12
—¿Qué debo decir? —preguntó ansiosamente Michael mientras Janet entraba por el sendero de los Shields en el Oldsmobile de Amos Hall.
—Probablemente no tendrás que decir una palabra —replicó Janet—. Puedes conversar con Ryan mientras yo hablo con la tía Laura. Ella está acostada y ni siquiera tendrás que subir.
Aliviado, Michael descendió del automóvil y comenzó a atravesar el prado, seguido por su madre. Entonces, mientras ascendían los peldaños que llevaban al porche de la casa de madera blanca, se abrió la puerta principal y apareció Buck Shields, el rostro marcado por profundas ojeras. Saludó con un gesto a Michael, y después se volvió hacia Janet.
—Gracias por venir —dijo——. Está arriba, en nuestra habitación, la primera de la izquierda.
Janet abrazó a su cuñado.
—Lo siento tanto —murmuró—. Ojalá hubiese estado aquí… No hubiera podido hacer nada. La voz de Buck expresaba tanta desesperanza que Janet sintió que se le encogía el corazón y tuvo que apartar la cabeza cuando se le llenaron los ojos de lágrimas. Buck se separó bruscamente de Janet. Suba. Está esperándola. Ahora tengo que ir a la tienda. —Una sonrisa poco característica en él jugueteó en las comisuras de los labios—. La atiende mi madre. Sus intenciones son buenas, pero nunca consigue ser eficaz. ¿Puede acompañar a Laura hasta que yo regrese?
—Por supuesto —dijo Janet—. Puedo permanecer el día entero, si me necesita. —Miró a Michael, que estaba cerca de la puerta principal—. ¿Dónde está Ryan?
—Creo que detrás de la casa. O por allí cerca. —Comenzó a descender los peldaños y entonces se volvió—. Janet. Laura está… bien, lo está tomando muy mal. No la inquiete.
Y después, antes de que Janet pudiese contestar, descendió de prisa los peldaños y cruzó el patio. Un momento después se había marchado.
Mientras Michael se dirigía al patio del fondo, Janet subió directamente al primer piso. Encontró a Laura recostada sobre varias almohadas, el rostro pálido enmarcado por los cabellos oscuros, los ojos cerrados.
—¿Laura? —murmuró Janet—. ¿Estás despierta?
Laura abrió lentamente los ojos y miró a Janet como si no la reconociera. De pronto, una suave sonrisa se dibujó en su rostro.
—¿Janet? Janet, ¿eres tú?
Janet atravesó la habitación y acercó una silla a la cama.
—¿A quién esperabas?
La sonrisa de Laura se esfumó.
—En realidad, a nadie —dijo—. Solo estaba descansando, tratando de fingir que no ha sucedido nada. —Su mirada encontró la de Janet—. ¿Hiciste lo mismo cuando Mark murió? ¿Trataste de fingir que no había sucedido?
Janet vaciló y después asintió.
—Imagino que es el shock. Uno no puede soportar el dolor, de modo que niega la herida. Pero lo único que se consigue es postergar el problema. —Hizo una pausa—. ¿Deseas hablar de eso?
Un suspiro escapó de los labios de Laura y desvió la cara para mirar la pared.
—Janet, creo que mataron a mi hijo —murmuró, como si su decisión de creer lo que le habían dicho se hubiese debilitado—. Dijeron que había nacido muerto, pero creo que lo mataron.
Janet abrió la boca, pero no dijo palabra. Un momento después sintió la presión de la mano de Laura.
—¿Por qué hacen eso, Janet? —continuó Laura—. ¿Por qué matan a mis hijos?
El sufrimiento que se reflejaba en la voz de Laura impresionó a Janet.
—Laura. Oh, Laura, no debes pensar siquiera en una cosa así.
Laura de nuevo movió la cabeza y Janet pudo ver las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—Pero estaba bien, Janet. Sé que estaba bien. Dijeron que había nacido muerto, pero hasta el final sentí que se movía. —Comenzó a elevar la voz y apretó con más fuerza la mano de Janet. Pude sentirlo, Janet. Si hubiese estado muerto, no se habría movido, ¿verdad?, ¿verdad?
