromear:

—Pintura blanca para la casa, roja para el galpón, un reborde blanco. Bien, ¿de dónde habrá sacado ideas tan radicales? —Su expresión recobró la seriedad, y estudió el rostro de Janet—. ¿Hubo problemas esta mañana?

—¿Se refiere a las náuseas? Ni rastros. —Aunque todavía tenía el estómago maltrecho después de la visita matutina al cuarto de baño, Janet esbozó lo que ella creía una sonrisa optimista, y golpeó un par de veces la superficie de madera de la mesa—. Creo que eso ha terminado. Probablemente fueron… las últimas veces. —Respiró hondo y con gesto decidido volvió a sus listas—. El problema está en los muebles.

—¿Qué tienen de malo nuestros muebles? —preguntó Michael, mientras con movimientos cautelosos se sentaba en una de las sillas—. A mí me agradan.

—No tienen nada de malo —trató de explicar Janet—. Pero no me parecen prácticos en una casa de campo de Prairie Bend. Eso es todo.

—Los muebles de campo son feos —afirmó Michael, pero entonces comprendió lo que había dicho, y se movió inquieto para mirar a su abuelo. Pero el anciano asintió para manifestar su acuerdo.

—Pueden ser feos, pero son cómodos —dijo en el momento mismo en que Anna entró en la cocina con su silla de ruedas y la detuvo entre el fregadero y la mesada. Janet comenzó a ponerse de pie, pero Anna le indicó con un gesto que volviese a su silla. Desplegó un delantal sobre su regazo, y después retiró una sartén de un estante bajo y la puso sobre la cocina.

—¿De qué estaban hablando? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Qué es feo pero cómodo?

—Los muebles que usamos en el campo —replicó Amos.

—¿De acuerdo con la opinión de quién? —preguntó Anna, que de pronto adquirió el aspecto de una gallina con las plumas encrespadas.

—De acuerdo con la opinión de tu nieto.

—Oh —dijo Anna. Vaciló apenas un segundo y después se encogió de hombros—. Por supuesto, tiene razón. Pero no te preocupes por eso —agregó, dirigiéndose a Janet, mientras comenzaba a revolver una docena de huevos en la enorme sartén de hierro—. Puedo amueblar esa casa con un par de llamados telefónicos. Todos los galpones y los desvanes de Prairie Bend están repletos de muebles y no costará un centavo. Además, ustedes gastarán más dinero pagando el flete de sus muebles hasta aquí que si los venden y compran otras cosas, de modo que ganarán mucho liquidándolos. Tráeme los platos, Michael.

Como Michael vaciló, su actitud llamó la atención de Anna. Había algo en sus ojos —una expresión dolorida— que ella había visto mucho años antes, en los ojos de su hijo. Y había abrigado la esperanza de que jamás volvería a ver nada semejante.

—Michael, ¿te sientes bien?

La mirada de Michael encontró la de su abuela, y durante un instante hubo una silenciosa comunicación entre los dos. Pero entonces Michael asintió, y se acercó al armario donde se guardaba la vajilla. Los ojos de Anna siguieron los movimientos del niño, y después se volvieron suspicaces hacia su marido. Pero si Amos advirtió la furia disimulada en los ojos de su esposa, en todo caso no ofreció ningún indicio en ese sentido.

Mientras Michael comenzaba a distribuir sobre la mesa los platos del desayuno, Janet meditó en lo que acababa de decir su suegra.

Era sensato. De todos modos, la agobiaba el sentimiento de que al dejar atrás sus pertenencias estaba desprendiéndose de otro fragmento de su vida anterior. Pero rechazó inmediatamente su aprensión. Después de todo, había decidido comenzar todo de nuevo en Prairie Bend.

El sol estaba alto en el cielo cuando Michael llevó el cubo de restos al corral de los cerdos. Los animales, que se movían inquietos en su pocilga, inmediatamente comenzaron a gruñir y rezongar cuando olieron que se aproximaba la ración de media mañana. Michael trepó las sólidas barras de metal del pequeño recinto, utilizando una sola mano para elevarse, mientras con la otra sostenía el cubo. Los cerdos se reunieron enseguida cerca de Michael, y le olieron las puntas de los zapatos, y se empujaron unos a otros en su ansiedad para acercarse antes que el resto a la artesa. Finalmente, cuando llegó a la barra más alta de la cerca, Michael miró sonriente a los animales inquietos.