Janet se preguntó qué podía decir y pensó en la posibilidad de llamar a Buck o al doctor Potter.
—No sé —dijo al fin—. Pero a veces suceden cosas, Laura. A veces las cosas salen mal y nadie puede hacer nada.
Con aparente calma, Laura apoyó de nuevo la cabeza sobre las almohadas y ahora clavó la mirada en el cielorraso. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz sorda.
—No me permitieron ir al hospital. No quisieron llevarme al hospital y no aceptaron que viniese mi madre. Les rogué, pero no quisieron.
—Ella no habría podido hacer nada —dijo Janet, tratando de calmar a la angustiada mujer—. Sé que para ti fue horrible…
De pronto de nuevo se encendieron los ojos de Laura y se sentó en la cama.
—¿Lo sabes? —preguntó, y su voz cobró de nuevo matices histéricos—. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Has perdido a un hijo? ¿Pasaste alguna vez por lo que yo pasé anoche? ¿Sí?
Y de nuevo los recuerdos infantiles de Janet poblaron su mente. Pero ella no había perdido a un hijo. Había sido toda su familia, quemada ante sus propios ojos. Pero ahora no podía hablar de eso a Laura.
—No… —balbuceó.
—Bien, en ese caso espera a sufrirlo y ya verás. Espera el momento de que llegue tu hijo. También a ti te lo harán, Janet. Así como se lo hicieron a mi madre cuando llegó su último hijo. Tampoco permitieron que mi madre fuese al hospital. ¡Y a ti no te lo permitirán! Cuando llegue el momento, estarás sola y harán lo que deseen, y no podrás remediarlo. ¡Entonces sabrás lo que yo siento!
Agotada, volvió a caer sobre las almohadas y su respiración se convirtió en un sollozo estrangulado. Janet, que ahora se había puesto de pie, paseó frenética la mirada por la habitación y al fin vio un frasquito de píldoras sobre la mesa del tocador. La recogió y leyó el rótulo, pero el complicado nombre de la droga nada significaba para ella. Las llevó a la cama.
—¿Laura? Laura, ¿quieres tomar una de estas píldoras?
Laura permaneció silenciosa largo rato y Janet comenzó a preguntarse si se había desmayado. De pronto volvió a abrir los ojos, y miró el frasco. Finalmente, meneó la cabeza.
—No. —Vaciló, y después extendió la mano hacia Janet—. Discúlpame —dijo—. No debí decir todas esas cosas. Habrás creído que estoy loca. Janet, lo de anoche fue tan terrible. Me hirió tanto y me sentí tan atemorizada y confundida, y supe que estaban matando a mi niño, pero no pude evitarlo. No pude detenerlos, Janet. —Comenzó a llorar calladamente—. Vi lo que sucedió —repitió con voz quebrada—. Lo vi. Después, los sollozos la sacudieron y Janet la abrazó, meciéndola suavemente como si la propia Laura fuese el niño que ella acababa de perder.
Michael encontró a Ryan detrás del garaje, apilando distraídamente una gran cantidad de leños.
—¿Qué haces?
Ryan volvió los ojos hacia su primo y después miró sin disimulo los arañazos en el rostro de Michael.
—¿Qué te sucedió?
—Yo… me caí de la bicicleta. ¿Qué estás haciendo con la madera?
—¿Qué te parece que hago? Mi papá dice que esta noche toda la madera debe estar apilada. ¿Quieres darme una mano?
Michael se encogió de hombros y tomó un pedazo de madera. Abajo algo se movió y el niño inmediatamente soltó el leño.
—Ahí hay algo —dijo.
—Probablemente un lagarto —observó Ryan—. Hasta ahora encontré tres.
—¿Cómo los atrapas?
Ryan sonrió.
—Es fácil. Te quedas muy quieto y poco después creen que te fuiste, de modo que salen a tomar sol. Entonces, adelantas la mano muy despacio, por atrás y los atrapas. ¿Quieres probar?
—Seguro.