—Muy bien —dijo—. ¡Ahí va! —Alzó el cubo, y los restos llovieron sobre la artesa. Un macho, el más corpulento del grupo, inmediatamente se abrió paso entre dos hembras, y una de estas se apresuró a morderle la oreja. El macho chilló, sorprendido, y retrocedió. El espectáculo del enorme macho que retrocedía ante la hembra, más pequeña, pareció divertido a Michael, y comenzó a reír y a proferir gritos de aliento al animal más corpulento.

—¡Vamos! No te dejes atropellar. ¡Lucha por tu comida! Como si hubiera adivinado que estaban burlándose de él, el macho se volvió bruscamente hacia Michael, los ojillos relucientes. Entonces, con una velocidad que Michael no habría creído posible en un animal de aspecto tan torpe, se alzó sobre las patas traseras, aferró con la boca el pie de Michael y le dio un fuerte tirón.

Michael cayó en la pocilga y su risa se convirtió en un súbito grito de miedo.

El macho retrocedió un momento, la pezuña delantera raspando el suelo, los ojos perlados fijos en Michael. Después, con un gruñido de irritación, cargó sobre Michael.

Michael rodó de costado a último momento, y trató de incorporarse, pero chocó contra otro cerdo. De pronto, pareció que todos los animales estaban en movimiento, las afiladas pezuñas cavando el suelo mientras se esforzaban por ocupar mejores posiciones, la mitad deseosa de llegar a la artesa, la otra mitad más interesada en Michael.

—¡Socorro! —gritó Michael—. ¡Que alguien me ayude!

Janet oyó el grito de Michael y salió corriendo de la cocina, en el instante mismo en que Amos aparecía viniendo del galpón.

—¿Qué sucedió? —gritó Janet, mientras atravesaba corriendo el patio.

—Los cerdos —gritó a su vez Amos—. Seguramente se cayó en la pocilga. —Después, desapareció tras la esquina del galpón.

Cuando Janet llegó a la pocilga, Amos ya estaba usando una larga pértiga para pinchar a los enfurecidos animales.

—De pie —gritó a Michael—. De pie, muchacho, porque de lo contrario te aplastarán. ¡Vamos, arriba!

De pronto, viniendo del rincón más alejado del galpón, apareció un perro negro del tamaño de un pastor grande, y cargó en línea recta sobre la pocilga. De un salto pasó la empalizada, y un momento después estaba en medio de los cerdos, gruñendo y ladrando, lanzando una dentellada primero a una de las hembras, y después desviando su atención hacia el gran macho. El cerdo, sorprendido por el ataque de flanco, retrocedió un momento, y ofreció a Michael la oportunidad de incorporarse. Un instante después Amos lo había alzado y lo retiraba de la pocilga.

Apenas Michael salió de la pocilga, el perro abandonó el combate y saltó afuera. Un momento más tarde estaba al lado de Michael, que se aferraba a su madre y sollozaba de miedo.

—Querían matarme —exclamó—. ¡Querían pisotearme!

Como si intentara reconfortar al niño aterrorizado, el perro le lamía la cara y meneaba la cola. De pronto, uno de los brazos de Michael se desprendió de Janet para cerrarse sobre el cuello del perro y estrecharlo fuertemente.

Janet miró al animal.

—¿De dónde salió? —preguntó—. ¿De quién es?

Amos frunció el ceño, seguro de que nunca había visto a ese animal. De haberlo visto, lo habría recordado. Tenía unos setenta y cinco centímetros de altura en la paleta, el pecho ancho y fuerte, y las patas muy musculosas. El pelaje era espeso y negro, sin una sola mancha blanca, y los ojos, vivaces e inteligentes, parecían contemplar a Amos con una mezcla en partes iguales de sospecha y hostilidad.

—No lo conozco —reconoció.

Michael, que estaba más atemorizado que herido por los cerdos, abrazó más estrechamente al perro.

—Seguro que anoche me siguió cuando volví a casa —dijo. Después, miró a su madre—. Mamá, me salvó la vida. ¿Puedo tenerlo? ¿Por favor?

Janet estaba aturdida por el incidente, pero cuando vio que en efecto Michael no estaba herido, desvió su atención hacia el perro. El animal parecía observarla con expresión inquisitiva, como si estuviera esperando su decisión.

—No sé —dijo finalmente—. Seguramente pertenece a alguien —continuó, aunque ya había visto que el perro no tenía collar.

—Pero ¿y si no tiene dueño? —preguntó Michael—. ¿Qué haremos si es un perro vagabundo? ¿En ese caso puedo tenerlo?

—Veremos —contemporizó Janet—. Pero ahora quiero que entres en la casa y te laves.

Michael tuvo intención de discutir, pero cuando vio la mirada en los ojos de su abuelo cambió de idea.

—Está bien —dijo. Se dirigió a la casa y el gran perro lo siguió pisándole los talones. Cuando Michael desapareció en la cocina, el perro se sentó al lado de la puerta del porche trasero.

—¿Qué le parece? —preguntó Janet a Amos.

Amos se encogió de hombros.

—No sé. Nunca lo había visto. Pero si continúa aquí cuando regresemos por la noche, supongo que no habrá inconveniente en tenerlo.

Pero un momento después Amos no estaba tan seguro de lo que había dicho. Cuando pasó al lado del perro, para regresar a la casa, el animal levantó la cabeza grande y aplastó las orejas. Un gruñido brotó de la profundidad de su garganta.

Janet y Michael miraron asombrados su pequeña propiedad, y apenas pudieron reconocerla, a pesar de que aún no era mediodía y el trabajo se había iniciado apenas tres horas antes. Ya se habían eliminado las malezas del patio del frente; la gente se había distribuido por toda la casa, armada con espátulas, para quitar los últimos restos de pintura de las deterioradas paredes, y en el patio posterior otro grupo estaba apilando ramas y arbustos y con ellos alimentaba un fuego crepitante. Y otras personas trabajaban en el galpón.

El sendero, apenas transitable la víspera, había sido limpiado, y ahora estaba trabajando una excavadora mecánica, que abría zanjas de desagüe a los costados del camino. Buck Shields, que manejaba los controles de la máquina con mucha soltura, detuvo el artefacto y saltó al suelo.

—¿Quieres probar? —preguntó a Michael—. Este ascendió inmediatamente a la oruga de la máquina, y se inclinó sobre el asiento metálico.

—¿Qué debo hacer?

—Espera —dijo su tío, y se puso detrás de Michael, y sus manos encallecidas por el trabajo cubrieron las más delicadas de Michael—. Es realmente fácil. Esta palanca levanta la pala y la baja, y esta la obliga a avanzar y a retroceder. ¿Comprendes? —hizo una demostración de la operación de la máquina, y otro medio metro se agregó a la zanja de desagüe—. Podemos hacer un metro o metro y medio por vez, y después hay que adelantar la máquina. Prueba.

Michael movió una de las palancas, y la pala se hundió profundamente en la tierra.

—Tranquilo —advirtió Buck—. Queremos una zanja, no un pozo. —Retrocedió un poco la palanca, y la pala respondió—. Ahora, intenta llevar la tierra suelta hacia el costado, y amontónala. —Michael vaciló, eligió una palanca y tiró. Los dientes de la pala cayeron, y la tierra volvió a caer en la zanja.

—Estoy embrollando el trabajo —dijo Michael como disculpa.

—Quizá sea mejor que empieces con el tractor y después sigas con esto. ¿Por qué no preguntas si puedes dar una mano allá atrás?

Michael descendió de la máquina y desapareció tras la esquina de la casa, mientras Janet caminaba lentamente al lado de Anna, que impulsaba su silla de ruedas por el sendero. Al pie de la escalera del porche la anciana se detuvo y contempló silenciosa la casa.

—Seguramente tiene muchos recuerdos de este lugar —dijo al fin Janet. Los ojos de Anna parpadearon, y después encontraron la mirada de Janet.

—Así es —contestó—. Pero todo eso es cosa del pasado, ¿verdad? Para ustedes quizás esta casa sea un lugar propicio.

Janet frunció el ceño, en una actitud reflexiva.

—No creo en las casas buenas y las casas malas. Me parece que una casa es feliz si la gente que vive en ella es feliz.

—Ojalá tengas razón. —Suspirando, Anna se aproximó a los peldaños del porche, y allí se detuvo. Ahora, cuando levantó los ojos, miró a Janet y no a la casa—. Hay gente que puede subir escaleras con estos artefactos, pero yo no soy una de ellas.

—Pondré una rampa al principio de mi lista —dijo Janet mientras comenzaba a subir la silla de ruedas sobre los cuatro peldaños que llevaban al porche— pero no sé cuándo conseguiremos que la fabriquen.

—Hablaré del asunto con Amos —replicó Anna. Después, cuando Janet empujó la silla de ruedas y pasó por la puerta principal, pareció que la anciana se encogía. Sus ojos se pasearon por el vestíbulo y la escalera, y después se volvieron para mirar casi temerosamente la puerta cerrada del cuartito donde había tenido su último hijo.