Ryan abandonó de buena gana el trabajo, eligió un lugar apropiado y se sentó sobre un leño. Michael hizo lo mismo al lado de su primo. Durante unos minutos los dos guardaron silencio.
—¿Podemos hablar? —preguntó finalmente Michael.
Ryan le dirigió una mirada de reojo.
—¿De qué?
—Quiero decir que el sonido de la voz puede asustar a los lagartos.
—No. Son sordos. —Y después—: ¿Duró mucho el nacimiento del potrillo, anoche?
—Bastante —se vanaglorió Michael—. Me acosté muy tarde.
Vaciló, pues deseaba hablar a Ryan de lo que había sucedido la víspera, pero las extrañas palabras de Nathaniel perduraban en su mente: «Nunca les digas la verdad. Diles lo que quieren oír». Pero Nathaniel no se había referido a Ryan, ¿verdad?
Michael llegó a la conclusión de que no: para su mente de once años, «ellos» eran los «adultos». Los secretos había que esconderlos de los adultos, no de otros niños.
—Creo… creo que anoche vi a Nathaniel.
Ryan se volvió para mirarlo.
—¿Nathaniel? ¿El fantasma?
Su tono expresaba claramente su incredulidad.
—Creo que sí. —De nuevo Michael vaciló. Y después—: Si te digo lo que sucedió, ¿prometerás no hablar a nadie? ¿Absolutamente a nadie?
Ryan lo miró con desdén.
—¿Por quién me tomas? Además, ¿a quién podría decírselo?
—A cualquiera.
Ryan se encogió de hombros.
—Está bien. Pero ¿de qué estás hablando en realidad? Los fantasmas no existen, de modo que no pudiste ver a Nathaniel.
—No dije que lo vi —argüyó Michael—. Dije que creí verlo.
—¿Dónde? —preguntó Ryan.
—En… estaba en una casa.
—¿Qué casa?
—Un… galpón —dijo Michael.
Ryan entrecerró los ojos con sospecha.
—¿De quién era el galpón? —preguntó.
—Eso no te interesa —dijo Michael. Pero cuando Ryan se apartó en una intencionada actitud de desprecio, Michael retrocedió—. No sé de quién era el galpón —concedió—. Pero allí vi a Nathaniel. Por lo menos, creo que lo vi.
La curiosidad indujo a Ryan a insistir.
—Bien, ¿lo viste o no lo viste?
—No sé —dijo Michael, que todavía no estaba dispuesto a comprometerse diciendo a Ryan todo lo que había visto—. Fue realmente misterioso. El… quería que lo llevase afuera.
De pronto, algo se movió en la pila de madera y Ryan se puso en guardia, los ojos fijos en un hueco oscuro entre dos leños. Michael calló, y unos pocos segundos después el movimiento se repitió. Entonces, lentamente, apareció el hocico puntiagudo y escamoso de un pequeño lagarto, que sacaba la lengua cada pocos segundos.
—No te muevas —advirtió Ryan—. Si te mueves escapará. —Hubo un largo silencio y los dos niños se concentraron en el lagarto, mientras el cauteloso reptil, como si percibiese el peligro, permanecía en el mismo lugar—. ¿Qué quieres decir con eso de que deseaba que lo llevases afuera? —preguntó finalmente Ryan—. Si quería salir, ¿por qué no lo hacía?
—¿Cómo puedo saberlo? Dijo que no podía. Pero después él… bien, desapareció. Yo hablaba con él, o puede decirse que hablaba…
—¿Qué significa «puede decirse»? —preguntó Ryan, que desvió los ojos del lagarto y miró en la cara a su primo—. ¿Hablaste con él o no?
Michael buscó el modo de explicar la situación.
—El… me hablaba sin decir nada. Era como si estuviese dentro de mi cabeza o algo así.
—Eso es absurdo —declaró Ryan—. La gente no habla de ese modo.
—Ya lo sé —convino Michael—. En eso estuve pensando. Anoche estaba seguro de que lo había visto y hablado con él, pero ahora no. ¿Crees… —Se interrumpió, y de pronto supo lo que Ryan diría cuando escuchase la pregunta.