—Si no desea estar aquí, entenderé perfectamente —dijo Janet y apoyó una mano sobre el hombro de la anciana, en un gesto de confortamiento.

—No. No, está bien. Es sencillamente que pasaron tantos años. —Una seca sonrisa se dibujó en sus labios, una sonrisa que a Janet le pareció forzada. Me temo que quizá no te hayamos hecho un favor al regalarte esta casa. No tenía idea de que estaba tan decaída.

—Pero no está mal —protestó Janet—. Viviremos maravillosamente. Vamos. Iniciemos nuestra gira, y yo le diré todo lo que me propongo hacer.

Pasaron de un cuarto a otro. Anna guardó silencio mientras Janet le explicaba sus planes en cada sector. Finalmente retornaron al pie de la escalera. Anna miró con expresión reflexiva hacia el primer piso.

—¿Qué habitaciones piensan usar? —preguntó al fin.

—Yo ocuparé la más grande, la que está adelante. Michael quiere la más pequeña.

—¿La más pequeña? —preguntó Anna con el ceño fruncido—. ¿Y por qué?

—Le agrada la vista. Desde allí puede ver la propiedad del señor Findley.

La expresión de Anna se ensombreció.

—Ese lugar —dijo—. Ben Findley debería sentirse avergonzado de sí mismo… cómo permitió que decayera. Juro que no sé por qué ese hombre continúa viviendo aquí. Si no fuera por Charles Potter, no tendría un solo amigo en Prairie Bend.

—Pero ¿no tiene familia?

A Anna se le nublaron los ojos, y de sus labios escapó un suspiro.

—¿Ben? No, ya no tiene a nadie. Antes tuvo esposa… Jenny Potter. Un tiempo fueron un buen matrimonio, pero después… —Guardó silencio un momento, y después esbozó una sonrisa descolorida—. Suceden cosas. De todos modos, Jenny se marchó, y después Ben tuvo una conducta cada vez más extraña.

—Pero sin duda tiene algunos amigos.

Anna meneó la cabeza.

—No parece que ahora desee tener amigos. En realidad, a menudo me he preguntado por qué continúa aquí. Debe sentirse muy solo… —Desvió la mirada hacia la escalera. Después de un momento, de nuevo miró a Janet. De pronto, asintió—. Por supuesto, Michael tiene que preferir el cuartito. —Una expresión que podía haber sido de tristeza, u otra cosa, le ensombreció el rostro. Después dijo—: Era de su padre.

Así como su madre había preguntado a la abuela acerca de Ben Findley, también Michael preguntó nuevamente a Ryan Shields acerca del vecino. Estaban en el galpón con un tercer jovencito, Damon Hollings, a quien Michael acababa de conocer.

—¿Por qué no está aquí?

—¿Estás bromeando? —preguntó Damon, a pesar de que Michael había dirigido la pregunta a su primo—. Nunca sale de esa casa misteriosa, y nunca habla con nadie. Y no ayuda a nadie, aunque se trate de una persona que esté muriéndose en el camino, frente a su sendero. —Damon hizo una pausa, satisfecho con el efecto que sus palabras provocaban en Michael—. Y su casa está embrujada —agregó, con una voz que se había convertido en un murmullo—. Allí hay fantasmas.

—Los fantasmas no existen —protestó Michael, pero de todos modos desvió la mirada de Damon hacia la puerta del galpón. A pocos centenares de metros de distancia estaban las ruinosas construcciones de la propiedad de Findley. Y en las profundidades de su conciencia, un recuerdo, ¿o era un sueño?, se agitó—. ¿Qué clase de fantasma? —preguntó, con voz mucho menos segura que unos instantes antes.

—Es alguien que murió hace mucho —dijo Damon—. Y a veces uno puede verlo de noche en el Campo de Potter. Se ven luces que se mueven de un lado para el otro.

—¿Luces? —preguntó Michael—. ¿Qué clase de luces?

—Yo… yo nunca las vi —reconoció Damon.

—Nunca las viste porque no existen. ¿Verdad, Ryan? —dijo Michael volviéndose hacia su primo, pero Ryan no contestó.

Damon se encogió de hombros con exagerada indiferencia y se pasó una mano sobre la maraña de cabellos rubios que coronaban su rostro malicioso.

—Bien, ¿a quién le imparta lo que tú crees? —dijo a Michael—. Yo solamente repito lo que oí decir. Y lo que oí, y lo que todos saben por aquí, es que la casa del viejo Findley está embrujada. ¡Y así es!