—¿Si creo qué? —lo presionó Ryan.
—¿Crees que puedo haber visto un fantasma? —preguntó, sin apartar los ojos de la pila de madera, porque no quería mirar a Ryan.
—Los fantasmas no existen —repitió Ryan, pero con menos certeza que la vez anterior.
—Ya lo sé —dijo Michael—. Y anoche estaba seguro de que era real. Pero esta mañana ya no me siento tan seguro. Es muy misterioso.
—Tú eres misterioso —replicó Ryan. De pronto se le inmovilizó el cuerpo—. Espera un minuto. Aquí viene. Quieto.
Por uno de los huecos de la pila de madera emergió un lagarto que se movía lentamente, casi como si estuviese sumergido en el agua. Mientras Michael observaba fascinado, las patas comenzaron a moverse una tras otra. La lengua, que emergía cada pocos segundos, parecía explorar el ambiente. Una vez el lagarto se inmovilizó un instante, y Michael tuvo la certeza de que correría a refugiarse en la oscuridad de la cual había salido. Pero en cambio empezó a moverse con una serie de arremetidas leves y al fin terminó descansando sobre la superficie de un leño, gozando de la luz y el calor del sol. Tenía la cabeza apuntando en dirección contraria al lugar en que estaban los dos niños. Michael sintió que Ryan se movía.
—Trataré de atraparlo —murmuró Ryan—. Quédate quieto.
Moviéndose con la misma lentitud que había demostrado el lagarto, Ryan comenzó a adelantar la mano, manteniéndola siempre baja, fuera de la línea de visión de la criatura. Cada vez que el lagarto parecía ponerse alerta, Ryan suspendía el movimiento, y esperaba hasta que el lagarto aflojaba la vigilancia antes de reanudar el avance furtivo. Finalmente, cuando estaba a pocos centímetros del lagarto, arremetió.
¡Lo tengo! —gritó, cerrando la mano sobre el animal que se debatía. Un segundo, sonrió a Michael—. ¿Quieres sujetarlo?
—Seguro. Michael extendió la mano, y Ryan trasladó cuidadosamente el lagarto de su puño al de Michael. Durante unos pocos segundos el animalito se debatió furiosamente contra los dedos de Michael que lo sujetaban, y después permaneció inmóvil. Michael miró a Ryan. Ya no se mueve. ¿Está muerto?
—No. Abre la mano con muchísimo cuidado y sujétalo con los dedos. Agárralo detrás de las patas delanteras. Si lo agarras por la cola, se la desprenderá y después le crecerá otra.
Mientras Ryan supervisaba la operación, Michael deslizó un dedo en su propio puño todavía cerrado, y palpó hasta que tuvo la certeza de que tenía al lagarto atrapado entre la palma y el dedo. Después abrió el puño, y sujetó a la pequeña criatura con dos dedos. El dorso escamoso tenía el color de la corteza de un árbol, y había minúsculas garras en los extremos de cada uno de los dedos. Pero cuando lo volvió, el vientre resplandeció con un azul iridiscente a la luz del sol.
—¿Quieres hipnotizarlo? —preguntó Ryan.
Michael miró dubitativo a su primo.
—¿Cómo?
—Ponlo boca arriba y frótale el vientre un par de veces.
Michael vaciló, pero después hizo lo que Ryan le había indicado.
—Ahora, déjalo en el suelo.
Con mucho cuidado Michael depositó al lagarto sobre un leño y después le acarició el vientre unas pocas veces más. Finalmente retiró el dedo. El lagarto permaneció donde lo había dejado, con los ojos cerrados y solo el leve movimiento de la garganta indicaba que aún vivía.
—¿Cuánto tiempo permanecerá así?
Ryan se encogió de hombros.
—Unos minutos. Puedes mantenerlo así todo lo que quieras, si le frotas el vientre cada vez que empieza a despertarse. Pero no debes dejarlo mucho tiempo al sol, porque se recalienta y muere.
Los dos niños miraron un rato al lagarto. De pronto, sin aviso previo, los ojos parpadearon. El animal se volvió sobre sí mismo y desapareció en las profundidades de la pila de madera.
—¿Ryan? —preguntó Michael unos minutos después, cuando de nuevo estaban apilando la madera contra la pared trasera del garaje—. ¿Crees que realmente vi un fantasma anoche?
Ryan lo miró con desagrado.
—No —dijo.
—Entonces, ¿qué vi?
—No creo que hayas visto nada —dijo Ryan—. Y no quiero hablar más de eso.
—¡Pero yo vi algo!
—¡Idioteces! —explotó Ryan—. No viste nada. No entraste en ningún viejo galpón y todo eso es puro invento. Lo único que te sucedió fue que te caíste de la bicicleta y ahora quieres demostrar que no tuviste la culpa, porque viste un fantasma. Bien, no te creo y nadie te creerá. De manera que si no cierras la boca le diré a mi papá que entraste en el galpón del viejo Findley. Y entonces sí que estarás en problemas.
Los ojos de Michael ardieron de furia.
—¡Dijiste que no se lo contarías a nadie! Lo prometiste. Además, nunca dije que era el galpón del viejo Findley.
—¿Y qué? —se burló Ryan—. ¿Acaso yo podía adivinar que vendrías a meterme un cuento fantástico? Y puedo decir lo que se me antoje a quien quiera, así que más vale que te cuides.
Michael guardó silencio. Le dolía mucho la cabeza, y en lo más profundo de su mente oía una voz que lo incitaba a atacar a Ryan. Después, recordó confusamente la escena, varios días atrás, cuando de pronto había dicho a Ryan que se cayera muerto, y durante un instante, había sido nada más que un segundo, había temido que sucediera realmente. Trató de dominarse, temeroso de lo que podía suceder ahora si atendía a la voz interior, y consciente al mismo tiempo de que si insistía en lo que había visto la noche anterior Ryan lo acusaría de estar loco. Pero mientras ayudaba a su primo a apilar la leña, continuaba pensando en los episodios de la víspera. Y cuanto más pensaba en el asunto, más todo lo que había visto y oído en la oscuridad le parecía un sueño.
Y sin embargo, en efecto había visto luces en el campo, en efecto había entrado en el galpón de Findley.
Había visto un automóvil, y también a alguien a la luz de las linternas.
Pero ¿había visto a Nathaniel?
¿Y cómo podía haber visto lo que estaba sucediendo en el campo? Estaba tan oscuro y él miraba por una rendija en la pared del galpón.
Y esa voz, esa voz que él creía era la de Nathaniel.
Era tan extraña, tan neutra. ¿La había oído realmente?
Trató de imaginarlo todo; la oscuridad del establo y los débiles rayos de la luz de la luna que se filtraban a través de la pared.
¿Cómo podía haber visto algo? Y comprendía que en realidad no había oído nada. Esa voz había estado en su cabeza, exactamente como la voz que estaba oyendo ahora. Además, esa noche había tenido un dolor de cabeza y él nunca podía recordar exactamente qué sucedía cuando tenía uno de esos dolores de cabeza.
Tal vez Ryan tenía razón. Quizás estaba loco.
Decidió que no hablaría más acerca de lo que había sucedido la víspera; no se lo diría a nadie. Aun así, le habría agradado hablar del tema con su papá. Su padre siempre había podido ayudarle a aclarar las cosas, pero ahora no estaba. Tampoco podía acudir al abuelo. Se estremeció al recordar los golpes recibidos dos días antes… jamás hablaría con el abuelo. Pero quizá la abuela. Tal vez cuando estuviera solo con ella, podría hablarle.
Quizá…
Esa mañana, apenas Janet y Michael salieron de la casa. Amos comenzó a llamar a los teléfonos de Prairie Bend, con el propósito de descubrir al dueño de Sombra.
Pero nadie había perdido un perro y ningún animal respondía a la descripción de Sombra. Después del último llamado colgó el receptor y se volvió hacia Anna.
—Bien —dijo—. Creo que es un perro vagabundo. Voy a buscar mi escopeta.
Anna miró hostil a su marido.
—¿Quieres decir que piensas matar a ese perro?