—Bien, yo no lo creo —replicó Michael—. No creo en los fantasmas, y estoy seguro de que el señor Findley no tiene nada de malo. Apuesto a que por aquí nadie lo quiere porque no mantiene relaciones con ninguno —dijo con súbita certidumbre.

—Bien, ¿por qué no vas a comprobarlo? —preguntó Damon.

—Tal vez lo haga —replicó Michael, dispuesto a aceptar el desafío. Se volvió de nuevo hacia Ryan—: ¿Me acompañarás?

Ryan lo miró fijamente, y después meneó enfáticamente la cabeza.

—Y más vale que tú tampoco vayas —dijo.

La expresión de Michael reflejaba obstinación; ahora los comienzos de un dolor de cabeza comenzaban a martillearle las sienes.

—Haré lo que quiera —dijo con voz tensa. Se apartó de los otros dos, y concentró la atención en el viejo galpón que se levantaba a lo lejos. Mientras miraba, el dolor comenzó a suavizarse. En un rincón de su cabeza casi pudo oír la voz que murmuraba. Las palabras no eran claras, pero el tono le parecía conocido…

Hacia las seis y media el trabajo pesado había concluido, y solo los Hall continuaban en la pequeña propiedad.

—No se parece a lo que era esta mañana, ¿verdad? —comentó Anna Hall.

En efecto, no se parecía. Había desaparecido la maraña de malezas que casi ocultaban la casa, y el prado, con el pasto bien cortado, necesitaba solamente agua y un poco de fertilizante para recuperar el lujurioso verde que era la norma de Prairie Bend. El sendero, alisado y cubierto con una capa de grava, formaba una elegante curva hasta el camino, y las construcciones, despojadas de los últimos restos de la pintura descolorida y descascarada, casi parecían esperar el mañana, en que una capa de pintura blanca les devolvería su anterior respetabilidad. Detrás de los edificios, veinte hectáreas de tierra recién arada esperaban los cultivos que serían decididos por Amos. Incluso Michael tuvo que reconocer que el lugar había cambiado.

—Quizá realmente podamos vivir aquí —murmuró. Después, volvió los ojos hacia los ruinosos edificios de la propiedad Findley y guardó silencio.

Amos interpretó mal el silencio de Michael, y extendió la mano y atrajo al niño.

—¿No te agrada ese lugar? —preguntó, e interpretó como asentimiento el silencio continuado de Michael—. Bien, así están las cosas. Si yo hubiera podido hacer mi voluntad, hace mucho habría comprado las tierras de Ben; pero él no quiso saber nada. Dijo que había encontrado el lugar donde quería morir y que era demasiado viejo para cambiar de idea. De modo que así están las cosas, y en tu lugar yo lo dejaría en paz.

Con esfuerzo Michael apartó la mirada del viejo galpón y miró a su abuelo.

—¿Es cierto que allí hay un fantasma? —preguntó.

Janet no había prestado mucha atención a la conversación. Ahora se volvió para mirar a su hijo.

—¿Un fantasma? —preguntó y su voz expresaba incredulidad—. ¿De qué demonios estás hablando?

Michael se movió, incómodo.

—Damon Hollings dice que la propiedad del señor Findley está embrujada.

—Oh, por Dios. No le creíste, ¿verdad, querido? —Como Michael vaciló, la voz de Janet perdió parte de su tono despreocupado—. Michael, los fantasmas no existen, y nunca existieron. —Se volvió hacia Amos y Anna, con la esperanza de que la apoyaran, pero Amos parecía sumido en sus pensamientos, y Anna se había apartado y estaba acercándose lentamente al automóvil—. Amos, dígale que los fantasmas no existen.

—No le diré algo de lo cual no sé nada, Janet —dijo finalmente el anciano.

Janet lo miró asombrada.

—¿Algo de lo cual no sabe? —repitió—. Amos, ¡no me dirá que cree en los fantasmas!

—Lo único que puedo decirle es que hubo historias —dijo finamente Amos—. Por lo tanto, debo decir que no puedo abrir juicio.

—¿Qué clase de historias? —preguntó Michael.

—Cosas —replicó Amos después de un largo silencio. Después, sonrió sombríamente—. Tal vez, si eres bueno, te lo contaré todo esta noche, cuando vayas a acostarte.

Michael trató de disimular la excitación que sentía, y de mostrar una expresión indiferente. Pero fracasó totalmente.