—Es precisamente lo que me propongo hacer —replicó Amos con voz sombría.
—No.
Amos miró a su esposa con malevolencia.
—¿Qué dijiste?
—No hay motivo para matarlo. ¿Qué te hizo?
—No me agradan los perros.
—A veces tú tampoco me agradas —replicó Anna, en voz baja pero firme—. ¿Eso significa que debo matarte?
—Anna…
—No es tu perro, Amos. Es el perro de Michael. Quizá le salvó la vida y si le haces algo al animal, Michael jamás te lo perdonará. Tu hija te odia y tu hijo huyó de ti. ¿Quieres que también tu nieto te odie?
—Nunca lo sabrá —dijo Amos—. Cuando regrese, el perro estará muerto y enterrado. Le diremos que escapó y nos creerá.
—Tal vez —convino Anna—. Podría creernos, si ambos se lo dijéramos, pero si tú le dices que el perro escapó y yo le explico que lo mataste, ¿a quién creerá?
Amos la miró con dureza.
—No harías eso, Anna. Nunca contrariaste mis deseos y no lo harás ahora.
—Lo haré —replicó Anna, uniendo las manos sobre el regazo—. Esta vez lo haré. Deja en paz al perro.
Amos salió de la casa sin decir palabra, pero sintió los ojos de su esposa clavados en la espalda mientras se dirigía al galpón.
Los ojos de su esposa y los de Sombra.
El perro estaba acostado al lado del porche del fondo, su lugar de costumbre cuando Michael se hallaba en la casa o lo había dejado atrás. Cuando la puerta de la cocina se abrió bruscamente y los pasos pesados de Amos resonaron en el porche, el cuerpo de Sombra se puso tenso y un sonido indefinidamente amenazador brotó de su garganta. Se le erizó un poco el pelo, pero no intentó incorporarse. Amos miró irritado al perro.
—Fuera de aquí —dijo. Movió el pie derecho y descargó el golpe. Pero antes de que el puntapié llegase a destino Sombra se había incorporado y estaba a varios metros de la casa. Amos lo siguió.
Un metro por vez, Sombra retrocedió en dirección al galpón. Amos lo siguió, maldiciendo en voz baja al animal y tratando a cada momento de alcanzarlo con un puntapié. Pero cada vez que la bota parecía caerle encima, Sombra lograba esquivarla.
De pronto, el galpón se interpuso entre ellos y la casa, y Sombra dejó de retroceder. Se agazapó, pegado al suelo, y tenía las orejas aplastadas contra la cabeza. Sus gruñidos eran más intensos ahora y Amos advirtió que en los ojos del animal había un brillo astuto.
Amos ensayó otro puntapié.
Esta vez Sombra no intentó apartarse del pie de Amos. En cambio, pareció que esperaba hasta el último instante posible, y entonces brincó a un costado, al mismo tiempo que torcía el cuello para clavar sus grandes mandíbulas en el tobillo de Amos. De un tirón hizo perder el equilibrio a Amos y el hombre corpulento cayó pesadamente al suelo, emitiendo una exclamación en la cual se mezclaban el dolor y la cólera. Un segundo después Sombra soltó el tobillo de Amos y le buscó el cuello, los colmillos al desnudo, la saliva reluciendo en la lengua. Durante un momento Amos miró fijamente los ojos del animal, seguro de que esos afilados dientes comenzarían a desgarrarlo.
Pero no fue así. En lugar de atacar a Amos, Sombra se apartó bruscamente y levantó una pata…
Un chorro de líquido caliente y amarillo cayó sobre Amos, le empapó la pechera de la camisa, le escoció los ojos y le provocó náuseas cuando un poco penetró en su boca y descendió por su garganta. Y cuando terminó, Sombra se apartó y se sentó en el suelo a pocos metros de distancia, la cola enroscada entre las piernas, las orejas erguidas, la lengua colgando de la boca abierta.
Furioso, Amos permaneció inmóvil un momento y después se puso de pie y caminó hacia la casa. Pero cuando reapareció pocos minutos después, en la mano una escopeta, el patio estaba vacío.
Sombra había desaparecido.